en aquella época la mujer con la que yo vivía se había ido de viaje a Nueva York, no recuerdo a qué, a ganarse la vida, a comprar trapos quizá, a nada, vivíamos en una casa de campo con un jardín que emulaba el estilo semisalvaje del jardín inglés, más allá del cual se desarrollaba un bosque no muy grande a cuyo final nunca llegué, era junio, hacía ya bastante calor, y no podía suponer entonces el giro que daría mi vida, y mucho menos la existencia del Proyecto que habría de llevarme, 9 años después y con otra mujer, a un bar de una isla al sur de Cerdeña muy parecido a otro de las Azores, y recuerdo que cogí un libro de la estantería, precisamente El mono gramático, que había comprado hacía tiempo y no había abierto ni por supuesto leído, porque aparte de La música del azar, ese texto que vertió el caudal subterráneo de sus páginas hacia nuestras mentes y originó el Proyecto, Proyecto que de alguna manera ya estaba en él, en el libro, esperándonos a ella y a mí, y que también de alguna manera permanecía cifrado para nosotros de forma que sólo hubiera que inclinar un poco el vaso para que nos derramara su poción, aparte de ese libro, decía, yo casi no he leído narrativa, y así, solo y aburrido, 9 años atrás, abrí El mono gramático aquella tarde de junio en que la mujer con la que vivía se había ido a Nueva York a no sé qué, y comencé a fijarme, en primer lugar, en su extraña estructura, bastante indefinible, algunos fragmentos venían a ser una especie de poemas en prosa, y me fijé especialmente en uno en el que se afirmaba sin ningún género de dudas que toda palabra es metáfora de otra, y ésa de otra, y ésa de otra más, y así hasta la arbitrariedad de un núcleo no menos metafórico que siempre desconoceremos, y a eso me refería cuando decía que no creo que existan las palabras ciudad, puerto, piscina, edificio, naturaleza, hombre o incluso vida, por eso no creo que el motivo de que existan lugares inhóspitos, lugares que están como desactivados del flujo del mundo, sea que en ellos el hombre le haya dado la espalda a la naturaleza, ni tan siquiera a la vida, ya que tales cosas no existen más que en el lenguaje, más bien creo que esa desactivación de los lugares inhóspitos respecto al mundo es debida a que son la ensoñación del resto del mundo, quiero decir que son zonas que son soñadas, y sólo soñadas, por el resto del planeta, y como tales, permanecen en silencio, inaccesibles a la materia, como le ocurre al sexo y a los sueños, inaccesibles a ser narradas, un caso especial de lugares inhóspitos son las ruinas, pienso que lo que les ocurre a las ruinas es que han llegado a ese estado por su gran potencia simbólica antes de ser ruinas, cuando estaban en pie y habitadas, quiero decir que su potencia simbólica era tan intensa que tuvieron que ser abandonadas para que el mundo no se destruyera en ellas por exceso, por exceso de vida, para a partir de ese momento ser sólo soñadas, para constituirse en lugares inhóspitos, para que no les ocurriera lo que les ocurre a la materia y la antimateria, que se aniquilan por el extraño empeño en estar juntas, para que no les ocurriera lo que les ocurre a las parejas, que siempre se dejan cuando están demasiado cargadas de un estilo de vida propio, un estilo que no se parece a nada más que a sí mismo, sí, las parejas se dejan en el momento en que están más cargadas de vida, de cotidianidad, de belleza, por plano y aburrido que sean ese estilo de vida propio, esa cotidianidad y esa belleza, se dejan cuando están en el más alto grado de potencia humana concebible, en efecto las parejas se asustan por tal perfección, se separan y generan una ruina, un lugar ya sólo soñado, una complejísima zona de afectos, lazos, odios, entendimientos, objetos, experiencias, que para siempre ya será inhóspita para el mundo ya que nadie la conocerá jamás, y por eso ella y yo sabíamos que una vez realizado el Proyecto que nos había llevado hasta allí tras un año de continua gestación y trabajo y estudio, sería también nuestro fin y pasaríamos al estado de ruina, a lo inhóspito, a algo tan inhóspito como el paisaje que nos rodeaba cuando riéndonos cruzamos el río de agua roja, cuando al azar tomamos una de aquellas 4 pistas de tierra y una tormenta que no vimos venía convolucionando a nuestras espaldas mientras en el CD del coche continuaba sonando Broadcast, y continuamos y a los pocos kilómetros la pista empezó a descender muy suavemente hacia un breve valle en el que parecía haber un río, y al poco tiempo nos encontramos vadeando el curso de un cauce seco al otro lado del cual se desarrollaba, siguiéndolo, una fila de construcciones muy deterioradas, vestigios de lo que parecía ser una antigua mina, fue entonces cuando detectamos que en mitad de esas construcciones mineras, pared con pared, existía lo que quedaba de una pequeña iglesia, un pequeño templo que a su lado izquierdo, pegada, tenía una nave de cuyo techo salían hierros, cintas transportadoras y grúas en mal estado, y a su lado derecho, también pared con pared, una nave de alojamiento para mineros o algo así, todo conformaba una especie de fachada disímil y amorfa, un puzzle, diríamos, que nos impresionó porque nuestro Proyecto tenía mucho que ver con todo eso, y ella, sin quitarse las gafas pop-star, rebuscó la cámara fotográfica en su bolsa de playa, salió del coche, y se quedó un momento parada, estudiando la situación, después la seguí hasta el otro lado del cauce seco, lo atravesamos como pudimos entre piedras y antiguos hierros, ella iba en chanclas, nos detuvimos unos segundos ante lo que quedaba de puerta apuntalada, y por fin ella le dio una patada a aquellas tablas y entramos a un lugar que, por contraste con la luminosidad de fuera, nos pareció muy oscuro, y vimos que del techo, por grandes agujeros, entraban haces circulares de luz que al impactar en el suelo le daban a éste una configuración de piel de leopardo en blanco y negro, en efecto, allí había existido una iglesia, lo supimos por el altar que se veía al fondo, «todas las iglesias tienen algo de piel de leopardo —había dicho ella mucho tiempo después—, algo de belleza tras unos colmillos que no se ven», y de una puerta lateral, a la izquierda, comprobamos que se salía a un espacio semicubierto y amplio donde, tal como habíamos intuido, se alojaban grúas y material de extracción, y de otra puerta que se abría a la derecha del templo se pasaba a lo que sin duda había sido un comedor, mesas muy largas con bancos y platos y tenedores aún allí dispersos, y ella, en bikini y con los pies un poco heridos, comenzó a tiritar e insinuó que nos fuéramos con un «tengo frío», e hizo un par de fotos, y ocurrió que, contrariamente al clic de la cámara fotográfica, que resonó en toda la estancia, su voz salió de su boca sin eco alguno al decir «tengo frío», como si en vez de estar en mitad de aquella nave nos envolviera una ficticia segunda piel o una gruesa cámara pegada justamente a nuestra piel, una, diríamos, sólida burbuja que impidiera la propagación del sonido, y cuando salimos ya casi no brillaba el sol, y entonces nos percatamos de que una nube negra, en proceso de cubrirnos, se extendía de un punto cardinal al otro, apuramos el paso entre las piedras del cauce seco, nos metimos en el Lancia y arranqué, observé cómo el rectángulo del retrovisor reducía toda aquella mina abandonada a una construcción de juguetería, y la rectangularidad del espejo retrovisor me hizo pensar en una viñeta de cómic, en el espacio en blanco que hay entre viñeta y viñeta, en su importancia como silencio para entender la narración en su totalidad y, por añadidura, que aquellos días, 9 años atrás, en que me había quedado solo porque la mujer con la que vivía se había ido a Nueva York a buscarse la vida, a comprar trapos, a no sé qué, fueron los días en que decidí de alguna manera consciente que debía escribir en serio, que debía ponerme en serio, hasta la fecha sólo había practicado la escritura para mí, todo había comenzado cuando aún más años atrás estudiaba la carrera en Santiago y una noche sin previo aviso me puse ante una máquina de escribir tras haber leído unos relatos de Bukowski que me había prestado un amigo, debería de hacer 4.° curso, y mi vida había caído en una especie de desgracia-sorpresa pues, para mi asombro, me vi perdiendo repentinamente el interés por los estudios, por los amigos, había roto con mi chica, y me pasaba los días solo en un piso donde desayunaba viendo el telediario de las 3 de la tarde, y donde hasta que caía el sol continuaba pegado a la pantalla del televisor tomando litros de café negrísimo, tenía dos televisores, un Zenit en B/N, portátil, del año 1967, que había traído mi padre de Norteamérica, televisor que se veía con extraordinaria nitidez pero no se oía, y un Telefunken, también portátil, de finales de los 70 que había heredado de mi hermana y que no se veía pero sí se oía perfectamente, como los dos eran de iguales dimensiones los ponía el uno sobre el otro y por el Zenit veía y por el Telefunken oía, esa duplicidad me incomodaba pero con el tiempo llegó a insinuarme sugerentes conclusiones sobre los conceptos de «complementariedad», «subdivisión» y «cooperación», así como ciertas reglas sobre teoría de conjuntos, conclusiones y reglas que después olvidé y que reaparecieron espontáneamente 15 años más tarde para constituir una parte esencial del Proyecto, nuestro Proyecto, por lo demás, en aquella época de estudiante la soledad se había incorporado a cuanto me rodeaba, incluso a mi cadena alimenticia, y en aquel 4.° curso de carrera leía muy poco, sacaba fotos en B/N a lo que se veía desde la ventana de la cocina, o a veces también hacía fotos a las habitaciones vacías de mi piso y después las pintaba con lápices de cera Plastidecor, la ropa postpunk la había cambiado sin darme cuenta por un grunge carente de estilo, puro abandono, escuchaba música a todas horas y recuerdo que escribía repetidas veces en los papeles en sucio llenos de fórmulas la frase «creo en los fantasmas terribles de algún extraño lugar y en mis tonterías para hacer tu risa estallar» de la canción Lucha de gigantes que Antonio Vega había compuesto para Nacha Pop, había algo hipnótico, bello e inquietante en la mezcla de esa estrofa con las fórmulas garabateadas en el papel, algo que suponía un hermanamiento excitante y que yo intuí como definitivo a la hora de crear si es que algún día conseguía crear algo, fue un año triste y lleno de ese tipo de impagables hallazgos producto de tocar fondo, como llegar a concebir la tele como instrumento de una mística total, el brazo ejecutor de una sabiduría absoluta, el lugar del que salían todos los objetos del mundo desde las ondas, desde las partículas fotónicas, desde una especie de nada, incluso objetos y entes inconcebibles, sí, un receptáculo vacío era la tele que no daba jamás tregua al escéptico o al descreído, el ente que perpetuaba la antigua alquimia, cada mensaje era algo inédito, cada eslogan publicitario un mantra zen, todo un cosmos de luz, un borgiano aleph, fue el año en el que sentí por primera vez el extraordinario placer que hay en dejar la tele encendida y bajar sin afeitarse un sábado a las 9 de la noche a comprar tabaco y café, ver a toda la gente en los bares, paseando, o planeando la noche, y tú pasar zómbico entre ellos, sin hacerles caso, hasta llegar a la máquina del bar, extraer la cajetilla que sabes que te fumarás esa misma noche, ir luego al Seven-Eleven a por el paquete de café, y regresar a casa a crear, a ponerte delante de una máquina de escribir, la soberbia sensación de ir a contrapelo del mundo guiado por un ridículo pero efectivo sentimiento de romántica superioridad, cada noche tecleaba la máquina hasta el amanecer, con las pantallas de los 2 televisores encendidas y su volumen a cero, y un mundo se creaba y destruía, se creaba y destruía en un loop sin fin en aquellas 2 pantallas, y fueron esas noches de tabaco, tele, máquina de escribir y litros de café en las que por primera vez sentí que crear era como dominar el mundo, y que el escritor era una especie de dios entre toda aquella gente que de repente era chusma a la deriva por calles hasta altas horas, rutina que sólo rompía cuando Saab, un amigo de estudios y juergas, me venía a buscar para emborracharnos por el circuito habitual de bares y terminar al amanecer en su casa hablando de Bukowski, de Heisenberg, y de Boris Vian, trío que en nuestras cabezas constituía un auténtico triunvirato, al final de aquel curso tenía entre mis manos unas calificaciones académicas bastante malas y una novela que hablaba de un tipo solitario que bebía café, escribía y dormía delante de la tele, con el tiempo entendí que mi novela era malísima, así que me dije a mí mismo que aquel curso había sido un tiempo tirado en todos los sentidos, creía haber destruido esa novela hasta que, cuando ya había publicado varios libros de poemas, estando de mudanza, la encontré en una caja, la releí y me di cuenta de que en el fondo todo el pulso de lo que había escrito posteriormente estaba ya ahí, cuando era un completo iletrado, ahí ya estaba la máxima que me ha acompañado siempre y que asumo como mi principio ético a la vez que estético: «poesía es todo objeto, idea o cosa en la que encuentro lo que esperaría encontrar en la poesía», y todo eso, aquel año y lo que supuso, es algo que llevo conmigo cada vez que me siento a escribir o crear el asunto que sea, incluso cuando ella y yo diseñamos hasta el más mínimo detalle del Proyecto, nuestro Proyecto, todo aquello estaba ahí, trabajando en la más profunda capa de mis impulsos, de mis intuiciones, de mi ansiedad, de mis bromas, de mi cerebro, de hecho, sin todo aquel collage de fórmulas, estrofas y soberbia de iletrado no sé qué hubiera sido, 15 años más tarde, de nuestro Proyecto, aquéllos fueron los albores, la prehistoria de todo lo que vino después, pero la decisión de escribir de verdad la tomé años más tarde, en aquellos días en que la mujer con la que vivía se había ido de viaje a Nueva York a comprar trapos, a trabajar, a no sé qué, fue ahí cuando supe que tenía que ponerme a escribir poemas en serio, cuentos en serio, novelas en serio, artefactos, lo que fuera, que debía ponerme ya a generar un espacio inhóspito, una ruina, un lugar únicamente para ser ensoñado por el resto del mundo, un lugar al margen del planeta Tierra y sus fascistas funciones mecánicas, éticas y biológicas, y debería ser algo espiritualmente parecido a aquel libro, El mono gramático, extraño artefacto que jamás terminé de leer porque me excitaba demasiado, y cuando muchos años después me vi en el interior de una pequeña iglesia de una mina abandonada en una isla al sur de Cerdeña, supe que aquella búsqueda de lo inhóspito aún me perseguía al punto de haberla colocado ahí al azar, en mis narices, que me había atrapado, que hacía muchos años que me tenía atrapado, pero sobre todo supe que esa búsqueda de lo inhóspito me tenía atado de pies y manos por algo más que ocurrió aquella noche a la que me vengo refiriendo, la noche en que leí a trozos El mono gramático, algo que no pasaría de burda ficción si no fuera porque de hecho ocurrió: recuerdo que aquella tarde el sol ya se estaba retirando y yo había cenado, como siempre, una ensalada y agua del grifo, también como siempre en aquella época puse el CD de Cohen Death of a Ladie’s Man, y entre los platos y cubiertos de la mesa abrí El mono gramático por primera vez, que fui leyendo a saltos hasta llegar a un pasaje que me llamó mucho la atención, algo que fue para mí, diríamos, una revelación, sé que me quedé toda la noche pensando en él, lo sé, era como si de repente hubiera encontrado mi particular e intransferible camino, no sólo literario, sino cosmovital, a la mañana siguiente volví sobre el libro, busqué ese párrafo, y no lo encontré, obcecado, rebusqué en cada una de sus escasas páginas, y nada, ya al mediodía tuve que admitir que el pasaje en cuestión había desaparecido, sé que es descabellado, pero así fue, el pasaje no estaba, comencé luego a pensar que esa lectura me la había inventado, pero no, la recordaba perfectamente, tenía en mi retina grabado el momento en que acometiendo sus primeras frases me había levantado a rellenar el vaso de agua en el grifo de la cocina, o los dos cigarrillos que había encendido y que se consumieron en el cenicero debido al estado de excitación al que me llevaban aquellas líneas, incluso recordaba cómo de un chalet cercano llegaba repetidamente la canción Lady Laura de Roberto Carlos, que se mezclaba con mi Leonard Cohen, lo cierto es que jamás volví a encontrar aquel fragmento del libro El mono gramático, por eso me parece importante la historia de un hombre que vuelve a Prípiat, ciudad que abandonó tras el desastre de Chernóbil, y no reconoce su casa, está ahí, en sus narices, pero no se sabe dónde, y nadie puede saberlo, ha desaparecido, he pensado a partir de entonces que fue tal la revelación que se operó en mí aquella noche de verano, que aquel pasaje de aquel libro tuvo que destruirse para generar un paisaje inhóspito, una ruina, hasta el punto incluso de borrar su contenido en mi memoria, generando así un vestigio, una capa arqueológica que he de buscar, que estoy condenado a buscar produciendo palabras, relatos, poemas, artefactos o, por qué no, proyectos, proyectos en apariencia, y sólo en apariencia, totalmente alejados de aquel pasaje perdido de El mono gramático, Como este Proyecto que nos ha traído a este bar de esta isla al sur de Cerdeña que se parece mucho a otro de las Azores, le dije a ella mientras se introducía en la boca un tenedor repleto de judías con atún y trozos de tomate, se acercó entonces la camarera, una muchacha blanquísima con aspecto de haber sido extraída de un club de fans de Marilyn Manson, hablaba y se movía con suma precisión, como si actuara o se hallara bajo los efectos de alguna sustancia que impide ver más allá de lo inmediato, que impide que exista un eco en torno a ti o un campo de resonancia de palabras o de la propia respiración, como cuando habíamos entrado en aquella mina abandonada y sus palabras, «tengo frío», no resonaron en parte alguna porque nos encontrábamos bajo los efectos de una sustancia mucho más poderosa que cualquier otra: nuestro Proyecto, el Proyecto por antonomasia, como nos gustaba llamarlo, nuestra particular Música del Azar, Proyecto que había remotamente comenzado hacía muchos años, cuando leí a trozos El mono gramático y un pasaje desapareció, pero que en concreto había comenzado 2 años atrás, cuando cayó en mis manos La música del azar por azar en una ciudad llamada Las Vegas, lo leíamos en el hotel de la mejor manera que se puede leer un libro de esas características, sin feed-back, en silencio, sólo así puede darse la paradoja del aumento de entropía que genera vida en vez de muerte, sólo entonces, cuando cayó en mis manos La música del azar en portugués, aquel libro de un tal Paul Auster, ese autor del cual no sabía nada ni mucho menos había leído cosa alguna ni he vuelto a leer, empecé a pensar en la existencia y significado de la ruina, de lo inhóspito, de aquella desaparición de un fragmento para mí absolutamente revelador de El mono gramático, y en que el Proyecto, el gran Proyecto que comenzaba tímidamente a tomar forma en mi cabeza, y sin yo saberlo en la de ella, fuera una respuesta a aquella pérdida de aquel fragmento ocurrida años atrás, cuando yo era otra persona y vivía con una mujer que se había ido de viaje a Nueva York a ganarse la vida, a comprar trapos, a no sé qué, después pasó el tiempo y todo fue un ir poniendo silencios para llegar a concebir finalmente el Proyecto que nos había traído a ella y a mí a esta isla al sur de Cerdeña, sí, fue a raíz de una madrugada de domingo de compras en Las Vegas, en la que ella adquirió un bikini y yo encontré por azar un libro que llevaba en su portada escrita la palabra azar, por lo que todo tomó forma hasta el punto de, como la Coca-Cola, erigirse en algo sin parangón, un salto evolutivo en la especie humana, porque allí, en Las Vegas, ocurrió algo inesperado: ella desvió la vista del techo, de las miles de pirámides de gotelé que cubrían el techo, miró por la ventana y vio el aeropuerto, su inmenso espejo de asfalto plateado que divide la ciudad, y todos los edificios reflejados en él, edificios como ya en fuga, en vías de huida o desaparición, y entonces dijo por primera vez, Pásame el encendedor, no dijo «pásame el mechero», sino «pásame el encendedor», frase que a la postre se revelaría como capital para el desenlace de nuestro Proyecto, y yo, cuando 2 años después, mientras nos alejábamos en coche de una mina abandonada en una isla al sur de Cerdeña, y veía en el reflejo del retrovisor cada vez más pequeña aquella mina, su vestigio de iglesia y las máquinas oxidadas emergiendo de los techos como árboles de metal, me di cuenta vagamente, sin mucha nitidez, de que aquella visión horizontal de Las Vegas, reflejada en su pista de aeropuerto, y toda la ruina generada por aquel pasaje desaparecido de aquel libro llamado El mono gramático estaban allí, en los 50 cm2 de retrovisor, la viñeta de cómic que un amigo dibujante me había enseñado a entender a saltos, a hachazos, hasta que de repente las gotas de lluvia que ya comenzaban a caer con fuerza sobre el cristal trasero del coche me nublaron la visión en el retrovisor, y toda esa imagen se borró y dio paso a la búsqueda de algo más apremiante, un lugar donde dormir esa noche de intensa lluvia, no deja de sorprenderme que de repente la esfera terrestre en ocasiones se cubra de agua, caiga atrapada por una capa de agua, pensada así, la Tierra se me hace pequeña, de juguete, un balón de fútbol caído a un río, 70% agua, 30% humo, y de alguna manera aquella noche en que nos alejábamos de la mina y buscábamos un lugar donde dormir, lo que estábamos buscando era un recipiente que diera forma a toda aquella agua que oíamos repiquetear en el capó del Lancia, trasvasar de alguna forma todo ese caos que nos rodeaba a una vasija que le diera forma y sentido, un lugar de descanso, una cama donde dormir, un lugar donde nuestra impresionante estabilidad se reencajara de nuevo, no es raro, hay personas que organizan su vida en torno al hilo de las habitaciones en las que les ha tocado dormir desde que poseen uso de razón, una vez leí un libro de un tipo francés llamado Perec, en el que este autor afirmaba que había catalogado todas las habitaciones donde había dormido durante toda su vida, eran cientos, casi todas solamente usadas 1 solo día, yo no puedo decir lo mismo ya que aunque soy nómada por naturaleza, aunque mi misión sea generar Proyectos, cambios, golpes de rumbo, no me gusta viajar, lo que me lleva a usar casi siempre la misma cama, no entiendo cómo alguien necesita desplazarse, usar los sentidos, viajar, para sentir algo, lo encuentro básico, primitivo, como un estadio primario de la evolución, hay otras formas más civilizadas de viajar sin salir de casa, por eso a mí con la tele, los libros, el computador y las pelis, ya me llega, ésa es la sofisticación de la que hablo, de la que ella y yo siempre hemos hablado, mi ideal de vacaciones es permanecer encerrado en una casa con aire acondicionado ante una ventana que mire al mar o a la montaña, por eso elegí la casa en la que vivo, la casa que hizo posible la escritura de Nocilla Experience, un ático dividido en 2 plantas, que posee exactamente esas vistas y grandes ventanas de doble cristal, tiene además una terraza grande a la que creo que sólo salí cuando la vendedora me la enseñó ante mi congoja, fruto de la cantidad de flores que había plantadas, vegetación que, por supuesto, arranqué o cubrí de cemento-cola nada más se hubo resuelto la compra-venta, no soporto el Reino Vegetal, me cae mal, lo único que me hace feliz es permanecer en mi casa solo, con la tele, con mis pelis, mis libros, mi música, mi Mac, mi batería, mis montajes musicales, piezas que compongo en una vieja grabadora Foxtes analógica de 4 pistas, recortando y pegando trozos de canciones ya editadas, de hecho, cuando 4 años atrás, mucho antes de que la fascinación por el Proyecto, por nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, nos trajera hasta esta isla al sur de Cerdeña, cuando, como ya referí, fuimos de viaje a Tailandia y me rompí la cadera y permanecí 25 días postrado en aquel hotel de Chiang Mai escribiendo Nocilla Dream, y 5 meses más en la cama de mi casa abordando Nocilla Experience, cuando todo eso ocurrió, inexplicablemente hallé en todo ello un motivo de placer, no en vano era ésa mi idea del verano perfecto, todo el día en la cama, con mis juguetes alrededor, calentando el planeta con el aire acondicionado a toda potencia para, por paradoja, crear un lugar frío e inhóspito, un lugar que resultó ser una novela-artefacto, Nocilla Experience, creada a través de ensamblajes de cuerpos, de textos, de pieles, canciones, revistas, de teoremas que hablaban de películas, de cuerpos disímiles que sin embargo encajan, que hablaban en el fondo de tarros de Nocilla, siempre me pasa igual con la escritura, nunca sé cómo he llegado a escribir lo que he escrito, y Nocilla Dream no fue menos, se me apareció, porque su escritura literalmente fue así, una aparición que duró menos de 1 mes, en Chiang Mai, en aquellos 25 días de hotel y monzón, con un dolor horrible en todo mi flanco derecho, y uno comprende entonces a aquel escritor llamado Onetti, que un día se metió en la cama y ya no salió hasta el momento de su muerte, y tras estar 20 días en Chiang Mai tuvimos que regresar a Bangkok y hospedarnos en esa ciudad 5 días, antes de que me trajeran a España, en un hotel de la cadena Sofitel, en el piso 19 de un rascacielos de cristal, la visión de la ciudad impresionaba, un día se me terminaron los calmantes, y ella, antes de irse de compras, me dio uno de otra marca que tenía el mismo principio activo, y comencé a encontrarme mal, una sensación angustiosa e indescriptible, una intensa ansiedad se apoderó de mí, no había manera de escapar de ella, era como estar prisionero no en tu cuerpo sino en el centro de tu mente, tuve verdaderos deseos de romper el cristal y tirarme desde el piso 19 fruto de lo que técnicamente se llama una reacción paradójica al medicamento, la contraria a la esperada, recordé a aquellos de las Torres Gemelas que se tiraban por la ventana de puro miedo, sólo que en ellos la reacción no era paradójica sino, precisamente, la esperada por la multinacional Bin Laden & Co., de la misma manera que aquella talibana antitabaco en aquel agroturismo esperaba justamente expulsarnos no ya de su radio olfativo sino de su campo visual y hasta de la Tierra, exterminarnos si pudiera, pero lo mío en Bangkok era distinto, asumí de pronto que estaba impedido por una rotura de cadera, en un país muy lejano, un lugar inhóspito, asumí también que ella había salido a comprar y se había dejado en la habitación el teléfono móvil, sentí algo que está más allá del pánico: la indolencia a lo que me pudiera pasar, el total abandono, la derrota de un cuerpo, pero aún más, pensé en las notas que había estado tomando aquellos 25 días, mi novela, sólo pensaba en qué sería de ellas, mal caligrafiadas, nadie conseguiría ordenarlas, se perdería en el cubo de basura de un hotel tailandés, irían al mar, y de ahí al estómago de un pez que quizá algún editor español compraría ultracongelado en el supermercado de su barrio para comérselo una vez frito, de la misma manera que las notas prendidas a un corcho de un bar de las Azores se perdieron en el océano Atlántico y ahora sólo queda una geografía de chinchetas bajo el agua, y por fin ella regresó, el tacto de su mano devolvió paulatinamente todo a la calma, después avanzó el reflejo del sol en el rascacielos de enfrente, y vi a una pareja discutir en una de sus habitaciones y después abrazarse, hasta que todos, aquella pareja y nosotros, nos dormimos deseando que al día siguiente todo fuera mejor, momentos que me dieron a entender que ese estado de angustia era el lugar más inhóspito en el que había estado jamás, la ruina que a veces se genera en tu propio cerebro por muy lujoso, cómodo, amable y occidental que sea el lugar en que te encuentras instalado, amable como la tailandesa que venía cada día a hacerme la cama, que sonreía al ver mi estado, siempre sonreía, la sonrisa es importante, activa una zona del cerebro que indica que estamos en un territorio protegido contra talibanes, lugares donde nunca reinará la viscosidad del colesterol, lugares donde somos más que biología, el motivo científico por el cual la gente cuando tiene un orgasmo no se ríe a pesar de ser un momento de intenso placer es porque en esa explosión seminal está en juego la reproducción y supervivencia de la especie, la biología, la ausencia de la risa, la seriedad de las conejas y conejos, por eso las y los ninfómanos son gente muy seria, triste, gente que no soportaría ponerse lúdicamente a catalogar todas las habitaciones donde alguna vez ha dormido, como hizo aquel escritor llamado Perec por simple diversión, por pura nada, por generar otra ruina, por alejarse de aquella mina abandonada y ver la imagen de la iglesia abandonada diluyéndose tras una película de agua en el espejo retrovisor, ése fue el motivo por el que ella y yo aquella noche, tras visitar la mina abandonada, nos fuimos a buscar un lugar donde dormir, un cuarto más para catalogar, un lugar donde darle una forma coherente a toda aquella agua que empapaba los objetos y a nosotros con ellos, ese motivo fue también por el que habíamos cogido una de aquellas 4 pistas al azar al cruzar el río de color rojo, por probar, por tentar a la ley de la inducción imperfecta, 4 pistas de tierra como las 4 pistas de mi grabadora analógica Foxtes con las que en casa hacía música probando a ver en cuál de las 4 pistas metía un sonido de guitarra que salvara o por el contrario me arruinara la pieza, y con esa duda, tras dejar atrás la mina abandonada, con una funda de guitarra en su doble oscuridad, la de la propia funda y la del maletero, condujimos en busca de un lugar donde dormir y la pista se hizo más ancha, más como gusta en una situación así, y después de repente volvió a estar asfaltada, ya era casi de noche cuando dejó de llover y desembocamos en un altiplano que parecía una alfombra verde y marrón, carretera que continuamos hasta que se nos apareció un cartel amarillo de dimensiones de valla publicitaria en el que con letras negras decía en italiano: «Penitenciaría de la República Italiana. No pasar», el sol ya estaba cayendo, nos apeamos, soplaba la típica brisa un poco fría que queda tras una tormenta, olía a tierra mojada y los mirtos, aún húmedos, despedían un fortísimo y casi vomitivo olor, ella sacó de la maleta una gabardina con cinturón, y por no darle la vuelta se la puso del revés, con la etiqueta de Zara a la vista, y se la anudó a la cintura, mientras yo leía una y otra vez aquel letrero a fin de cerciorarme de que nuestra traducción del italiano era la correcta, «Penitenciaría de la República Italiana. No pasar», estiramos las piernas con breves paseos alrededor del coche, hablamos de qué hacer, presuponíamos una penitenciaría en alguna parte pero en toda aquella meseta no se veía construcción alguna, se fue ocultando el sol, y ella cruzó los brazos sobre su pecho como abrazándose, para paliar el frío, y pensé que ese gesto ya lo había visto mil veces en miles de películas que nos gustaban, es un gesto muy normal entre las mujeres cuando dejan de ser mujeres y por un momento son niñas, un gesto que, sin ir más lejos, creo que está consignado en algún personaje de la Biblia, ella se subió las gafas pop-star por primera vez en toda la tarde y se las puso de diadema, abrazó aún más con sus brazos su pecho y dijo, ¿Qué coño hacemos?, siempre tenía alguna frase genial, la típica frase dominó que desencadena acontecimientos, pero yo eso tardé en saberlo, esa virtud suya de enunciar la frase exacta se me fue revelando poco a poco, primero en Tailandia, tras el desastre de Chiang Mai, como nos gustaba llamarlo, donde yo ya entonces había ido catalogando gestos, pequeñas pruebas de su aparente estado salvajemente civilizado, diríamos, pruebas de su intromisión felina y silenciosa en lo que yo estaba escribiendo como guiado por una mano autómata, biónica, sí, todo eso referente a ella, su genialidad para las frases, era algo que poco a poco fue emergiendo aquellos días de monzón y Nocilla tailandesa hasta que me encontré un día, años después, en Las Vegas, rodeado enteramente por su sobresaliente inteligencia y singularidad, empapado, diríamos, por el halo de certeza que desprende lo que es único, lo que no se parece a nada ni a nadie salvo a sí mismo, de la misma manera que un limón exprimido en una botella bucea expectante rodeado de ese líquido elemento universal que, digámoslo ya, no es el agua sino la Coca-Cola, y así, en Las Vegas lo vi claro, ciudad cuyo horario de apertura de establecimientos en domingo ya justificaría tanto su existencia como la existencia de un funcionario de ayuntamiento, un hombre posiblemente vulgar, normal, quizá hasta un poco cenizo, al que se le ocurrió un buen día lanzar la propuesta de abrir los establecimientos todos los días de la semana, noches incluidas, las concatenaciones son simples pero inescrutables, y esa ciega decisión de aquel funcionario terminaría involuntariamente dando lugar a mi compra de La música del azar y a nuestro Proyecto, y con él a todo lo que vino, a un pueblo marinero de una isla al sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, con un bar en el que entramos a tomar algo, a ver pasar los barcos y ver rodar entre los coches los papeles llevados por el viento, a nada, porque aquellos días en Las Vegas ella se había encaprichado de un funcionario, no de aquel anónimo y posiblemente oscuro impulsor del horario comercial en domingo por la noche, sino de otro, uno del US Postal Service, «un tipo joven, de rostro vaquero y patillas pirata», había dicho ella la noche que me confesó su atracción por él, atracción que comenzó, según contó, por sus manos, cuando a través de la ventanilla Internacional le sellaba las postales con el dedo índice, ancho y robusto como la pezuña de un bisonte, y después la miraba con sonrisa sórdida, opaca, azarosa, todo eso lo supe una de aquellas noches de hotel con forma de pirámide, llamado Luxor: un sábado me dormí agotado de tanto calmante, ya que, a pesar de haber ocurrido el desastre de Chiang Mai 2 años antes, aún me resentía de la cadera y las largas caminatas por los casinos terminaban por producirme un dolor tenue pero constante que no me dejaba pegar ojo, pero aquella noche dormía profundamente, y fue la noche en la que ella desapareció, lo supe porque un vagón de la montaña rusa que circunvala la reproducción de Nueva York se desprendió en su punto más álgido a eso de las 3 de la madrugada, me despertaron las sirenas de ambulancias y bomberos, fui entonces a tocar su cuerpo con la mano y no lo encontré, esperé 3, quizá hasta 4 horas en penumbra, me di cuenta de que había ido a por su capricho con patillas y cara de vaquero, con la vista fija en el techo, intenté contar las micropirámides de gotelé, la imaginé observada en ese momento por las miles de cámaras de videovigilancia, su figura en las pantallas expulsada en haces más allá de la ciudad, a un basurero de imágenes azules y quemadas en el fin del desierto, en el fin de Internet, y apareció poco antes del amanecer, no encendió la luz, no se duchó, no hizo nada, ni siquiera se desvistió, se tumbó en la cama en silencio, hasta que a la mañana siguiente confesó sin yo preguntarle nada ni pedirle cuenta alguna, habló y habló horas seguidas, nunca la había visto tan charlatana, ni tan delgada, mientras yo tomaba un calmante tras otro y escuchaba sin decir nada, hasta que, una vez se hubo callado, los dos salimos a pasear, cada uno por su cuenta, ya era de noche, domingo, la decisión de separarnos estaba tomada, no tomada de forma explícita, porque ella y yo nunca podríamos hacer eso así, pero sí estaba todo de alguna manera ya dicho en un círculo que iba rodeando cada vez más la cuestión sin llegar a dibujarla totalmente, ese día ella regresó al hotel con un bikini que tenía dos grandes margaritas, una en cada pecho, y yo con un libro en portugués llamado La música del azar, de un tal Paul Auster, autor que ni conocía ni mucho menos había leído, y del que nunca más he vuelto a leer página alguna, lo dejé sobre mi mesilla de noche, no lo toqué, y a la mañana siguiente estaba sobre la mesilla de ella, no tenía ninguna página marcada porque ella odiaba señalar así las hojas, pero yo supe que había leído algo, había leído algo incluso antes de que yo lo hubiera abierto siquiera, antes de que yo hubiera dejado en sus primeras páginas el olor a Myolastan y a Nolotil del sudor de mis manos, a partir de ese momento fue un continuo ir y venir del libro de una mesilla a la otra, ella, que tanto había hablado aquellos días anteriores, que tanto había justificado su infidelidad, cayó en un mutismo total, sólo leía, poco, quizá un par de páginas al día, y se quedaba después mirando las pirámides de gotelé del techo en tanto fumaba un Marlboro, recuerdo muy bien la extraña e inédita belleza que adquirió su cuerpo entonces, cuando, tumbados en la cama, yo la miraba de perfil y salía humo de sus labios, mientras yo, durante esos silencios, continuaba leyendo sin saber que su capricho por el funcionario con cara de vaquero iba remitiendo bajo el narcótico efecto de algo superior, algo que superaba en muchos dígitos a aquel vaquero del US Postal Service y dedos como pezuñas de bisonte: el Proyecto, nuestro Proyecto, ese que nos tendría tiempo después en el vértice de un cono sin salida en un bar de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, y los días pasaban en el Luxor de Las Vegas, y el libro era cada vez más peleado, más custodiado por cada uno de nosotros, y no nos dirigimos ni una palabra, nada, hasta el decimoquinto día, en el que ella, sin mirarme, sin girar la vista tan siquiera un milímetro respecto al hilo de humo que salía de sus labios para golpear las pirámides de gotelé, me dijo por primera vez, «¿Qué coño hacemos?», la misma frase talismán, propia de personas-interruptor, personas dominó, que me dijo 2 años después una tarde-noche en que nos quedamos sin saber qué hacer, dando vueltas al coche, mientras leíamos una y otra vez un letrero que decía «Penitenciaría de la República Italiana. No pasar», sin tener ni idea de qué hacer por primera vez en 2 años, por primera vez desde que se incrustó en nuestras cabezas la fastuosa idea del Proyecto, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, paralizados en un paisaje que se proyectaba inhóspito hasta donde alcanzaba la vista, y es que la tarde en Las Vegas en que ella pronunció esa frase, esa misma y certera frase, «¿Qué coño hacemos?», se abría también ante nosotros un paisaje carcelario, mineral, la totalidad de Las Vegas era en aquel momento también un gran cartel que decía lo mismo pero al revés: «Penitenciaría del Estado de Nevada. Entren», o «Penitenciaría de la Música del Azar. Entren», porque a partir de ese momento aquel libro titulado La música del azar, que hasta entonces nos había pertenecido, iba a apoderarse de nosotros de tal manera que seríamos ella y yo quienes le perteneciéramos a él, y, como ocurre con todos los compañeros de celda, iba a propiciar entre nosotros una rivalidad por intentar detentar su posesión, posesión no declarada pero sí manifiesta, rivalidad que se traducía en un continuo encerrarse en el baño para leerlo, en un despertarse a las tantas y abrir levemente un ojo y comprobar si había luz en la mesilla de al lado, signo inequívoco de que el otro leía el libro, 2 compañeros de celda, condenados todo aquel tiempo en Las Vegas a comer juntos, a dormir juntos, a oír la respiración ansiosa de quien a tu lado acomete la lectura y no te deja dormir, ni siquiera pensar, condenados a todo eso a lo que condena el concubinato forzoso en torno a un polo magnético, uno de esos objetos que dejan de existir porque se erigen en símbolo de algo mucho más fuerte que el propio objeto, y entonces, un día, nos tocó irnos de Las Vegas, y sentados en los asientos 17A y 17B del Boeing, no nos sorprendió que en la pista de despegue, y hasta en nuestros propios cuerpos, se reflejara toda la ciudad en el momento en que la aeronave se elevó, y regresamos a casa, y no volvimos a hablar del libro, únicamente vimos películas, muchas películas y teleseries, pero ambos sabíamos que aquel libro seguía ahí, lanzando partículas sobre nuestras cabezas, lo sabíamos, precisamente, por el silencio creado en torno a él, ni una alusión, ni un comentario de pasada, nada, como cuando aquella vez yo les pregunté a los neorrevolucionarios si en el Mundo Obrero salía la programación de TV y nunca más volví a cruzar palabra con ellos, ni un simple «pásame el mechero», y ni mucho menos un complejo «pásame el encendedor», sólo miradas que delataban lo ocurrido, en efecto, tampoco ella y yo hablamos a partir de entonces del libro ni de nuestra enajenante lectura en Las Vegas, ella siempre tenía frases talismán, frases ocurrentes y hasta geniales, y eso fue lo que me extrañó cuando, 2 años después, en aquel bar de aquella isla al sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, mientras comíamos, mientras veíamos al viento arrastrar los papeles entre los coches, mientras saboreábamos nada, ya que podía decirse que nuestro Proyecto, al menos en su primera fase, había concluido habiéndose de esta manera erigido en el lugar más inhóspito de la Tierra, lo que me extrañó entonces, decía, es que no soltara ninguna de sus frases ocurrentes, ni una sentencia de las suyas, fue algo de lo que me di cuenta enseguida pero no dije nada, más bien lo aparté de mi cabeza en un intento de no ver lo que irremediablemente estaba ya sobre nosotros, después, de repente, vibró el teléfono en mi bolsillo y paseamos por el muelle hasta su extremo, hasta que ella tiró la funda rígida e hidrófuga de guitarra con todo nuestro Proyecto, con el recuerdo bien nítido aún en nuestras cabezas de aquel letrero que meses atrás nos había paralizado y que ponía «Penitenciaría de la República Italiana. No pasar», el día aquel en que habíamos dado vueltas en torno al coche, y ella se ajustó aún más la gabardina al revés sobre su cuerpo y los pezones se transparentaron, tiesos de frío bajo el bikini también frío, un bikini, como nosotros, fuera de contexto, fuera del cometido para el que había sido creado, y decidimos hacer noche allí, dormir en el coche, bajo el letrero «Penitenciaría de la República Italiana. No pasar», esperar a que el amanecer decidiera por nosotros: si nos adentrábamos en ese territorio o si dábamos la vuelta para pasar de nuevo por el río de color rojo y tomar otra de aquellas 4 pistas de tierra al azar, entonces abrimos un paquete de galletas y comimos también un par de melocotones que habíamos comprado por la mañana en aquel pueblo de costa que a esa hora estaría proyectando una película de Disney, no sé por qué nunca he visto una película de Disney, racionamos moderadamente el agua y ella se alarmó porque le quedaban pocas bragas, ella se ponía unas bragas nuevas cada mañana, bragas que por la noche tiraba a la basura sin cargo de conciencia, cada primer día de mes compraba 30 o 31 unidades, aquella noche se alarmó porque creía que traía 94 pero se había confundido de bolsa, le quedaban 11, lo que le obligaba a encontrar un lugar donde adquirirlas en el plazo de ese número de días, a mí lo que me preocupaba era el agua y el combustible, y mientras tomábamos las galletas sentados en los asientos de imitación de piel hablamos por primera vez en muchos días del Proyecto, sopesamos los pros y los contras de esa isla como lugar apropiado para acometerlo, después ella salió del coche y miró las estrellas, miles, e inopinadamente recordó las miles de pequeñas pirámides de gotelé que cubrían el techo de una habitación de un hotel de Las Vegas, y yo las miles de cámaras de videovigilancia que cubrían el techo de un casino de Las Vegas, así como cubrían el techo de las tiendas de Las Vegas, y el cielo falso de las calles de Las Vegas, y de los pasillos de Las Vegas, y pensé que en alguna de esas cámaras estaría ella, acostada con un vaquero de patillas gruesas y dedos como pezuñas de bisonte, en una cama sucia de motel, una ordinaria cama de funcionario del US Postal Service, exhibiendo todo tipo de posturas en la pantalla de un televisor, en el moteado cuántico de pantalla de videovigilancia, y entramos en el coche y antes de recostar los asientos miré el reloj, no faltaba tanto para que saliera el sol, nos quedamos dormidos esperando que al día siguiente todo continuara, pero a la vez que en cierto modo todo fuera distinto, lo suficientemente distinto, a veces ocurre que el sueño activa un mecanismo reparador que opera sobre el mundo, en una ocasión mi madre me contó una historia referente al acto de dormir, ella vivía en un pueblo de León, ya existía la Guerra Civil, debía de tener 4 o 5 años, un día fue con una amiga a jugar a un prado de un pequeño valle un poco alejado del pueblo, y tras correr por allí toda la tarde y pescar ranas, vencidas por el cansancio se habían quedado profundamente dormidas sobre un montón de hierba, cuando se despertaron ya era casi la hora de cenar, regresaron corriendo al pueblo, y entonces, nada más llegar a las primeras casas, un vecino salió y les dijo que la guerra había terminado, he pensado mucho en esta historia, en qué tuvo que ver el sueño, el acto de dormir de mi madre y de su amiga, su desactivación del mundo, con el fin de la contienda, en cómo ciertos lugares a los que migramos mientras dormimos actúan de agentes reparadores del mundo, objetos equivalentes al mundo, idempotentes al mundo, objetos-mundo, recordé la historia del hombre que regresa a Chernóbil y no reconoce su casa, de la misma manera que mi madre se despertó, regresó a la suya y ya no la reconoció porque desde que tenía uso de razón para ella el mundo y su casa habían sido sinónimo de guerra, y me dormí aquella noche en el Lancia con el cuerpo de ella al lado, con la esperanza de que a la mañana siguiente el hecho de haber estado desactivado del mundo hubiera cambiado el callejón sin aparente salida en que nos hallábamos, y recuerdo que lo último que me vino a la cabeza fue una imagen que jamás había visto ni imaginado, era extraña: un tipo se acercaba a una playa con una flor en la mano, la clavaba en la arena mojada, cerca de la orilla, y la regaba con agua dulce que traía en una botella de plástico, sólo eso, un pensamiento inédito, sin filiación alguna al menos en lo que a mí respecta, por lo que deduje que tendría que volver a aparecérseme al menos una vez más en mi vida, hay una ley no explicada, aunque cierta, según la cual todo lo que alguna vez ha existido lo ha hecho para de algún u otro modo volver a existir, repetirse, nada se da en solitario, todo ocurre por lo menos 2 veces, es la única manera de crear el ritmo, la onda periódica que da pie a una ley muy poderosa que es la ley del símil, de las semejanzas, supongo por eso que todas las visiones del mundo que puedan concebir los seres humanos podrían agruparse en sólo 2 tipos, 1) aquella forma de pensar que considera que los hechos son únicos e irrepetibles, que son un punto aislado en el espacio y el tiempo, y 2) la que considera que son necesariamente repetibles, una sucesión de puntos en el tiempo, y esa esperanza de repetición es lo que vi aquella noche antes de dormirme junto a su cuerpo encogido y tiritante de frío, sobre la tapicería de falsa piel del Lancia, el sujetador del bikini le salía entre el escote de la gabardina, un bikini que tenía estampadas dos margaritas, una en cada pecho, margaritas que por un momento se me hicieron dos huevos fritos, símbolo de lo dúctil, de lo materno, a veces veo dos huevos fritos en los ojos de la gente, o los veo simplemente brillando sobre un fondo negro como aquel famoso cuadro llamado Cuadrado blanco sobre fondo negro, repeticiones de una misma imagen que transformadamente se me aparece cuando menos lo espero porque, ya digo, todo lo que existe está condenado a repetirse, es ley, y así, de esta manera tan simple y contundente, una pieza llamada La música del azar, una pieza que había escrito un tipo un verano cualquiera en su casa de Brooklyn, estaba condenada a revelársenos repetidamente en Las Vegas, en Cerdeña, en una isla al sur de Cerdeña, e incluso, paradójicamente, antes de tan siquiera haberla leído y mucho menos conocido, en Chiang Mai, años antes, cuando el desastre, como nos gustaba llamarlo, donde había comenzado nuestro magno Proyecto, pero todo esto ya no lo pensé aquella noche en que me quedé dormido en el Lancia con la última visión de sus pechos saliendo de la gabardina, dos huevos fritos estampados, una casualidad, quizá, no sé, yo creo mucho en las casualidades, un escritor llamado Alien Ginsberg, en la Norteamérica de los años 40, escribió la siguiente frase a la edad de 17 años, «seré un genio de una u otra clase, probablemente en literatura», pero también dijo, «soy un chico perdido, errante, en busca de la matriz del amor».