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Jorge Rodolfo Fernández es argentino, vive en el apartahotel de Budget Suites of America, allí donde el último destello del último casino de Las Vegas Boulevard deja de verse. Su habitación, situada en la parte delantera, pese a estar levantada con material de derribo, es de las más decentes; pertenece a la serie que se construyó con ventanas horizontales y racionalización del espacio estilo Le Corbusier, ese que con el tiempo se dio en llamar Internacional. A través de la ventana puede ver las caravanas y furgonetas en el aparcamiento, que dibujan una especie de crucigrama cromático de magia y miseria, piensa; y es que aunque trabaje en un club de alterne recogiendo las copas demediadas que dejan los clientes, lo que en realidad es, es poeta. Al contrario que sus vecinos, que abarrotan sus habitaciones con todo tipo de tinglados inútiles y objetos de plástico y colores que van encontrando en contenedores y en derribos de parques temáticos u hoteles, su habitación es lo más parecido a una celda monacal que se pueda dar en territorio norteamericano. Pintada de un gris claro que imita al hormigón, cuenta con un camastro de patas metálicas, una mesilla de noche en la que también come, un reducido fogón, una alacena que él mismo construyó con unos restos de contrachapado, y una silla de madera. Sobre la mesilla de noche hay una foto enmarcada de Jorge Luis Borges. Los lunes no trabaja, así que esta mañana se ha levantado y tras preparar el arroz hervido para toda la semana, que raciona en fiambreras, está sentado y leyendo junto a la ventana para aprovechar el único haz de sol que su trabajo y horario le permiten disfrutar en toda la semana. Pasan vecinos con cubos y perros de un cable, que le saludan. Relee la misma pieza de Borges que lee cada mediodía antes de ir al trabajo, feliz por tener la certeza de haber encontrado el lugar perfecto donde vivir, el secreto lugar del que Borges hablaba, porque además de poeta es, como él mismo asegura, «buscador de lugares de ficción borgianos» … En aquel tiempo el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba una ciudad, y el mapa de un imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que el Mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas. Jorge Rodolfo ve a lo lejos la última luz del último casino del Imperio, cierra los ojos y da gracias al Hacedor por haberle concedido habitar en las ruinas sólo a él reveladas de ese mapa.