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Contra todo pronóstico, el mar está en calma, y Antón llega a la escollera cargado con 2 bolsas de Zara, de las grandes, repletas de discos duros unidos cada uno a una piedra mediante un hilo de plástico tipo sedal. Se aproxima al acantilado. La cabeza mondada, la barba y la nariz rota, considerablemente grandes, tapan el sol. Coloca los pies en un punto [desde hace años lo tiene señalado], extiende el brazo en exacto ángulo de 90º con su cuerpo y deja caer verticalmente al mar uno de los discos duros que tiene en la mano, que se sumerge llevado por el peso de la piedra. Y después otro, y otro, y así hasta vaciar las 2 bolsas. Años realizando esta operación. Cada vez que la repite oye el eco del impacto cada vez más cercano y sólido en el fondo de las aguas. Espera que algún día comience a sobresalir levemente del nivel del mar una masa compacta hecha de discos duros, piedras y percebes ultramusculados con la informatina transferida a su código genético; una red de líquenes dará solidez a esa nueva naturaleza. Pliega las bolsas y regresa a casa a ver si ya están los 0.2 megas que le faltan por descargar de El último hombre vivo. Antes, pasará por el bosque a contemplar cómo evoluciona su hormiguero.