Anochece. El encargado ya se ha ido. Ernesto, desde su cabina en lo alto de una grúa del puerto de Downtown, en el bajo Manhattan, sumerge en el agua un contenedor de carga vacío y sin tapa, un contenedor de los del puerto que ha enganchado a la grúa con unas cintas. Espera unos minutos, mira el horizonte, que hoy está algo quebrado, después le da a la palanca que eleva el contenedor y éste emerge lleno de agua hasta el borde como una piscina sucia. Por las juntas y pequeños agujeros de ese cubo metálico comienzan a salir chorros de agua de la manera en que ocurre en un colador y, al final, en el fondo, quedan boyas pinchadas, trozos de madera, latas vacías, maromas rotas, otras clases de objetos, y los peces. Como en los contenedores de carga y descarga siempre quedan restos de mercancía, los peces acuden a ellos en masa; el trigo es lo que menos les gusta; la carne salada de vacuno, lo que más. Agarra unos cuantos que aún saltan, los mete en una bolsa de deporte Atlanta ’96, y el resto lo devuelve al mar. Cada 2 o 3 días repite esa operación. Ernesto es original de la isla de Kodiak, sur de Alaska. Sus familiares fueron, en 1957, los primeros puertorriqueños que emigraron a territorio alaskeño para trabajar, inicialmente, como pescadores, y más tarde montar un bar de comida puertorriqueña que no tardó en convertirse en una modesta pero rentable cadena circunscrita a ese territorio polar. Como a la edad de 7 años Ernesto ya mostraba gran interés por el dibujo técnico y las construcciones, se decidió que llegado el momento iría a la Universidad de Columbia, Nueva York, a estudiar Arquitectura. Así las cosas, con 17 años Ernesto se trasladó a Manhattan, donde hizo un par de cursos con resultados bastante buenos, hasta que se cansó y comenzó a trabajar manejando esa grúa en el mismo puerto al que el 17 de abril de 1912 llegaron los supervivientes del Titanic a bordo del buque Carpathia. Un trabajo muy bien pagado y considerado como privilegiado en los ambientes portuarios. Continúa apasionándole la arquitectura, pero no como obligación sino por puro entretenimiento. Se aloja en un modesto piso de Brooklyn, así que cada día tiene que cruzar el homónimo puente que conecta Manhattan con el Continente. Siempre que lo cruza piensa en el estrecho de Bering. Y en los peces que en la bolsa Atlanta ’96 de vez en cuando avisan de su muerte con 2 o 3 coletazos.