Al quinto día de llegar a Palm Beach, Chicho extrajo del frasco un trozo de tierra, separó una pelota de lombrices, que pesó en una pequeña báscula de platillos, y la metió en una bolsa con tierra húmeda. Cerró el conjunto y lo introdujo en un maletín, por lo demás vacío.

El coche tiraba de maravilla, y no paró hasta llegar al letrero que anunciaba la entrada a la ciudad de Pasadena. Existía allí por aquel entonces una burger caravana con mesas y sombrillas, donde tomó asiento y pidió un agua con gas bien fría y un mapa callejero de la ciudad. Se aflojó el nudo de la corbata. Hacía años que no pisaba Pasadena, pero no tardó en encontrar en el mapa la nueva dirección de Daniel The Boy, su contacto.

Entrabas por una planta baja de una casa del barrio alto, detrás había una especie de antiguo jardín degenerado en huerto, y llegabas a una construcción pequeña en la que se hallaba un tipo que te dejaba pasar sí o no, según viera.

—Soy Chicho de Cancún, he quedado con el Sr. The Boy.

Y Chicho accede a una estancia sin otra ventilación que la propia puerta. No ve a nadie. De detrás de una mesa emerge Daniel The Boy,

—¡Hombre, Chicho, años sin verte! Perdona un momento, es que he perdido el pin —y se agacha de nuevo unos segundos—. Aquí está, ¿te gusta? —dice mientras se lo prende en la solapa.

—Sí, está muy bien, es Pixie, ¿no?

—No, joder, es Dixie.

—¡Ah!

—Me lo regaló mi nieta en mi cumpleaños. Es una niña muy buena, y guapa como mi hija, ahora ya tiene todos los dientes, ya puede morder, como su abuelo —y se echa a reír—. Bueno, vamos a lo nuestro, qué me traes.

—Unos 20 gramos, más o menos.

—En este negocio no hay «más o menos», Chicho, ¿es que ya lo has olvidado?

Abre el maletín y coge la bolsa. The Boy se pone las gafas de aumento, guantes de látex, la observa y dice,

—¿Son auténticas?

—Claro, Sr. The Boy. Primera calidad.

—Mmmm, a ver —abre la bolsa con cuidado, extrae una lombriz con unas pinzas que saca del bolsillo interior de la chaqueta y la pesa en una báscula digital—, es para luego, si me convence, sumarla al peso total —le aclara.

La huele pasándosela por delante de las fosas nasales con un movimiento circular, se la mete en la boca, paladea, le da vueltas, la lleva hasta el final de la lengua, la devuelve a la punta de los dientes, la hace girar de nuevo y finalmente la escupe en un tambor de detergente vacío situado en un lado de la mesa.

—Correcto, Chicho. Es muy buena. Pon ahí, que las pesamos todas, a 52 dólares el gramo. Últimamente la cosa no anda bien, han mezclado razas, y los laboratorios se quejan de que el estómago de estas nuevas razas cada vez es menos útil para fabricar los cosméticos.

—Cuando veo ese estómago finísimo, Sr. The Boy, que apenas se ve, no entiendo cómo pueden llegar a dirimir si es apto o no apto.

—Cosas de expertos, Chicho, ni a ti ni a mí nos importa eso.

—Eso es, Sr. The Boy, cosas de expertos.