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Hay que suponer lo siguiente: no hay motivo suficientemente argumentado para sostener que las granjas de cerdos tengan que estar dispuestas en espacios horizontales, y menos si el emplazamiento está situado en un territorio estepario con un frágil ecosistema a preservar. Así lo argumentó Vartan Oskanyan, joven armenio, granjero autodidacta, quien tras dar vueltas por Europa y Centroamérica terminó por regresar a su Armenia natal e hizo construir un edificio de 8 plantas para albergar en él casi 900 cabezas de ganado porcino. Un edificio tal cual lo entendemos: pisos superpuestos con ventanas, portería, escalera de emergencia, ascensor, montacargas, etcétera, en el que en las 4 primeras plantas, compartimentadas en pisos convencionales, viven los cerdos que, en el afán de Vartan por humanizarlos, deambulan por las habitaciones sin restricción alguna. En la mitad superior, las 4 últimas plantas, están las personas, unas 20 familias producto de campos de refugiados y de sucesivas guerras desatadas desde mediados del siglo 20 en Oriente Medio. Entre todos construyeron el complejo con sus propias manos gracias a materiales cedidos por el Estado armenio. Las autoridades armenias no saben que todos esos refugiados se quedaron a vivir ahí; oficialmente todo en su interior es porcino. Las cerdas madres están con los lechones y recién nacidos en el 4.º piso, y esas crías van pasando a pisos inferiores a medida que van creciendo, hasta que llegan al bajo, donde estarán sólo las 2 o 3 jornadas previas antes de ser conducidos al matadero. El porqué de todo este invento es meramente pragmático: estando la explotación situada en una región de intenso frío, una manera óptima de tener casas confortables sin necesidad de electricidad es reconduciendo todo el calor generado por esos animales hacia paneles situados en los pisos de arriba. Por lo demás, con un buen aislamiento el problema de los olores está solucionado. Los gases inflamables producidos por los cerdos en los pisos inferiores se usan para calentar agua y generar luz. Todo ese confort y decente habitabilidad es el pago que Vartan Oskanyan les da a las 20 familias por cuidar del ganado. Además, con lo que sacan de la venta de los animales subsisten perfectamente, incluso les da para de vez en cuando hacer algún viaje por la zona. Vartan se ha reservado el piso más alto. Las noches tranquilas, cuando todos duermen, sólo se ve en toda la llanura la luz de su ático y sobreático, que adquiere entonces una apariencia de faro, los bajones de tensión del rudimentario pero seguro sistema eléctrico le dan un pulso de onda luminosa, y él pone un disco de Chet Baker comprado en una tienda de St. Germain, en la época en la que trabajó de camarero en París, y superpuesta a la trompeta oye el murmullo atenuado de los cerdos de los pisos inferiores, que dan golpes contra las baldosas, o resbalan escaleras abajo, o pegan mordiscos a unos pasamanos de madera ya casi en hierro vivo. A eso de la 1.30 de la madrugada, la luz del ático suele apagarse y sólo permanece encendida la del sobreático, apenas una caseta donde él guarda, colgadas en vertical por los hocicos, más de 3.000 pieles de cerdos rubios perfectamente curtidas. Las ordena por tamaños y tonalidades, las cuenta, las observa. En una esquina, sobre una mesa de dibujo con compases, cartabones, portaminas y un paralex, se entrecruzan varios planos de la zona trazados por él mismo. Ningún vecino sabe de tal acúmulo de pieles.