Segundo domingo de mes, Antón va directo al puesto de ordenadores reciclados que sin falta se instala bajo una carpa de la feria. Hombre, Bacterio, otra vez por aquí, cuánto tiempo, le dice el muchacho con una tarjeta de sonido en la mano. Sí, Félix, hacía tiempo, eh, a ver, qué tienes por ahí para mí. Pues precisamente te he guardado este lote de 2 386, 1 Pentium I, y 5 286 que me dieron a buen precio en el hospital Xeral de Santiago. ¡Pues cojonudo! Me los llevo todos, a ciegas. Monta en el coche y tira monte arriba, hacia una pista cada vez más cerrada porque cada vez sale menos de casa. Además de un pequeño trozo de jersey de rombos rojos y verdes, una montaña de PCs es lo único que se ve dentro del Ford Fiesta. Una vez en casa, e instalado en su taller, desmonta las CPU de los ordenadores, tira las carcasas a un montón y extrae de cada una únicamente el disco duro, una pieza de color negro, compacta y rectangular, del tamaño de una agenda de bolsillo pero con mil millones más de información que una agenda de bolsillo. Toma un taladro de broca fina y atraviesa cada uno de esos discos duros con un agujero, por el que pasa un hilo de pescar, hilo al que, a su vez, le ata en el otro extremo una pequeña piedra. Apoya ese conjunto disco-piedra cuidadosamente sobre una pila de otros iguales en el suelo, al lado de la estufa de keroseno, y repite la operación con los 7 discos duros restantes. Después se sienta ante el PC para ver cómo va la descarga de la película El último hombre vivo. No tarda en escuchar bajo su ventana la voz de Eloy, su compañero percebero, ¡Antón, qué haces! ¡Nada, ahora bajo! ¡Venga, coño, deja de hacer el Bacterio y vamos a preparar los aperos! De camino a casa de Eloy, toman un atajo que Antón dice conocer bien, disimulado entre unos tojos que rodean a un puñado de eucaliptos. A los pocos minutos, Mira, mira, dice Antón, Ahí está el hormiguero del que te hablé. Un pináculo de metro y medio de altura hecho de finísima tierra deglutida y polvo de maleza. Joder, dice Eloy, Qué mogollón de agujeros tiene. Coge una piedra y la lanza con fuerza. ¡No, no, coño!, dice Antón, ¡No lo destruyas! En el momento del impacto, una ondulante naturaleza hasta ese momento no revelada se manifiesta en forma de red de puntos negros que, nerviosos, vibran a velocidad constante. Eloy echa a andar. Antón se queda unos segundos observando.