33.

Ernesto, autopostulado en lo alto de su grúa, sumerge el contenedor vacío en las aguas de la bahía. Tras unos minutos de espera lo eleva y baja a toda prisa a buscar la pesca. Hoy ha encontrado también la portada de una Biblia, que guarda en el bolsillo de la parca militar porque le hace gracia. Tras la selección de unos cuantos peces apaga la grúa y echa a andar hacia la parada del bus [la parada del pez, como él la llama], situada muy cerca, en Park Row. Sentado bajo la marquesina, el pez no tarda en llegar, sube y se cierran a su espalda 2 puertas hidráulicas que hasta por el sonido le recuerdan a unas agallas. Solos él y el conductor, mientras cruzan el puente de Brooklyn recuerda que siempre pensó en que alguien debería construir un puente que conectara los apenas 100 km que separan Alaska de la antigua URSS a través del estrecho de Bering. Cuando tenía 9 años, Pegg, la primera niña de la que se enamoró, había salido con su padre de pesca y, a pesar de las enérgicas prohibiciones de la Ley de Costas y Aguas Internacionales, llegaron a Providenija, Unión Soviética. Nunca nadie se explicó por qué, pero allí se quedaron. Echa la vista atrás para mirar los altos edificios, los áticos iluminados, y después mira al mar, cuya oscuridad penetra en la del cielo. Al llegar a su portal saluda a la vieja del entresuelo, que sale a tirar una bolsa de basura en la que se apilan sacos arrugados de pienso para cerdos. La vieja vive con uno desde que vio por la tele que los tejidos, y en especial el corazón, de ese animal son los que más se parecen a los del ser humano; en su soledad, dice, el bicho la hace sentirse comprendida. La casa está húmeda, enciende la calefacción, se pone un chándal Atlanta ’96 que compró a juego con la bolsa de deporte y comprueba el correo. Tiene un mensaje de sus padres, que si todo va bien, etcétera. Enciende la tele y baja el volumen a cero, le gusta ver pasar esas imágenes mudas, como en una ventanilla de un tren. Desenvuelve uno de los pescados y el resto los congela. Mientras lo desescama nota que en su interior hay algo sólido. Al abrirlo encuentra un dado, un dado de juegos. Es de plástico nacarado y tiene los puntos negros de las cifras 2 y 6 medio borrados. Lo guarda en el bolsillo del pantalón. Fríe el pescado y se pone a cenar ante la tele. De cuando en cuando alza la vista y se detiene en la pantalla sin voz, publicidad de neumáticos, imágenes de los marines en Irak, el anuncio de la reposición de La Mujer Biónica, que siempre se la pierde. Después se sienta delante del ordenador y se pone a trabajar en 2 de los proyectos arquitectónicos que se trae entre manos, remakes de obras ya conocidas, la Torre para Suicidas y el Museo de la Ruina. Antes de acostarse observa las sábanas de la cama. Las cambia a menudo pero, no sabe por qué, constantemente se ensucian, la huella de su cuerpo queda reducida a una difusa silueta grisácea, magnificada, como el abrigo de tweed de un gigante desaparecido. Entonces piensa que tampoco nadie sabe dónde se ubica la exacta frontera entre Rusia y Alaska.