Heine llegó a casa tan cansado de sus road movies pekinesas como de costumbre; el material recolectado siempre terminaba por decepcionarle. Cenó lo que encontró mientras Lee-Kung veía la última novedad en lo que a televisión china se refiere. Se trata de un reality-show en directo cuyo atractivo consiste en cazar a gente en actividades vergonzosas. Heine no lo soportaba. Apartó el lote de revistas con una pierna y se acercó a Lee-Kung con intención de besarla. Ante el rechazo, enojado, aunque esa noche no pensaba salir, se fue a las carreras de ratas. Mientras caminaba la vio a lo lejos en un callejón, frente a los escaparates de las tiendas de souvenires ya cerradas: una preciosa adolescente china, de minifalda con estampados de cómics occidentales. Un cruce de ojos bastó para que se dirigiera a ella, la pusiera de cara a la pared y la violara mientras le tapaba la boca con la mano izquierda. Entonces Heine se dio cuenta de que los focos que venían de un extremo del callejón no pertenecían al alumbrado público sino al equipo del reality-show. Nunca más volvió a ver a Lee-Kung. Le extraña la costumbre por la cual los presos van cada día construyendo, como ofrenda a un dios que proporcione un horizonte mejor, una escultura que consiste en colgar del ginkgo-bilova, la raza de árbol milenario que hay en el patio, sus excrementos secos atados con hilos de seda. Una vez le había dicho Lee-Kung, De ese árbol sacamos el ginseng.