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Tras varios días sin saber de la mujer del coche de madera, ésta reapareció una tarde de viernes, justo cuando Ernesto había finalizado la pesca. Le saludó efusivamente, traía peor aspecto que el último día. Ernesto se mostró más comunicativo. Supo entonces que se llamaba Kazjana, sacó una botella de vodka del asiento de atrás, se liaron a beber y terminaron cruzando el puente de Brooklyn en el coche de madera en dirección a la casa de Ernesto. Allí prepararon el pescado y continuaron bebiendo hasta las tantas. Ernesto le contó por encima sus proyectos arquitectónicos, y ella que era artista, chechena, muy bien considerada en Europa. Había venido a Norteamérica a hacer un documental, se trataba de una película en la que lo significativo era recoger la reacción de las personas cuando la vieran pasar con el coche de madera, tenía todo el documento en vídeo, aseguró. El holandés Joost Conijn ya lo hizo en Europa, le dijo, Y yo quería probarlo aquí, en América la gente es diferente, será interesante comparar las 2 películas, pero el caso es que ya he terminado el dinero y no estoy muy satisfecha con el resultado; además, la fundación para la que hago el trabajo hace más de un mes que no sabe nada de mí, en fin, ¿conoces a Joost Conijn? No, jamás he oído hablar de él, comenta Ernesto mientras muerde la cola de un pescado que había quedado intacta en el plato. Continuaron bebiendo, pero ella más. Tragaba el licor y le decía a Ernesto cosas como, «es que a mí el licor no me va al estómago, sino a otro conducto que sólo los chechenos tenemos; ponme otra». Cuando al día siguiente se despertaron brillaba un sol frío de enero; fuera había nieve. La luz fileteó la cara de Ernesto cuando miró a través de las láminas de la persiana. Entre un Chrysler y un Pontiac, la nieve cubría el coche de madera, parecía que le habían robado una rueda. Kazjana dormía aún en el sofá, y él aprovechó para bajar a comprar donuts y café para el desayuno. Cuando una hora más tarde ella se sentó en la mesa y el humo de la taza le enmascaraba la cara, se partió de risa en el momento en que Ernesto fue por detrás hasta su silla e intentó hacerle lo que no había tenido valor de hacer la noche anterior, bajarle el tirante de la camiseta. Entonces ella le dio un manotazo que lo tiró y después le habló de un estrecho de Bering hecho de agujas de coser en vez de agua, y de un barco allí, en medio de olas de metal.