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Una mañana, y después otra, y otra y así hasta 15 seguidas, se ve por fin el sol en la ciudad de Ulan Erge. Comienza el deshielo. La gente sale a la calle; los ciclomotores circulan. La ligera pendiente que posee el terreno sobre el que se asienta la ciudad provoca que el agua del deshielo corra hacia una especie de depresión, en la cual hay un sumidero que la conducirá bajo tierra. Aunque desaparezca la nieve, no deja de hacer un frío intenso ni de soplar el viento de la estepa. El hombre mayor pero no anciano, del 6.º piso, 4.ª escalera, bloque P, no quiere que este año le quiten al edificio la caperuza de tela, dice que afuera no hay nada que ver y que él se queda con su galería de manchas. Nadie en el bloque P comparte esa idea; hay polémica. Es habitual que bastantes ciudadanos, en estos días primeros de deshielo, se acerquen al sumidero y coloquen allí una red para recoger todo lo que permaneció bajo el suelo y ahora es arrastrado; se entiende que una vez termina el invierno ya es otra era, y en justa correspondencia lo que reaparece carece de dueño. Encuentran muñecos, bolígrafos de 4 colores, botas, hierros que después se venden al peso, algún vídeo que si hay suerte es porno. El día que los operarios del ayuntamiento retiraron por fin las caperuzas de los edificios, el hombre mayor pero no viejo del 6.º piso, 4.ª escalera, bloque P pensó que si la gente se diera cuenta de que una de las moléculas de la piedra que lleva en el riñón perteneció quizá al ojo de algún dinosaurio, o de que ese fragmento de cinc que ahora corre por el torrente sanguíneo de su vecino estuvo en la orina de Alejandro Magno, o de que una partícula del suero de la leche que fermenta ahora en sus estómagos la mamó antes un cordero en las montañas del Sahara, no le quitarían ahora a él su galería de huellas humanas.