Debe de resultar muy extraño ver cómo tu cara se quema en una valla publicitaria al mismo tiempo que también arde la propiamente tuya. Aquella noche de febrero, Josecho, en su caseta del edificio Windsor, tras haber estado trabajando en un nuevo proyecto transpoético durante toda la tarde, basado en las cintas de vídeo que grababa cuando salía en Vespa, se encontraba escribiéndole a Marc por primera vez en año y pico, dándole explicaciones del porqué de su silencio, contándole que, en realidad, no quería ser un solitario, sino un tipo normal, cuando comenzó a oler a quemado. Levantó la vista del monitor, vio hilos de humo que se colaban entre la superposición de las uralitas de las paredes y salió de inmediato a la azotea. Corrió entre la multitud de parabólicas y pararrayos hasta llegar al muro que hacía de barandilla. De repente, un haz de llamaradas emergente del último piso le alcanzó la cara. En ese momento, enfrente, una de las gigantescas fotos que por todo Madrid anunciaban su libro también era alcanzada. Vio perfectamente cómo a aquel rostro que le sonreía se le quemaba la montura de las gafas mientras sentía que en su piel se derretía el plástico de las suyas.