38.

La ciudad de Ulan Erge está pasando por uno de los inviernos más duros que se recuerdan. La nieve alcanza los 8 m y en el hospital Mihály y sus compañeros tienen serias dificultades para abordar las operaciones quirúrgicas sin riesgo. Ayer, sin ir más lejos, una joven de 22 años entró en quirófano para una extirpación de parte del páncreas y salió también sin un trozo de nariz debido a congelaciones. Los albergues no dan más de sí. Mihály piensa a menudo en Maleva, se pregunta qué habrá sido de ella. En las avenidas vacías el frío cuartea la pintura de los grafitis, dándoles un carácter de imposible mapamundi. La ciudad, con la nieve a una altura de 3 pisos, parece más que nunca un embalse a media capacidad en el que despuntaran antenas y azoteas. Los semáforos siguen encendidos bajo el hielo y cambian de color dándole al suelo, sucio pero cristalino, un aire de fiesta vacía. Los fragmentos de edificios y bloques que aún quedan por encima de la nieve han sido cubiertos por unas grandes caperuzas de tela de algodón, construidas con sábanas rescatadas de los antiguos campos de concentración de Siberia y diversos hospicios, cosidas las unas a las otras; como no se lavaron, en esas telas hay de todo. Así que da igual estar bajo el hielo que por encima de él, porque en todo caso el horizonte es vertical y blanco, y nada se ve. La idea de esas caperuzas de algodón había sido de un conductor de autobús llamado Jodorkovski, que hacía una vez al mes la ruta que va de Ulan Erge a Berlín. Allí, en Berlín, año 1994, había asistido a un espectáculo que le había parecido impresionante. Un artista, al parecer muy famoso, llamado Christo, cubría el palacio Reichstag con una gran sábana blanca. Literalmente, lo empaquetaba. Dado que se podía visitar, a Jodorkovski le dio por entrar y comprobó que allí casi no hacía frío, y pensó al instante en esa solución para las bajas temperaturas que alcanzaban los bloques de edificios que simétricamente conformaban su ciudad; además, la tela blanca difundía la luz del exterior de tal manera que las estancias parecían ampliarse y clarear. Cuando hubo regresado lo contó y la emoción de las autoridades locales fue en aumento. Todo se gestionó rápidamente. Mihály toma un café en el office que hay junto al quirófano, piensa que quizá Maleva esté ahora en la planta baja de alguna casa, bajo el nivel del hielo, sentada en una silla ante el fuego de una chimenea escuchando una casete de Lou Reed, o quizá más arriba, cubierta por una caperuza blanca, inventando un horizonte. Él tiene suerte, vive en una de las habitaciones del ático del hospital, único edificio que dejan sin cubrir las cuestiones de aireación e higiene. Da el último trago al café y regresa a la sala de operaciones, otro crío con apendicitis. Ya son 15 en lo que va de año. Sabe ya lo que se encontrará, una cápsula de Yodo 125 radiactivo alojada en su apéndice.