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Con el tiempo, el mundo de la joyería dejó paso al restaurante de Steve, que llenó a partir de entonces cada segundo de la vida de Polly. Ella entró a trabajar sirviendo las mesas, hasta entonces coto privado de Steve, ejerciendo de eficaz ayudanta. También llegó lo de la jornada de puertas abiertas, el concurso que ella ideó a imagen y semejanza de los que se dan en las convenciones de joyería artesanal. Otras cosas que acontecieron fueron la llegada al local de cierto sector acomodado de la ciudad, atraído por Polly debido a sus numerosos contactos, y también el día en que Steve concibió la idea de cocinar el horizonte, y el día en que ante el asombro de todos los concursantes y presentes a la 3.ª Jornada de Puertas Abiertas, dijo, ¡Venid, voy a cocinar el horizonte! Y los montó en un bus que Polly había alquilado, y se pararon en el aparcadero que hay a la entrada del puente de Brooklyn, y él se puso a caminar por la pasarela del lado izquierdo, y todos en fila le siguieron, hasta que se detuvo a mitad del puente y les dijo, Mirad, mirad el horizonte. El sol, a punto de esconderse, ardía sobre aquella horizontal, quemándola. ¡Ahí lo tenéis!, gritó. Todos observaron en total silencio, extasiados por semejante visión, y al final se puso el sol y aplaudieron y brindaron con vino tinto. Los coches pasaban y miraban. La prensa se hizo eco del evento. En el turno de preguntas, la de Cooking Today le dijo, Pero ¿cuál es su secreto? Y él contestó, Mi secreto está en olvidarme de los interiores de las cosas, en cocinar las pieles, sólo pieles; la piel de cualquier objeto, animal, cosa o idea es susceptible de ser cocinada, y eso tiene que ver sólo con la luz, sólo con los lugares donde llega la luz. Podría decirse que mi cocina es el siguiente paso lógico a la difusión de la luz solar en la superficie terrestre, mi cocina es el punto en el que la luz solar provoca mutaciones, se hace total en la superficie de las cosas. Entonces se abotonó el abrigo de astracán y se fue trincando a Polly por la cintura. Esa noche, como tenían por costumbre siempre que querían celebrar algo especial en la intimidad, fueron a aquel desguace en el que Polly por primera vez lo había visto dando saltos sobre el capó de un coche. Solían llevar un poco de comida y se sentaban en unas ruedas o en un asiento trasero que andaba por ahí suelto sin carrocería, abrían unas Pepsi y ella le hablaba del tallado de diamantes y él de las ventajas de los abrigos de astracán sobre los de piel de conejo. A veces, se les acercaba un hombre, alto y corpulento, con unas manos como pulpos, que frecuentaba la chatarrería a esas horas, y al que apodaron Franky, pero no por Frank, sino por Frankenstein, y se sentaba con ellos. Envuelto en un abrigo de tweed, les contaba que, en otra época de su vida, había escrito una novela llamada Rayuela, pero que la buena era otra secreta, Rayuela B o Teoría de las Bolas Abiertas, como él mismo la denominaba, y ellos le invitaban a comida, Pepsi y cosas así. Esa noche, Steve le dijo a Franky, Oye, por cierto, cojonudo todo eso que me dijiste de que cocino los lugares donde sólo llega la luz, y también lo de la piel, no sabía qué responder a los jodidos periodistas y de repente me acordé. Ah, nada, hombre, contesta Franky, Me alegro de que te haya servido, la idea me la dio un tipo que encontré un día en una estepa de Armenia, un país cercano a Rusia, un tipo que, por cierto, criaba cerdos en un edificio de 8 plantas únicamente con la idea de hacer una alfombra de pieles de cerdo que se extendiera desde la puerta de ese edificio hasta la zona de glaciares de Pakistán, quería así matar 2 pájaros de un tiro: primero, con ese manto de piel preservar la temperatura del planeta, y segundo, evitar ataques de los turco-musulmanes, con la idea de que para éstos el cerdo es intocable y así ni se atreverían a pisar ese territorio cubierto de pieles de estos animales…, pásame el sándwich, Polly. Ella se lo acerca y le pregunta, Y tú ¿qué hacías allí? Y él, masticando un gran pedazo, No, nada, buscaba alguna pared a la que adherirme y me perdí. Deambulé por aquellos páramos varios meses, y entonces un día oí a lo lejos la trompeta de Chet Baker, inconfundible, era la misma grabación que yo tenía cuando vivía en París, se mezclaba en pavorosa armonía con los gruñidos y lamentos de aquellos cerdos. Me quedé y rondé la zona hasta que el gobierno armenio desmanteló todo aquello, Polly, tengo sed, pásame la Pepsi.