Finales de octubre, Ernesto llega a casa, enciende la tele, baja el volumen a cero y se sienta a dar los últimos retoques a uno de sus 2 proyectos más golosos: el Museo de la Ruina. Convencido como está de que el futuro se halla en la observación del acabamiento, concibe ese museo como un edificio que, por su especial estructura y elementos constructivos, pueda derrumbarse en cualquier momento debido al mínimo peso de las obras que albergue en su interior. La gente podrá pasar por delante y cruzar apuestas de cuándo se caerá, apuestas que gestionaría el ayuntamiento de la ciudad en asociación con un consorcio. El museo tendrá que ser edificado desde fuera, con grúas modificadas a tal efecto y andamios flotantes que en ningún momento tocasen las fachadas. Aparta la vista del ordenador, se mete la mano en el bolsillo y saca el dado nacarado que salió de la barriga de un pez. Lo lanza sobre la mesa y sale un 6 que tiene los puntitos medio borrados, así que es un 1.