67.

Un viernes por la tarde Ernesto ve a lo lejos, donde las naves de almacenamiento se solapan con la túnica de la Estatua de la Libertad, un coche marrón oscuro; una silueta dentro. Ya desde que comenzó a anochecer se había fijado en ese coche porque de su interior salía un resplandor elástico, que iba y venía sin nunca llegar a propagarse ni a la extinción. Estaba seguro de que era el encargado, que vigilaba sus movimientos con la grúa, seguramente alertado por el chivatazo de algún compañero, así que ese día no consumó su habitual pesca de contenedor, sino que descendió de la grúa con tranquilidad, se cambió de ropa en la caseta, metió todo en la Atlanta ’96 y salió en dirección hacia aquel coche, que le cogía de camino a la parada del bus. Hasta que casi no estuvo a la altura del automóvil no se percató de que no era el encargado quien estaba dentro, sino una desconocida, y de que el vehículo era de madera. Tosco, casi picapiédrico y construido sin matiz, tenía un tamaño estándar, quizá un poco alargado, y de lo que parecía ser el motor salía, en efecto, un resplandor. La ocupante, una joven corpulenta aunque bien dibujada, de tez clara y ojos oscuros, abrió la puerta, que cedió levemente en sus bisagras, y le dijo, Perdona que te moleste, ¿podría hacerte una pregunta? Ernesto no dijo nada, y ella continuó, Es que he visto estos días cómo pescabas, y me gustaría probar a mí. Ernesto en un principio no supo reaccionar, sólo dijo, Ah, bueno, vale, pues mejor mañana, ahora tengo prisa. Palabras que salieron de su boca con aplomo, seguro como estaba de que aquella demente al día siguiente no aparecería. Pero sí apareció. Poco antes de terminar el turno, ya se dibujó de nuevo el veteado del automóvil entre las naves de almacenamiento, estático, al ralentí, y el mismo resplandor dentro. Para cortar de cuajo con la broma, se dirigió a ella. La cara de la mujer, un esquema en la oscuridad, ni se inmutó cuando él le dijo, A ver, qué cojones quieres de mí. Y ella sale del coche, y dice, Perdona de nuevo, no quería incomodarte, acabo de llegar de Los Ángeles y no tengo dónde ir, ni nada para comer, y se me ocurrió que quizá podrías darme algo de ese pescado. Ernesto se disculpó de alguna manera y la invitó a acercarse hasta la grúa, a lo que ella dijo, Te llevo hasta allí en coche. ¿Y qué es ese resplandor que sale del motor?, preguntó él antes de meterse y cerrar la puerta. Es fuego, respondió, Es un coche de madera alimentado con madera, todo es madera, madera sobre madera, madera contra madera. Entonces Ernesto se fijó en que, en efecto, las ruedas eran de madera, los asientos, el volante, los colgantes, todo. Las ventanas no tenían cristales sino contraventanas, y en el interior del capó un motor quemaba madera a toda mecha. Lo construí, le dijo mientras ya sumergían el contenedor en el agua, Con tablones de encofrado de una obra, allí en Los Ángeles, por eso verás que tiene aún restos de cemento y de dibujos a lápiz de las cuentas de los albañiles, ¡eh, atento, mira cuántos peces salen! Pero, comenta Ernesto, ¿Quieres decir que has venido con ese trasto desde Los Ángeles? ¡Pues claro!, sí, hombre, créetelo, no es tan difícil, tuve que pilotar trazando una ruta en la que siempre hubiera bosques y aserraderos, un poco sinuosa, pero eso aquí, en Norteamérica, es fácil, al llegar a Nueva York sólo se me ocurrió venir al puerto, en estos sitios siempre suele haber palés de madera que los estibadores te dan para quemar, pero después faltaba por resolver el problema de la comida, me quedé sin dinero hace ya unos días. Ernesto resopló. Bajaron de la grúa e hicieron una selección a bulto. Él cogió 2 piezas pequeñas y ella cargó el triple en la parte trasera del coche. Se despidieron. Ernesto, mientras se iba, miró hacia atrás. La vio inmóvil, con la vista fija en las llamas. Le gritó, ¡¿No te marchas?! ¡No, duermo en el coche; está calentito!