Después de casi 8 horas durmiendo, Vladimir, rubio, 11 años, despierta a Rush, su hermano pequeño, acaso su gemelo ya que en realidad ninguno sabe qué edad tiene. En el interior del oleoducto todo está oscuro, el eco de sus propias voces les devuelve una vez más la sensación de tener compañía. El olor a petróleo que aún impregna las paredes los mantiene en un constante estado de atontamiento que, existiendo un objetivo muy definido por alcanzar, se transmuta en la obsesiva necesidad de ir siempre hacia delante. Rush se queja de que le duele la barriga. En tanto desayunan el complejo vitamínico, Vladi le dice, ¿No oyes como unas voces que no son el eco? No, no oigo nada. Sí, Rush, escucha bien. Sí, bueno, oigo algo, pero es un efecto de las orejas, que me duelen. No, no, a ver, apunta con la linterna al techo. Enmarcado dentro del haz de luz ven lo que claramente es una trampilla circular de la que penden unas escaleras plegables, que de inmediato terminan de desplegar subiéndose el uno a los hombros del otro. Vladimir desenrosca la manilla, abre la tapa con suavidad y eleva con cautela sus ojos. Parece el hall de un hotel, grande y vacío. Termina de subir, iza al hermano y ambos enmudecen. Corren hacia las puertas, pero están cerradas; las ventanas, dobles y blindadas, también. Miran a través de los cristales y ven una estepa de tierra marrón y mucha nieve punteada hasta el horizonte por antenas y repetidores de radio y televisión; está amaneciendo. En la misma recepción una radio de bolsillo emite en un idioma que desconocen la voz que débilmente habían oído en el interior del oleoducto. Tardan varias horas en recorrer las zonas principales, salas de proyección de cine, comedores, cocinas, dormitorios y habitaciones insonorizadas en las que tableros de parchís expuestos verticalmente abarrotan estanterías. Al pasar por un lavabo el pequeño dice, Me duele mucho la tripa, voy al váter. Yo también. Tras unos minutos, Vladi primero, y Rush después, salen del lavabo con un cofre de plomo de 1 cm de longitud, que lavan y después abren. Dentro, en una cápsula bicolor leen Iodine-125 Radioactive. Sin mediar palabra, se las meten en la boca y ayudados con agua las vuelven a tragar. En la cocina abren botes de carne, leche y confituras de 4 colores que engullen hasta que se hartan, y caen rendidos en el colchón de una habitación con tele y un reloj digital que no entienden. Tras 9 horas les despierta la radio, vuelven a comer, y con prisa abren la trampilla para bajar al oleoducto. Antes de cerrarla por completo y continuar ruta, Vladi echa un vistazo al techo acristalado, en el que ve por última vez sus ojos reflejados. Su hermano, ni siquiera eso.