Cansado de preguntar en todos los tugurios de Palm Beach, la segunda ocasión en que Chicho acudió a Pasadena fue a ver a Daniel The Boy para, dadas sus influencias y conocimiento en negocios de todo tipo, pedirle ayuda para dar con su hija. Se lo encontró buceando debajo de la mesa.

—Un momento, Chicho, estoy buscando el jodido pin, que se me ha caído.

Emergió con él en la mano,

—¿Puedes ponérmelo tú en la solapa, a ver si tienes más maña que yo?

En la cercanía, Chicho percibió el olor a tierra húmeda en torno al cuello, y el aliento ácido que despiden los intestinos de lombriz paladeados. Hasta que Dixie no estuvo bien prendido en el ojal, no dejaron de sudarle las manos.

—Vale. Gracias. Bueno, qué, ¿más lombrices?

—No, Sr. The Boy, vengo por otra cosa —y fue directo al asunto.

La conversación terminó con únicamente una declaración de buenas intenciones por parte de The Boy, que remató,

—No te ofendas amigo, pero con las muchachas mexicanas nunca se sabe.