Siendo él un hombre de pocas palabras, y ayudados por los pocos conocimientos de materia de geografía, el origen exacto de Hans, rubio y de tez clara, no estaba muy claro para los habitantes de Carson City. Entre Dinamarca, Islandia o Polonia no sabían con qué quedarse. Russ Stevenson, su compañero de sierra en el MEDLEY E HIJOS-Matadero, dijo en una ocasión que lo que era, era un piel roja; pero por lo salvaje. Aunque no era salvaje, sino preciso. Podía él solo aplicar el bastón electrocutante y despellejar y trocear 6 vacas en un turno de 10 horas. Entraba a las 5 de la mañana y salía a las 4 de la tarde; una hora entremedias para comer. En la época del año en que a las 5 ya amanece, la luz roja de los primeros rayos se refleja en la tierra del desierto para entrar por los amplios ventanales de la nave de despiece y dibujar haces cuadriculados de gran tamaño en el suelo, y era entonces cuando Hans pensaba en la catedral de Copenhague, y entonces encendían las sierras, y el ruido provocaba la huida de todos los animales que salen a cazar cuando amanece. A la hora del almuerzo, Hans, de costumbres fijas, tras devorar la hamburguesa de vacuno que preparaba en una plancha improvisada, sacaba siempre del mismo bolsillo del mandil el mismo libro, y leía:
«El cocinero Ding descuartizaba un buey para el príncipe Wenhui. Se oía ¡hua! Cuando empuñaba con las manos el animal, sostenía su mole con el hombro y, afianzándose con una pierna, lo inmovilizaba un instante con la rodilla. Se oía ¡huo! cuando su cuchillo golpeaba como si ejecutara una antigua danza.
—¡Es admirable! —exclamó el príncipe. Nunca había visto una técnica así.
El cocinero dejó su cuchillo y contestó:
—Lo que interesa es el funcionamiento interno de las cosas, no la simple técnica. Cuando empecé a practicar mi oficio veía todo el buey ante mí. Tres años después ya sólo veía partes del animal. Hoy lo encuentro con el espíritu, sin verlo ya con los ojos. Mis sentidos ya no intervienen y mi espíritu actúa solo y sigue solo los ligamentos del buey. El cuchillo corta y separa, sigue las fallas y hendiduras que se le ofrecen sin esfuerzo. No toca ni venas ni tendones. Cuando encuentro una articulación, localizo el punto difícil, lo miro fijamente y con un golpe certero lo corto. Con el cuchillo en la mano me yergo, miro a mi alrededor divertido y satisfecho, y tras haber limpiado la hoja, lo envaino. La actividad se ha transformado y ha pasado a un plano superior. Ésta es la concentración que hay que seguir en toda actividad, por cotidiana que sea, de la vida». (El libro del Zen de Zhuangzi).