Me di cuenta de que en esa última foto yo ya estaba adherido, colado, en ese otro mundo inverso. Y es que, claramente, mi vida estaba siendo televisada. Me pregunté cuántos televidentes me estarían viendo. Minutos más tarde me atormentó descubrirme pensando en tales disparates.

37

Una mañana, la número 20, me desperté. La tele, como siempre, encendida. Daban una reposición de la segunda época de Luz de Luna, así que me pasmé unos instantes, la cámara de fotos sobre la silla, el vaso de agua a su lado, la toalla ilustrada colgada en el lavabo, y por el rabillo del ojo vi que había un papel en el suelo, junto al hueco de la puerta. Al principio no reaccioné. Me quedé inmóvil, como sabiéndome blanco de una criatura hecha papel, colada en mi espacio. Debía de llevar ahí, en el suelo, horas. Me levanté despacio, con miedo a tan siquiera tocarla. La observé mucho tiempo entre mis pies descalzos. Al fin me agaché y la tomé entre mis manos:

Agustín (o quien coño sea usted),

he tirado al mar el contenido de la funda.

La funda la he enterrado en el camino de la playa.

Sigo trabajando en MI Proyecto.

Por mí puede usted hacer lo que le dé la gana.

Fdo: Agustín Fernández Mallo

Me senté en la cama. Releí aquellas palabras varias veces. Muchas veces. Dejé la nota sobre la rejilla de aireación del televisor. En una inconsciente simulación peripatética, comencé a dar vueltas por la habitación, pero al rato me vi de nuevo sacando fotos, poniéndoles comentarios a pie de página, rumiando sin dirección mientras no cesaban las canciones napolitanas en su estudio. Pienso que en cierto modo no quería asumir que con aquella nota todo se había acabado, que nuestro Proyecto, sencillamente, ya no existía, o sí, pero en el fondo del mar, y que con él, tampoco yo existía. Pocos minutos después, mientras intentaba hacer una foto más a la tele, apareció un fogonazo imprevisto que llenó todo el visor. Alcé la vista por encima de la cámara. La nota, fruto del calor que despedía la tele, era una llama que en unos segundos quedó reducida a carbón.

Entonces decidí que debía salir, tenía que comprobar la veracidad de aquella nota.

Sin linterna ni velas, esperé a una noche de luna llena.

38

Desencastré las teclas de la máquina de escribir del marco de la puerta, y descalzo bajé las escaleras. No había ruido alguno, pasé por delante de la recepción, salí al jardín, crucé las 3 puertas de espinos y tomé el arranque del camino de tierra que llevaba a la playa. Guiado por las torretas iluminadas de la isla que habíamos divisado el primer día, caminé 2 kilómetros, y en la última curva antes del inicio de las dunas de arroz, a mano derecha, vi un bulto rectangular en la tierra con signos de haber sido recientemente removido.

Comencé a escarbar compulsivamente con las manos y los pies, llagados de la caminata, y medio metro más abajo encontré la funda, la abrí, estaba vacía.

Podría habérmela llevado, pero de nada me servía ya. En un acto de intenciones auténticamente exorcizantes, de puro duelo, la volví a meter en su hueco, la tapé, después arranqué unas flores silvestres que había por allí, para darles solidez las anudé con retama flexible a un palo que encontré, y clavé el ramo en la cabecera de la tumba.

Quizá fuera ése el acto más inocente y extraño que había hecho en mi vida.

Entonces algo cambió.

39

El se instaló definitivamente en su estudio; la música sonaba día y noche.

Al principio entraba únicamente en la cocina industrial a buscar pequeños utensilios que me faltaban para subir a mi celda, un abrelatas, cerillas y cosas así. Con los días no pude evitar empujar la puerta de su vivienda y sentarme en sus sillones a leer algún libro, a extenuar su biblioteca, a domarla en mi beneficio, y un día, mientras paladeaba una ginebra rescatada de lo profundo de su botellero, sentí que la marcha atrás era imposible. Entendí que debía cambiar de táctica —si es que hasta entonces había tenido alguna—: expulsar del agroturismo a Agustín y tomar yo las riendas. Si él era yo, si conocía todo mi pasado, si incluso lo tenía ya escrito en primera persona, entonces, en justa correspondencia, él era el cliente, el hospedado, incluso el intruso, y yo, sin pasado ya, tenía toda la legitimidad para reinventarme como el nuevo dueño de la hospedería.

De ahí a la toma total de la casa sólo hubo un paso tan fácil como abotonarse un último botón cuando llega el invierno.

Fue así como llegué a cerrarla por la noche con llave, a disfrutar de sus sábanas, a vestirme con su ropa, a emborracharme con sus licores, a jugar con Los 4 Fantásticos. Ahora que tenía una casa podría haber usado mi nuevo teléfono, podría haber llamado para pedir ayuda, pero comprendí que no tenía sentido alguno; ayuda para qué, si todo eso ya era mío, ayuda de qué si no había delito alguno que denunciar. Debería ser yo quien tuviera que mantener a Agustín, el intruso, alejado del teléfono.

Por las mañanas elegía entre un extenso vestuario, estaba chupado, sólo tenía que abrir los armarios y alargar el brazo. La magia realmente existe. Al anochecer me gustaba salir a un pequeño balcón en el primer piso a fumar el último Lucky vestido con un pijama de raso que encontré sin estrenar en un cajón. En esos momentos no podía dejar de poner gestos innovadores, autosuficientes, esquivos, distantes, como los de él, de hombre sólido que no desvía la vista ante contrariedad alguna; no podía evitar imaginarme a mí mismo a vista de pájaro, con el pelo sucio, repeinado al agua, detalles que añadían verosimilitud a la usurpación, e incluso la generaban. En esos momentos, mientras apuraba el cigarrillo, aprovechaba para calibrar el jardín que se extendía a mis pies, estático y extático en su calidad plastificada, más real que la realidad misma, hiperreal; lo que en ese momento yo mismo era. Incluso me imaginé, en breve, sentado en una de las antiguas torretas de vigilancia de la muralla principal. Antes de acostarme siempre abría el armario en el que él había guardado las bragas sucias, una bocanada de su perfume me excitaba, las miraba un rato, apiladas en columna, en dos torres idénticas.

40

Ahora que podía verlo desde arriba, desde el balcón de la parte trasera, de su estudio manaban haces o púas de luz por multitud de grietas y ranuras. Era asombrosa esa forma de estrella o erizo de mar dibujada en la noche. Imaginaba su mano derecha ante las teclas de un ordenador, sopesando el plagio, y me divertía pensar en su estudio como en un gran digestor de antigüedades y de nuestro Proyecto, ingredientes filosóficamente opuestos que inevitablemente acabarían con él. Incluso, cuando en las noches de viento de octubre o de mala digestión me levantaba al baño, allí estaban sus canciones napolitanas como un órgano más adherido a su estrella que, sabía, pronto se apagaría para convertirse finalmente en su agujero negro.

No tardaron en llegar las noches en que, estando yo en el primer piso, le oía entrar por la ventana de la pequeña cocina que estaba en la planta baja. Al día siguiente, al levantarme siempre echaba en falta comida de lata y encontraba restos de café con leche, de galletas, o en un plato el amarillo de un huevo frito. Yo, huyendo del paralelismo, surtía mi desayuno de sutilezas que iba encontrando en la despensa, pero siempre terminaba metiendo la manga del pijama de raso en la mermelada, o dejaba escapar por el mentón un hilillo de té, y pensaba que quizá hoy nos cruzaríamos en algún momento del día, y que su silueta sería cada vez más pastosa, y que entonces no encontraría inconveniente moral alguno a mi usurpación. Antes de levantarme de la mesa dejaba escapar algún eructo —que no importunaba a las moscas agrupadas en torno a la mantequilla, ni rizaba las motas de polvo atravesadas por el haz luminoso de la ventana, ni, todo hay que decirlo, provocaban en mí sensación alguna de pérdida—, y tras fregar la loza y cruzar con una equis el calendario de pared, redactaba en el libro de registro de la recepción el esquema pormenorizado de las ventanas de las celdas que debía abrir, y en qué secuencia, para mantener la hacienda ventilada. En el carpetazo final a ese libro hallaba la rúbrica que daba legitimidad a todo lo que acometiese a lo largo del día.

41

Entonces, con el crédito de haber accedido a una segunda vida, y quizá como folclórico rito que trae recuerdos de la primera, dieron inicio mis visitas a la tumba, lo que equivalía a decir al recuerdo del Proyecto. Solía salir al amanecer tomando el sendero que conducía directamente a la playa, acompañado por la luz de la luna si la había y por las luces titilantes de la isla que se veía en el horizonte. Iba recogiendo lo que veía, variaciones de lilas y amarillos de manzanillas que combinaba con intensos verdes; discretos ramos que yo creía dignos epitafios, y que clavaba en la tierra, a la cabecera de la tumba.

En un principio no ocurrió nada, pero a los pocos días mi ramo había desaparecido y en su lugar había otro también silvestre que yo me encargué de hacer desaparecer para clavar de nuevo otro. Esto ocurrió 3 o 4 veces.

Una mañana, yendo yo de regreso, nos cruzamos. Por sus constantes paradas y flexiones supe que él también arrancaba lo que veía. Fue uno de esos encuentros cargados de temor nervioso hasta que una vez pasado lamentas no haber exprimido del todo el azar de tus cartas.

Y es que por su constante forma de repeinarse, por sus intermitentes miradas indirectas, supe que no las tenía todas consigo, que me podía haber permitido algún lujo, un insulto, una patada, un escupitajo en la cara. Ni nos rozamos. Un pequeño ramo le temblaba en la mano.

A partir de entonces él comenzó a ir por las noches, a lo que yo contesté por las tardes, y él a su vez al amanecer, y así en una continua rotación que me hizo perder un poco el sentido de los días. Esta situación se prolongó por espacio de una semana con ramos cada vez menos vistosos, surtidos de malas hierbas. Concluyó el día en que dejamos sin flores el camino. Pensé en una lengua de muerte lamiendo el reposo de la tumba; me sentí mal. A mi último manojo de mirto y cardos él ya no contestó. O sí lo hizo, pero elevando de allí en adelante el volumen de la música en su estudio.

42

Comencé a ver cosas cambiadas de sitio en mi antigua celda, a la que ya sólo iba muy de tarde en tarde, y me dediqué a observar sus movimientos desde un prado cercano. En efecto, Agustín alguna noche se colaba allí y se instalaba entre mis cosas, quizá sobara la máquina, o el PC, puede que se riera de mis DIN-A4 mecanoescritos. Es posible que hasta se pusiera mi ropa, o lo que es peor, bebiera los posos de las latas de Coca-Cola que en mi encierro había ido acumulando hasta agotar las existencias de la despensa frigorífica. Con los días comprobé que el único cambio operado en la celda era que la silla de mi antiguo escritorio estaba orientada hacia la ventana que miraba al sur, donde se hallaba el mar. Y comencé yo también a frecuentarla. Esperaba a verle salir de la celda para entrar yo. Con el cojín aún caliente y aún con la forma de su culo, me sentaba y miraba, pero no veía nada salvo una extensión que se perdía, y el mar, con sus olas bajas y su isla del ejército. Un día dejé la silla descolocada, así que él supo que yo también la frecuentaba. Cambió de horario y yo cambié con él. Después vinieron las notas en el carro de la máquina. Notas incomprensibles que hablaban del Proyecto, frases al borde de lo ininteligible, con las que, claramente, pretendía volverme loco. Notas que, por no hacerle el juego, yo jamás toqué. Podían permanecer allí días como se renovaban dos veces en una tarde. A partir de entonces me encargué de que no entrara más ni en la celda ni en la casa apuntalando las ventanas con tablones de encofrado que encontré en el garaje. Finalmente reforcé las puertas. Sólo yo tenía las llaves.

43

Poco a poco comenzaron a llegarme señales de su inequívoca derrota: el volumen cada vez más alto, las toses que oía desde mi cama sin preocuparme su paso bajo mi ventana, el hedor en torno al estudio, los esqueletos bien apañados de conejos y pájaros asados en las inmediaciones de su puerta.

Pero pasaban los días y no se operaba cambio alguno. Entraba y salía de su estudio como si nada, como si aquello no fuera con él, como si supiera que ya era otro y que nada allí le pertenecía. Pero no se iba, y las inequívocas señales de su derrota no tardaron en convertirse en inequívocas señales de resistencia, lo que equivalía a decir de mi fracaso. Todo signo de cambio en mi beneficio era rápidamente reabsorbido por un invisible mecanismo que devolvía las cosas a su anterior estado. El agroturismo continuó sin recibir visita alguna, y cada vez se parecía más a una especie de animal, sin conciencia de destino, un destino que Agustín manejaba ya a su antojo.

En ocasiones, poco después de acostarme, oía ruidos en la planta baja, movimientos de tablas, de puntas desclavándose, incluso pasos en la cocina. Saltaba de la cama, corría escaleras abajo y nada había. Entonces me quedaba toda la noche haciendo guardia, atento a los ruidos de dentro y de fuera de la casa, que recorría de arriba abajo ya muchas veces hasta el amanecer. Esto me obligaba a dormir durante el día, con un ojo medio abierto, muy atento a unos pasos y respiraciones que nunca llegaban. Las pocas veces que conseguía conciliar el sueño tenía pesadillas, me despertaba sobrecogido y oía, ahora sí, los inconfundibles golpes de martillo de Agustín sobre las tablas de alguna ventana, y entonces bajaba corriendo, abría de un portazo, pero de nuevo allí nadie estaba. Solamente, a veces, detectaba su cuerpo a lo lejos tumbado al sol entre matorrales como un lagarto, fuera de su estudio, tan extraño a todo lo que le rodeaba como un maniquí que saliera de su escaparate y se sentara en la acera a ver los coches pasar.

44

Creo que ahora sí que puedo emplearla sin miedo a malgastarla: «Lo recordaré siempre porque fue simple y sin circunstancias inútiles».

Ocurrió un amanecer.

Desayuné en la cocina después de una noche de guardia consumida en idas y venidas a la caza de ruidos. Recogía la mesa cuando, con la cafetera aún en alto, y sin detenerme siquiera a meditar dos veces la idea, me dije que la solución era fácil, estaba al alcance de la mano; en realidad, siempre había estado ahí, sólo había que alargar el brazo.

Fue así como aquella mañana llegué a abrir la puerta del estudio de Agustín. El decibélico volumen de la música hizo que no se enterara. Tampoco se enteró de mis pasos sobre su espalda, un bulto maloliente que trabajaba sobre el teclado de un portátil, ni de que yo me detuve unos segundos, como prolongando el anticipo de un coronamiento. En torno a su silla, por el suelo, se hallaban desperdigadas todas las cosas referentes al Proyecto, aquellas que supuestamente él había tirado al mar. No lamenté el conjunto de libros inservibles, cachivaches, montones de basura y heces que estaba a punto de heredar. Puse la mano sobre su hombro y apreté. Apreté con más fuerza e hice rotar la silla. Sólo cuando nuestros ojos se encontraron pareció reparar en mí. Le hundí el cuchillo en el pecho y me salpicó un primer borbotón. No me detuve hasta que se me hizo insoportable la calidez de su sangre en mi pijama. Arrojé el cuerpo al suelo. Salpicó en abundancia. Lo arrastré por los pies hasta la puerta, sus greñas de fregona dejaron un surco rojo. Tiré aún más para bajar las escaleras, el cráneo botó en cada escalón, pensé en un balón deshinchado. Tiré su cuerpo entre unos juncos que crecían fuera, pegados a la tapia lateral del huerto.

Regresé a la casa. El estado de nerviosismo no tardó en convertirse en tranquilidad, una extraña felicidad ausente de euforia. Por primera vez había cometido un acto primitivo, un acto no publicitario. Por una vez me había dejado llevar por el fascismo de lo natural. En ese momento sentí que en el mundo de la publicidad se abría una grieta que dejaba entrar a la muerte, y me sentí bien. Tomé entre mis manos una última Coca-Cola de 2 litros que encontré en la despensa, tras unas latas de judías caducadas, le exprimí 3 limones. Me senté en el sillón de cuero de Agustín, y directamente de la botella, agarrándola con la dos manos, paladeé muy lentamente aquella bebida que, como ahora yo, no se parecía a nadie ni a nada conocido, salvo a sí mismo.