Desde que Ucrania y Kazajstán se separaron de la Unión Soviética, una franja de territorio ruso ha quedado entre ambas, y con ella, la correspondiente zona de oleoductos subterráneos que abastecían de crudo al sur de la URSS y que formaban parte, a su vez, de una red de rango superior que llegaba hasta Turquía, Irán y las estribaciones de China. Esto equivale a decir que tanto los rusos como los ucranianos y los kazajos han tenido que construir sus propias nuevas redes, y aquellas otras han caído en desuso. Y esto, a su vez, equivale a decir que existen miles de kilómetros bajo tierra de un geométrico laberinto de acero, plástico y hierro, totalmente vacío, con una pendiente mínima, que mide 6 m de diámetro y posee una temperatura constante de 3ºC. Un serpentín con forma de manos entrelazadas o tentáculos que agarraran hasta Oriente Medio todo aquel territorio bajo tierra. Existe otro laberinto subterráneo, pero éste está abarrotado. En la frontera entre Francia y Suiza, sepultado a 100 m se halla el CERN, Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Científicos de todo el mundo hacen colisionar chorros de partículas a velocidades próximas a la de la luz para que viajen al pasado, al inicio del Universo, y brillen allí unos segundos antes de que remonten el tiempo trayendo información de aquella visión espectral, fortuita y moralmente neutra, que hemos heredado aunque respecto a ella sólo seamos entes ciegos.