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Como no pasaba ningún coche, Falconetti extendió el mantel en mitad de la carretera en vez de en la cuneta, justo al lado de un bache de gran diámetro que utilizó para estabilizar el macuto. Es como tener una mesa de 418 kilómetros de longitud, se dijo. En el ejército le habían enseñado a hacer estas cosas: redefinir lo absurdo en su beneficio. Sabía perfectamente que era ésa la base de la supervivencia. Después de preparar los liofilizados permaneció sentado, tomando el sol en el centro de aquel rombo que dibujaban el Este y el Oeste en sus respectivos puntos de fuga. Pensó en las Nike que había dejado colgando. En qué sería de ellas. En qué pensarían los habitantes de la Tierra cuando las encontraran 2.000 años más tarde; quizá, se dirían, «restos de una civilización anterior», que es lo que él piensa siempre que se sienta a la mesa de una cafetería y aún hay restos del último cliente. Extrajo del macuto un libro, La increíble historia de Cristóbal Colón contada a los niños, que había sustraído en la biblioteca del cuartel de Apple Fork. Allí leyó que para llegar a saber que la Tierra es redonda no hace falta dar la vuelta. Basta con quedarse sentado en un punto fijo y ver cómo son los otros quienes dan vueltas. Comenzó a llover.