y es a ese tipo de casualidades a las que me vengo refiriendo, casualidades que, como las paradojas y la entropía, tejen vida, y todos aquellos días de relajo y playa a nuestra llegada a Cerdeña, 6 días para ser exactos, todo aquel paraíso de infancia a escala tenía ese sabor de lo que no tiene historia, ni por lo tanto esa tradición y esa occidental mochila a la espalda tan pesada a la que me venía refiriendo, días de burbuja playera que por una especie de ley antisimétrica parecían tanto más eternos cuanto más planeaba sobre nuestras toallas, sobre nuestros zumos de piña, sobre nuestros baños, sobre nuestros gin-tonic, sobre nuestro sexo, sobre todo, la sombra de aquello que verdaderamente nos había llevado hasta esa isla, nuestra misión, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, y sobre el cual aún no habíamos cruzado una sola palabra desde nuestra llegada, así que una mañana, tras engullir el desayuno bufet, uno de los dos dejó la servilleta sobre la mesa con gesto resolutivo y dijo, Hay que ponerse en marcha, y esa misma mañana yo metí el escaso equipaje de ambos en el asiento de atrás del Lancia alquilado: mi maleta de piel, la suya de ruedas y su bolsa de hipermercado con exactamente 107 bragas recién compradas, y ella reservó el maletero únicamente para la funda rígida de guitarra eléctrica que había traído sólo por disimular, y digo que sólo por disimular porque dentro no se alojaba guitarra alguna sino todo lo necesario y referente a nuestro Proyecto, ese cuya preparación nos había tenido absortos y a efectos prácticos fuera del mundo todo el año anterior, una funda de guitarra que le había regalado yo, años atrás, pero con una Gibson Les Paul negra de raspador blanco en su interior, guitarra que ella nunca tocó, guitarra a la que nunca le hizo sonar un solo acorde, se había encaprichado de ella en una ocasión en que, de Málaga a Madrid, dimos un rodeo por Albacete y, en una estación de servicio en la que paramos a repostar, ubicada en una especie de desierto, oímos unos acordes que venían de la caseta del gasolinero y que sólo cesaron en el momento en que toqué el claxon 3 veces, había salido entonces un chico joven, que de cerca no lo era tanto, de pelo corto a la taza y Adidas Campus, y nos sirvió la sin plomo sin decir más palabras que, ¿Cuánto?, ella entonces fue a los lavabos y al pasar por delante de la caseta la vio, de pie, apoyada en un amplificador Peavey, negra, brillando al contacto con la luz que entraba por la puerta, le pareció preciosa, al salir le preguntó al chico, ¿Qué haces ahí con esa guitarra?, y él respondió con desgana, Hago discos, sólo dijo eso: «Hago discos», y antes de arrancar volvimos a escuchar los acordes, hasta que los disipó la distancia, y ella, subiéndose las gafas de sol [creo que fue en aquel viaje donde se compró sus gafas de sol], me dijo que le encantaría tener una, y se la regalé en su siguiente cumpleaños, su 34 cumpleaños, con una funda negra rígida e hidrófuga «para cuando los rockeros caminan bajo la lluvia», había dicho el de la tienda donde la compré guiñándome un ojo, y forrada por dentro de una imitación de terciopelo morado, la misma funda de guitarra en la que ahora ella traía todo lo necesario para acometer el Proyecto, nuestro Proyecto, un auténtico laboratorio con esa instrumentación que durante todo el invierno habíamos escogido e incluso diseñado nosotros mismos con total cuidado, éramos el binomio perfecto, el sofá biplaza que cualquiera quiere poseer, y así, sin hacer plan de ruta alguno, nos pusimos en marcha con la resaca aún de aquellos 6 días libres de preocupaciones y neutros, técnicamente planos, fructíferos, días antitéticos a la vida que nos esperaba a partir de ese momento, y no nos importaba ese radical cambio de rumbo y estilo, una vez habíamos leído una frase de Andy Warhol, «es tonto que alguien sienta que se traiciona a sí mismo por cambiar de estilo. Uno debería poder ser hoy artista abstracto y la semana siguiente figurativo, o pop», frase que suscribíamos al 100%, salía en un libro suyo que era para nosotros una de las cumbres no sólo de la honradez sino de la profundidad intelectual, Mi filosofía de A a B y de B a A, un libro que poníamos a la misma altura que el Diccionario filosófico de Voltaire, o incluso que el mismísimo Mil mesetas de Deleuze y Guattari, y así, de forma extraña y ambidiestra, arrancamos hacia el sur de la isla de la misma manera que un día Bonnie and Clyde desenfundaron sus armas, con un Proyecto que sudaba y respiraba en una doble oscuridad: la oscuridad de una funda de guitarra rígida que a su vez reposaba en la oscuridad del maletero de un Lancia, y esa doble imagen, esa duplicidad, a mí me volvía loco pero a ella le daba paz, y pronto comenzamos a meternos por carreteras de montaña cercanas a una costa que no se dejaba ver, hacía calor, ganábamos altura pero, por un efecto que no nos explicábamos, cuanto más subíamos menos posibilidades teníamos de ver el horizonte marino, ni siquiera un mástil ni, por supuesto, la línea de costa propiamente dicha, y la vegetación, por la misma regla de 3, o quizá por otra más compleja, se iba volviendo más hirsuta, más baja, más garriga y conejera, más de animales a ras de suelo, de galerías en tierra, a veces llegábamos a una aparente cima que era un altiplano que podría considerarse a todos los efectos infinito, y sin embargo oíamos el mar, Creo que es el viento, decía ella, y después la carretera aún se complicaba más, estrechándose hacia otros cerros que más tarde descendíamos súbitamente, y aunque era la primera vez que pisaba esa tierra a mí me parecía que todo aquello ya lo había visto, y de alguna manera esa figurada repetición me daba confianza, así como cierta seguridad en que mi mente nunca iba a resbalar hacia la extrema indolencia en que ella y yo habíamos caído ya en otras ocasiones, porque yo era el capitán de aquel barco, pensé, y si me mantenía fuerte nada malo podría ocurrimos, pasamos así un par de horas, sin ver casa o construcción alguna, era un paisaje vulgar, sin más, que de súbito comenzó a descender de manera muy pronunciada hasta que el asfalto se adentró en un bosque de eucaliptos, lo que era señal inequívoca de que por allí habría un camping o algo que recordara a cosa civilizada, esta situación se prolongó en unos 10 kilómetros de descenso muy virado, hasta que el bosque desapareció de golpe para dar paso a una especie de jardines asilvestrados con vestigios de columpios, cajones de arena de juegos de infancia y cosas así, lo que nos llevó de frente hasta una especie de barrera metálica, como las que hay en las fronteras o aduanas, de listas blancas y rojas, partida y oxidada, que yacía atravesada en la carretera, el Lancia botó levemente cuando la pisamos y a ella se le movieron los pechos, no era un truco, se le movieron, de inmediato apareció una recta que daba directamente al mar, y una playa vacía, y mirando a la derecha, ya en la misma línea de costa, se alzaba un edificio de cemento, muy grande, fuera de toda escala previsible, un bloque de base rectangular, prismático, con muchas ventanas, todas idénticas, y que ya habíamos divisado en el horizonte, kilómetros atrás, cosa que nos había hecho presagiar la existencia de habitaciones libres y mala comida de hotel, un lugar donde reorganizar la logística de nuestro Proyecto, donde dar los últimos coques a detalles y percatarnos de flecos no pensados, pero cuando nos pusimos bajo el edificio comprobamos que estaba abandonado, mejor dicho, desmantelado, las persianas, unas medio abiertas, rotas otras, dejaban ver un interior vacío, un esqueleto donde destellaba la luz del sol, que entraba sin obstáculo, la puerta principal conservaba parte de un inmenso cristal grafiteado en el que ni te reflejabas ni podías ver lo que escondía, de las ventanas de los últimos pisos salían unas lenguas de hollín por la fachada hasta el tejado, signos inequívocos de lo que habían sido llamas, un edificio hiperracionalista, con ese aire de dulce sarcófago que tienen los hoteles de costa en invierno, entonces ella me llamó la atención sobre unas grandes letras que se inscribían en lo alto de una fachada lateral, decían en italiano, «Centro Recreativo del Estado. Año Fascista 1938», un campo de juegos que, sin duda, Mussolini había levantado para sus cachorros, los desmesurados volúmenes cúbicos llamaban tanto a la quietud de la idea platónica y a los paisajes de los cuadros de Chirico, como a la excitación vital y perversa de lo que detenta el poder absoluto, y todo aquel efecto era una cuestión de proporciones, mejor dicho, de desproporciones, y meses después de haber encontrado ese edificio, sentados en aquel bar de esa misma isla al sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, al que habíamos entrado a comer algo, a ver rodar los papeles entre los coches en el muelle, a observar la llegada de los barcos, a nada, minutos antes de conocer la muerte de la gata, yo le había hablado a ella también de las proporciones en general, de su importancia para mi estabilidad, Quizá toda persona inestable lo sea porque ha caído en algún error de medida, le dije, y le confesé una secreta manía, manía que a pesar de años de convivencia ella nunca había sospechado: mi necesidad de dormir en camas que tuvieran las mismas proporciones que una hoja DIN-A4, las mismas medidas a escala, Esa es la única manera que existe de que el descanso sea plano, reflectante a pesadillas inducidas por desajustes entre el ancho y el alto de la cama y, por extensión, del resto de cosas, también es la única manera de poder escribir, le dije, y ella se rió en aquel bar de aquella isla al sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores porque aún faltaban 2 minutos para recibir la llamada de nuestro amigo comunicándonos la muerte de la gata, aún no sabíamos nada de esa muerte, y mientras ella se reía recordé que pocos meses atrás habíamos arrancado el coche para dejar atrás aquel edificio desproporcionado, el «edificio fascista», como lo llamaríamos a partir de entonces, edificio que como todo lo excesivo ejerció sobre nosotros una fuerza telúrico-estética que nos llevó a tratar de olvidarlo en la misma medida en que nos resultaba imposible, esto ya nos había ocurrido años atrás con otra construcción fascista, se trataba de un hotel en Cabo de Gata en fase de construcción, justo al borde del mar, una construcción blanca, levantada en la misma playa y dispuesta en escalones como la proa de un trasatlántico varado y precioso, el lugar ideal, sin duda, para retirarse un año a pergeñar, concebir, darle vueltas hasta la extenuación noche y día a un proyecto como el nuestro, un lugar para crear un proyecto que excediese al propio lugar, lamentablemente lo van a derribar debido a las presiones ecologistas, hay una especie de ley universal que afirma que todo fenómeno fascista necesita de otro fascismo de su misma medida para derribarlo, esto es así, y lo es porque no puede haber litigio ni guerra entre dos fuerzas que no sean idempotentes, y nos alejamos de aquel edificio que Mussolini había erigido para sus cachorros, nunca llegaríamos a entender muy bien el porqué de aquel mastodonte, su cometido original, y mucho menos el actual, no lo encontramos catalogado en parte alguna, ni hablaban de él los mapas ni los libros de historia de la zona, ni mucho menos las guías turísticas, nada, aunque lo cierto es que no buscamos esa información con más esfuerzo que el justo para dejarlo en suspenso, y desandando lo andado ya todo lo visto resultó familiar, llevadero, hasta que cogimos otro desvío que no modificó en absoluto el paisaje ni el rumor de un mar siempre invisible, pero que nos llevó a una zona de playas que parecía aquella en la que habíamos permanecido durante 6 días entre émulos de infancia, pero ésta era más áspera y circunspecta, comenté que los bañistas en la arena parecían muñecos de cera, fue ahí cuando ella, inopinadamente, extrajo de su bolso el porta CD, grabaciones piratas en su mayoría, y al minuto comenzó a sonar en el lector del coche un tema de Broadcast, que medio tarareó mientras pasábamos por delante de chiringuitos y apartamentos abalconados, donde ropa de playa permanecía colgada a secar como banderas de estados o micronaciones, un poblado en el que paramos a comprar agua y fruta, sólo eso, un poblado en el que vimos un cine ambulante que proyectaba esa noche una película de Disney, no recuerdo cuál [ahora me resulta curioso que jamás haya visto una película de Disney], un poblado tras el que, nada más tomar su carretera de salida, todo el paisaje, y con él nosotros, volvía a lo mismo, preguntándonos ella y yo entonces si todas aquellas personas tiradas en la playa y encajadas en los barracones eran, igual que nosotros, buscadores de lugares donde erigir proyectos, personas que de tanto dar vueltas habían decidido quedarse ahí para siempre, quizá vivieran de lo que pescaban, pensé, y de nuevo, mientras en el CD la voz de una cantante rodaba, volvimos a rodar entre un desagradable olor a romero, a mirto, 35°C a la sombra, el sonido de un mar sólo intuido, nos sentíamos cansados, un haz de aire entraba por las ventanillas, ráfagas que refrescaban nuestras caras, por zonas amoratadas, ella vestía un bikini, un excelente dos piezas que había comprado en Las Vegas 2 años atrás, una noche de domingo, un dos piezas que resumía su fascinación por esa ciudad, tan pueblerina, decía siempre ella, nunca falta algo que comprar, nunca faltan tiendas abiertas, y sin embargo, cuando te separas de su calle principal, el Strip, esa gran vena de asfalto y luces que atraviesa la urbe en dos, adquiere un aspecto de rancho y neones cansados, de polvo de desierto mal digerido, algo que se encargó de recordar ella sentada en aquel bar de aquel pueblo de una isla del sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, un bar al que habíamos entrado a comer algo, a ver pasar los barcos, a ver los papeles moviéndose entre los coches, a nada, Sí, me dijo a través de sus gafas de sol pop-star, de la misma manera que si el alga posidonia se muere entonces se muere el Mediterráneo, si se hunde Las Vegas se hunde el desierto que la circunda, se hunden todos los desiertos, y con ellos mi bikini, ¿es así o no es así?, dime, ¿es así o no es así?, y yo asentí pensando que todo aquello, nuestro Proyecto, la estaba afectando, que sus comentarios cada vez eran más, aunque lúcidos, deshilados, no sé, bebí agua carbonatada, vi pasar un balón rodando junto al amarre de un velero, después a un manco que miraba una gaviota, después a otro manco que parecía tener prisa, mientras ella continuaba argumentando que el paraíso musulmán no es el cielo sino Las Vegas, el vergel de mujeres bien dimensionadas, felicidad sin The End y agua cristalina en mitad del desierto que se les promete a los musulmanes en la otra vida si en ésta han sido buenos, y poco más tarde, ya al mediodía, salimos del bar con la noticia de la muerte de la gata, y paseamos por el muelle en silencio, viendo los barcos, las redes, los adoquines mal encajados en la misma medida que en nuestros cerebros de repente todo estaba por encajar, y todo era como ajeno a nosotros y nosotros ajenos a todo, película de super-8 en la que el mundo se mueve tembloroso, a hachazos, nosotros éramos el silencio, su silencio, el silencio entre temblor y temblor, entre fotograma y fotograma, entre hachazo y hachazo, ella con la funda rígida de guitarra en su mano izquierda, que contenía todo lo referente a nuestro Proyecto, nuestro Gran Proyecto, como nos gustaba llamarlo, y yo con las manos en los bolsillos, paleto, muy paleto, como decía aquel LP de Belle & Sebastian que el año anterior habíamos escuchado a todas horas mientras también a todas horas gestábamos el Proyecto, nuestro Proyecto, ambos en silencio, el silencio es importante, todo creador lo sabe, se dice más con lo que se calla que con lo que se enuncia, un buen cuadro, un buen poema, una buena casa, una buena teoría científica están armadas en torno al silencio, a ritmos de silencio [del denominado arte de la escultura no hablo porque es la actividad más absurda que puede abordar una persona junto con el punto de cruz], el silencio más importante para mí es aquel que llevó a cabo un pensador de la primera mitad del siglo 20 llamado Ludwig Wittgenstein [parecido a aquel otro de Warhol a partir de que le pegaran un tiro], quien al final de su obra afirma que ésta no vale nada salvo para saber que una vez llegados a ese punto hay que tirarla, que lo importante viene después de esa obra, con el silencio, pero hay otros silencios en apariencia más modestos, sólo en apariencia, por ejemplo, de adolescente, me resultaba imposible leer cómics, no los entendía, no conseguía seguir la historia, los compraba, sí, lo intentaba, incluso hasta dibujaba yo mismo historias para ver si así entendía el secreto de su mecánica, pero nada, hasta que un amigo dibujante, Pere Joan, me dijo que lo importante en el cómic es saber leer el espacio en blanco que hay entre viñeta y viñeta, Ese silencio es el que has de aprender a leer, me había dicho, Ahí está todo lo que has de entender, con esas palabras me lo dijo, y desde entonces leí cómics, no soy un experto, en realidad no sé nada de cómics, el que más llegó a gustarme es un manga llamado Arukihito (El caminante), en el que un hombre no hace nada y ahí radica su interés, en esa neutralidad, un oficinista que en sus ratos libres pasea por la ciudad vestido con su traje y observa sin afectación alguna todos los detalles, era ése el silencio, el de ese hombre que ya no hace nada porque en realidad palpita bajo él toda una civilización, el silencio que a ella y a mí se nos revelaba en aquel otro paisaje de montaña que bordeábamos en coche meses antes de llegar a aquel bar que se parecía otro de las Azores, cuando conducíamos en aquella misma isla pero hacia latitudes opuestas a la caza del lugar donde acometer nuestro Proyecto, ella con un bikini comprado en Las Vegas y yo con un Lucky entre los dedos de la mano izquierda, era ése también el silencio fuera de escala del desmantelado «edificio fascista», como nos gustaba llamado, era ése el silencio de los últimos excrementos de la gata, que permanecerían en su arena perfumada con una soledad de turista en una playa en invierno, sí, habíamos sido llamados allí para ver todo aquello, para contemplarlo, para poder entender el verdadero significado de las palabras gato, bikini, muerte, organismo, Coca-Cola, excremento, Proyecto y silencio, sí, sobre todo silencio, si es que tales palabras tienen significado alguno, pero me di cuenta al momento de que también habíamos sido llamados allí para comprender el significado de la palabra Las Vegas que, como los bikinis, tiene un barrio alto: las cámaras de seguridad que día y noche te observan, y un barrio bajo: las máquinas tragaperras, sólidamente atornilladas al suelo, y llegas a Las Vegas, quizá la mejor ciudad del mundo para vivir, con su poética de la moneda, esa que afirma que el dinero es pura poesía porque en cualquier moneda, por humilde que sea, se concentran millones de posibilidades de compra, de productos y sueños, de la misma manera que en un verso se concentran millones de metáforas, de relecturas, esa ciudad con sus laberintos conectados por aceras mecánicas, con sus cámaras de vigilancia emitiendo miles de residuos de imágenes al desierto, a la enjuta nada, y te das cuenta de que algo absolutamente diferente ocurre allí, algo totalmente diferente a esas revistas para mujeres vegetarianas y padres de familia de monovolumen, sí, a veces uno piensa que Las Vegas es ese producto de consumo felizmente adulterado, que genera paradoja, entropía, vida, una botella de Coca-Cola con un limón dentro, una magdalena de Proust no horneada por su sirvienta sino manufacturada, con conservantes y colorantes, o una rebanada de Nocilla, con su aspecto de carne, de materia y espesor, y en aquel bar de una isla al sur de Cerdeña, intenté recordarle a ella la extraña época en la que la había conocido, 7 años atrás, cuando yo estaba varado, tomando alimentos que si bien no dejaban que me hundiera tampoco dejaban que mi barco avanzara, permanecía estático y extático, sólo veía la estructura teórica de las cosas, incluso de los sentimientos, el esqueleto, como si de pronto desaparecieran los neones, las pantallas y paredes de los hoteles de Las Vegas y quedaran al descubierto únicamente las cañerías y el cableado eléctrico, una aparente puridad llena de polvo, pelos, suciedad, ratas, monedas rotas e insectos, eso es lo que era mi vida 7 años atrás, y un día me encontré comiendo una rebanada de pan con Nocilla que ella misma me había preparado, y pensé en la fascinación que ejercía sobre mí toda esa pastosidad que se hormigonaba en mi boca, toda la antimetafísica que recorría aquella masa sin centro de gravedad definido en mi boca, toda aquella cosa marrón que sólo era espesa piel en una rebanada, superficie, apariencia, simulacro, lo que quieras, le dije a ella en aquel bar de una isla al sur de Cerdeña, y que era también residuo, excremento, conservantes y saborizantes que, por pura paradoja, generan vida, fue así, gracias a una rebanada de Nocilla, como llegué a renegar de la metafísica, como llegué a mi salto evolutivo, el verdadero salto, porque nuestros actos parecen analógicos, y probablemente lo sean, pero a efectos prácticos son digitales, van a golpes, a saltos de viñetas de cómic, de silencios que vamos dejando en medio para poder interpretarlos, saltos de bikini, dos piezas, arriba y abajo, como el silencio casi definitivo en aquel bar de una isla al sur de Cerdeña que era idéntico a otro de las Azores y al que habíamos entrado a comer algo, a ver pasar los barcos, a ver los papeles moverse entre los coches, a nada, ese bar en el que estaba muy presente la única verdad: que todos aquellos meses habían sido un ir dando tumbos en busca del lugar ideal donde erigir nuestro Proyecto, una fatigosa y casi diría que estéril búsqueda, como una imposible programación de TV en el periódico Mundo Obrero, como cuando uno busca un lugar donde echar gasolina en un desierto de Albacete y se encuentra una Gibson Les Paul y una funda de guitarra rígida e hidrófuga «porque los rockeros a veces caminan bajo la lluvia», había dicho el que me la vendió guiñándome un ojo, uno se busca a sí mismo pero en mujer y se encuentra con su antagónica, una mujer busca matar el tiempo en Las Vegas y se encuentra una madrugada de domingo con un bikini que lleva dos margaritas estampadas en cada pecho, uno busca matar el tiempo en Las Vegas y en una librería se da de morros con un libro que se llama La música del azar, de un escritor norteamericano llamado Paul Auster, traducido al idioma portugués, paseas cargado de bolsas de ropa recién comprada y te paras en un escaparate, y ves libros escritos en lenguas que desconoces, pero aun así los rastreas con la mirada y te fijas en uno, sólo en uno, y ya está, ya no hay forma de escapar, hay que comprarlo aunque esté en un idioma desconocido para ti, hay que comprarlo porque reposa en un atril de luces con forma de Torre Eiffel en miniatura, y además en su portada se reflejan las luces de la Torre Eiffel a escala que corona el hotel que tienes a tu espalda, hay que comprarlo aunque sepas que jamás lo leerás, que probablemente ese libro pasará el resto de tus vacaciones metido en una maleta, aunque sepas que lo dejarás sobre la mesilla de noche de la habitación del hotel, intacto, sin abrirlo, exhibiendo en su portada su título vulgar, La música del azar, un título tan escolar, pero da igual, hay que comprarlo, porque de repente ya es un polo magnético de tu deseo, hay que comprarlo aunque sólo sea por compasión, por solidaridad, por crear puestos de trabajo, por no ser egoísta, por seguir manteniendo ese hongo de luz en mitad del desierto que es Las Vegas, y así, cuando paseaba por esas calles a las tantas de la madrugada y vi aquel libro de aquel hombre norteamericano llamado Paul Auster, autor del que nunca había oído hablar y del que ni mucho menos conocía ese libro, tuve que comprarlo aunque fuera para tenerlo sobre la mesilla de noche hasta que los días me indicaran que había que ponerlo en el lote de no leídos de la estantería de casa, y por lo pronto, hojeándolo en la tienda, me pareció una chorrada, una novelita de verano, pero después, ya en segunda inspección, lo interpreté como una docuficción o algo así, y eso fue lo que finalmente me atrajo, porque me fascinan las docuficciones, ahí está Gran Hermano, ahí está El desencanto, ahí está El encargo del cazador, ahí está Después de tantos años con San Michi Panero gritando, «¡Pues que vayan ellos! ¡Pues que vayan ellos!», ahí está sin ir más lejos la Biblia, cosas cotidianas que una vez filmadas y montadas generan una especie de poesía del propio tiempo, es decir, de silencio, de lo pastoso y neutro al mismo tiempo, por eso tomaba 18 años atrás cada día Coca-Cola con limón en su propia botella, por eso, en Las Vegas, 2 años antes de llegar a aquel bar de una isla al sur de Cerdeña que se parecía mucho a otro de las Azores, dejé sobre la mesilla de noche del hotel ese libro, La música del azar, traducido al portugués, un idioma a efectos prácticos desconocido para mí, como esperando que me dijera algo, mientras a lo lejos se oía el bullicio de miles de personas tomando cócteles a pie de tragaperras, personas con la escala temporal ya rota, sin saber si es de día o de noche, gente residuo de biologías domésticas, y así fui leyendo ese libro, con el sonido de las máquinas tragaperras de fondo y a pequeños golpes de flexo, como quien escucha una canción en un idioma que no entiende en su totalidad, a veces lo cogía ella, y lo leía también despacio, no comentábamos nada, sólo nos mirábamos cuando alguno, terminado algún fragmento, lo dejaba sobre su mesilla, y ella se quedaba pensando en silencio, como construyéndose, como siendo otra en Las Vegas, sin decir ninguna de esas frases geniales que tenía por costumbre decir en los momentos clave, parecía entonces, allí tumbada, que no tuviera ni peso ni masa, esos dos asuntos aún muy misteriosos para los científicos, porque nadie sabe por qué poseemos masa, ni siquiera los físicos teóricos, que son algo así como las máquinas humanas que crean el mundo, lo saben, y salen del paso postulando la existencia de una partícula llamada bosón de Higgs, responsable de que poseamos masa a través de unas complejas interacciones entre campos y quarks, de momento aún no han encontrado ese quimérico bosón de Higgs, pero lo harán, la masa es algo que a los humanos nos incordia, por lo menos a ella y a mí siempre nos incordió dado que sabíamos que cuando pasáramos a la fase de materializar nuestro Proyecto, es decir, el momento en que toda la arquitectura teórica, que incluía no sólo planos sino también textos en 12 idiomas diferentes, utensilios fabricados por nosotros mismos, maquetas y programas de cálculo, cuando todo eso que cabía en la funda rígida e hidrófuga de una Gibson Les Paul se convirtiera en objeto pesado, gravitante, irremediablemente colosal, lleno de masa, se destruiría posiblemente víctima de su propio peso, un fatal peso del cual Él, el Proyecto, nunca podría ser responsable, como cuando una persona engorda tanto que sus órganos internos son aplastados por su propio peso, o cuando una estrella adquiere tanta masa que termina colapsando en un agujero negro, la masa y el peso son cosas tan importantes que ni la muerte las anula, aunque ciertas personas consigan anularlas en vida, por ejemplo ella y yo, seres livianos, flotantes, y toda esa liviandad, traducida a nuestro Proyecto, se hallaba contenida en una maleta de guitarra, en la posibilidad de que lo que ahí dentro se insinuaba existiera algún día, en el concepto de que aún no era masa pesante pero pronto lo sería, y así ella, en Las Vegas, tumbada en la cama piramidal, en aquella habitación con forma de pirámide que a su vez estaba en un hotel, el Luxor, que era una gigantesca pirámide, mientras en los casinos la gente hacía sonar en las tragaperras una musiquita que perduraba muchas millas desierto adentro, se quedaba fumando y mirando fijamente el techo de gotelé de pequeñas pirámides, tras leer algún fragmento de un libro llamado La música del azar, liviana, sin peso, desconectada de la materia, y el cigarrillo se consumía en su cuerpo, su extraordinario cuerpo, 70% agua y 30% humo, y yo no me explicaba cómo el humo y el agua combinaban tan bien en su cuerpo, cómo combinan tan bien en cualquier cuerpo que, como el suyo, esté dispuesto a enfrentarse al radical silencio de una habitación de hotel con forma de pirámide en Las Vegas, en el que no hay luz que, una vez atravesadas sus paredes, encuentre el camino de salida, en el que hasta el techo de las habitaciones es un gotelé hecho de millones de pequeñas pirámides, como si ese techo fuera el cerebro del hotel, el cerebro de Las Vegas, un cerebro que en vez de circunvoluciones tuviera millones de pequeñas pirámides, el fractal que se repite, sólo en competencia numérica con las miles de cámaras de vigilancia incrustadas en el techo del casino, situado en la planta baja, una cámara cada metro y medio, yo las miraba y pensaba en lo extraño que sería que de repente nadie te vigilara, en la soledad infinita que supondría no ser observado por nadie, en la desgracia que supondría sufrir ese desprecio, y 2 años después de estar en aquella habitación de miles de pirámides de gotelé y miles de videocámaras, viajando por una isla al sur de Cerdeña, a falta de hoteles disponibles nos alojamos en un agroturismo, un lugar frecuentado por parejas de más de 40 años recién llegadas a la observación de los pájaros con calzado deportivo de Prada, y estábamos cenando al aire libre, en una especie de terraza con mesas de plástico blancas, se oían unas bulldozer trabajar entre árboles, el girar de una batidora en la cocina, un momento perfecto, y yo le pasé a ella la cajetilla de Marlboro y encendió un cigarrillo, y una mujer bastante gorda que cenaba con su marido a 12 metros de nosotros, una mujer que ingería toda clase de grasas a fin de destrozar su juventud, totalmente colesterolizada, comenzó a mover las manos de manera compulsiva, y a decir con un volumen lo suficientemente audible, ¡Me estás ahumando, me están ahumando!, allí no estaba permitido fumar, pero aquella mujer no entendía que su vida estaba lo suficientemente destrozada como para no tener la más mínima tolerancia hacia la especie humana, era exageración en estado puro, aquello que se parece a todo menos a sí mismo, el ser humano reducido a objeto carente de personalidad, justo lo contrario al silencio o a la Coca-Cola, o a aquel libro llamado La música del azar que leíamos en Las Vegas mientras ella fumaba en silencio y hacía de su cuerpo la perfecta combinación de 70% agua y 30% humo, porque aquella gorda talibana no sabía que el humo y el agua producen reacciones delicadas, entes por entero miscibles, no sabía que el 50% de agua y el 50% de grasa en que se resumía su cuerpo son porcentajes que no se mezclan jamás, son antagónicos, el antagonismo más grosero, esa vulgaridad que ni ella ni yo jamás concebiríamos ni pondríamos en práctica, antes muertos, no en vano, éramos ya entonces los artífices de un sofisticado Proyecto, nuestro Gran Proyecto, como nos gustaba llamarlo, nuestro y de nadie más, y entonces en Las Vegas cogíamos La música del azar en un idioma que sólo parcialmente conocíamos y lo leíamos a trozos, cada uno en silencio, por turnos, y después fumábamos expulsando el humo, ella contra las pirámides de gotelé del techo, fractales de fractales, y yo contra la oscura ventana de la habitación, que daba al desierto, el Desierto, pensaba, otro gran proyecto, cuando un proyecto es verdaderamente grande, importante, universal, ni triunfa ni fracasa, está fuera del tiempo, inmerso en la pastosidad del Gran Silencio, de la misma manera que para mí aquellos días en Cerdeña con su cuerpo sentado a mi derecha en el Lancia, su perfecto bikini con dos margaritas estampadas en cada pecho, el pelo rubio golpeando sus gafas de pop-star, todo, se situaba más allá de lo puramente biológico, más allá de esas personas que acumulan grasa en vez de silencio, más allá de toda la biología de aquella no fumadora compulsiva que nos hablaba como si ella fuera inmortal, como si nunca se fuera a morir, como si con la edición de una ley que respetaba con sumiso celo todo proceso biológico se hubiera detenido en su cuerpo, y ella, cuando apagó el cigarrillo por respeto a la enfermedad mental de aquella mujer, me había dicho sin quitarse las gafas de sol, sin dedicarle tan siquiera un gesto, Dale a esta mujer una idea y unos cuantos millones de dólares y Bin Laden a su lado sería un Boy Scout, qué buena frase, ella siempre estaba cargada de buenas frases, como cuando mientras, días atrás, yo aceleraba a fondo para alejarnos del «edificio fascista», como nos gustaba llamarlo, mientras dejábamos aquella construcción desmantelada a nuestras espaldas con toda su geometría fuera de escala, con toda la miseria detenida en sus paredes y columpios, ella dijo, Pásame el encendedor, no dijo «pásame el mechero», sino «pásame el encendedor», y no comentamos nada más durante horas, nada sobre el edificio fascista, nada sobre ningún tema, y por supuesto, nada sobre el Proyecto que nos había llevado hasta allí, y llegamos a aquel pueblo de costa en el que daban una película de Disney y colgaban de los balcones toallas que eran banderas de micronaciones, y después continuamos hasta un punto en el que el asfalto se terminaba sin previo aviso del mapa, y se abría una pista forestal atravesada por un río muy ancho y de un palmo de profundidad, cuyas aguas eran rojas, totalmente rojas, pero lo suficientemente cristalinas como para ver en su fondo los cantos rodados, como para ver en su fondo la ausencia total de vida y vegetación cuando frené el coche y me bajé a inspeccionarlo, toqué el agua y decidí que estaba caliente porque estaba más caliente que mi mano, no había puente alguno a la vista que permitiera atravesarlo, regresé al coche y vimos que al otro lado del río se abrían varias pistas forestales, 4 para ser exactos, el ventilador del Lancia comenzó a girar, permanecer parados, sin aire que entrara por las ventanillas, también nos estaba asfixiando a nosotros, así que arranqué, cruzamos el río rojo y las ruedas rebotaron al paso por piedras de todos los tamaños, y me metí, levantando una gran polvareda, por una de las 4 pistas, una al azar, sin pensarlo, una cualquiera, como cuando en Las Vegas callejeábamos sin orden de casino en casino, guiados por aceras mecánicas, y así encontró ella una madrugada de domingo un bikini y yo la única librería de esa ciudad con la única novela en su escaparate escrita en portugués, La música del azar, interrogándome desde un atril de bombillas con forma de Torre Eiffel, novela que, de una manera más o menos explícita, nos había traído hasta Cerdeña, hasta aquel Lancia y aquella carretera, novela que nos había metido en la cabeza la idea de nuestro Proyecto, Proyecto que, no lo sabíamos, cada vez se acercaba más a sus prolegómenos, a su primer ensayo, a ese momento en el que tanteas si el reloj continúa o se detiene, el momento de desplegar planos, herramientas, conceptos, computadoras, ideas, el punto de inflexión en el que, diríamos, el Proyecto se enfrentaría por primera vez a la materia propiamente dicha, si es que algún significado tiene la frase «materia propiamente dicha», momento que fue incubado en docuficciones, en Gran Hermano, en El desencanto, en El encargo del cazador, en Después de tantos años con San Michi gritando en la pantalla, ¡pues que vayan ellos, hombre, que vayan ellos!, o en las reposiciones de El coche fantástico, o sin ir más lejos, en la Biblia y en todas aquellas películas y seriales que nos encantaban y que servían de nutriente a nuestro Proyecto, cosas que habíamos visto y leído sin cesar en nuestra casa, verano e invierno, cosas que nos insuflaban no ideas propiamente dichas pero que sí creaban una atmósfera para la gestación de todo cuanto vino, un cerro de intimidad, porque antes de nada, antes de sacar papel, cartabones, programas, antes de enchufar los Mac y confeccionar programas, antes de preparar las cámaras de fotos, los mecheros, los cigarrillos, antes de que se erijan todo tipo de hipótesis erróneas o ciertas pero siempre colosales, antes incluso de pensar en el propio preámbulo del propio pensamiento del propio Proyecto, hay que crear una burbuja de intimidad, y en ella buscar el agujerito por el que colarse, una vez encontrado ese orificio que al fin y al cabo es un ritmo de silencio, todo va rodado, y así, en casa, pedíamos una tamaño familiar a Tele-Pizza, abríamos un vino blanco frío, muy frío, y con la luz apagada deglutíamos aquellas películas y teleseries que eran mucho más que simples películas y teleseries, porque toda cosa, frase u objeto, pensada o dicha con la suficiente seguridad y profundidad, se vuelve importante, y aún más, trascendente, crea su propia estética, por ejemplo, si se dice «la sopa está muy buena», mientras comes un mediodía viendo el telediario no significa nada, pero si se dice «la sopa está muy buena» mirando a los ojos a la cocinera de la misma manera que mirarías una explosión definitiva, entonces la frase adquiere una profundidad casi metafísica, y así observábamos todas aquellas películas y teleseries, alimentos para nuestro cerebro, cerebro que en ese momento sin ser el Proyecto era equivalente al Proyecto, una suerte de dúctil antimateria en cada una de nuestras cabezas, y cada cual en silencio, sin decir palabra, en nuestra casa, iba anotando mentalmente lugares, conexiones, gestos, cosas, todo lo referente al hallazgo del agujero por el que colarnos en el Proyecto, un Proyecto ni pensado aún, ni tan siquiera intuido, y con ese sigilo tardamos varios meses en enseñarnos lo que cada uno había ido haciendo en la clausura de su cabeza, notas previas, apuntes a mano, a menudo contradictorios, que permitieran el primer brainstorming, que propiciaran el primer «duelo de gallitos en la cumbre» como nos gustaba decir parodiando a los locutores de radio de fútbol de 2.ª Regional, pero las piezas encajaron solas, no tuvimos que decirnos prácticamente nada, fue poner cada cual su trabajo sobre el suelo del salón y ya supimos que poca cosa habría que decirse, que todo estaba ahí, en perfecta simbiosis, cosa extraña, diríamos que insólita, porque en todo aquel año preparando el Proyecto ninguno había hablado de él, quiero decir «acerca de él», quiero decir que por inverosímil que parezca ninguno de los dos sabía lo que el otro estaba gestando en su cabeza, y ni por supuesto que existiera en la cabeza del otro un Proyecto, de ahí lo insólito de que fuera el mismo Proyecto bajo 2 puntos de vista, la misma obsesión que, luego lo supimos, había nacido en Las Vegas aquellas noches de silencio mineral en que leíamos un libro llamado La música del azar de un tal Paul Auster, y después fumábamos Lucky Strike y oíamos cómo miles de camareros preparaban cócteles a miles de personas vigiladas por techos con miles de videocámaras, sí, quiero decir que mientras veíamos todas aquellas películas y teleseries en casa, mientras comíamos aquellas pizzas y bebíamos aquel frío vino blanco ninguno sabía cosa alguna de las intenciones del otro, del Proyecto colosal que estaba gestando el otro, destinado a modificar nuestras vidas, y de todo eso hablamos aquel día en aquel bar de una isla al sur de Cerdeña que se parecía a otro de las Azores, Qué raro, había dicho ella, que todo eso, que todo esto, quepa en la maleta de una guitarra Gibson Les Paul, que algo tan inmenso pueda ser reducido a unos pocos centímetros cúbicos, a una píldora, y se volvió a poner las gafas de sol en tanto se ajustaba el tirante del sujetador, fue justamente en ese momento cuando el teléfono móvil vibró en el bolsillo de mi pantalón para recibir la llamada anunciando la muerte de la gata y todo lo que eso arrastra, yo ya estaba acostumbrado a fundar proyectos, toda mi vida había sido un fundar y destruir proyectos, ser escalador, ser batería, ser escritor, ser físico, en todas esas facetas me había defendido dignamente, pero en ninguna había destacado, así que creo que puede decirse que soy un mediocre, algo que nunca agradeceré lo suficiente porque me ha dado la oportunidad de explorar muchos ámbitos diferentes, de ir de órbita en órbita, nada hay peor que un genio especializado, como aquella mujer en aquel agroturismo, molesta por el humo del tabaco a 12 metros de distancia, era una genio especializada en la vida sana, o como Bin Laden, un genio especializado en la destrucción a fin de conservar lo que más ama, sí, yo sabía ya mucho de proyectos, de cosas que te cambian la vida, pero nada fue nunca comparable a esto otro, a este Proyecto, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, por eso ella me fascinó, porque compartía conmigo la misma señal, el mismo destino, compartía conmigo el gusto por las «inducciones imperfectas», como por ejemplo la elección al azar de una de aquellas 4 pistas de tierra una vez hubimos pasado el río de aguas de color rojo, una inducción imperfecta: ese mecanismo mental por el cual con unos cuantos ejemplos que son ciertos generalizas y haces una ley extensible a todo caso particular, ésa es la base de la vida, la inducción imperfecta, el momento en que ves 4 pistas de tierra ante tu Lancia y estableces una ley basada en otras pistas de tierra que a lo largo de tu vida has ido conociendo, una ley que haces por un momento infalible, y eliges una posibilidad que sabes que probablemente no te llevará a parte alguna, que es mentira, que será una decepción, lo sabes, pero te lanzas, como sabes que un día vibra el móvil en tu bolsillo en un bar que se parece mucho a otro de las Azores, un bar al que entraste a comer algo, a ver pasar los barcos, a nada, y te dan la noticia de la extinción de una vida, una vida de la que al final sólo queda un excremento en una palangana de arena perfumada, y después paseas en silencio por el puerto de ese pueblo mediterráneo, y otra inducción imperfecta te lleva a decir que estás en el Atlántico y que son las Azores, y eso de momento te salva, y ella está a tu lado y camina por ese puerto con una funda de guitarra en una mano y con la otra saca un cigarrillo y te dice, Pásame el encendedor, no dice «pásame el mechero», sino «pásame el encendedor», y de momento eso también te salva, toda la literatura universal está fraguada con inducciones imperfectas afortunadamente acometidas por mediocres, ésa es la materia prima, diríamos, el laboratorio literario, y entonces ella se detiene en el extremo del muelle de aquella isla al sur de Cerdeña en la que había un bar que se parecía mucho a otro de las Azores, balancea su brazo izquierdo, y sin previo aviso lanza con todas sus fuerzas al agua la funda rígida de guitarra con todo el Proyecto dentro, y no se hunde porque es hidrófuga «para cuando los rockeros caminan bajo la lluvia», había dicho el que me la vendió mientras me guiñaba un ojo, y flota unos minutos, después las olas de una Zodiac que pasa muy lejos la zarandean contra los cascos de los barcos, golpes, sonidos, al final te vas porque se aleja y la pierdes de vista y sabes que nunca más la verás, lo había dicho aquel gasolinero de Albacete, Las Gibson son buenas guitarras, pero sus fundas…, ésas te sobreviven, y cuando meses antes de que ella tirara la funda al mar atravesamos el río de agua roja a la búsqueda del lugar ideal para acometer nuestro Proyecto y yo elegí una de aquellas 4 pistas al azar, nos reímos mucho del color de las aguas del río, Tan rojo como las letras del periódico Mundo Obrero, había dicho ella, y reímos tanto que no nos dimos cuenta de que a nuestra espalda el cielo se estaba cubriendo y venía una tormenta, reímos porque de repente la risa convertía todo aquel paisaje inhóspito en acogedor, en algo ya conocido, una de las cosas más extrañas es la existencia de lugares inhóspitos, quiero decir, su porqué, nunca he entendido por qué llega a ocurrir ese fenómeno por el cual el hombre, que al fin y al cabo es vida, le da la espalda a ciertas naturalezas que al fin y al cabo también son vida y las hace inhóspitas, abandona casas, edificios, piscinas, amarres de los puertos, ciudades enteras, quizá sea porque nada de eso existe, quiero decir que porque quizá cosas como ciudades, puertos, piscinas, casas, hombre, naturaleza, e incluso vida no existan, sean quimeras, representaciones verbales de otras cosas que a su vez también son representaciones verbales de otras, y así en una cadena infinita, recuerdo que eso lo leí hace muchos años en un libro titulado El mono gramático, de un mexicano ya muerto llamado Octavio Paz,