Hay una historia real, además de muy significativa: un hombre regresa a la ciudad abandonada de Prípiat, en Chernóbil, tras haber huido 5 años atrás con el resto de la población, cuando ocurriera la explosión de la Central Nuclear, recorre las calles absolutamente vacías, los edificios en pie y en perfecto estado le van recordando la vida en esa ciudad, no en vano fue uno de los obreros que contribuyó, en la década de los 70, a su construcción, llega a su calle, busca las ventanas de su piso en el conjunto de bloques de edificios, observa las fachadas detenidamente un par de segundos, 7 segundos, 15 segundos, 1 minuto, y dice dirigiéndose a la cámara, No estoy seguro, no estoy seguro de que aquí estuviera mi casa, vuelve a detener la mirada en el bosque de ventanas e insiste, sin ya mirar a cámara, No lo sé, no lo sé, quizá sea ése, o aquel de allí, no lo sé, y este hombre ni llora ni muestra afectación alguna, ni siquiera perplejidad, ésta es una historia importante en lo que se refiere a la existencia de parecidos entre cosas, yo podría haberle seguido la pista a este hombre, haber investigado su pasado, sus condiciones de vida actuales, sus fiestas patronales y dramas domésticos, la cantidad de milisieverts que recibió su organismo años atrás en forma de radiación gamma, alfa y beta, incluso las mutaciones de sus tejidos internos, o qué clase de involuntario afán por borrar sus pasos le lleva ahora a no saber dónde vivía, a no querer entrar en su casa para ver allí todas sus cosas, el filete de vaca rusa en la sartén, la mesa puesta, la cama deshecha, la tele apagada pero con el botón en posición ON, el reloj despertador funcionando porque usaba alcalinas, las colillas en un cenicero con forma de contenedor de residuos nucleares, todo tal como hace 5 años lo dejó, sí, podría seguirle la pista a ese hombre, pero no, en realidad, siempre me he apartado de toda clase de hombres, sólo me interesan las mujeres, en todos los sentidos que se le pueda dar a la palabra «mujer», los únicos hombres que me han interesado son aquellos a los que consideré totalmente diferentes a mí pero simultáneamente superiores a mí, a los que consideré «casos», «casos clínicos», como decía un escritor llamado Cioran para referirse a cierta clase de personas patológicamente brillantes, y en este sentido, como «caso clínico», siempre he aspirado a hallar en alguien la diferencia del Replicante, el ente perfecto y situado en los márgenes del ser humano, ni más allá, ni más acá, justo en la biológica frontera, este tipo de pensamientos son bastante absurdos dado que al final todos somos más o menos idénticos, no idénticos de la misma manera en que, por ejemplo, son idénticos 2 fotones, que se le revelan a la física como indistinguibles, sino en el sentido de «muy parecidos», por eso aspirar a la diferencia, al «caso clínico», resulta un posicionamiento infantil, lo que no impide que cierta ilusión de divergencia respecto al mundo te ayude a actuar, a progresar, a entrar en estrés y ansiedad, a estar vivo en contra de lo que entienden por «estar vivo» las blandas filosofías orientales, el estrés ayuda a generar entropía, desorden, vida, uno viaja por diferentes países y ve cosas muy distintas en cuanto a vegetación, animales, costumbres o rasgos que definen razas y culturas, y sin embargo tarde o temprano termina por enunciar una ley cierta: todo, visto con el suficiente detalle, es idéntico a su homólogo del lugar más alejado de la Tierra: vista bien de cerca, una hoja de una garriga de Cerdeña es igual a la de un pino de Alaska, o los poros de la piel de un sudanés son idénticos a los de un esquimal, o una representación de un Buda en Bangkok a la de un Jesucristo de Despeñaperros, y así con todo, porque existe otra ley igualmente general y cierta: el turista recorre países y siente empatía por lo que allí descubre debido únicamente a que todo le recuerda a algo que ya existe en otros lugares que ha conocido, algo que sin ser exactamente igual a lo que ya ha visto, es en cierto modo igual, el Replicante de Blade Runner, y todo esto tiene mucho que ver con lo que entendemos por frontera, por solapamiento de dos superficies, porque hallar una novedad absoluta sería monstruoso, insoportable, una pesadilla, en la misma medida que también lo sería la identidad absoluta, y entonces buscamos argumentos para pasar por alto esa paradoja, me encantan las paradojas, no es que me encanten, decirlo así es una tontería, es que, simplemente, sin ellas no existiría la vida y el planeta sería un yermo, así que, sencillamente, las paradojas son, existen, y punto, son ellas quienes crean conflictos entre 2 o más sistemas, ya sean sistemas vivos, mecánicos o simbólicos, y eso, según un eminente científico llamado Prigogine, es lo que da lugar a lo que entendemos por vida, lugares donde no hay equilibrio: la paradoja es también una forma de desequilibrio, estábamos en un puerto de una pequeña isla al sur de otra isla llamada Cerdeña, el corazón del Mediterráneo, un pueblo marinero donde habíamos llegado tras meses de continuo peregrinaje, continua búsqueda del lugar apropiado para erigir el Proyecto, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, algo colosal que desde hacía años nos tenía más que ocupados, abducidos, y de repente, aquel lugar de aquella isla al sur de otra isla llamada Cerdeña, me pareció un pueblo de pescadores portugués, un pueblo cualquiera, pero portugués, atlántico, casas bajas, ligeramente ornamentadas con motivos barrocos y pintadas de azules y naranjas, había un bar-pizzería con aspecto de taberna, construido junto al muelle en madera oscura, y en cuyo letrero de neón se dibujaba un galeón del siglo 19 tipo el de Moby Dick, batiéndose en una tormenta, uno de esos galeones que destilan una épica tal que ya sabes que saldrá con éxito de la contienda, y ella y yo entramos en ese bar-pizzería a tomar algo, a ver pasar los barcos, a ver rodar los papeles entre los coches aparcados en el muelle, a nada, nos sentamos en unas mesas que eran tablones amplios y corridos para albergar lo menos a 20 personas, banderas de barcos llenaban las paredes, así como instrumentos varios de navegación, extraños para mí, para ambos, artefactos sin otro cometido que una ornamentación sólo comprensible a especialistas, órganos extirpados a antiguos galeones, y le dije en ese momento a ella, justo en el preciso momento en que tomábamos asiento en el tablón de pino barnizado y ella apartaba ligeramente un vaso para apoyar su paquete de Marlboro, Acabo de tener la sensación de estar en las Azores, y ella se sorprendió mucho, no se quitó las gafas de sol, no pude observar su sorpresa en la dilatación de sus pupilas, pero sé que se sorprendió mucho, los mediterráneos como ella tienen muy arraigado el mito de que su mar es incomparable a cualquier otro porque en él nació lo que entendemos por belleza civilizada, Occidente, pero lo cierto es que aun siendo verdad que el Mediterráneo fue el cableado Internet de antiguas civilizaciones, aun estando ese dato perfectamente consignado, es un mar muy sobrevalorado, pero de esa sobrevaloración no hablamos en aquel momento ella y yo, cuando nos sentamos a comer en aquel bar de una isla al sur de Cerdeña, sino de mi frase: «Acabo de tener la sensación de estar en las Azores», aunque en realidad tampoco hablamos de lo que implicaba esa frase porque ella sólo asintió con un escueto, Sí, y aunque ella nunca había estado en las Azores supo que el símil era cierto, preciso, yo tampoco había estado nunca en las Azores, pero es que en aquel momento, justo en aquel momento en aquel bar de una pequeña isla al sur de Cerdeña al que habíamos entrado a tomar algo, a ver pasar los barcos, a seguir con la mirada el rodar de los papeles en el muelle, a nada, me vino a la cabeza un artículo de un escritor llamado Enrique Vila-Matas, un breve artículo que había leído hacía muchos años en un periódico, en el que este escritor hablaba de un bar de un puerto de las Azores, y lo asocié inmediatamente a ese en el que ahora ella y yo estábamos, un bar quizá también de madera, no sé, un bar en el que aquel escritor contaba que los marineros que cruzaban el Atlántico se dejaban mensajes en un tablón de corcho de la entrada o esculpidos con una navaja en la pared cuando el corcho estaba ya repleto, y cuyos destinatarios no eran los lugareños sino otros marineros que, sabían, pasarían por aquel bar de las Azores tarde o temprano, en ocasiones incluso años después de haberse escrito el mensaje, como si el verdadero destinatario de todas esas palabras no fueran las personas sino, cartero inmóvil, el propio océano Atlántico, que en tiempo real las emite, recibe y custodia, eso había pensado yo cuando leí aquel artículo en aquel periódico escrito por un hombre llamado Enrique Vila-Matas, una historia y un bar de las Azores que, casualmente, hacía poco tiempo había vuelto a recordar a raíz de que un amigo que estaba llevando a sueldo un velero del Caribe a Mallorca nos había llamado al llegar a las Azores para anunciarnos que ya estaba allí, que la travesía había salido bien «hasta el momento», recalcó, era la primera vez que este amigo hacía esa ruta, es más, era la primera vez que salía mucho más allá de la bahía de Palma de Mallorca, recuerdo que la comunicación telefónica aquel día era pésima, yo le pregunté por el bar, el bar aquel del que tenía referencia por un artículo de un escritor llamado Enrique Vila-Matas y en el cual se decía que la gente se dejaba mensajes en un corcho que tardaban un año en llegar, y me dijo que el bar había desaparecido producto de un golpe de mar, nos quedamos unos segundos en silencio, colgados de los auriculares, no entiendo muy bien por qué se hizo aquel silencio antes de seguir hablando de los pequeños detalles de su aventura náutica, pero ese silencio existió, aseguro que existió, aún no me lo explico, cuando colgué pensé en los mensajes tallados en la propia pared de aquel bar de las Azores y que en ese momento estaban ya en el fondo del mar, pero pensé con más inquietud en los mensajes de papel clavados en el gran tablón de corcho, imaginé que primero la tinta de las palabras, y después el propio papel estarían en ese momento diluyéndose, y que ahora sí cobrarían sentido todas las letras allí escritas cuyo destino final sería por fin el propio océano, revelándoseme todo aquello, todo aquel tablón de letras y corcho, con otro significado, con un significado que estaba ahí pero que no veíamos, un significado que atraviesa la frontera de lo que no tiene un sentido especial cuando está entre nosotros y de repente emerge como imprescindible una vez desaparecido, una línea de separación imperceptible pero honda: sin ir más lejos, ese día en aquel pueblo de aquella isla al sur de Cerdeña, el recuerdo de aquel artículo que años atrás yo había leído y que hablaba de un bar de las Azores, bar que según nuestro amigo navegante ya no existía producto de un golpe de mar, inmortalizó, singularizó, diríamos, para siempre un bar-pizzería de una isla al sur de Cerdeña al que habíamos entrado a comer algo, a ver los papeles en el muelle rodar, a nada, porque hay objetos, cosas, que actúan de polo magnético para otras lejanas de manera que las dotan de sentido, lo decía Italo Calvino: hay que tener mucho cuidado con los objetos que se introducen en un texto porque actúan de polo magnético en la narración, atraen al argumento, se vuelven objetivos potenciales de nuestra atención, en la vida pasa lo mismo, como, por ejemplo, cuando vas a un país y una rama de un árbol te recuerda a otra de un lugar muy lejano, o cuando miras detenidamente los poros de la piel de un sudanés que va frente a ti en el bus y te parecen idénticos a los de un esquimal que te pasó la sal en una espaguetería de San Francisco, porque al final todo, humanos incluidos, está hecho de electrones, de quarks, de amorales fuerzas que nos mantienen unidos, y nada más, pero aquel día, el día en que ella y yo entramos en aquel bar de aquella isla al sur de Cerdeña a comer algo, a ver los barcos pasar, a ver rodar los papeles en la calle llevados por el viento, a nada, ocurrió otra cosa, algo importante: cuando casi habíamos terminado el segundo plato, una ensalada de atún de la zona que a mí ya me parecía atún de las Azores, cocinado de 7 formas diferentes con judías, tomate y pan seco en picatostes, vibró mi teléfono en el bolsillo, era un amigo al que habíamos dejado al cuidado y riego de las plantas de nuestro piso, y al cuidado también de la gata, animal al que iba a ponerle un plato de pienso cada 2 días, su llamada tenía un objeto muy definido, anunciarnos que esa misma mañana, cuando entró en el piso, se había encontrado a nuestra gata muerta delante de la puerta del cuarto de baño, entonces yo disimulé como si hablara con él de otra cosa, y colgué, no sabía cómo decírselo a ella, la verdadera propietaria de la gata, una gata que la había acompañado los últimos 15 años de su vida, lo pensé un rato y al final creí que lo mejor era comunicárselo sin patetismos ni excesos, Ha ocurrido un problema con la gata, le dije, un problema irremediable, lo siento, ha muerto, ésas fueron mis palabras, ella permaneció todo aquel día en silencio, y aunque a mí aquella gata nunca me había caído especialmente bien, también lo sentí, nunca me ha gustado interferir más de lo justo en la trayectoria de los animales, me gusta observarlos, sin más, y dejar que sigan su curso, aunque algún día habría que entrar a examinar de una vez por todas qué significan frases como «observarlos sin más», o «seguir su curso», pero sí sentí pena y me sorprendí a mí mismo llevado por reflexiones sobre el sentido de la muerte en general, de mi futura muerte, de la muerte de la gente a la que aprecio, y por añadidura sobre los pensadores que alguna vez habían reflexionado y dejado por escrito algo sobre la muerte, incluso pensé en el destino del Universo, menuda tontería, pensar en el destino del Universo, y todo recuerdo de la gata, sus gestos, su expresión al correr detrás de una mosca, las patadas que le daba al cuenco del agua antes de beber para ver si allí había agua, o una foto que un día le hice por equivocación queriendo retratar la ventana rota de la cocina para dar parte al seguro, todo cobró un sentido especial, por primera vez la gata había pasado a convertirse en un ente con su personalidad, con un estilo de vida propio [es importante construir un estilo de vida propio], en un cosmos autónomo, en un polo magnético que comenzó a atraer hacia sí a otros objetos para dotarlos de vida, objetos hasta entonces tan anodinos como su vida animal, de la misma manera que aquellas notas que estaban en un corcho de una pared en un bar de las Azores clavadas con una chincheta pertenecían a una cotidianeidad, eran tanto como nada, y de repente, diluidas en la mar, eran algo muy distinto, especial [imagino ahora todas aquellas chinchetas que, seguro, permanecen clavadas al corcho, conformando una submarina geografía de azar, una especie de mapa de trayectorias de chinchetas], y muchos meses después de ese viaje a Cerdeña, al regresar a casa aún estaba la palangana de la arena de la gata con sus últimos excrementos, una creación como otra cualquiera, recuerdo que pensé entonces, la muerte, esa combustión que genera dos realidades, el humo que se va y la ceniza que se queda, es misteriosa, y pone en marcha cierto tipo especial de casualidades, hace no muchos años, justo antes de vivir en nuestra actual casa vivíamos en un tercer piso de un barrio muy ruidoso, nuestra vecina de abajo era dependienta en una tienda de ropa, llevaba varios piercing en un ombligo verano e invierno a la vista, era bajita y muy habladora, mucho, no podía encontrarme con ella en las escaleras sin que me retuviera al menos media hora para al final no sacar nada en limpio, estaba casada con un tipo llamado Paco, también muy joven y pequeñito, bastante delgado, que nunca hablaba pero que sonreía amablemente cuando te lo cruzabas, una sonrisa de hombre dócil y es posible que de amargura, este hombre estaba muy enfermo del corazón, había sido sometido ya a varias operaciones, ambos se entretenían viendo los programas del corazón en la tele, escuchando canciones de Mónica Naranjo y cosas así, eran felices, un día dejé de verle y me enteré de que había recaído en su enfermedad cardiaca y que estaba muy mal, con apenas 28 años recién cumplidos ya no salía de casa, no se levantaba de la cama para nada, y un mediodía, tras ver El Tiempo de Tele 5, le pidió a su mujer que fuera a la hamburguesería del barrio, El Perro Loco, y le trajera una Big Crazy bien cargada y jugosa, con mucho queso y tomate, ella no accedió a tal disparate, y más teniendo en cuenta que acababan de comer, él insistió, incluso gimoteó, pero nada, su mujer no cedió, esa misma tarde murió, al día siguiente, ella, como queriendo resarcirse de no haberle concedido aquella última voluntad, se puso un vestido negro, fue a El Perro Loco y pidió al chico de la caja una Big Crazy bien cargada, con mucho queso y tomate, mientras esperaba vio que en la chapa de identificación que tenía el chico prendida al uniforme estaba escrita la palabra Paco, es a este tipo de casualidades a las que me refiero cuando digo que creo en las casualidades que genera la muerte, y cuando muchos meses después de patear aquella isla regresamos a casa y aún estaba la palangana de la arena de la gata con sus últimos excrementos, pensé que la gata había dejado su última creación de la misma manera que nosotros habíamos dejado algo importante e irrecuperable en aquella isla al sur de Cerdeña, isla a la que habíamos ido a buscar el enclave perfecto, necesario, para acometer el Proyecto, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, porque que todo se parece a otra cosa es una ley universal, es el principio de la mimesis, de la creación tal como la entendemos desde que el ser humano ha interpretado y representado el mundo, y si bien esto es así, también es verdad que toda creación es autónoma y hasta el género más presuntamente real, el documental, no es real sino «realista»: emula a la realidad pero es un corta y pega, un producto de montaje, una construcción, de tal manera que podría decirse que «ninguna creación es la realidad, sino una representación de la realidad, y como tal representación, es una ficción», y es ése el merengue que el arte ha estado batiendo durante siglos en solitario hasta que siguieron su ejemplo los telediarios, la política y la publicidad, ahora bien, hay casos especiales, casos que se salen de la norma, singularidades, diríamos, cosas, objetos, que no se parecen a nada ni a nadie salvo a ellos mismos, de eso me di cuenta por primera vez a la edad de 18 años, en aquella época vivía en Santiago de Compostela, estaba en el primer curso de la licenciatura de Ciencias Físicas, y víctima aún de cierta estética punk evolucionada, llevaba pantalones ajustados negros que dejaban ver unos calcetines de color rojo o violeta según el día, cazadora de cuero negra, un cinturón de tachuelas piramidales de doble fila, calzaba unos zapatos que encargábamos por correo a Londres, de suela muy gruesa y hebilla lateral, denominados buguis, y llevaba en la muñeca izquierda un reloj rosa con la esfera de Micky Mouse, toda esa clase de parafernalia producto de lo que se dio en llamar a principios de los años 80 «la movida», en aquella época yo tenía una vespa de color negro y una novia rubia, por lo que mi espíritu postpunk compartía tics con lo mod y lo rocker, y eso era quizá lo que hacía tan fascinante y pasional aquella posmodernidad tan postiza, yo vivía con mi hermana mayor, 14 años mayor que yo, por las mañanas iba a clase, por las tardes estudiaba y recuerdo que apuntaba las horas de estudio en un histograma que me confeccionaba con los días de la semana, por las noches bajaba a un bar que había justo en el portal de al lado, el Bergantiños, un lugar oscuro, con mesas de formica marrón y sillas a juego, donde siempre había moscas, y que, a falta de nada mejor en aquel barrio proletario y alejado del centro, yo había convertido en un lugar acogedor y especial por esa ley de supervivencia que nos obliga a adaptar lo que tenemos a mano a nuestras fantasías y propósitos, yo había leído ya la autobiografía de Richard Feynman, titulada ¿Está Ud. de broma, Sr. Feynman?, en la que el genial físico relataba que cuando era profesor en Caltech había tomado la decisión de pedir siempre el mismo postre, flan, para de esta manera evitar el incordio de tener que pensar cada día en la nimia pero desquiciante decisión de elegir un postre, y de esta manera, yo, en mi émulo casero del mítico genio de la física, en aquel bar llamado Bergantiños pedía siempre, sin excepción, una Coca-Cola de botella de 33 cm3, con una rodaja de limón introducida dentro y bien exprimida, y la bebía a morro mientras veía la masa amarilla y porosa de la piel del limón almibarándose en la botella entre jugos de Coca-Cola, de esta manera ya tenía resuelta la decisión de qué tomar y podía concentrarme directamente en la tele o en escuchar las conversaciones de las otras mesas, casi todas ocupadas con ancianos solitarios y desdentados que farfullaban y de vez en cuando emitían un sonido, todas las mesas eran así menos una, la del fondo, más en penumbra y ocupada cada noche por estudiantes mayores que yo, repetidores que aún leían periódicos como Mundo Obrero y hablaban de una revolución siempre por venir la semana siguiente, yo permanecía impasible ante toda la cacharrería teórica y estética de aquellos muchachos, y ellos me observaban como a un marciano recién aterrizado en su Gulag, nos respetábamos, el motivo por el que esos jóvenes frecuentaban ese bar de ancianos era uno y simple: el dueño, Xoan, un hombre que rozaría los 80 años, corpulento, con pelo tupé a lo James Dean, resultaba ser una especie de comunista metafísico ya que, entre otras cosas, afirmaba que había estado en Berlín en el año 71 y que el Muro no existía, llevaba en el meñique de la mano izquierda un sello de oro con un relieve de la hoz y el martillo también en oro, recuerdo que un día le pregunté, Pero, Xoan, ¿eso de la hoz y el martillo en oro no es una contradicción?, y él respondió con su característica voz de pena, ¡No, neno, no, tienes que comprender que no!, y no dijo más, otra vez me comentó muy indignado que el sistema educativo era una mierda porque al agua ahora la llamaban hachedosó, y meses más tarde, ya casi al final del curso, yo quería saber la programación de televisión, y vi desde lejos que aquellos estudiantes neorrevolucionarios tenían un periódico sobre su mesa, de modo que me acerqué a pedírselo, demasiado tarde me di cuenta de que el periódico en cuestión era Mundo Obrero, ya no podía volverme atrás, les dije, ¿Sale ahí la programación de la tele?, y con la mirada fija en mis ojos pintados de negro, como pensando si iba en serio o les tomaba el pelo, uno dio una calada al Celtas sin filtro y contestó mientras despedía el humo, No, chaval, no, aquí no sale la programación de televisión, y tras un breve silencio regresé a mi mesa, continué viendo Miami Vice en la Grundig mientras echaba tragos a la botella de Coca-Cola, y fue ese día en el que me quedé observándola, su líquido oscuro, el submarino de limón dentro, y pensé que aquel sabor, aquel mejunje que tenía en mi boca no se parecía a nada conocido antes por la civilización, no era como otros refrescos, que recuerdan a frutas o especias, una mimesis de algo, no, la Coca-Cola no se parecía a nada salvo a sí misma, no cumplía el principio aquel de la mimesis que regía en el arte, en la publicidad, en los telediarios, en mi vestimenta, en la vestimenta de aquellos neorrevolucionarios que leían Mundo Obrero, en efecto, era como una creación desde una nada simbólica, y eso me pareció un salto evolutivo y definitivo en la Historia de la humanidad, el primer producto realmente ficticio de alimentación, y éste, el de la Coca-Cola, era el caso especial del que antes hablaba, el primer producto de consumo realmente producto de nada, algo creado por la propia necesidad de consumir un objeto sin filiación ni raíces, un objeto nuevo de verdad, consumismo en estado puro, como ocurre con las parejas, que te enamoras de alguien, lo consumes, te consume a ti, y pasas a otra, y esto es así, es tonto juzgarlo bajo criterios morales, simplemente es, siempre he huido de los criterios morales, especialmente en el ámbito de la creación artística, me causan estupor los artistas que creen que poseen la moral justa y la pregonan con sus obras, hay que ser muy petulante para creer que tú posees el sentido de lo verdaderamente justo y que tu vecino no, siempre he intentado escribir de una manera totalmente amoral, como la Coca-Cola, sin raíces morales manifiestas, quizá por eso me gusta Norteamérica, porque, como yo, son paletos, carentes de filiación y de mochila histórica pesada a la espalda, un estar siempre de turista en tu propia vida, por eso también comparto al 100% las palabras del artista John Currin cuando dice que él va al Museo de Arte Moderno de Nueva York, está 10 minutos y ya tiene suficiente porque más tiempo allí le impide progresar como artista, hay que considerar la Historia como un gran supermercado, sí, esa frase me gusta, la Historia como supermercado, me la tatuaría si no odiara tanto los tatuajes, y esa forma de narrar amoralmente, documentalmente, no me la dio la literatura, sino una película que casualmente vi a principios de los 90 y que me indicó el camino, Hana-Bi, del japonés Kitano, una forma de narrar en la que el único criterio a seguir es la respiración del propio lenguaje, cosa que poco después descubrí en un libro fascinante llamado Centuria, de Giorgio Manganelli, y cosa que corroboré mucho tiempo después cuando, la noche que la conocí a ella, esa mujer que tenía ahora delante en un bar de una isla al sur de Cerdeña que se parecía a otro de las Azores, le puse en su pecho un fonendo que un amigo médico se había dejado en mi casa, y en sus pulmones oí cosas que puedo asegurar que eran voces, voces que se creaban desde la nada, desde el caos ruidista de su respiración, unas voces que, yo sabía, me indicaban una forma muy determinada de narrar, sin raíz, rizomáticamente, Es cierto, hay cosas que son imposibles de narrar, le dije a ella en aquel bar de aquella isla al sur de Cerdeña que se parecía a otro bar de las Azores, Por ejemplo, nunca escribo sobre sexo, quiero decir que nunca describo una escena de sexo con la pretensión de hacer sentir al lector lo más íntimo de esa escena de sexo, y no por criterios morales ni estéticos, sino porque lo considero absurdo, le dije, Porque con el sexo ocurre lo mismo que con los sueños, son irrepresentables, nunca quedan bien llevados al papel o a la pantalla, siempre parecen falsos o ridículos, o cutres, o triviales, o risibles, o infantiles, se mire como se mire es imposible narrarlos por la sencilla razón de que ambos, sexo y sueños, son los actos más limítrofes de la expresión humana, lugares donde ya no estamos en nosotros, y eso los convierte en los actos más importantes del ser humano pero también en los más lejanos e incomprensibles, eso es lo que hace que intentar recrearlos equivalga a caer en el ridículo, pueden describirse, sí, como lo hace el cine porno con probada honradez, o como se cuentan los sueños ante un psicoanalista, pero no recrearlos, le dije, y en ese sentido se parecen mucho a la Coca-Cola, sólo se parecen a sí mismos, y entonces ella, en aquel bar que se parecía mucho a otro de las Azores, sin quitarse las gafas pop-star que le ocultaban los ojos, me dijo, Siendo así, entonces la Coca-Cola ya se parece a algo más que a sí misma: se parece a los sueños y al sexo, tiene con ellos eso en común, ¿no?, y yo, a la espera de encontrar un contraargumento más o menos convincente cambié de tema, y por tampoco entrar en el asunto de nuestro Proyecto, nuestro gran Proyecto, el que nos había llevado hasta allí, hasta aquella isla al sur de otra isla llamada Cerdeña y de carambola a aquel bar que se parecía a otro de las Azores, ese Proyecto que ambos habíamos estado evitando desde que habíamos desembarcado a pesar de haberlo pergeñado detalle a detalle, a pesar de haber constituido ese Proyecto el centro de gravitación de nuestras vidas todo el año anterior, verano e invierno en nuestra casa, centro de gravedad del que sólo éramos simples satélites movidos por su fuerza, por no entrar tampoco en ese asunto de nuestro Proyecto, decía, le comenté algo respecto a los días anteriores a ese día, mejor dicho, los meses anteriores a ese día en ese bar en el que ahora nos encontrábamos y que se parecía mucho a otro bar de las Azores, y es que recién llegados a la isla, nos habíamos puesto a buscar en un coche alquilado la ubicación ideal que sirviera para nuestros propósitos, para nuestro Proyecto, el lugar donde poner en marcha todo nuestro plan, ese increíble y gigantesco plan que un poco a ciegas nos había llevado finalmente allí, y entonces le comenté algo acerca de aquel lugar al que nos habíamos dirigido nada más desembarcar y arrancar el coche en la isla, un lugar de típico veraneo, una pequeña península llana ubicada en unas marismas donde corrían las garzas y se elevaba vegetación legalmente protegida a un lado, y sombrillas, motos de agua y chiringuitos de playa con música atronante al otro, habíamos tomado un apartamento, decoración neutra y funcional, correcta, con los suelos gastados de tanta sal y tanta arena de playa, estuvimos 6 días bañándonos por la mañana y bebiendo vino blanco frío por la noche, y sin hablar ni un solo momento de nuestro Proyecto, de nuestro cometido en esa isla, un campo de fuerzas muy intenso nos obligaba a tomar decisiones vagas, perezosas, había pura calma en la línea de horizonte, como si fuera aquello un anticipo inverso del Proyecto, nuestro Proyecto, como nos gustaba llamarlo, Proyecto que, sabíamos, tarde o temprano deberíamos acometer, esos días fueron fantásticos, como días de cumpleaños y noches de reyes, hacíamos el amor en todas partes, dormitábamos hasta cualquier hora y comíamos a deshoras, como si los días fueran una sucesión de momentos resueltos en escenarios descartados de una fotonovela venezolana a veces, y otras de un videojuego, de repente éramos adolescentes, incluso niños, volvíamos al único paraíso que existe, la infancia, aquel en el que el tiempo está por construir y por lo tanto es infinito, ese paraíso que ya de mayores reconstruimos en cada día de asueto, en cada periodo vacacional, malas recreaciones de aquel espacio infantil, para eso trabajamos 11 meses al año, para ser niños el mes número 12, pero esa vuelta a la infancia y a la adolescencia con tanta intensidad no era nueva para nosotros, ya otras veces nos había ocurrido, hacía 4 años habíamos ido de viaje a Tailandia, un país que a mí no me seducía en absoluto y que se me antojaba, como todo país que detente una bandera, absurdo y carente de interés, una vez allí pasamos unos días en Bangkok antes de meternos en un bus que nos llevó tras 12 horas de viaje a Chiang Mai, una ciudad de unos 200.000 habitantes situada al norte, y lo cierto es que, en contra de mis sospechas y convicciones, todo era placentero, paradisíaco, nada podía presagiar lo que allí, en Chiang Mai, se nos avecinaba, un desastre que en cierto modo cambió la forma que yo tenía de entender ciertos aspectos del mundo, y que, además, propició una casualidad que excedió al propio desastre, yo, ya lo he dicho, creo mucho en las casualidades, con los años he llegado a creer que todo lo verdaderamente importante en la vida se origina en las casualidades, por ejemplo, al año siguiente de ir a Tailandia, me tocó presentar un libro llamado La brújula, de un escritor llamado Jorge Cardón, esto es un extracto de lo que leí en aquella presentación:

… ahora me permitiréis que cuente una anécdota personal, una anécdota que ni nuestro autor, Jorge Carrión, ni nadie conoce; absolutamente nadie. Me remonto al verano de 2004, julio. A mí no me gusta viajar, mis amigos lo saben; no obstante cometí la torpeza de ir un mes a Tailandia. (Algo importante que quiero decir es que pocos días antes de partir yo había comenzado a tomar unas notas, creativas, que califiqué como raras, y que no tenía ni idea adonde me llevarían).

A los 4 días de iniciar el viaje, hallándonos mi compañía femenina y yo en una ciudad del norte llamada Chiang Mai (dicho sea de paso, con un ambiente muy a lo Blade Runner: puestos de venta en la calle como chabolas entre altos edificios y siempre lloviendo), ese cuarto día, decía, por la noche, nos atropelló una moto mientras cruzábamos un quimérico paso de peatones. Salimos por los aires. Vimos al piloto escapar entre una de aquellas chabolas de souvenirs. Ella salió más o menos ilesa, pero yo me rompí la cadera, diagnóstico confirmado no por los médicos de allí, quienes me dijeron que no tenía nada, sino por unas cuantas llamadas telefónicas a traumatólogos de España que eran familiares o amigos. Fueron ellos quienes me aconsejaron que estuviera en estricto reposo, tumbado en el hotel, durante los 25 días que aún me quedaban en aquel país. Así las cosas, mi vida se redujo a una cama de hotel, una ventana por la que se veía la ciudad, mucho calor, mucho aire acondicionado, mucho dolor, muchas pastillas, y en torno a la cama botellas de agua, el mando a distancia de la tele y poco más. Mi chica iba y venía cada día con comida que compraba en los chiringuitos mientras yo miraba por la ventana, como en La ventana indiscreta de Hitchcock, donde Grace Kelly le trae comida y revistas a James Stewart. A mí ella no me traía revistas, porque yo, previsoramente, ya había llevado algunas para el viaje, así como algún que otro libro, esos que en casa nunca lees pero que en los viajes, con la tontería de la novedad, crees que te apetecerán. Una de las revistas que me llevé era el último número de Lateral, una publicación para la que yo de vez en cuando escribía algún artículo de divulgación, y en la que había un cuadernillo especial de «cuentos de verano». A muchos autores de esos cuentos yo no los conocía, pero cuando uno está muy lejos de su casa, y su futuro inmediato es incierto, se genera una especie de angustia que en parte es paliada por las cosas que nos son familiares como, por ejemplo, una revista que has comprado en el kiosco de tu barrio, el cual recuerdas con especial reverdor. Como imaginaréis, a falta de otra cosa que hacer, leí muchas veces aquellos cuentos de Lateral y escribí también mucho continuando con aquellas notas dispersas que traía de España y de las que os hablé al principio. Cada día, invariablemente, a las 6 o 7 de la tarde llovía, y yo leía, veía en la tele especiales de la historia del surf del canal Fox, y escribía.

Había entre todos aquellos cuentos uno de un autor a quien yo no conocía de nada, que me llamó mucho la atención, se llamaba «Brasilia es nombre de gata ciega», estaba escrito de una forma extraña, casi feísta, pero poseía cierto atractivo. En él, el autor describía cómo llegaba a Brasilia, cómo se instalaba en casa de unos amigos, cómo percibía la ciudad desde una ventana (o yo lo quise imaginar así), y aunque él salía y pateaba las calles, siempre describía todo como si lo viera desde una ventana, con una distancia tierna y simultáneamente científica; me sentí muy identificado con aquel autor en esos momentos. Yo, junto a mi ventana, continuaba escribiendo, desarrollando aquellas notas. También en esos momentos me di cuenta de lo felices que son los enfermos, que no hacen nada. Y fue gratificante también comprobar cómo iban creciendo, tomando cuerpo, mis notas. Me quedé sin papel, escribí en esas libretitas que hay para apuntar chorradas junto a los teléfonos de los hoteles, en los márgenes de mis libros, en las servilletas, en los billetes de avión de vuelta, y finalmente en aquel mes vi que tenía en mis manos una novela, a la que por motivos que ahora no hacen al caso llamé Nocilla Dream, y que se editará muy pronto. Un 28 de julio me metieron en un avión. Muchas cosas quedaron en aquella habitación, unos bolis mordidos, una camiseta naranja de manga corta que decía «Bruce Lee, a retrospective» (eso me fastidió), la guapa sirvienta tailandesa que cada día me venía a hacer la cama y se sonrojaba, y un par de revistas, una de ellas aquel número especial de Lateral. ¿Alguna vez habéis pensado dónde van todas esas cosas que la gente se olvida en los hoteles?

Pasó el tiempo, en concreto, un año y nueve meses, y ya en mi casa, habiendo olvidado todo aquello y totalmente recuperado, recibo un e-mail de una persona que dice ser el autor que ahora mismo tengo sentado a mi izquierda, un tal Jorge Carrión, y no tengo ni idea de cómo llega a mí. Me dice que ha editado un libro llamado La brújula, y que si lo puedo presentar hoy y aquí, en Palma. Digo que sí, y cuando me llega el libro compruebo con gran asombro que ese autor era aquel que me acompañó en mi ventana de Tailandia con su cuento «Brasilia es nombre de gata ciega», y que ese cuento, además, está contenido en ese libro, en este libro que hoy presentamos, y además que ese cuento no era un cuento, sino una experiencia muy fiel a la realidad que el autor vivió en Brasilia. Pensé entonces que el azar es fantástico y que, quizá, vivir ya de por sí sea un exceso (…)