80.

Jota se mudó pronto al apartamento de Sandra. Sólo una maleta. En aquella época, él le hizo unas cuantas observaciones que le fueron de bastante ayuda para su investigación; no eran datos técnicos, pero sí ideas tangenciales que ella reinterpretó a su propio lenguaje. Un viernes, cuando Sandra regresaba del Museo de Historia Natural, se encontró los arabescos de la pared empapelada del dormitorio dibujados con colores, diagramas, flechas y cosas así. A Sandra le hizo gracia, y le dijo que lo invitaba esa noche al concierto de Deerhoof, en la Sala Garage, pero él replicó, Es que precisamente hoy, por la mañana, he ido a la Tate a la exposición de Vik Muniz, la del vídeo de que te hablé; estaba llena de gente, así que me senté en el suelo, y al cabo de un rato un tipo se sentó a mi lado y comenzó a hacerme comentarios de las imágenes. Al principio me incomodó mucho, pero hizo unas cuantas observaciones absolutamente interesantes, y yo también me animé, así que estuvimos súper bien charlando. Se fue antes de que acabara la proyección, pero me dio su dirección y dijo que pasara cuando quisiera. Había pensado que podíamos ir esta noche; me apetece mucho. Sandra no pudo sino consentir el capricho de Jota. Dejó en el armario el menú que había pensado para el concierto y se puso una falda de paño, zapatos de medio tacón y las gafas de ver de cerca. Él, como siempre, el mono azul salpicado de pintura. La casa en cuestión estaba muy cerca del metro de Picadilly, el 6.º piso de un magnífico edificio neoclásico. El ascensor sólo tenía hasta el 5.º, donde se bajaron para subir después unas escaleras que les condujeron directamente a una única puerta sobre la que ponía 6.º. Abrieron y encontraron una azotea relativamente bien iluminada, y una caseta al fondo, de unos 20 m2 con forma de L, y un hombre dentro, sentado de espaldas. 4 o 5 calzoncillos goteaban agua colgados de unas cuerdas; también de esas cuerdas colgaban, perfectamente ordenados y prendidos por pinzas, muchos folios escritos a máquina. Hola, medio gritaron. El hombre se revolvió, ¿Quién es? Soy yo, el de la mañana, el de la Tate. ¡Ah! Pasa, pasa. Era un tipo mayor, tirando a anciano y corpulento, vestido con un grueso abrigo. Se rascó la barba antes de estrecharles la mano. Tomó un par de banquetas y les conminó a que se sentaran. Casi nada cubría las paredes, levantadas con un ensamblado de latas y chapas. Hizo unos cafés. Charlaron animadamente en torno a una mesa, que era lo único que casi había allí salvo un camping gas, un par de platos, un colchón bastante nuevo, un libro que ponía en el lomo Guía agrícola Philips 1971 y una radio. En un inglés impecable, les contó que había sido escritor y que, tras vivir en París, a partir de 1984 había deambulado por ahí hasta fijar su residencia en Londres. También les preguntó por sus trabajos y mostró mucho interés por ambos muchachos. Sacó algo de comida y vino y bebieron de más y lo pasaron bien. Antes de que se fueran les contó que su obra cumbre era una novela llamada Rayuela, pero que existía también una Rayuela B o Teoría de las Bolas Abiertas, que paralelamente había escrito y que guardaba para sí. Cuando se fueron, ya en la calle, miraron hacia arriba y él les saludó con la mano desde el muro barandilla. Instintivamente, al girar la esquina, Sandra y Jota se miraron, y ella le dijo que durante toda la noche había estado pensando que, en realidad, todo, incluso ellos mismos, eran hormigas bajo tierra, y que la ubicación de la verdadera superficie terrestre estaba aún por determinar.