Epílogo

Chicho llegó a la frontera en El Paso, Texas, en un coche de segunda mano rojo pálido, adquirido días atrás en Cancún, y atendió sin rechistar al gesto que el oficial le hizo con un movimiento de dedos para que orillara el coche a la derecha,

—¿Algo que declarar?

—No, nada, agente.

—A ver, baje del coche y abra el maletero.

En ese momento fue consciente de la película de sudor que descendía por su piel bajo el traje color beige, maleado y sin corbata. 34ºC según el termómetro de la caseta del guarda.

Sabía que lo que más cuenta en estos casos es la cara, los agentes lo saben todo por la cara que pones; el gesto es lo que te arruina o salva.

Tan sólo una bolsa de deporte y una maleta atada con un cinturón de cuero marrón en el que ponía «Recuerdo de México»,

—Vale, puede continuar.

Chicho, 182 cm de altura, complexión atlética, rubio; como Robert Palmer pero con barba. Aproximadamente, 55 años de edad; bien llevados.

Pasa de largo San Diego, un poco más allá de Santa Ana para a repostar y a tomar un agua con gas, y al llegar a Los Ángeles se instala en Palm Beach, en el primer [y último] piso de una casa que ya traía apalabrada. Delante, una serie de avenidas pintadas con líneas amarillas dibuja una extensa cuadrícula entre edificios bajos y chalets hasta la misma rebaba de la playa. Enciende el aire acondicionado. Con la tele como sintonía se da una ducha y, acostumbrado a la profusión de colores con que decoran sus casas los mexicanos, no se extraña de las cortinas verde oliva de la ducha, ni de las piezas de lavabo rosas, ni de la pared de la sala empapelada con geometrías azul pastel; le parecieron pirámides mayas vistas desde el cielo.

Abre la maleta, tira la ropa por ahí, y de un falso fondo extrae un recipiente dentro del cual se apelotonan, en una colección de bolas, gran cantidad de lombrices de unos 10 cm de longitud, casi transparentes; sólo un fino hilillo gris las atraviesa de la boca al ano en lo que se supone que es su primitivo aparato digestivo. Desarma varias macetas que cuelgan del balcón y utiliza esa misma tierra para llenar un frasco de cristal, grande, al que también van a parar, mezcladas con la tierra, las lombrices. Pincha en esa tierra un termómetro, un higrómetro, y lo riega todo con una solución de agua y minerales que prepara en una jarra milimetrada traída a tal efecto. Con cuidado, deja el frasco de cristal en el suelo de la terraza.

Se sirve un agua mineral con gas. Se sienta en el pequeño balcón a mirar las familias que, apiladas en los coches, regresan de la playa y pitan cuando pasan bajo la valla publicitaria, Nike, Just Do It, que está en una curva muy cerrada.

Las bermudas le aprietan a la altura de la entrepierna. Cierra los ojos, anochece, se queda en esa posición.