Lo que queremos decir es que Mihály trabaja en un hospital cuya edificación data de 1925, radicado en la ciudad de Ulan Erge, suroeste de Rusia, entre Ucrania y Kazajstán. Este hospital en su día llegó a ser un centro de referencia en cirugía pediátrica al que la burocracia estaliniana ladrillo a ladrillo fue desprestigiando, y al que la caída del Muro de Berlín terminó por derribar. Aunque las grandes cristaleras sujetadas por no menos impresionantes pilares de acero sigan en pie, hace tiempo que los pacientes y el personal sanitario no ven en ellos el orgullo de su propio reflejo cuando miran a través, sino únicamente la vasta extensión de una ciudad coloreada por aritméticos grafitis, bloques de edificios de los años 50 y ruedas de bicicleta. Incluso Mihály vio un día la foto del hospital en una página web dedicada a ruinas arquitectónicas del siglo 20, junto a otras estampas de fábricas alimentadas por carbón, centrales nucleares desmanteladas e inoperantes altos hornos. Bajo la foto se leía: «Antiguo almacén de carne de vacuno, Ulan Erge, 1907». Mihály es cirujano de partes blandas, lo que aquí significa de todo menos de huesos. Le avisan por megafonía para que acuda inmediatamente al quirófano. Atraviesa a toda prisa pasillos de azulejo. Una simple apendicitis de un adolescente que comió 1 kilo de caramelos en menos de 1 hora, una operación que podría hacer con los ojos cerrados, así que en tanto disecciona recuerda a Maleva, la joven becaria de medicina general a la que conoció hace 3 o 4 años y de la que se enamoró sin ser enteramente correspondido. Habían coincidido en la cola del comedor y él le explicó dónde coger el pan y los platos. Ella abría el brócoli con los cubiertos como quien abre su propio cerebro. Eso estaba bien. Después, tras varios saludos apresurados en quirófanos y en salas de curas, una tarde-noche que Mihály se había quedado a terminar informes atrasados se dieron de bruces en uno de los antiguos pasillos que ya nadie frecuentaba y que comunicaba [aún comunica] las 2 alas más modernas del complejo hospitalario. Se besaron. A ciegas atravesaron una antigua puerta sobre la que ponía Estudios de Medicina Dialéctica, y apartaron también a ciegas todo tipo de herrumbrosos aparatos metálicos que se apilaban sobre una mesa, para, al final, negarse ella a consumar el acto: lo emplazó a la semana siguiente, en su propia casa. Mihály anotó la dirección en la manga de la bata; lo primero que encontró. Algo nunca visto le trae de súbito del recuerdo de Maleva a la apendicitis que tiene entre sus manos: ha encontrado en el apéndice del muchacho un cofre de plomo del tamaño de un dedal. Lo observan todos detenidamente; lo abren. Dentro hallan una cápsula que tiene adherida una etiqueta en la que pone, Iodine-125 (125I) Radioactive, isótopo perfectamente protegido por un envoltorio de parafina que el muchacho intentaba pasar de contrabando de Ucrania a Kazajstán, confesó cuando se despertó de la anestesia.