22.

Hoy a Marc le ha llegado un e-mail de Sandra. Hace mucho tiempo que no se ven. En él le cuenta que Londres es una ciudad increíble, que su investigación paleontológica va viento en popa, pero que lo mejor es el pulso racheado de la ciudad. Ha conocido a Jodorkovski, un artista del Este que «tendrías que verlo, Marc; es un genio». Ella ya se había percatado de la existencia de unos puntos de colores que moteaban las aceras de su barrio, lunares circulares del tamaño de una moneda. Cuanto más se fijaba, más lunares descubría. Unos, perfectamente circulares y de contorno suave, estaban pintados de color negro o blanco, pero los otros, de contorno quebrado e indefinido, representaban en miniatura escenas en color de hombres y mujeres cogidos de la mano, de animales pastando, de casas y palacios, así como coches en movimiento y todo tipo de escenas urbanas. Tan atraída estaba por el fenómeno que una noche se quedó con cualquier excusa en el museo para observar desde la ventana uno de los pocos trozos de acera en los que aún no había lunares. Así, se llevó un termo con café, galletas y un CD de Beta Band, cuyos acordes salían de los pequeños bafles del PC para ser absorbidos por fósiles y salas victorianas. A eso de las 11 separó un haz de cortina y echó un vistazo a la calle; a su espalda T-Rex, en la sala principal, con sus 18 m de largo y 9 de alto, vigilaba una oscuridad prácticamente edificada. Esperó, pero no vio nada. Cansada, a las 3 de la madrugada se quitó la falda para quedarse en pantys, apagó la música, dejó la brújula junto al teclado y se durmió en el colchón que William, un compañero, había llevado por si a alguien le cogía la noche en pleno trabajo. Esta secuencia se repitió hasta el octavo día, en el que una silueta que por momentos iba ganando solidez apareció al fondo de la calle empujando un carrito de la compra; sería la 1 de la madrugada. Se detuvo más o menos delante del museo. Un hombre, corpulento, extrajo del carrito unas cuantas latas de pintura, un pincel y, arrodillado, comenzó a motear la acera. De repente, Sandra, tomada por un insospechado pudor, no se atrevió a continuar mirando, colocó la brújula junto al teclado y se acostó. No se durmió hasta que oyó de nuevo las ruedas del carrito crujir calle abajo. A la mañana siguiente se fijó en la acera y encontró lunares de colores pintados cada uno de un solo color, sin figuraciones de ninguna clase. Pocos días más tarde, de mañana, cuando entraba al museo, se topó con ese hombre en el mismo lugar y se paró a su lado. Él la miró, ¿Te gusta?, le dijo. Bueno, no sé, está bien, ¿qué es? Me molestan los chicles, contestó él sin apartar la vista del suelo, y continuó, Termino el trabajo que dejé inconcluso la otra noche. Ella hizo un silencio y preguntó, ¿Cómo que chicles? Él levantó la vista, que mantuvo unos instantes, antes de decir, Mira, ahí enfrente hay un café, invítame a desayunar y te lo cuento, me llamo Jodorkovski, pero prefiero que me llamen Jota, mi primera letra, Jota. Y ella repitió para sí un par de veces, Jota. Sentados, él, en tono grave, aplomado, le contó que estaba harto de ver tantos chicles pegados en las aceras y que se había decidido a pintarlos. Ella escuchaba las palabras de aquel rubio de ojos claros y dedos como habanos, y le preguntó, Pero ¿por qué los perfectamente redondos los pintas negros o blancos, y los de contorno irregular de colores? ¿Tú sabes lo que es el cáncer?, preguntó él a su vez. Claro, dijo ella. Y él continuó, ¿Y tú sabes lo que es un tipo de cáncer llamado melanoma? Sí, volvió a responder ella, Claro que también lo sé, soy bióloga, es un cáncer que se manifiesta con una especie de lunares en la piel. Exacto, interrumpió él, Pues lo que no sé si sabes es que en los melanomas el contorno del lunar siempre es irregular, por eso yo pinto los chicles irregulares de colores, para embellecer este cáncer londinense que son los pegotes en las aceras. Esa noche no pude terminarlo porque fui al cine, a sesión de madrugada, por eso me acerqué esta mañana a pintar. Ah, vale, contesta Sandra. Se quedan unos segundos en silencio; ella dice, ¿Y qué peli fuiste a ver? Él responde, Viaje a Italia, de Rossellini, que la reponen en el Royal Box. «Después supe, Marc, que Jota era de una ciudad llamada Ulan Erge, que está en una región rusa llamada Kalmykia. Te mandaré una foto, es muy guapo. La verdad es que me encanta este tío. Cuéntame algo de cómo te va. Por cierto, ¿escuchaste el CD de Sufjan Stevens que te envié? ¿Sigue aún en pie tu caseta? Escríbeme pronto».