No es fácil llegar a saber en qué punto hay que abrir un agujero para provocar un flujo de energía y luz que nos atraviese. Aún es más difícil llegar a averiguar, tener la certera intuición de sobre qué objeto material o ente hay que practicar ese agujero que operará el milagro que traiga aire nuevo y, en ocasiones, cambie nuestras vidas. Para algunos consiste en encender la pantalla del ordenador, o en hacer un viaje inesperado, o, como aquel anacoreta que salía en una peli, tirar botellas con mensajes por el váter de tu propia casa, o besar en el lugar y momento exactos, o como hizo Marc, abrir una ventana en la pared posterior de su caseta, justo en el cuadrado en el que se ubicaba un tablero de parchís metálico que había rescatado del desmantelado Club Juvenil del barrio. Allí, vertical en la pared, está el tablero, bien remachado a un trozo de lata de aceite Cepsa y a otro de 250 salchichas Frankfurt. Después de sopesar a conciencia los pros y los contras de practicar justamente ahí el agujero, había llegado a la convicción de que todas aquellas latas de objetos de consumo que conformaban su pared ya eran de por sí ventanas que le conectaban con el complejo mundo de los humanos, porque tras cada marca comercial se desarrolla en cascada toda la vasta y rica genealogía antropológica de las sociedades desarrolladas, pero tras un tablero de parchís no hay más que una cruz de 4 colores, un croquis, algo así como el plano de una simétrica ciudad que a él, es cierto, le atrae por su perfecta soledad al mismo tiempo que le provoca la repulsión propia de quien reconoce en esa gélida soledad el vicio que, seguro, lo destruirá. Así que cogió una sierra y abrió el boquete por el que ahora mira de vez en cuando los coches que bajan la avenida de sentido único que enfila directamente al mar; sabe que ninguno puede ni podrá remontarla. Él tampoco podrá remontar ese agujero.