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Cuando el Señor A regresó a Norteamérica sin haber encontrado las cintas de cine perdidas de los hermanos Manakis, habiendo incluso llegado en su intento hasta el mismísimo Azerbaiyán, supuso la segura destrucción de éstas en alguna guerra tribal, y volvió a su rutina como director de cine. Un día, en el estudio, ante una taza de café, mientras montaba su última película, ocurrió un accidente: la película se oía perfectamente pero la parte superior de los fotogramas, más o menos 1/3 de cada imagen, estaba cortada. Así, quienes hablaban eran unos actores con cuerpo pero sin rostro, decapitados. Entonces el Señor A comprobó que aquello le producía una sensación que nada tenía que ver con el cine, sino con la que se tiene al leer un libro. Aquello ya no era cine sino literatura en estado puro. Entendió entonces que el libro, la lectura del futuro, no era el hipertexto en Internet ni otras derivaciones tecnológicas, sino eso, ver películas decapitadas. Entonces el Señor A comenzó a cortarle el tercio superior a todas las cosas que encontró. Cogió unas tijeras, buscó todas las fotos que halló en su casa y tras ejecutarles esa amputación del tercio superior se hacían mucho más anchas que altas, de repente eran un horizonte, cobraban una amplitud desconocida hasta entonces, un alma de paisaje. De esta manera, fuera lo que fuera lo allí fotografiado: una calle abarrotada de Sarajevo, una mesa con platos y copas, 2 niños de rostro infalible que había encontrado perdidos en una carretera, los dientes mellados de un taxista borracho griego, una nevera, o la ventana de su sala de estar desde la que se veía el letrero luminoso de un restaurante llamado Steve’s Restaurant, todo, de repente, mutaba en paisaje de un nuevo planeta, con lo que, siguiendo una especie de ascenso vertical que le llevaba ya a pergeñar un nuevo mundo, entendió que esas fotos sesgadas constituían el hábitat natural de la nueva literatura producto de un cine sin cabezas. Con el tiempo entendió que aquellas 3 cintas perdidas de los hermanos Manakis, aquella mirada primigenia que él no había encontrado en tierras balcánicas, hoy por hoy eran eso precisamente, una mirada sin rostro, la decapitación definitiva, y así, las postuló como el exponente más radical de esa nueva literatura. La noche en que enunció semejante certeza se acostó pensando que cada noche es una trampa, algo así como un día nublado en el que la lluvia no se decidiera a caer, incubada ahí arriba, en una especie de troposfera.