Sharpe se abrió camino como pudo a través del pantanal hacia el borde del terreno más elevado en el que se hallaba situada la granja. Esperaba que le dispararan, pero daba la impresión de que los hermanos Ferreira y sus tres compañeros no estaban aguardando su llegada en el extremo este del patio y, al llegar a la esquina de un establo, vio por qué. Había una multitud de voltigeurs franceses al otro lado de la granja que, al parecer, se hallaba bajo asedio. Los soldados franceses se acercaban a él, aunque por el momento no parecían haber advertido la presencia de Sharpe y estaban claramente concentrados en infiltrase en los edificios para rodear la atribulada casa de labranza.
—¿Quién combate a quién? —preguntó Harper cuando alcanzó a Sharpe.
—Quién sabe. —Sharpe escuchó y creyó percibir el chasquido más seco de los rifles proveniente de la casa—. ¿Eso son rifles, Pat?
—Sí, señor.
—Entonces los de ahí dentro tienen que ser nuestros compañeros —dijo; rodeó sigilosamente el extremo del establo e inmediatamente unos mosquetes estallaron en la casa, sus balas alcanzaron las paredes de piedra del establo y golpearon contra las particiones de madera que dividían la hilera de compartimentos abiertos para el ganado. Se agachó tras la pared de madera más próxima, cuya altura era de unos seis palmos. El establo estaba abierto por el lado que daba al patio, los mosquetes seguían disparando desde la casa y sus proyectiles pasaban bruscamente por encima de su cabeza o alcanzaban la piedra con un chasquido—. Quizá sean los portugueses —le gritó a Harper. Si Ferreira hubiera encontrado a un piquete portugués en la granja seguro que podía convencerlos para que dispararan contra Sharpe—. ¡No se mueva de donde está, Pat!
—No puedo, señor. Estos malditos franchutes se están acercando demasiado.
—Aguarde —dijo Sharpe, que se puso de pie entre la partición, apuntó el rifle hacia la casa y, de inmediato, las ventanas que miraban hacia él desaparecieron detrás del humo cuando los mosquetes dispararon—. ¡Ahora! —gritó Sharpe, y Harper, Vicente, Sarah y Joana rodearon la esquina y se reunieron con él en el compartimento, que estaba cubierto por una corteza de estiércol viejo—. ¿Quiénes son? —bramó Sharpe dirigiéndose hacia la casa de labranza, pero su voz se perdió en el estruendo de los constantes disparos de los mosquetes que resonaban por el patio cuando las balas alcanzaban algún objetivo, y si alguien respondió desde la casa, él no lo oyó. Aparecieron en cambio dos franceses entre las cabañas del extremo más alejado del patio y Harper le disparó a uno de ellos en tanto que el otro se escondió a toda prisa justo antes de que la bala de Vicente hiciera saltar una esquirla de piedra de la pared. El hombre al que Harper había disparado se alejaba arrastrándose y Sharpe apuntó su rifle al hueco entre los edificios, esperando que en cualquier momento apareciera allí otro voltigeur—. Voy a tener que llegar hasta la casa —dijo Sharpe, que se asomó de nuevo por encima de la partición y vio lo que le pareció una casaca roja en la ventana de la casa de labranza. En el otro extremo del patio no había más voltigeurs y por un breve momento pensó en quedarse donde estaba y esperar que los franceses no los descubrieran, pero era inevitable que acabaran encontrándolos—. Esté atento por si ve a cualquier maldito franchute —le dijo a Harper, indicándole el otro extremo del patio—, y yo voy a correr lo más rápido que pueda. Creo que allí hay casacas rojas, de manera que lo único que tengo que hacer es alcanzar a esos desgraciados.
Se puso tenso, se armó de valor para cruzar el patio cosido por las balas y en aquel preciso momento oyó una corneta. La corneta tocó una segunda y una tercera vez y unas voces gritaron en francés, algunas de ellas horriblemente cerca, y los disparos fueron aminorando poco a poco hasta que reinó el silencio, roto únicamente por el retumbo de la artillería en las cimas y por los chasquidos de las granadas que estallaban en el valle por debajo de la granja.
Sharpe esperó. No hubo ningún movimiento, no disparó ningún mosquete. Rodeó rápidamente la partición para pasar al siguiente compartimento y nadie le disparó. No veía a nadie. Se puso de pie con cautela y miró hacia la casa de labranza, pero quienquiera que hubiera estado en las ventanas se hallaba entonces en el interior del edificio y Sharpe no vio nada. Los demás lo siguieron hacia el nuevo compartimento, después saltaron los espacios donde se había guardado el ganado y tampoco disparó nadie.
—¡Señor! —exclamó Harper a modo de advertencia, y cuando Sharpe se dio la vuelta vio que un francés los observaba junto a un cobertizo del otro lado del patio.
El soldado no los estaba apuntando con su mosquete, sino que en lugar de eso los saludó con la mano y Sharpe se dio cuenta de que el toque de corneta debía de haber anunciado una tregua. Por detrás del soldado francés apareció un oficial que les hizo señas para que Sharpe y sus compañeros volvieran a entrar en el establo. Sharpe le enseñó un dedo y echó a correr hacia el siguiente edificio, que resultó ser una lechería. Abrió la puerta de golpe y vio a dos soldados franceses en el interior que se dieron la vuelta y empezaron a levantar sus mosquetes hasta que vieron que el rifle los apuntaba.
—Ni se les ocurra —les dijo Sharpe. Cruzó el suelo enlosado y abrió la puerta del final, la más próxima a la casa. Vicente, Harper y las dos mujeres entraron tras él en la lechería y Sarah habló con los dos franceses, que entonces estaban absolutamente aterrorizados.
—Les han dicho que no disparen hasta que vuelva a sonar la corneta —le dijo Sarah a Sharpe.
—Pues dígales que mejor será que no se les ocurra hacerlo —dijo Sharpe.
Se asomó a la puerta para ver cuántos voltigeurs había entre la lechería y la casa y no vio ninguno, pero cuando miró hacia la esquina vio a una veintena de ellos, a pocos metros de distancia, agachados a un lado. Uno de ellos se volvió, vio el rostro de Sharpe en la puerta de la lechería y debió de suponer que era francés, porque se limitó a bostezar. Los voltigeurs estaban esperando. Había un par de soldados que incluso estaban tumbados y uno de ellos tenía el chacó sobre los ojos como si quisiera aprovechar para echar un sueñecito. Sharpe no vio a ningún oficial, aunque estaba seguro de que debía de haber alguno cerca.
Sharpe retrocedió para que los franceses no lo vieran y se preguntó quién demonios había en el interior de la casa de labranza. Si eran británicos estaba a salvo, pero si eran portugueses, Ferreira haría que le mataran. Si se quedaba donde estaba podía ser que lo mataran o que lo capturaran los franceses cuando terminara la tregua.
—Vamos a ir a la casa —les dijo a sus compañeros—, y hay un puñado de franchutes a la vuelta de la esquina. No les hagan ni caso. Mantengan las armas bajas, no les miren y caminen como si este maldito lugar fuera suyo. —Echó un último vistazo, no vio a nadie en la ventana de la granja, vio a los voltigeurs charlando o descansando y decidió correr el riesgo. Sólo había que cruzar el patio. No eran más de una docena de pasos—. Hagámoslo —dijo.
Después, a Sharpe le pareció que los franceses simplemente no sabían qué hacer. Los oficiales superiores, aquellos que podrían haber tomado una decisión inmediata sobre qué hacer con unos soldados enemigos que a todas luces estaban rompiendo una tregua, se hallaban en la parte delantera de la granja y los que vieron a los tres hombres y dos mujeres salir de la lechería y cruzar el ángulo del patio hacia la puerta trasera de la casa se quedaron demasiado sorprendidos como para reaccionar enseguida, y antes de que cualquier francés se hubiera decidido, Sharpe ya estaba en la casa de labranza. Hubo un soldado que sí que abrió la boca para protestar, pero Sharpe le sonrió.
—Bonito día, ¿eh? —le dijo—. Tendríamos que aprovecharlo para secar la ropa. —Sharpe hizo pasar a los demás por la puerta, entró el último y entonces vio a los casacas rojas—. ¿Quién diablos ha estado intentando matarnos? —preguntó en voz alta, a lo que, a modo de respuesta, un atónito fusilero Perkins señaló sin decir nada al comandante Ferreira y Sharpe, sin detenerse, cruzó la estancia y golpeó a Ferreira con la culata de su rifle en un lado de la cabeza. El comandante se desplomó como un buey al que se le hubiera dado la puntilla. Ferragus empezó a avanzar, pero Harper le puso la boca de su rifle en la cabeza.
—Hágalo, por favor —le dijo el irlandés en voz baja.
Tanto los casacas rojas como los casacas verdes miraban fijamente a Sharpe. El teniente Bullen, que estaba en la puerta de entrada, se había detenido y se había dado la vuelta, y en aquellos momentos contemplaba a Sharpe como si hubiera visto un fantasma.
—¡Condenada gentuza! —dijo Sharpe—. ¡Nada menos que ustedes! ¡Estaban intentando matarme ahí afuera! ¡Son todos unos pésimos tiradores! ¡No me ha rozado ni una sola bala! Señor Bullen, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Adónde va, señor Bullen? —Sharpe se apartó sin esperar respuesta—. ¡Sargento Huckfield! Desarme a esos civiles. Y si ese gigantón le da problemas, péguele un tiro.
—¿Que le pegue un tiro, señor? —preguntó Huckfield, atónito.
—¿Es que está sordo, diantre? ¡Péguele un tiro! Si se mueve lo más mínimo, péguele un tiro. —Sharpe se volvió de nuevo hacia Bullen—. ¿Y bien, teniente?
Bullen parecía avergonzado.
—Íbamos a rendirnos, señor. El comandante Ferreira dijo que debíamos hacerlo —hizo un gesto con la mano hacia Ferreira, que yacía inmóvil—. Sé que él no está al mando, señor, pero lo dijo y… —se le fue apagando la voz. Había estado a punto de añadir que Slingsby había recomendado la rendición, pero eso hubiera supuesto negar su responsabilidad y suponía una deshonra—. Lo lamento, señor —dijo con abatimiento—. Fue decisión mía. El francés dijo que iban a traer un cañón.
—Ese miserable le mintió —le dijo Sharpe—. No tienen un cañón. ¿En un terreno tan húmedo como éste? Harían falta veinte caballos para traer un cañón hasta aquí. No, sólo quería meterle miedo porque sabe tan bien como cualquiera que aquí podríamos morirnos todos de viejos. Harvey, Kirby, Batten, Peters. Cierren esa puerta —señaló la puerta de entrada— y amontonen todas las mochilas detrás. ¡Bloquéenla!
—¿La puerta trasera también, señor? —preguntó el fusilero Slattery.
—No, Slats, ésa déjenla abierta, vamos a necesitarla así. —Sharpe echó un rápido vistazo a través de una de las ventanas delanteras y vio que ésta se hallaba a tanta distancia del suelo que a ningún francés se le ocurriría pensar en escalar hasta el alféizar—. ¿Señor Bullen? Usted estará al mando de este lado —se refería a las dos ventanas y la puerta de la fachada de la casa—, pero sólo le hacen falta cuatro hombres. Por esas ventanas no podrán entrar. ¿Hay algún casaca roja en el piso de arriba?
—Sí, señor.
—Hágalos venir. Ahí arriba sólo quiero rifles. Carter, Pendleton, Slattery, Sims. Suban por esa escalera y traten de aparentar que se están divirtiendo. ¿Señor Vicente? ¿Podrá subir con el hombro así?
—Sí —dijo Vicente.
—Llévese su rifle, cuide de los muchachos de arriba. —Sharpe volvió a dirigirse a Bullen—. Que sus cuatro hombres no dejen de disparar a esos cabrones. No apunten, limítense a disparar. Quiero a todos los demás casacas rojas en este lado de la habitación. ¿Señorita Fry?
—¿Señor Sharpe?
—¿Está cargado ese mosquete? Bien. Apunte con él a Ferragus. Si se mueve, dispárele. Si respira, dispárele. Perkins, quédese con las damas. Esos hombres son prisioneros y los tratarán como a tales. ¿Sarah? Dígales que se sienten con las manos en la cabeza y si alguno de ellos mueve las manos, mátelo. —Sharpe se acercó a los cuatro hombres, echó sus bolsas a un lado de la habitación a patadas y oyó el tintineo de las monedas—. Por cómo suena parece que es su dote, señorita Fry.
—Ya han pasado los cinco minutos, señor —informó Bullen—, al menos eso creo.
No tenía reloj y sólo podía suponerlo.
—¿Ése es el tiempo que le dieron? Pues vigile el frente, señor Bullen, vigile el frente. Esa parte de la casa es responsabilidad suya.
—Yo asumiré el mando —Slingsby, que había observado a Sharpe en silencio, se levantó de pronto de la chimenea—. Yo estoy al mando —corrigió su afirmación.
—¿Tiene una pistola? —le preguntó Sharpe a Slingsby, que pareció sorprendido por la pregunta, pero que asintió con la cabeza—. Démela —dijo Sharpe. Cogió la pistola, levantó el rastrillo y sopló la pólvora de la cazoleta para que el arma no disparara. Lo último que necesitaba era un borracho con un arma cargada. Volvió a ponerle la pistola en la mano a Slingsby y volvió a sentarlo en la chimenea—. Lo que va a hacer, señor Slingsby —dijo—, es vigilar la chimenea. Encárguese de que ningún francés baje por ella.
—Sí, señor —dijo Slingsby.
Sharpe regresó a la ventana trasera. No era muy grande, pero no resultaría difícil trepar por ella, por lo que puso a cinco hombres protegiéndola.
—Maten a cualquier desgraciado que intente entrar por aquí, y si se les terminan las balas utilicen las bayonetas. —Sharpe sabía que los franceses habrían aprovechado los últimos minutos para reorganizarse, pero estaba seguro de que no tenían artillería, de manera que, al fin y al cabo, lo único que podían hacer era asaltar la casa, y le parecía que el ataque principal vendría por la parte trasera y convergería en la ventana y en la puerta que había dejado abiertas deliberadamente. Mirando a esa puerta tenía a dieciocho hombres repartidos en tres filas, la primera fila de rodillas, las demás de pie. Tan sólo quedaba preocuparse de Ferragus y sus compañeros, y Sharpe apuntó con su rifle al hombretón—. Si me causa problemas lo entregaré a mis hombres para que practiquen con la bayoneta. Quédese aquí sentado. —Se dirigió a la escalera—. ¿Señor Vicente? ¡Sus hombres pueden disparar en cuanto tengan algún objetivo a tiro! Despierten a esos cabrones. Ustedes, los de aquí abajo —se dio la vuelta de nuevo hacia la amplia estancia—, esperen.
Ferreira se movió, se incorporó a cuatro patas y Sharpe volvió a golpearlo con la culata del rifle. Harris gritó desde arriba diciendo que los franceses se ponían en movimiento, los rifles chasquearon en el espacio del tejado y fuera se oyó una ovación y una enorme descarga francesa que batió la pared exterior, entró por las ventanas abiertas y golpeó contra las vigas del techo. La ovación había provenido de la parte trasera de la casa y Sharpe, de pie junto a la única ventana que daba al este, vio a unos soldados que se acercaban corriendo desde detrás de los establos de un lado y de las casitas del otro.
—¡Esperen! —gritó—. ¡Esperen! —Los franceses seguían lanzando gritos de entusiasmo, animados tal vez por la ausencia de disparos; entonces la carga subió por las escaleras hacia la puerta trasera abierta y Sharpe les gritó a los hombres arrodillados—: ¡Primera fila! ¡Fuego! —Dentro de la habitación el ruido fue ensordecedor y las seis balas, apuntadas a tres pasos, no podían fallar. Los soldados de la primera fila se echaron a un lado rápidamente para cargar sus mosquetes y la segunda fila, que había permanecido de pie, se arrodilló—. ¡Segunda fila, fuego! —Otras seis balas—. ¡Tercera fila, fuego! —Harper avanzó con el fusil de cañones múltiples, pero Sharpe le indicó con un gesto que retrocediera—. Resérvelo, Pat —le dijo; luego se acercó a la puerta y vio que los franceses habían bloqueado los escalones con soldados muertos y moribundos, pero un valiente oficial estaba intentando hacer avanzar a sus soldados entre los cuerpos y Sharpe alzó el rifle, le pegó un tiro en la cabeza a aquel hombre y retrocedió antes de que una descarga atravesara zumbando la entrada vacía.
En aquellos momentos los cadáveres ya obstruían dicha entrada, y uno de ellos estaba tendido con casi todo el cuerpo en el interior de la casa. Sharpe sacó el cadáver de allí y cerró la puerta, que inmediatamente empezó a sacudirse cuando las balas de mosquete golpearon contra la madera pesada, luego desenvainó la espada y se dirigió a la ventana donde tres franceses intentaban agarrar las bayonetas de los casacas rojas, tratando de arrancar los mosquetes de las manos de sus enemigos. Sharpe arremetió con la espada y casi cercenó una mano con ella; los franceses retrocedieron, pero una nueva oleada de soldados se lanzó entonces hacia la ventana, Harper los recibió con el fusil de siete cañones y, cada vez que aquella enorme arma disparaba, su mero estruendo parecía dejar pasmado al enemigo, pues de pronto la ventana quedaba libre de atacantes y Sharpe ordenó a los cinco soldados que dispararan oblicuamente por la abertura contra los voltigeurs que intentaban abrirse camino hacia la puerta.
El estallido de una descarga de fusilería anunció un segundo ataque al otro lado de la casa. Los voltigeurs aporreaban la puerta principal, sacudiendo el montón de mochilas que había detrás, pero Sharpe utilizó a los hombres que habían disparado las descargas mortales en la puerta trasera para reforzar la mosquetería en la parte delantera. Los soldados disparaban rápidamente por una ventana y se escondían, por lo que de pronto los franceses se dieron cuenta de la solidez de la casa de labranza y su ataque cesó repentinamente cuando se retiraron a los lados del edificio. Eso dejó el frente libre de enemigos, pero la parte trasera de la casa daba al patio y a sus edificios, que ofrecían protección, por lo que allí el fuego era interminable. Sharpe recargó el rifle, se arrodilló junto a la ventana trasera y en un extremo del patio vio a un voltigeur que se fue hacia atrás al ser alcanzado por una bala disparada desde el piso de arriba. Sharpe disparó contra otro soldado y los voltigeurs prefirieron escabullirse para ponerse a cubierto antes que enfrentarse a más disparos de rifle.
—¡Alto el fuego! —gritó Sharpe—. ¡Y bien hecho! ¡Han ahuyentado a esos cabrones! Recarguen. Comprueben el pedernal.
Hubo un momento de relativo silencio, aunque el cañoneo de la cima de la montaña resonaba con fuerza y Sharpe se dio cuenta de que la artillería de los fuertes estaba disparando contra los hombres que atacaban la granja, porque oyó el traqueteo de la metralla sobre el tejado. Los fusileros del ático seguían disparando. Sus disparos eran espaciados y eso era bueno, pues significaba que Vicente procuraba que apuntaran bien antes de que apretaran el gatillo. Sharpe miró a los prisioneros y le pareció que podía utilizar el rifle de Perkins y los mosquetes que llevaban Sarah y Joana.
—Sargento Harper, ate a esos desgraciados. Las manos y los pies. Utilice los portafusiles.
Media docena de soldados ayudaron a Harper. Mientras lo amarraban, Ferragus miró a Sharpe, pero no ofreció resistencia. Sharpe también le ató las manos al comandante. Slingsby estaba a cuatro patas, hurgando entre las mochilas apiladas delante de la puerta y cuando encontró su bolsa con su suministro de ron, volvió a la chimenea y destapó la cantimplora.
—Pobre desgraciado —comentó Sharpe, asombrado de que pudiera sentir lástima por Slingsby—. ¿Cuánto tiempo lleva borracho?
—Desde Coimbra —respondió Bullen—, de forma más o menos continuada.
—Yo sólo lo vi borracho una vez —dijo Sharpe.
—Probablemente le tenía miedo, señor —dijo Bullen.
—¿A mí? —Sharpe pareció sorprendido. Se acercó a la chimenea, apoyó la rodilla en el suelo y miró a Slingsby a los ojos—. Lo siento, teniente —le dijo—, haber sido grosero con usted —Slingsby miró a Sharpe y parpadeó, con expresión confusa y sorprendida después—. ¿Me ha oído? —le preguntó Sharpe.
—Es muy amable por su parte, Sharpe —dijo Slingsby, y bebió un poco más.
—Bueno, señor Bullen, ya me ha oído. Me he disculpado.
Bullen sonrió y fue a decir algo, pero en aquel preciso momento sonaron los rifles del tejado y Sharpe se volvió hacia las ventanas.
—¡Preparados!
Los franceses volvieron a arremeter contra la parte trasera, pero en aquella ocasión habían reunido a un numeroso contingente de voltigeurs que tenían órdenes de disparar a la única ventana en tanto que una docena de soldados sacaban los cuerpos de los escalones para despejar el camino de un grupo de asalto que cometió el error de lanzar una inmensa ovación al atacar. Sharpe abrió la puerta de golpe y Harper ordenó disparar a la primera fila, luego a la segunda y después a la tercera, y los cuerpos volvieron a apilarse al pie de las escaleras, pero los franceses seguían llegando, pasando como podían por encima de los cuerpos. Un mosquete chasqueó junto al oído de Sharpe, que vio que se trataba de Sarah que disparaba contra el persistente ataque. Más franceses seguían subiendo las escaleras y Harper ordenó disparar a la primera fila, que ya había recargado, pero un soldado de casaca azul que había sobrevivido a la descarga de fusilería irrumpió por la puerta, donde Sharpe lo recibió con la punta de la espada.
—¡Segunda fila! —gritó Harper—, ¡fuego! —y Sharpe retorció la hoja para sacarla del vientre del soldado moribundo, a quien metió en la casa. Acto seguido volvió a cerrar dando un portazo. Sarah observó cómo recargaban los soldados y los imitó. La puerta se sacudía, el polvo caía de sus puntales de madera con cada balazo, pero nadie intentaba abrirla y la mosquetería francesa que había mantenido alejados de las ventanas a los hombres de Sharpe se fue apagando a medida que los frustrados franceses se retiraron a los flancos de la casa, donde estaban a salvo del fuego.
—Estamos ganando —dijo Sharpe, y en los rostros manchados de pólvora de los soldados apareció una sonrisa.
Y era casi cierto.
* * * *
Dos de los ayudantes de campo del general Sarrut completaron el reconocimiento y, de haberse impuesto el sentido común, su valentía hubiera puesto fin a la excitación de la mañana. Aquellos dos hombres, montados en unos caballos sanos, se habían arriesgado al fuego de los cañones para galopar hacia la entrada del valle que serpenteaba por detrás del bastión que los británicos llamaban Defensa Número 119. Granadas, proyectiles de rifle e incluso unas cuantas balas de mosquete caían en torno a los dos caballos que corrían adentrándose en la sombra de la montaña del este, tras lo cual los dos jinetes dieron la vuelta a sus animales, levantando la hierba, y los condujeron de vuelta por donde habían venido. Estalló una granada detrás de ellos y uno de los caballos empezó a sangrar por la grupa, pero los dos jubilosos oficiales lograron escapar y ponerse a salvo, galoparon por entre los tiradores más adelantados, saltaron el riachuelo y se detuvieron al lado del general.
—El valle está cortado, señor —informó uno de ellos—. Hay árboles, arbustos y empalizadas bloqueando el valle. No se puede pasar.
—Y por encima de la barrera —añadió el otro edecán hay un bastión con cañones esperando a que lo intentemos.
Sarrut soltó una palabrota. Su trabajo ya estaba hecho. Podía informar al general Reynier, que a su vez informaría al mariscal Masséna, de que ninguno de los cañones era falso y que el pequeño valle, lejos de ofrecer un paso a través de la línea enemiga, formaba parte integral de las defensas. Lo único que tenía que hacer era ordenar el toque de retirada y los tiradores se replegarían, el humo de las armas se disiparía y volvería a reinar el silencio en la mañana, pero cuando los dos jinetes habían regresado de su excursión, Sarrut había visto a unos cazadores portugueses de uniforme pardo que venían del valle bloqueado. Por lo visto, el enemigo quería combatir, y ningún general francés se convertía en mariscal rechazando una invitación semejante.
—¿Cómo salen de sus líneas? —quiso saber, señalando a los tiradores portugueses.
—Hay un sendero estrecho en la parte de atrás del monte —respondió el más observador de los edecanes—, que está protegido por puertos de montaña y por los fuertes.
Sarrut soltó un gruñido. Aquella respuesta implicaba que no podía albergar la esperanza de asaltar los fuertes por el sendero que utilizaban los portugueses, pero moriría antes que limitarse a una retirada cuando el enemigo le presentaba batalla. Lo menos que podía hacer era darles una paliza.
—Arremetan contra ellos —ordenó—. ¿Y qué demonios ha ocurrido con el piquete?
—Se han escondido —respondió otro edecán mientras miraba a su alrededor.
—¿Dónde?
El edecán señaló hacia la granja, que estaba toda ella rodeada de humo. La niebla ya casi se había disipado, pero había tanto humo en torno a la granja que parecía bruma.
—¡Sáquenlos de ahí! —ordenó Sarrut en un tono que reflejaba la ira que sentía.
En un primer momento se había mofado de la idea de capturar a un mero piquete, pero la frustración lo había hecho cambiar de parecer. Había traído al valle a cuatro batallones de primera y no podía hacerlos regresar a las líneas sin nada que enseñar. Hasta un puñado de prisioneros supondría una especie de victoria.
—¿Había algo de comida en ese corral? —preguntó.
Un ayudante de campo le tendió un pedazo de galleta del ejército británico, horneada dos veces, tan dura como una bala de cañón y más o menos igual de sabrosa. Sarrut la despreció, entonces espoleó a su caballo y cruzó el arroyo, pasó junto al corral y salió a la pradera, donde le esperaban más malas noticias. Los portugueses, lejos de estar recibiendo lo suyo, estaban obligando a retroceder a sus chasseurs y voltigeurs. Dos batallones estaban superando a cuatro; Sarrut oyó el inconfundible chasquido de los rifles y supo que eran aquellas armas las que estaban inclinando el enfrentamiento a favor de los portugueses. ¿Por qué demonios se empeñaba el emperador en que los rifles eran inútiles? Lo inútil era enfrentarse a esos tiradores con mosquetes, pensó Sarrut. Los mosquetes eran para utilizarlos contra formaciones enemigas, no contra individuos, pero un rifle podía acertar a una pulga en la espalda de una prostituta a cien pasos de distancia.
—Pídale al general Reynier que suelte la caballería —le dijo a un ayudante de campo—. Ellos acabarán con esos cabrones.
Había empezado como un reconocimiento del terreno y se estaba convirtiendo en una batalla.
* * * *
El South Essex llegó por la vertiente oriental de la montaña en la que se hallaba la Defensa Número 119 en tanto que los portugueses habían venido por la ladera oeste y estos dos batallones bloqueaban entonces la entrada al pequeño valle. Así pues, el South Essex se encontraba a la derecha de los portugueses, a unos ochocientos metros de distancia, y delante de ellos había una extensión de pradera bordeada por el río desbordado y los pantanos que circundaban la asediada vivienda del granjero y los edificios que la rodeaban. A la izquierda de Lawford estaba el desnivel de la montaña, el flanco de los portugueses y, en el valle, delante de él, la multitud de voltigeurs y chasseurs cuyas formaciones desperdigadas eran salpicadas por los estallidos y las bocanadas de humo del cañoneo británico y portugués.
—¡Esto es un maldito desastre! —protestó Lawford. La mayor parte de los oficiales del South Essex no habían tenido tiempo de ir a buscar los caballos, pero Lawford iba montado en Rayo y desde lo alto de la silla veía el sendero que cruzaba el puente y se dirigía hacia los edificios de la granja. Decidió que era allí donde iría—. Doble columna de compañías a un cuarto de distancia —ordenó. Miró hacia la granja y, por el volumen del fuego y el espesor del humo, se dio cuenta de que la compañía ligera estaba oponiendo una resistencia tenaz—. Bien hecho, Cornelius —dijo en voz alta. Tal vez Slingsby hubiera cometido una imprudencia al haberse retirado hacia la granja en lugar de hacia las montañas, pero al menos estaba luchando bravamente—. ¡Adelante, comandante! —le dijo a Forrest.
Todas las compañías del South Essex se hallaban entonces formadas en cuatro filas. Las compañías iban de dos en dos, de modo que el batallón formaba con dos compañías de ancho y cuatro en fondo y la compañía número nueve iba sola en la retaguardia. En opinión del general Picton, que observaba desde la cima, parecía más una columna francesa que una unidad británica, pero así el batallón podía mantenerse en orden cerrado tal como era debido mientras avanzaba oblicuamente, con el pantano a su derecha y el terreno abierto y las montañas a su izquierda.
—Nos desplegaremos en línea si es necesario —le explicó Lawford a Forrest—, arrollaremos a esos soldados e impediremos que se acerquen al camino de la granja, capturaremos el puente y luego mandaremos a tres compañías arriba, a los edificios. Puede llevarlas usted. Quítese de encima a esos malditos franceses, saque de ahí a los hombres de Cornelius, vuelva y nos iremos a cenar. Creo que podríamos terminamos ese jamón con pimienta. Está muy bueno, ¿verdad?
—Muy bueno.
—Y unos huevos cocidos —dijo Lawford.
—¿No encuentra que le estriñen? —preguntó Forrest.
—¿Los huevos? ¿Dar estreñimiento? ¡Nunca! Yo procuro comerlos cada día y mi padre siempre fue un entusiasta de los huevos cocidos. Él creía que te hacen ir de vientre con regularidad. Ah, veo que esos desgraciados han advertido nuestra presencia.
Lawford espoleó a Rayo para dirigirse al espacio estrecho entre las dos compañías. Los desgraciados a los que había visto eran chasseurs y voltigeurs que se estaban reuniendo delante del batallón de Lawford. Los franceses estaban atacando el flanco derecho portugués, pero vieron que los casacas rojas se acercaban y se dieron la vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza. No eran suficientes como para contener el avance del batallón, pero Lawford seguía lamentando no tener a su compañía ligera para mandarla en avanzada y hacer retroceder a los tiradores. Sabía que tendría que sufrir algunas bajas antes de situarse a la distancia necesaria para lanzar una descarga que terminara con la tontería de los franceses, de modo que cabalgó hasta el frente para que los soldados vieran que compartía el peligro. Miró hacia la granja y vio que allí la lucha todavía era muy encarnizada. Una granada estalló despidiendo humo y llamas a unos cien pasos más adelante. Una bala de mosquete, disparada desde demasiado lejos, pasó volando por encima de la cabeza de Lawford y alcanzó la bandera amarilla del regimiento; entonces oyó las cornetas, se puso de pie en los estribos y vio, a cierta distancia del otro extremo del valle, columnas de jinetes que descendían de las montañas en cascada. Se fijó en ellos pero no hizo nada todavía, puesto que se hallaban demasiado lejos como para suponer peligro alguno.
—¡Vaya a la derecha! —le gritó Lawford a Forrest, que se encontraba junto a la compañía de granaderos situada al frente, en el flanco izquierdo—. ¡Hacia arriba! ¡Hacia arriba! —señaló, indicando que el batallón debía marchar en dirección al puente. Un hombre de la primera fila dio un traspié y se quedó sentado sujetándose el muslo. Las filas empezaron a abrirse para pasar por su lado y volvieron a cerrarse—. Que dos soldados lo ayuden, señor Collins —le gritó Lawford al capitán más cercano.
No se atrevía a dejar atrás a ningún herido, no mientras hubiera caballería suelta por el valle. Gracias a Dios, pensó, que no había artillería francesa.
Los jinetes ya habían cruzado el río y Lawford vio los brillantes destellos de sus sables y espadas desenvainados. Observó que se trataba de una mezcla de jinetes: dragones de casaca verde con sus largas espadas rectas, húsares de color azul cielo y chasseurs de un verde más claro armados con sables. Se encontraban a más de un kilómetro y medio de distancia y sin duda estaban decididos a atacar a los portugueses por su flanco más alejado, pero una mirada atrás reveló que los cazadores eran conscientes del peligro y estaban formando dos cuadros. Los jinetes también lo vieron y viraron hacia el este, levantando la hierba suave con los cascos de sus caballos. Ahora se dirigían hacia el South Essex, pero todavía estaban lejos y Lawford continuó marchando mientras los voltigeurs se dispersaban apartándose del camino de los jinetes. Las granadas estallaron entre la caballería, que se desperdigó de forma instintiva y Lawford tuvo un impulso malicioso.
—¡Media distancia! —gritó—. ¡Media distancia!
Las compañías incrementaron los intervalos entre los soldados. Al igual que la caballería, se estaban desplegando y ya no tenían aspecto de una columna cerrada, sino que entre cada unidad se veían franjas de luz del día, invitando así a la caballería a que penetrara en aquellos huecos y destrozara el batallón desde dentro.
—¡Sigan marchando! —le gritó Lawford a la compañía más próxima, que miraba nerviosamente hacia la caballería—. ¡No les hagan caso!
Ya estaban a menos de ochocientos metros. La caballería se había desplegado en una línea que retumbaba por el valle y el South Essex marchaba a lo largo de su frente, quedando el flanco izquierdo de cada fila expuesto a los jinetes. Ahora todo dependía de la sincronización, pensó Lawford, puramente de la sincronización, pues no quería formar en cuadro demasiado pronto y persuadir así a los jinetes para que se desviaran. ¿Cuántos eran? ¿Trescientos? Le pareció que había más, oía los cascos de sus caballos sobre la hierba blanda y veía sus banderolas; al ver que la línea se ponía al galope consideró que se habían comprometido demasiado pronto, pues el suelo era blando y los caballos estarían agotados cuando alcanzaran al batallón. Una granada estalló entre los jinetes que iban en cabeza y un dragón cayó al suelo bajo un revuelo de cascos, brida, sangre y espada. La segunda fila de caballería viró bruscamente para rodear al caballo que se sacudía y Lawford consideró que había llegado el momento.
—¡Formen en cuadro!
Una instrucción bien hecha tenía algo de hermoso, pensó Lawford. Observar a las últimas compañías detenerse y marchar hacia atrás, ver a las compañías del centro girar hacia el exterior, las compañías delanteras marcando el paso y todas las partes separadas unirse a la perfección para formar un deforme rectángulo. Tres compañías formaban los lados más largos, otras el extremo norte y una única compañía constituía la cara sur, pero lo que importaba era que el cuadro estuviera formado y fuera impenetrable. Los soldados de la fila exterior hincaron la rodilla en el suelo.
—¡Calen bayonetas!
La mayor parte de los jinetes se desviaron para alejarse, pero al menos un centenar de ellos siguieron recto y fueron directos a la descarga de Lawford. La cara oeste del cuadro desapareció en la humareda, se oyeron los gritos de los caballos y cuando el humo se disipó Lawford vio que hombres y bestias se alejaban al galope dejando una docena de cuerpos en el suelo. Entonces los voltigeurs empezaron a disparar contra el cuadro, agradecidos por tener un blanco tan voluminoso, y los heridos se iban dejando en el centro del cuadro. La única respuesta que recibieron los tiradores fueron las descargas cerradas de media compañía, cosa que funcionó, pues cada estallido hacía retroceder a un grupo de franceses y de vez en cuando dejaba a alguno retorciéndose en el suelo, pero, al igual que los lobos en tomo al rebaño, siguieron acosándolos y los jinetes daban vueltas tras ellos, esperando a que el batallón de casacas rojas abriera sus filas y les brindara una oportunidad de atacar. Lawford no iba a dársela. Su batallón seguiría con las filas cerradas, pero con ello les proporcionaba un objetivo a los tiradores y, poco a poco, se dio cuenta de que se había metido en un peligroso dilema. La mejor manera de quitarse a los voltigeurs de encima era abrir filas y avanzar, pero dicha acción invitaría a la caballería a realizar una carga, y la caballería era el peligro mayor, por lo tanto tenía que permanecer en formación cerrada, aunque con ello les ofreciera a los franceses un blanco tentador, por lo que los voltigeurs iban mermando sus filas, causando una herida mortal o una muerte con cada descarga. La artillería ayudaba a Lawford. Las granadas estallaban a un ritmo constante, pero el terreno era blando y los cañones abrían fuego desde las alturas, por lo que muchas de las granadas quedaban enterradas antes de estallar y el suelo amortiguaba su potencia o se desperdiciaban al hacer explosión hacia arriba. Los botes de metralla eran más mortíferos, pero al menos uno de los artilleros estaba cortando la mecha demasiado larga. Lawford fue conduciendo al batallón poco a poco hacia el norte. Resultaba difícil avanzar en cuadro, tenía que hacerse lentamente, llevar con la formación a los heridos que estaban en su centro y, además, el batallón se veía obligado a detenerse cada pocos segundos para poder arremeter contra los tiradores con otra descarga. Lawford comprendió que, en realidad, había caído en la trampa de los voltigeurs y una tarea que había parecido fácil de pronto se había vuelto sangrienta.
—Ojalá tuviéramos nuestros rifles —dijo Forrest entre dientes.
El comentario irritó a Lawford, aunque él también compartía el mismo deseo. Sabía que la culpa era suya por haber mandado a la compañía ligera de piquete y confiado en que no tendrían problemas, y ahora era su propio batallón el que los tenía. Había empezado muy bien: la marcha en orden cerrado, la hermosa formación en cuadro, propia de un ejemplo del libro de instrucción, y la fácil derrota de la carga de caballería; sin embargo, en aquel momento el South Essex estaba en el centro del valle y no tenía más apoyo que el de los distantes cañones mientras que más y más voltigeurs, oliendo la sangre, se iban acercando al batallón. De momento no había sufrido muchas bajas, sólo cinco soldados muertos y una veintena de heridos, pero eso era debido a que los tiradores franceses mantenían la distancia, recelosos de sus descargas, pero aun así, cada minuto traía un nuevo ataque de mosquetería y cuanto más se acercaba al camino de la granja, más aislado estaba. Además, Lawford sabía que Picton estaba observando, lo cual significaba que su batallón se estaba exhibiendo.
Y estaba atrapado.
* * * *
Vicente bajó por la escalera para informar de que un batallón de casacas rojas acudía a rescatarlos, pero que al verse amenazado por la caballería había formado en cuadro a unos ochocientos metros de distancia. Sharpe miró por la ventana y, por la bandera del regimiento, vio que se trataba del South Essex, pero, por la ayuda que podía ofrecerle, era lo mismo que si estuviera a cientos de kilómetros de distancia.
Tras el rechazo de su último ataque, los franceses se habían escondido detrás de los edificios de la granja, fuera de la vista de los fusileros que disparaban desde el tejado de la casa de labranza. El sendero que conducía a la granja y que antes estaba plagado de voltigeurs, en aquellos momentos estaba vacío. Sharpe había hecho bajar a dos fusileros al piso de abajo, los había apostado en las ventanas delanteras junto con Perkins y él mismo y se habían puesto a hacer prácticas de tiro con los voltigeurs hasta que los franceses, que se hallaban al descubierto y con armas de menor alcance, tuvieron que correr a refugiarse a los lados de la casa o retroceder a la parte más seca del valle para sumarse al ataque contra el atribulado cuadro.
—¿Y ahora qué hacemos, señor Bullen? —preguntó Sharpe.
—¿Que qué hacemos, señor? —a Bullen le sorprendió que le preguntara.
Sharpe sonrió.
—Hizo muy bien trayendo a los hombres aquí, muy bien. Pensé que quizá tuviera otra buena idea para sacarlos.
—¿Seguir combatiendo, señor?
—Normalmente es lo mejor que se puede hacer —repuso Sharpe, que entonces se asomó rápidamente a la ventana y no atrajo los disparos de ningún mosquete—. Los franchutes no aguantarán mucho —afirmó. A Bullen le pareció que era una previsión optimista puesto que, por lo que él podía ver, el valle estaba lleno de franceses, tanto de infantería como de caballería, y era obvio que el cuadro de casacas rojas tenía dificultades. Sharpe había llegado a la misma conclusión—. Ha llegado la hora de ganarse todo ese dinero que le paga el rey, señor Bullen.
—¿Qué dinero, señor?
—¿Qué dinero? Usted es un oficial y un caballero, señor Bullen. Seguro que es rico —algunos de los soldados se rieron. Slingsby estaba dormido, sentado en la chimenea con la cantimplora en el regazo, la cabeza apoyada contra la mampostería y la boca abierta. Sharpe se volvió y miró nuevamente por la ventana—. Tienen problemas —dijo, señalando el batallón con un gesto de la cabeza—. Necesitan nuestra ayuda. Necesitan rifles, lo cual significa que tenemos que rescatarlos —miró a los prisioneros con el ceño fruncido mientras una idea se le iba formando en la cabeza—. De modo que el comandante Ferreira les dijo que se rindieran, ¿no? —le preguntó a Bullen.
—Así es, señor. Sé que no le correspondía dar órdenes, pero…
—No le correspondía —lo interrumpió Sharpe, más interesado en el motivo por el cual Ferreira habría estado tan dispuesto a caer en manos francesas—. ¿Le dijo por qué tenían que rendirse?
—Tenía que hacer un trato con los franceses, señor. Nos rendiríamos si ellos soltaban a los civiles.
—¡Menudo cabrón artero! —dijo Sharpe. Ferreira, absolutamente atemorizado y con un morado enorme en la sien, levantó la vista y miró a Sharpe—. Quería llegar a las líneas antes que nosotros, ¿verdad? —le preguntó Sharpe. Ferreira no dijo nada—. Usted no, comandante —dijo Sharpe—, usted es un militar y está bajo arresto. Pero, ¿y si se va su hermano ahora? ¿Y sus hombres? Podemos dejarles marchar. ¿Señorita Fry? Dígales que se levanten.
Los cuatro hombres se pusieron de pie torpemente.
Sharpe hizo que Perkins y un par de casacas rojas los encañonaran con sus armas en tanto que Harper les desataba primero los pies y luego las manos.
—Lo que van a hacer —les dijo, dejando que Sarah lo tradujera— es salir de aquí. En la parte delantera no hay franceses. ¿Sargento Read? Desbloquee la puerta delantera —Sharpe volvió a mirar a Ferragus y a sus tres compañeros—. Pueden marcharse en cuanto se abra la puerta. Corran como alma que lleva el diablo, atajen por el pantano y deberían poder alcanzar a los casacas rojas de allí.
—Si los hace marchar los franceses los matarán a tiros —protestó Vicente, que en el fondo seguía siendo abogado.
—Si no se van, voy a ser yo quien les pegue un tiro —replicó Sharpe, que se dio la vuelta cuando se oyó una ráfaga de disparos provenientes del patio trasero de la casa. Los fusileros que quedaban en el tejado respondieron al fuego y Sharpe escuchó, considerando si el ruido correspondía a un nuevo ataque, pero le dio la impresión de que los franceses meramente estaban disparando al azar. Desde el otro extremo de la franja de pantano les llegaba el sonido amortiguado de las descargas del South Essex y, desde más lejos, el sonido de los rifles portugueses, más nítido.
El comandante Ferreira, en el extremo más alejado de la habitación, habló en portugués a su hermano.
—Le ha dicho que les disparará por la espalda si se marchan —tradujo Sarah a Sharpe.
—Dígales que no lo haré. Y dígales que si corren sobrevivirán.
—La puerta ya no está bloqueada, señor —anunció Read.
Sharpe miró a Vicente.
—Haga bajar a todos los fusileros del piso de arriba. —Iba a echar de menos sus disparos y sólo podía esperar que la ausencia de humo de pólvora del maltrecho tejado no animara a los franceses, pero tenía una idea, una idea que podía causar mucho daño al enemigo—. ¡Sargento Harper!
—¿Señor?
—Alinee a seis fusileros y seis casacas rojas, aparéelos según la talla y haga que se intercambien las casacas.
—¿Que se intercambien las casacas, señor?
—¡Ya me ha oído! Empiece de una vez. Y cuando estén los primeros seis, haga lo mismo con seis más. Quiero a todos los fusileros con una casaca roja. Y cuando se hayan vestido pueden ponerse las mochilas. —Sharpe se volvió a mirar a los heridos, que estaban en el centro de la estancia—. Vamos a salir —les dijo— y ustedes se van a quedar aquí —vio la expresión de alarma en sus rostros—. Los franceses no les harán daño —les tranquilizó. Los británicos cuidaban de los franceses heridos y éstos hacían lo mismo—. Pero tampoco los van a llevar con ellos, de manera que cuando todo este lío termine vendremos a buscarlos. Pero los franchutes les robarán todo lo que tengan de valor, así que si tienen algo valioso dénselo a un amigo para que se lo guarde.
—¿Qué está haciendo, señor? —preguntó uno de los heridos.
—Voy a ayudar al batallón —respondió Sharpe—, y volveré a buscarles, se lo prometo —miró al primer fusilero que, a regañadientes, se ponía la casaca roja con vueltas amarillas—. ¡Póngasela de una vez! —le espetó, y en aquel preciso momento, Perkins soltó un gruñido de dolor y sorpresa.
Sharpe se volvió a medias, pensando que una bala perdida debía de haber entrado por la ventana, y vio que Ferragus, liberado de sus ataduras, había golpeado a Perkins, y que los casacas rojas no se atrevían a disparar contra aquel animal por miedo a herir a otra persona en la habitación llena de gente, y entonces Ferragus, libre, vengativo y peligroso, fue a por Sharpe.
* * * *
El coronel Lawford observó que los voltigeurs iban aumentando su número al oeste y al norte. En el sur sólo había unos cuantos y en el este, donde el terreno estaba inundado o anegado, ninguno. La caballería permanecía a la espera detrás de los voltigeurs, lista para el momento en que el fuego de los mosquetes debilitara el cuadro del South Essex de manera que fuera posible otra carga. Aunque de momento los mosquetes franceses se hallaban todavía muy lejos, no por ello eran inofensivos, y poco a poco el centro del cuadro se estaba llenando de soldados heridos. Los artilleros les ayudaban un poco desde la cima del monte puesto que, al estar concentrados en el cuadro, los voltigeurs ofrecían un objetivo más tentador para las granadas y los botes de metralla; no obstante, los tiradores franceses del norte, situados frente a uno de los lados más estrechos del cuadro, recibían menos ataques con granadas porque los artilleros temían alcanzar al South Essex, lo cual les permitió ir acercándose e infligir cada vez más daño. Más voltigeurs corrieron hacia ese lado al darse cuenta de que allí recibirían menos descargas que desde el flanco más largo del cuadro que daba al oeste.
—No estoy seguro de que podamos llegar a la granja ahora, señor —dijo el comandante Forrest, que se había acercado a Lawford.
Lawford no le respondió. El comentario de Forrest insinuaba que debían abandonar el intento de rescate de la compañía ligera. El camino hacia el sur, que conducía al fuerte de la colina, estaba bastante despejado y, si retrocedía hacia la cima, el South Essex sobreviviría. Los franceses lo considerarían una victoria, pero al menos el batallón seguiría con vida. La compañía ligera se perdería, lo cual era una pena, pero mejor perder una compañía que las diez.
—No hay duda de que el fuego está aflojando —dijo Forrest, que no hablaba de la incesante mosquetería de los voltigeurs, sino del combate en la granja.
Lawford se dio la vuelta en la silla y vio que en la casa de labranza prácticamente no había humo de pólvora. Distinguió a un grupo de franceses agachados detrás de un cobertizo o granero, lo cual le dijo que la granja en sí no había caído, pero Forrest tenía razón. La intensidad de los disparos había disminuido y eso sugería que la resistencia de la compañía ligera estaba mermando.
—Pobres muchachos —comentó Lawford. Por un segundo pensó en intentar llegar a la granja cortando por el terreno inundado y los pantanos, pero un caballo sin jinete, uno de los que el South Essex había dejado con las sillas vacías, luchaba por mantenerse a flote en el pantano y, a juzgar por sus esfuerzos, era evidente que cualquier intento por cruzar el terreno anegado sería buscarse problemas. El caballo logró subir penosamente a un trozo de tierra más firme y se quedó allí, asustado y temblando. Lawford también sintió una chispa de miedo y supo que tenía que tomar una decisión—. Habrá que transportar a los heridos —le dijo a Forrest—. Destaque a unos cuantos soldados de la última fila.
—¿Vamos a retroceder? —preguntó Forrest.
—Me temo que sí, Joseph. Me temo que sí —dijo Lawford, y en aquel preciso instante la bala de un voltigueur alcanzó a Rayo en el ojo derecho; el caballo se encabritó, bramando, y Lawford sacó rápidamente las botas de la silla y se arrojó hacia la izquierda mientras Rayo se retorcía contra el cielo, agitando los cascos.
Lawford cayó con fuerza, pero logró apartarse a toda prisa cuando el gran caballo se desplomó. Rayo intentó volver a levantarse pero solamente consiguió dar patadas en el suelo y el criado de Lawford corrió hacia el animal con la gran pistola de caballería del coronel. Entonces vaciló, pues Rayo se retorcía.
—¡Hágalo, hombre! —le gritó el coronel—. ¡Hágalo!
El caballo tenía los ojos en blanco, golpeaba su cabeza ensangrentada contra el suelo y el criado no pudo apuntar la pistola, pero el comandante Leroy le arrebató el arma, colocó su bota sobre la cabeza del caballo para sujetarla y le disparó a Rayo en la testuz. El animal dio una última sacudida y se quedó inmóvil. Lawford soltó una maldición. Leroy le arrojó de nuevo la pistola al criado y, con la sangre del caballo reluciendo en sus botas, regresó a la cara oeste del cuadro.
—Dé las órdenes, comandante —le dijo Lawford a Forrest.
Estaba al borde de las lágrimas. Rayo había sido un caballo magnífico. Ordenó a su criado que desabrochara la cincha y le quitara la silla, vio que a los heridos que no podían caminar ni a rastras ni cojeando los levantaban del suelo y entonces el South Essex empezó a replegarse. La retirada sería terriblemente lenta. El cuadro tenía que mantenerse unido si querían evitar la carga de la caballería, y sólo podía avanzar poco a poco y con cautela, arrastrando los pies por el suelo más que marchando. Los franceses, al ver que se movían hacia el sur, lanzaron una ovación irónica y se acercaron más. Querían acabar con los casacas rojas y regresar a su lado del valle con un buen número de prisioneros, armas capturadas y, lo mejor de todo, los dos preciosos estandartes. Lawford levantó la vista hacia las dos banderas, ambas perforadas por las balas, y se preguntó si debía sacarlas de los mástiles y quemar la seda pesada, pero desdeñó la idea por considerarla fruto del pánico. Regresaría a las montañas; Picton estaría enojado y sin duda los demás batallones se burlarían de él, pero el South Essex sobreviviría. Eso era lo que importaba.
En aquellos momentos la ruta de regreso a las montañas se hallaba despejada de enemigos porque el batallón de cazadores de mano derecha se había acercado al South Essex. Los portugueses habían rechazado a los franceses, derrotándolos con sus rifles, por lo que éstos habían concentrado entonces su atención en los vulnerables casacas rojas; el batallón portugués se había desplazado hacia la derecha y descargaba sus rifles contra los soldados que atacaban a Lawford, con lo cual se despejó el camino del sur, pero la caballería viró en esta dirección y los portugueses volvieron a formar en cuadro. La caballería, hostigada por las granadas constantes, retrocedió de nuevo hacia el centro del valle, pero los fusileros portugueses siguieron manteniendo el camino despejado para el South Essex. Dentro de unos doscientos o trescientos metros, pensó Lawford, estaría cerca de la montaña y los franceses abandonarían el hostigamiento y se replegarían, salvo que quisieran consolarse capturando la granja. Lawford miró hacia los edificios, no vio que saliera humo del tejado ni de las ventanas y le pareció que ya era demasiado tarde.
—Lo intentamos —le dijo a Forrest—, al menos lo intentamos.
«Y fracasamos», pensó Forrest, pero no dijo nada. Las filas situadas más al norte del cuadro se dividieron para rodear el cadáver de Rayo y volvieron a cerrarse. Los voltigeurs, recelosos de los rifles portugueses, se estaban concentrando nuevamente en aquel flanco norte y las descargas de media compañía eran constantes mientras los casacas rojas intentaban ahuyentar a esos tiradores mortales. Los mosquetes llamearon, el humo se espesó y el cuadro fue avanzando poco a poco hacia el sur.
Y la compañía ligera se quedó sola.
* * * *
Sharpe se agachó, eludiendo por muy poco un derechazo de Ferragus y recibiendo en cambio en el hombro un golpe de su puño izquierdo que fue igual que si lo hubiera alcanzado una bala de mosquete. El golpe estuvo a punto de tirarlo al suelo y el siguiente puñetazo, que Ferragus lanzó con la mano derecha y que se suponía que tenía que aplastarle el cráneo a Sharpe, sólo consiguió rebotar en lo alto de su cabeza y hacerle caer el chacó, pero aun así le propinó una buena sacudida y Sharpe arremetió instintivamente con la culata de su rifle contra Ferragus y alcanzó al hombretón en la rodilla izquierda. El dolor del golpe detuvo a Ferragus y el segundo embate del rifle le dio en el puño derecho, que todavía tenía lastimado del golpe con la piedra que Sharpe le había propinado en el monasterio. Ferragus se estremeció de dolor y dos casacas rojas intentaron derribarlo, pero él se los sacudió de encima como un oso haría con los perros, aunque lo habían retrasado unos segundos, dándole a Sharpe la oportunidad de ponerse de pie. Le lanzó el rifle a Harper.
—Déjenlo —les dijo Sharpe a los casacas rojas—. Déjenlo. —Se desabrochó el talabarte y le arrojó la espada a Bullen—. Monte guardia en las ventanas, señor Bullen.
—Sí, señor.
—¡Una buena guardia! Asegúrese de que los soldados estén mirando afuera y no aquí adentro.
—Déjeme matarlo, señor —sugirió Harper.
—No seamos injustos con el señor Ferreira, Pat —repuso Sharpe—. No podría con usted. Y la última vez que intentó vérselas conmigo tuvieron que ayudarle. Sólo usted y yo, ¿eh? —Sharpe le sonrió a Ferragus, que estaba flexionando la mano derecha. Sarah se encontraba detrás del hombretón y amartilló el mosquete, haciendo una mueca de esfuerzo porque le costó tirar del disparador. El sonido del mecanismo hizo que Ferragus volviera la vista hacia atrás, Sharpe avanzó y estrelló los nudillos de la mano derecha contra el ojo izquierdo de Ferragus. Notó que algo cedía, la enorme cabeza se fue hacia atrás de una sacudida y cuando Ferragus se recuperó Sharpe ya se hallaba fuera de su alcance—. Sé que te gustaría matarlo —le dijo Sharpe a Sarah—, pero eso no es muy propio de una dama. Déjamelo a mí.
Volvió a avanzar, hizo amago de golpearle el ojo izquierdo a Ferragus, que se le estaba cerrando, y retrocedió antes de propinar el golpe, moviéndose hacia la izquierda, procurando que Ferragus lo siguiera, y deteniéndose un instante demasiado tarde porque Ferragus, más rápido de lo que Sharpe había esperado, le propinó un directo con la izquierda. El golpe no llevaba mucho impulso, ni siquiera parecía especialmente fuerte, pero cayó sobre las costillas vendadas de Sharpe, que tuvo la misma sensación que si lo hubiera golpeado una bala de cañón y, de no ser porque ya había decidido retroceder, el golpe lo hubiera tirado al suelo, pero sus piernas se movieron al mismo tiempo que el dolor le abrasaba las costillas. Arremetió con la mano izquierda con intención de alcanzar de nuevo el ojo hinchado, pero Ferragus se la apartó de un manotazo y volvió a lanzar un puñetazo con su izquierda; aquella vez, sin embargo, Sharpe ya se había apartado.
Ferragus no veía nada con el ojo izquierdo y le dolía como si lo tuviera al rojo vivo, un ardor que penetrara en su cabeza, pero sabía que le había hecho daño a Sharpe y sabía que si se acercaba a él podía hacer algo más que herir al fusilero, que en aquellos momentos retrocedía entre los casacas rojas heridos y la gran chimenea. Ferragus se apresuró, pensando en recibir los mejores golpes de Sharpe y acercarse lo suficiente para matar a ese inglés hijo de puta, pero Slingsby, borracho como una cuba y sentado en la chimenea, extendió la pierna derecha, Ferragus tropezó con ella y Sharpe volvió a arremeter contra su cara, el puño izquierdo hizo papilla el ojo dañado de Ferragus y clavó la base de la mano en su nariz. Algo se rompió y Ferragus, que intentó darle a Slingsby con la mano izquierda, extendió la derecha para detener a Sharpe, pero él ya había vuelto a retroceder.
—Déjelo, señor Slingsby —le dijo Sharpe—. ¿Sus hombres están mirando por las ventanas, señor Bullen?
—Sí, señor.
—Asegúrese de que así sea.
Sharpe pasó junto a los heridos por el espacio abierto entre las ventanas delanteras y traseras donde nadie se atrevía a permanecer por miedo a las balas francesas y retrocedió hacia la ventana que daba al patio, oyó una bala que golpeó en el marco de la ventana, le atizó un golpe rápido con la izquierda a Ferragus, que se balanceó para esquivarlo y se abalanzó contra Sharpe. Sharpe retrocedió, dirigiéndose hacia la izquierda de Ferragus porque era el lado por el que no veía, y Ferragus se dio la vuelta para enfrentarse a Sharpe, que sabía que tenía que recibir el castigo ahora, ponerse al alcance del gigantón y arremeter con sus puños, una y otra vez, en el vientre de su enemigo, que era como pegarle a una tabla de roble. Sharpe sabía que aquellos golpes no causaban daño y no le importó, puesto que lo que él quería era hacer retroceder a Ferragus. Se lanzó con la cabeza por delante, estrelló la frente contra la ensangrentada masa que era el rostro de Ferragus, empujó hacia delante y la cabeza le retumbó cuando recibió un golpe a un lado del cráneo. La visión se le tiñó de rojo y negro. Volvió a empujar, la mano izquierda de Ferragus le golpeó en el otro lado de la cabeza y Sharpe supo que sólo podría aguantar otro de esos golpes, y ni siquiera estaba seguro de poder sobrevivir puesto que se estaba quedando aturdido; dio un último empujón y notó que Ferragus se golpeaba contra el alféizar de la ventana. Sharpe se agachó para intentar esquivar el siguiente golpe, que rebotó en lo alto de su cabeza y, aunque le dio de refilón, fue suficiente como para que un dolor punzante le atravesara el cerebro, pero entonces notó que Ferragus se estremecía. Ferragus volvió a estremecerse, Sharpe retrocedió tambaleándose y vio que a Ferragus se le había enturbiado el ojo sano. El grandullón tenía una expresión de asombro y Sharpe, a pesar de estar medio aturdido, dio un golpe con la mano izquierda que alcanzó a Ferragus en la garganta. Ferragus trató de reaccionar, intentó plantarle a Sharpe un par de golpes como mazazos en su punto vulnerable, las costillas, pero su ancha espalda ocupaba toda la ventana y era el primer blanco fácil que les habían dado a los franceses desde que había empezado el asedio de la granja, por lo que fue alcanzado por dos balas de mosquete y se sacudió de nuevo, abrió la boca y derramó sangre.
—¡Sus hombres no están mirando afuera, señor Bullen! —dijo Sharpe. Una última bala alcanzó a Ferragus, esta vez en la nuca, y lo arrojó hacia adelante como un árbol talado.
Sharpe se inclinó para recuperar el chacó, respiró hondo y sintió el dolor en las costillas.
—¿Quiere un consejo, señor Bullen? —dijo Sharpe.
—Por supuesto, señor.
—Nunca pelee limpio. —Recuperó su espada—. Destaque a dos soldados para que escolten al comandante Ferreira y otros dos para que ayuden al teniente Slingsby. Y que esos cuatro hombres lleven esas bolsas —señaló las bolsas que habían pertenecido a Ferragus y a sus hombres—. Y lo que hay en su interior, señor Bullen, pertenece a la señorita Fry, de modo que asegúrese de que esos ladrones de mierda no las abran.
—Lo haré, señor.
—Y tal vez —le dijo Sharpe a Sarah— tendrás la amabilidad de darle a Jorge unas cuantas monedas. Tiene que pagar el esquife.
—Por supuesto que sí.
—¡Bien! —dijo Sharpe, que entonces se volvió hacia Harper—. ¿Se ha cambiado ya todo el mundo?
—Casi, señor.
—¡Pues acaben de una vez!
Tardaron un momento más, pero al final todos los fusileros, incluido Harper, iban vestidos con una casaca roja, aunque la más grande de todas parecía ridículamente pequeña en el irlandés. Sharpe se intercambió la casaca con el teniente Bullen y esperó que los franceses confundieran realmente a los fusileros por soldados con mosquete. No había ordenado que los soldados se cambiaran los pantalones porque eso hubiese llevado demasiado tiempo, y podría ocurrir que un voltigeur con ojo de lince se preguntara por qué los casacas rojas llevaban pantalones de color verde oscuro, pero se arriesgaría a ello.
—Lo que vamos a hacer —dijo a la compañía— es rescatar a un batallón.
—¿Vamos a salir? —Bullen pareció alarmado.
—No, van a salir ellos —Sharpe señaló a los tres civiles portugueses. Cogió su rifle de manos de Harper y lo amartilló—. ¡Fuera!
Los tres hombres vacilaron, pero habían visto lo que el fusilero le había hecho a su amo y le tenían terror.
—Dígales que corran hacia el cuadro —le dijo Sharpe a Vicente—. Dígales que allí estarán a salvo.
Vicente parecía tener sus dudas, pues sospechaba que lo que Sharpe estaba haciendo iba en contra de las leyes de guerra, pero cuando miró al rostro de Sharpe decidió no discutir. Ni tampoco discutieron los tres hombres. Fueron conducidos a la puerta principal y, como no se decidían, Sharpe los apuntó con el rifle.
Echaron a correr.
Sharpe no les había mentido. Casi no corrían peligro, y cuanto más se alejaran de la granja más a salvo estarían. En un primer momento no reaccionó ningún francés, pues lo último que se esperaban era que alguien saliera de la casa, y pasaron cuatro o cinco segundos enteros antes de que sonara el primer mosquete, pero los voltigeurs disparaban contra hombres que corrían, hombres que se alejaban por el sendero de la granja, y las balas se perdieron. Al cabo de unos cincuenta metros los hombres cortaron por el pantano y la marcha les resultó mucho más dificultosa, pero ya se hallaban lejos de los franceses, quienes, frustrados por su huida, intentaron acortar distancias. Salieron de detrás de los edificios de la granja y se dirigieron al borde del pantano, apuntando con sus mosquetes a los tres hombres que intentaban abrirse camino por la ciénaga.
—Fusileros —dijo Sharpe—, empiecen a matar a esos cabrones.
Al salir al descubierto, los franceses brindaron un blanco fácil a los rifles que dispararon desde las ventanas de la granja. Hubo unos segundos de pánico entre los voltigeurs, tras los cuales regresaron a toda prisa a las paredes del edificio. Sharpe esperó a que los fusileros recargaran.
—Ya no volverán a hacerlo —dijo, y entonces les contó lo que tenía pensado.
Los fusileros vestidos con casaca roja iban a ser los primeros en salir de la granja y, al igual que los tres portugueses, tenían que correr tan rápido como pudieran por el camino y luego torcer por el pantano hacia el río crecido.
—Salvo que nos detendremos junto al estercolero de ahí delante —les dijo Sharpe— y les proporcionaremos fuego de cobertura a los demás.
El comandante Ferreira, sus escoltas, Slingsby, Sarah y Joana saldrían después, guiados por Vicente, y por último, el teniente Bullen llevaría al resto de la compañía.
—Usted es nuestra retaguardia —le dijo Sharpe a Bullen—. Tiene que rechazar a los voltigeurs. El trabajo propio de un tirador, teniente. Combatan en parejas, con calma y precisión. El enemigo verá las casacas verdes y no tendrá muchas ansias de acercarse, de modo que no tendría por qué pasarles nada. Limítense a replegarse detrás de nosotros, a meterse en el pantano y dirigirse hacia el batallón. Todos tendremos que vadear la corriente y si fuera demasiado profunda nos ahogaríamos, pero si esos tres lo han conseguido sabemos que es seguro. Lo que hacen es eso, mostrarnos el camino.
Los tres portugueses se hallaban en mitad del terreno cenagoso, chapoteando por las aguas desbordadas que se retiraban, y su huida había demostrado que en cuanto se alejaron de la casa los voltigeurs ya no supusieron un verdadero peligro para ellos. Sharpe creía que sería mala suerte si perdía a dos hombres en aquella incursión. Los franceses, que habían quedado horrorizados por la intensidad del fuego procedente de la granja, se habían refugiado y lo único que quería la mayoría de ellos era regresar a sus campamentos. Así pues, les darían lo que querían.
—¡Fusileros! ¿Están todos preparados?
Los agrupó a todos junto a la puerta principal, les dijo que tenían que salir de la granja a toda prisa, les advirtió de que se prepararan para detenerse junto al estercolero, darse la vuelta y rechazar cualquier amenaza por parte de los voltigeurs.
—¡Diviértanse, muchachos! —dijo Sharpe—. ¡Adelante!
Salió el primero, bajó las escaleras de un salto, salió corriendo hacia el camino, se detuvo en el estercolero, se dio la vuelta, puso una rodilla en el suelo mientras los fusileros con casaca roja se desplegaban en una línea de tiradores a ambos lados de él, apuntó hacia un lado de la casa buscando un oficial y no vio ninguno, pero sí que había un voltigeur apuntando con su mosquete. Sharpe disparó.
—¡Jorge! —bramó—. ¡Ahora!
Los fusileros dispararon. Los franceses se hallaban apiñados a ambos lados del edificio, creyendo que allí estaban seguros puesto que los que guarnecían la granja no habían conseguido abrir una tronera en los hastiales, pero en aquellos momentos presentaban un blanco fácil y las balas se hundieron en ellos mientras el grupo de Vicente pasaba junto a Sharpe.
—¡No se detengan! —le gritó Sharpe a Vicente, y al volver a mirar hacia la granja una bala pasó silbando junto a su cabeza—. ¡Señor Bullen! ¡Ahora!
El grupo de Bullen, el más numeroso, salió el último y Sharpe les dijo a voz en cuello que formaran la cadena de tiradores y empezaran a disparar.
—¡Fusileros, atrás! ¡Atrás!
Estaban todos allí, diecisiete soldados con casacas rojas que corrían por el camino y luego seguían a Vicente cuando éste torció hacia el pantano, detrás de los tres portugueses que ya vadeaban el río cercano al cuadro. Así pues, la corriente podía cruzarse. El cuadro se había estado retirando, alejándose poco a poco, pero Sharpe vio que se había detenido, era de suponer que porque habían visto salir de la granja a la compañía ligera. El humo bordeaba las filas rojas del batallón y se alzaba por encima de las banderas. Sharpe volvió la vista atrás, nuevamente asombrado porque el tiempo parecía ir más despacio y todo estaba adquiriendo una maravillosa claridad. Los hombres de Bullen fueron demasiado lentos en formar su línea de tiradores y un soldado cayó abatido, herido en la rodilla, gritando de dolor.
—¡Déjenlo! —gritó Sharpe, que se había detenido a recargar su rifle—. ¡Dispare a esos cabrones, señor Bullen! ¡Que no se muevan de ahí!
Los franceses habían empezado a abandonar su refugio junto a la casa de labranza y los mosquetes tenían que evitarlo, tenían que hacerlos retroceder. Sharpe vio a un oficial que gritaba, haciendo gestos con la espada, sin duda animando a sus soldados a que salieran de los edificios de la granja y lanzaran un ataque hacia el camino, y Sharpe apuntó, disparó y el humo de su rifle hizo que perdiera de vista a su objetivo. Una bala alcanzó el suelo junto a él y rebotó hacia arriba; otra pasó silbando junto a su cabeza. Bullen ya tenía a sus hombres bajo control, los había tranquilizado y combatían como era debido, retrocediendo lentamente, y Sharpe se dio la vuelta y corrió tras sus fusileros disfrazados que estaban en el pantano, esperándole.
—¡Por ahí! —gritó, señalando hacia los voltigeurs que se enfrentaban a la cara norte del cuadro. Vicente ya estaba cerca del South Essex, sumergiéndose en el río desbordado.
Sharpe torció hacia el pantano para unirse a sus fusileros. Al principio la marcha fue muy fácil porque podía saltar de una mata de hierba a otra, pero luego se le empezaron a atascar las botas en el barro pegajoso. Una bala de mosquete cayó en el agua cerca de él y, por la salpicadura, vio que la habían disparado desde el oeste por los voltigeurs que hostigaban el cuadro.
Sharpe se dirigía precisamente hacia dichos soldados. Dejaría que Bullen, Vicente y el resto de la compañía fueran hacia el cuadro, pero él se llevaría a sus fusileros con casaca roja hacia el flanco de los voltigeurs que tanto daño habían estado causando al batallón. Sólo unos cuantos de dichos voltigeurs se habían fijado en él, y simplemente disparaban al azar hacia el otro lado del río, pues la distancia excedía el alcance de sus armas; además, Sharpe sabía que ellos estaban viendo casacas rojas, no fusileros. Creían que dieciocho casacas rojas no podían hacerles ningún daño y eso era lo que Sharpe quería que pensaran, y condujo a sus hombres hacia el borde del terreno inundado, donde tenían a los voltigeurs a menos de cien pasos.
—Oficiales y sargentos —les dijo a los fusileros—. Búsquenlos y mátenlos.
Dios había hecho los rifles para eso. Los mosquetes podían enfrentarse a cien pasos y era un milagro que una bala alcanzara el blanco al que se había apuntado; sin embargo, los rifles eran mortales a esa distancia y los voltigeurs, que habían creído que se enfrentaban sólo a mosquetes, cayeron en la emboscada. Durante los primeros segundos los fusileros de Sharpe habían matado a tres franceses y herido a otros siete, entonces recargaron y Sharpe los hizo avanzar poco a poco hacia la izquierda, y mientras se acercaban al cuadro unos pasos más, volvieron a disparar y los voltigeurs, confundidos porque sólo veían casacas rojas, se defendieron. Sharpe se arrodilló, vio a un oficial que corría sujetando el sable en alto con una mano y aguardó a que se detuviera, lo puso en su punto de mira y apretó el gatillo. Cuando el humo se disipó, el oficial ya no estaba.
—¡Disparen despacio pero sin parar! —gritó Sharpe—. ¡Que no se desperdicie ni una bala! —Se dio la vuelta y vio que Bullen ya se hallaba a salvo en el pantano; los voltigeurs lo habían seguido por el camino, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a meterse en la ciénaga.
Sharpe volvió la vista hacia el oeste, cargó el rifle con la culata medio sumergida en el agua, vio a un soldado que apuntaba con su mosquete y le disparó. Los voltigeurs se estaban dando cuenta por fin de que combatían en una batalla cruelmente desigual y corrían para alejarse del alcance de los rifles, pero la caballería, que se encontraba más lejos, sólo vio a unos cuantos casacas rojas dispersos y algunos de sus jinetes se dieron la vuelta, hincaron sus espuelas y salieron precipitadamente dejando atrás a los voltigeurs que se retiraban.
—Atrás —dijo Sharpe—, retrocedan con cuidado. ¡Hacia la izquierda, poco a poco! —Estaba acercando a sus hombres al cuadro, vadeando a través más de un palmo de agua. Todavía tenía que cruzar el río, pero la caballería también, y aquellos franceses no parecían pensar en el obstáculo inundado. Quizá pensaban que aquella capa de agua tenía la misma profundidad en todas partes, unos treinta centímetros más o menos, de modo que bajaron sus sables, espolearon las monturas y se lanzaron a medio galope contra su presa—. Esperen hasta que no puedan mantenerse a flote y luego mátenlos —dijo Sharpe.
La primera fila penetró con un chapoteo en el terreno inundado de la otra orilla y uno de las monturas se hundió en la corriente, arrojando a su jinete por encima de la cabeza. Los demás caballos aminoraron la marcha, intentando mantener el equilibrio con gran esfuerzo, y Sharpe les gritó a sus hombres que abrieran fuego. Un húsar, con las trenzas colgando a ambos lados de su rostro tostado, soltó un gruñido mientras tiraba de las riendas intentando obligar a su caballo a que cruzara el río, y Sharpe atravesó su casaca color azul cielo con una bala. Una granada estalló en la segunda fila de jinetes, que se habían detenido al ver frenar a la primera. Sharpe recargó sin dejar de mirar a su alrededor para asegurarse de que ninguno de los voltigeurs de la granja se acercaba por el terreno pantanoso y le disparó a un dragón. Aquello era una matanza fácil y los jinetes así lo comprendieron, por lo que hicieron dar la vuelta a sus caballos y volvieron a hincarles las espuelas para que regresaran a toda prisa al terreno más firme, perseguidos en todo momento por los disparos de los rifles.
Más rifles abrieron fuego entonces, una tormenta de disparos provenientes del lado más alejado del South Essex donde los cazadores habían acudido en ayuda de los casacas rojas y estaban haciendo retroceder a los voltigeurs; luego estalló la cara norte del cuadro con una nube de humo cuando dos compañías dispararon una descarga contra el flanco de los jinetes que apretaban el paso para ponerse a salvo. Sharpe se colgó el rifle al hombro.
—Nos ha cundido bastante bien el día, Pat —dijo, e hizo un gesto con la cabeza hacia el caballo que había cruzado el río en solitario y había quedado aislado en el pantano—. Todavía dan buenas recompensas por los caballos enemigos, ¿no es cierto? Todo suyo, sargento.
La caballería ya no los amenazaba, por lo que el South Essex se desplegó en una línea de cuatro en fondo, el doble de gruesa que la que habrían formado en un campo de batalla normal, pero más segura en caso de que los húsares o dragones decidieran intentar un último ataque. No era una contingencia muy probable, puesto que en aquellos momentos había cazadores portugueses en el flanco izquierdo del batallón y un pantanal vacío en el derecho, en tanto que los franceses, hostigados por el fuego de artillería, habían emprendido la retirada por el valle. Lo mejor de todo era que la compañía ligera había regresado.
—Fue bien —dijo Lawford. Había montado el caballo que Harper había traído al batallón—. Muy bien.
—Hubo un momento o dos de nerviosismo —comentó el comandante Forrest.
—¿Nerviosismo? —repuso Lawford en tono de sorpresa—. ¡Ni mucho menos! Todo salió exactamente como yo pensaba. Exactamente como yo pensaba. Aunque es una pena lo que le ha pasado a Rayo. —Miró con indignación a su cuñado quien, obviamente ebrio, estaba sentado detrás del grupo abanderado y luego se quitó el sombrero mientras Sharpe se acercaba caminando junto a las filas de soldados—. ¡Señor Sharpe! Fue muy bonito lo que les hizo a esos voltigeurs, muy bonito. Gracias, mi querido amigo.
Sharpe intercambió la chaqueta con Bullen y levantó la mirada hacia Lawford, que estaba radiante de alegría.
—Permiso para rescatar a nuestros heridos en la granja, señor —dijo Sharpe—, antes de que regrese a mis obligaciones.
Lawford puso cara de desconcierto.
—Rescatar a los heridos forma parte de sus obligaciones, ¿no es cierto?
—Me refiero a mis obligaciones como intendente, señor.
Lawford se inclinó sobre la silla capturada.
—Señor Sharpe —le dijo en voz baja.
—¿Señor?
—No sea tan pesado, demonios.
—Sí, señor.
—Se supone que debo mandarlo a Pero Negro después de esto —siguió diciendo el coronel y, al ver que Sharpe no le comprendía, añadió—: al cuartel general. Por lo visto el general quiere hablar con usted.
—Mande al señor Vicente, señor —dijo Sharpe—, y a los prisioneros. Entre todos pueden contarle al general todo lo que haga falta.
—Y usted puede contármelo a mí —dijo Lawford mientras observaba a los franceses que regresaban a las montañas distantes.
—No hay nada que contar, señor —repuso Sharpe.
—¡Nada que contar! ¡Por el amor de Dios! ¿Ha estado ausente durante dos semanas y no tiene nada que contar?
—Me perdí, señor, buscando la trementina. Lo lamento mucho, señor.
—Se perdió —dijo Lawford cansinamente, entonces miró a Sarah y Joana, que iban vestidas con pantalones manchados de barro y armadas con mosquetes. Dio la impresión de que Lawford iba a decir algo sobre las mujeres, pero meneó la cabeza y se Volvió de nuevo hacia Sharpe—. Nada que contar, ¿eh?
—Nos escapamos, señor —repuso Sharpe—, eso es lo único que importa. Nos escapamos.
Y lo habían hecho. Había sido la fuga de Sharpe.