En las suaves llanuras de matorral que rodean a la explotación porcina de Vartan, sólo una carretera perfectamente asfaltada comunica el edificio con las tierras de Azerbaiyán, pasando antes por el Alto de Karabaj. A esa silueta de oscurísimo asfalto y líneas blancas discontinuas, las 20 familias que cuidan de los cerdos la llaman «la escuela», ya que fue en ella donde los ejércitos azerbaiyanos en sus coches 4x4 aprendieron a disparar en movimiento a los civiles que recogían matorrales utilizados para hacer fuego y tumbar sobre ellos al ganado. Los soldados cruzaban apuestas a ver quién podía acertar a las dianas humanas yendo más rápido. Tras la guerra, sin poblaciones ni soldados que le den vida, por esa carretera no pasa nadie. Las 20 familias a veces salen juntas a recorrer la carretera a pie, se arman de comida de cerdo en salazón, pan y vino, y se sientan a merendar en algún lugar siempre nuevo pero que es como si siempre fuera el mismo, ya que esa llanura es la exacta repetición de un paisaje euclídeo. Tras comer, cantan y bailan. A lo lejos, en ocasiones, se ve un burro caminando por una vía de tren en desuso. Incluso a veces han llegado hasta el Alto de Karabaj, donde hay una pequeña ciudad cosida a balas y sin habitantes, en la que sólo se conserva una sucursal de mensajería UPS con un solo empleado. Allí, Arkadi, el más viejo del grupo, se fijó un día en un cartel de una fachada de esas casas, en el que se leía la frase, escrita a brocha, «se vende sebo», pero estaba tachada, y justo debajo, «se vende lavadora», pero también estaba tachada, y justo abajo, sin tachar, «se vende casa». Ahora a toda esa zona la han clasificado parque natural. Fue precisamente el viejo Arkadi quien, en una de esas excursiones, mientras el resto encendía el fuego para asar patatas y panceta, se tumbó a dormir en un lugar un poco apartado, sobre unos matorrales de una especie catalogada como protegida, y cuando despertó notó algo duro bajo su cabeza. Apartó las ramas con torpeza y encontró la carátula de un disco. Era el Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band en no muy buen estado. Dentro, ni disco, ni lombrices, ni tierra, ni corazones solitarios ni nada; vacía. Después de la merienda-cena regresaron, como siempre, entonando canciones y guiados por el sobreático de Vartan, punto luminoso que fluctuaba suavemente como una esponja de luz que los absorbiera. A veces los rebasaba un camión cargado de pieles de cerdo curtidas, guiado por esa misma luz.