Una vez finalizada la entrevista con The Boy, antes de regresar a Palm Beach, Chicho decidió dar una vuelta por Pasadena, observar su transformación tras tantos años de ausencia. Pasó el día comprando ropa en las tiendas a pie de calle, comiendo helados y recordando su antigua vida allí como en postales, hasta que por la tarde echó a rodar hacia las afueras de la ciudad y continuó hasta llegar a un embalse. Apagó el motor, miró el leve rizado de las aguas por la acción del viento. Se bajó del coche. Comenzó a andar por una pista que bordeaba un acueducto casi tan seco como su garganta, que sintió forrada de polvo, hasta que se detuvo al ver a lo lejos brillar un objeto plateado, Joder, se dijo, El monolito de 2001. Y se acercó hasta lo que resultó ser una caravana. Estaba totalmente cerrada; fuera, sólo una parrilla de barbacoa y unos restos de pescado rebozados en tierra. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre con un ejemplar de Moby Dick en la mano,

—Esto es propiedad privada. Qué se le ofrece.

—Ah, lo siento, como no está señalado…

—Pues sí, y el radio de los 4.27 m que rodean a mi caravana también son míos.

—Bueno, ya me voy, amigo, sólo paseaba —dijo Chicho mientras rotaba sobre sus pies para irse.

—En breve voy a preparar la cena, ¿quiere quedarse?

—¿Me toma el pelo? ¿No me estaba echando?

—No pasa mucha gente por aquí, ¿sabe? Y parece de fiar. Pero en fin, como quiera.

—Gracias, pero no, hoy ya es tarde, aunque, bueno, si me da un vaso de agua…, tengo la garganta llena de polvo.

—Claro —dijo el hombre mientras extendía la mano con firmeza para estrecharla—, Jack, me llamo Jack.

—Yo Chicho.

Sacó una jarra de agua fría, y Chicho se sentó en una silla de tijera apoyando la espalda contra la chapa de la caravana. Aún estaba caliente. Jack, de pie a su lado, observó en la cintura de Chicho el asomo de la culata de un revólver bajo la chaqueta del traje y dijo,

—¿Y qué le ha traído hasta el desierto?

—No, nada, fui a Pasadena, de compras, y jamás había venido hasta aquí.

—Está muy bien esta zona.

—Sí, sí lo está. ¿Me da más agua? No tendrá con gas, ¿no?

—Pues sí. Está de suerte, andan por ahí unas cuantas botellas, eran de Carol.

—¿Su hija?

—No, no, mi difunta esposa.

—Vaya, lo siento. Yo ando buscando a mi hija, y no la encuentro. Es como si también estuviera difunta. No sabe lo doloroso que es perder a una hija. Y lo jodido es que seguro que la tiene por ahí algún chulo de putas. Si lo agarro lo mato.

—Se lo tendría merecido; mucho cabrón suelto en Pasadena.

Jack entra en la caravana, Chicho oye que rebusca.

—Ah, mire, aquí hay una botella, por suerte el agua no caduca.

Sale y le da el abrechapas. Se sienta a su lado. Ambos miran el acueducto; más al fondo, el embalse.

—Mi hija, María, se parecía mucho a mí. Le gustaba calcularlo todo. ¿Sabe, Jack, cuál es el hormiguero conocido más grande del mundo?

—Ni idea.

—Uno que parte del mismo centro de Milán, en Italia, y llega hasta la costa atlántica de España, a un pueblucho llamado Corcubión. Si tiras una piedra en uno de los extremos, el calambrazo se transmite hasta el otro en pocos segundos. Es un hormiguero famoso entre los calculistas. Mi María estaba fascinada con él, el último día que la vi le había prometido que la llevaría a Milán, a ver el origen de esa maravilla. Mire, no miento, precisamente el otro día compré los billetes a fecha abierta, por si la encuentro —y extrae los cartones, muy maleados, del bolsillo interior del traje, y se los pasa.

Jack observa detenidamente esos destinos entre sus dedos sucios de cebo de pesca y dice en voz baja,

—Buff, joder, qué bueno, qué bueno es viajar. Yo nunca he salido de California.

—¿No?

—Bueno, sólo una vez que fui a Reno, con Carol, a casarnos, solos, sólo nosotros. Fue una bendición encontrar a Carol. Tenía que ver cómo bailaba, una serpiente, pero en dulce, sí, fue una bendición encontrarla.

—Sí, hay mujeres que lo vuelven loco a uno.

—Es que trabajaba conmigo, en el local de striptease, en la ciudad. Yo animo la sesión por megafonía, ya sabe. Después nos íbamos a su piso, en la 45 con la 7.ª, y poníamos la tele, y tomábamos cervezas mientras veíamos los anuncios de Teletienda y ella los imitaba francamente bien, y si había anuncios de coches o de colonias y salía algún paisaje montañoso, cogía unos prismáticos que guardaba desde que era pequeña, un regalo de su padre, enfocaba a la pantalla y me decía, «venga, Jack, a ver si vemos algún oso entre esos árboles», era una bromista tremenda. Éramos felices, así es, muy felices, y el puto cáncer en 2 meses se la llevó. Mire, ahí dentro están sus cenizas, siempre con flores —y señaló con el dedo el microondas.

Tras un breve silencio en el que a Chicho se le humedecieron los ojos, dijo,

—Gracias por el agua —se levantó.

Ya era de noche. Jack, sentado, vio desdibujarse el traje de Chicho hasta que desapareció muy pronto.

Antes de subir al coche, a ciegas tiró con fuerza el revólver al embalse, que apenas movió la piel del agua. Saigón, mierda, aún sigo solo en Saigón. A todas horas creo que me voy a despertar de nuevo en la jungla. Cuando estuve en casa durante mi primer permiso, era peor, me despertaba y no había nada, apenas hablé con mi mujer, salvo para decirle «sí» a su petición de divorcio. Cuando estaba aquí quería estar allí, cuando estaba allí no pensaba más que en volver a la jungla. Llevo aquí una semana, esperando una misión, desmoralizado. Cada minuto que paso en este cuarto me hace ser más débil, y cada minuto que pasa, Charlie, como llamamos al Vietcong, se agazapa en la selva, se hace más fuerte. Al mirar a mi alrededor las paredes se estrechan más. Todos consiguen lo que desean, y yo quería una misión, y por mis pecados me dieron una. Era una misión para elegidos, y cuando se acabara, nunca más querría otra.