Una mañana de mayo de bastante calor, Marc se encontraba durmiendo cuando oyó cómo se abría la puerta por la que se accedía a la azotea. En un principio no se inmutó, sólo despegó unos centímetros las sábanas del cuerpo en respuesta a un estímulo de alerta. Tras unos instantes, comenzó a oír pasos, pero no avanzaban, sino que parecían caminar de adelante hacia atrás; a veces en círculos. Se levantó y abrió de golpe la puerta. A través de los folios cubiertos de fórmulas que mediaban en los tendales quedaron enfrentadas su figura, enclenque y sólo cubierta con unos calzoncillos, y la de un hombre en el otro extremo de la terraza. Se miraron en silencio. Era alto, muy alto, con barba, y con los ojos separados como los de un pez; se metió las manos en un espeso abrigo de tweed y avanzó hacia la puerta de la caseta bajando la cabeza cada vez que pasaba bajo algún cable. Hola, dijo Marc. El hombre no respondió, sólo levantó la mano con un movimiento pesado y desvió un poco su trayectoria para acercarse al borde de la terraza, Qué iguales se ven las cosas desde aquí arriba, dijo como si no se dirigiera a nadie. Marc insistió, Hola, ¿quiere algo? Comprobó que era bastante más alto de lo que inicialmente le había parecido, sobre todo cuando cogió una silla de plástico de jardín que Marc había rescatado del desguace de un chalet y se sentó en ella de la manera en que se sientan los mayores en las sillas de colegio, estreñido. Encendió un cigarrillo, no sin antes ofrecerle uno a Marc, que rehusó, y se quedó mirando fijamente las chapeadas paredes de la caseta. Marc entró, se puso algo de ropa y abrió un cartón de leche al que dio un par de sorbos justo antes de salir apremiado por la voz de aquel hombre, Muchacho, ¿sabes una cosa? Marc, con el cartón de leche en la mano, apoyado en la puerta, dijo, ¿Qué? Pues recuerdo una mañana, en mi casa de París, hablo del año 1961 o por ahí, yo estaba medio sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared, sé que tenía sintonizada una emisora que hablaba de no sé qué, y estaba con la vista fija en la pared de enfrente, en un tablón de madera mal puesto en el que yo había ido clavando con chinchetas fotos que me gustaban, recortes de prensa, entradas usadas de cines y conciertos, ofertas de varias marcas de comida, y cosas así, yo en aquel tiempo era pobre pero no pensaba en el futuro, los exiliados no vivíamos tan mal en París porque nos hacíamos pasar por estudiantes, París siempre fue una ciudad muy hospitalaria con los estudiantes, pero a lo que iba: aquella tarde yo miraba esa pared sin mirar, abstraído, no sé qué estaba pensando, quizá en una mujer, o en nada, y entonces en aquella maraña de fotos y recortes que tenía enfrente descubrí una línea hasta entonces inapreciable que recorría sinuosamente ese collage de arriba abajo, pasando por determinadas fotos, letras, fragmentos, de manera que siguiéndola se te revelaba una composición hasta entonces oculta. Y esa imagen suma constituyó el hilo conductor de las que después se convertirían en mis 2 grandes obras maestras, Rayuela A y Rayuela B, o lo que es lo mismo, Rayuela y mi Teoría de las Bolas Abiertas. Marc le preguntó de inmediato, ¿Rayuela B, Teoría de las Bolas Abiertas, qué es eso? Pues, contestó, A medida que escribía una obra llamada Rayuela, paralelamente elaboraba una teoría que daba cuenta en clave matemática de cada uno de sus fragmentos, lo que después llamé Teoría de las Bolas Abiertas o Rayuela B. Sí, muchacho, partiendo del hecho de que cada persona está constituida, además de por su propio cuerpo, por el espacio esférico inmediato que le rodea, esfera en donde se dan toda clase de flujos empáticos, simpáticos y antipáticos, así como el alcance de la respiración, la intrusión de las respiraciones de otros, los sonidos de quienes hay en su entorno, olores e intuiciones primarias, etcétera, podemos definir a la especie humana como un conjunto de bolas abiertas que a veces se intersecan y otras se repelen. Pero esta Rayuela B me la guardo para mí, muchacho; esto no se enseña. Marc se queda pensativo, el hombre se levanta y le dice señalando con el cigarro el collage de las paredes de la caseta, Observa bien, muchacho, hay mucho material ahí, mucho material. Marc, emocionado, echa otro trago al cartón de la leche y le dice, Oiga, ¿y sabe usted lo que es la Soledad Fermiónica? Y el otro, sereno y sin dudar, No fastidies, muchacho, no fastidies. Se fue sorteando los tendales. Antes de desaparecer se subió las solapas del abrigo. Marc se quedó un buen rato mirando las partes traseras de los coches que bajaban la avenida de dirección única que enfila al mar. Pensó que ninguno puede ni podrá remontarla, también pensó en el Mundial que nunca hemos ganado, en que la música de El acorazado Potemkin es una versión del «Purple Haze» de Jimi Hendrix. Echó en falta no haberle enseñado la Guía agrícola Philips 1961, donde se explica cómo construir casetas con trozos de latas.