CAPÍTULO 11

Vicente adelantó a las mujeres, que tenían más dificultades en su ascenso puesto que llevaban las faldas hechas jirones y los pies descalzos, y fue el primero en reunirse con Sharpe y Harper. Vicente miró a los hombres armados que los observaban y habló con el joven, quien pareció cada vez más renuente a responder mientras la voz de Vicente se iba enojando más.

—Les dijeron que nos buscaran —le explicó finalmente Vicente a Sharpe— para matarnos.

—¿Matarnos? ¿Por qué?

—Porque dicen que somos traidores —espetó Vicente, furioso—. El comandante Ferreira pasó por aquí con su hermano y otros tres hombres. Les dijeron que habíamos estado hablando con los franceses y que ahora intentábamos llegar a nuestro ejército para espiarlo. —Se volvió de nuevo hacia el joven, le dijo algo en tono de furia y volvió a mirar a Sharpe—. ¡Y ellos les creyeron! ¡Son idiotas!

—No nos conocen —le dijo Sharpe, que hizo un gesto con la cabeza hacia los hombres que estaban colina abajo—, y quizás a Ferreira sí lo conozcan, ¿no?

—Lo conocen —confirmó Vicente—. Fue él quien les proporcionó estas armas este mismo año.

Hizo un gesto hacia los mosquetes que sostenían los hombres y se dirigió hacia el joven, le hizo una pregunta, recibió una sola palabra como respuesta e inmediatamente empezó a bajar por la ladera.

—¿Adónde va? —le gritó Sharpe.

—A hablar con ellos, por supuesto. El cabecilla es un hombre llamado Soriano.

—¿Son partisanos?

—Todos los que están en las montañas son partisanos —respondió Vicente, que se descolgó el rifle del hombro, se desabrochó el talabarte y así, desarmado para demostrar que no tenía malas intenciones, descendió por la ladera a grandes zancadas.

Sarah y Joana llegaron a la cima. Joana empezó a interrogar al joven, que parecía tenerle más miedo a ella que a Vicente, que para entonces ya había llegado junto al grupo de seis hombres y estaba hablando con ellos. Sarah se quedó de pie al lado de Sharpe y le tocó suavemente el brazo, como para tranquilizarse.

—¿Quieren matarnos?

—Es probable que tuvieran otra cosa en mente para ti y Joana —dijo Sharpe—, pero sí que quieren matarnos a Vicente, a Pat y a mí. El comandante Ferreira estuvo aquí. Les dijo que éramos enemigos.

Sarah le hizo una pregunta al joven y se volvió de nuevo hacia Sharpe.

—Ferreira estuvo aquí anoche —dijo.

—De manera que ese cabrón nos lleva medio día de ventaja.

—¿Señor? —Harper estaba mirando colina abajo, Sharpe también miró y vio que los seis hombres habían tomado a Vicente como rehén y le apuntaban a la cabeza con un mosquete. La insinuación era obvia. Si Sharpe mataba al joven, ellos matarían a Vicente.

—¡Mierda! —exclamó Sharpe, que no estaba seguro de lo que debía hacer.

Joana lo decidió. Echó a correr cuesta abajo, eludiendo fácilmente el intento de Harper de detenerla y se puso a gritarles a los hombres que retenían a Vicente. Joana se detuvo a unos veinte metros de ellos y les explicó lo que había ocurrido en Coimbra, que los franceses habían violado, robado y matado, que tres de ellos la habían conducido a rastras a una habitación y que los soldados británicos la habían salvado. Se desabrochó la camisa para enseñarles su vestido roto y luego maldijo a los partisanos por haberse dejado engañar por sus verdaderos enemigos.

—¿Confiáis en Ferragus? —les preguntó—. ¿Alguna vez os ha hecho algún favor? Y si estos hombres son espías, ¿por qué están aquí? ¿Por qué no viajan con los franceses? —Al parecer, uno de esos hombres intentó responderle, pero ella le escupió—. Le estáis haciendo el trabajo al enemigo —les dijo con desdén—. ¿Quieres que violen a tu esposa y a tus hijas? ¿O acaso no eres lo bastante hombre como para tener esposa? En lugar de eso tú juegas con las cabras, ¿verdad?

Le escupió una segunda vez, se abrochó la camisa, se dio la vuelta y echó a andar cuesta arriba.

Cuatro hombres la siguieron. Avanzaron con cautela, con los mosquetes levantados en dirección a Sharpe y Harper, se detuvieron a una distancia prudencial e hicieron una pregunta Joana les respondió.

—Está diciendo —le tradujo Sarah a Sharpe— que tú quemaste la comida que Ferragus les hubiese vendido a los franceses en la ciudad. —Por lo visto Joana les estaba diciendo más que eso porque soltaba las palabras como si fueran balas, con un tono desdeñoso, y Sarah sonrió—. Si fuera alumna mía —dijo— le lavaría la boca con jabón.

—Es una suerte que yo no sea tu alumno —comentó Sharpe. Los cuatro hombres, al parecer avergonzados por la vehemencia de Joana, levantaron la vista hacia Sharpe, que vio la duda en sus rostros y, sin pensarlo, tiró del joven para que se pusiera de pie. Los cuatro mosquetes se alzaron de inmediato—. Vete —le dijo Sharpe al joven, y dejó de agarrarlo del raído cuello de su ropa—, ve y diles que no queremos hacer ningún daño a nadie.

Sarah se lo tradujo, el joven le dio las gracias con un gesto de la cabeza y corrió ladera abajo hasta sus compañeros, el más alto de los cuales se colgó el mosquete al hombro y empezó a subir lentamente. Seguía haciendo preguntas que Joana respondía, pero al final dirigió a Sharpe un breve saludo con la cabeza e invitó a los extranjeros a que hablaran con él.

—¿Significa eso que nos creen? —preguntó Sharpe.

—No están seguros —respondió Sarah.

Les llevó casi media hora de charla convencer a esos hombres de que el comandante Ferreira los había engañado y hasta que Vicente no puso su mano derecha en un crucifijo y lo juró por su vida, por el alma de su mujer y por la vida de su hijo pequeño, los hombres no aceptaron que Sharpe y sus compañeros no eran traidores, y entonces llevaron a los fugitivos a un pueblo pequeño y elevado que era poco más que un conjunto de casuchas en las que los cabreros pasaban el verano. En aquellos momentos el lugar estaba abarrotado de refugiados que esperaban a que terminara la guerra. Los hombres iban armados, la mayoría de ellos con los mosquetes británicos que Ferreira les había suministrado, y era por ese motivo por lo que habían confiado en el comandante, aunque había bastantes fugitivos que conocían a su hermano y que se habían preocupado cuando Ferragus llegó a su asentamiento. Otros conocían a la familia de Vicente, y ayudaron a convencer a Soriano de que el oficial portugués estaba diciendo la verdad.

—Eran cinco —le dijo Soriano a Vicente—, y les dimos mulas. Las únicas mulas que teníamos.

—¿Dijeron adónde se dirigían?

—Al este, senhor.

—¿A Castelo Branco?

—Y luego hacia el río —confirmó Soriano.

Era molinero, pero habían desmantelado su molino, habían quemado su precioso mecanismo de madera y no sabía cómo iba a ganarse la vida ahora que estaba detrás de las líneas francesas.

—Lo que tiene que hacer —le dijo Vicente— es llevar a sus hombres hacia el sur y atacar a los franceses. Encontrarán a grupos de forrajeadores al pie de las montañas. Mátenlos. No dejen de hacerlo. Y mientras tanto proporciónenos zapatos y ropa para las mujeres y unos guías que nos lleven tras el comandante Ferreira.

Una mujer del asentamiento examinó la herida del hombro de Vicente y dijo que se estaba curando bien, luego volvió a taparla con musgo y le puso un nuevo vendaje. Se buscaron zapatos y medias para Sarah y Joana, pero los únicos vestidos que había eran negros y pesados, unas prendas inadecuadas para recorrer kilómetros de campiña agreste, y Sarah convenció a las mujeres para que, en lugar de los vestidos, les dieran pantalones, camisas y chaquetas de hombre. En la aldea había poca comida, pero les dieron un poco de pan duro y queso de cabra envueltos en un paño y se pusieron en camino cerca de mediodía. Según pudo calcular Vicente, tenían poco menos de cien kilómetros por delante antes de llegar al río Tajo, donde esperaba que pudieran encontrar una embarcación que los llevara río abajo hacia Lisboa y los ejércitos británico y portugués.

—Tres días de marcha —dijo Sharpe—, tal vez menos.

—¿Más de treinta kilómetros al día? —Sarah parecía dudosa.

—Tendríamos que hacer aún más —insistió Sharpe.

Se calculaba que el ejército marchaba unos veinticinco kilómetros al día, pero el ejército iba cargado con los cañones, los pertrechos y los heridos que podían caminar. El general Craufurd, cuando intentó en vano llegar a Talavera a tiempo para la batalla, había hecho marchar a la Brigada Ligera casi sesenta y cinco kilómetros al día, pero lo habían hecho por caminos medio aceptables y Sharpe sabía que él iba a seguir una ruta a campo través, subiendo montañas y bajando valles, siguiendo los senderos por los que ninguna patrulla francesa osaría cabalgar. Pensó que, con suerte, llegarían al río en cuatro días, lo cual suponía no conseguir su objetivo puesto que los hermanos Ferreira tenían mulas y probablemente harían el viaje en dos.

Pensó en ello mientras caminaban hacia el este. El terreno era elevado y pelado, árido y vacío, aunque se veían algunas aldeas abajo en los valles, a lo lejos. Le pareció que sería una caminata larga e infructuosa, porque cuando llegaran al río y encontraran un barco los hermanos ya irían mucho más por delante, probablemente estarían ya en Lisboa, y Sharpe sabía que el ejército nunca le daría permiso para continuar la pelea en la ciudad.

—¿Castelo Branco es la única ruta hacia el río? —le preguntó a Vicente.

Vicente dijo que no con la cabeza.

—Es la ruta más segura —contestó—. No hay franceses. Y este camino lleva hasta allí.

—¿A esto lo llama camino? —Era un sendero por el que podían pasar personas y mulas, pero difícilmente merecía llamarse camino. Sharpe se dio la vuelta y vio que la torre de vigilancia cerca de la cual habían encontrado a Soriano seguía siendo visible—. Nunca alcanzaremos a esos cabrones —refunfuñó.

Vicente se detuvo y garabateó un tosco mapa en el suelo con el pie. Representaba el Tajo serpenteando hacia el este, saliendo de España, y torciendo luego hacia el sur, hacia el mar, estrechando así la península sobre la que se había levantado Lisboa.

—Lo que ellos están haciendo es ir directamente hacia el este —dijo—, pero si quiere arriesgarse podemos ir hacia el sur cruzando la Serra da Lousã. Esas montañas no son tan altas como éstas, pero los franceses podrían estar allí.

Sharpe miró el burdo mapa.

—¿Pero llegaríamos al río más hacia el sur?

—Llegaríamos al Zêzere —Vicente garabateó otro río, un afluente del Tajo—, y si seguimos el curso del Zêzere alcanzaremos el Tajo más al sur del punto al que ellos se dirigen.

—¿Ganaríamos un día?

—Si no hay franceses —Vicente parecía tener sus dudas—. Cuanto más al sur nos dirijamos, más probabilidades tenemos de encontrárnoslos.

—¿Pero ganaríamos un día?

—Tal vez más.

—Pues hagámoslo.

Así pues torcieron hacia el sur y no vieron a ningún dragón ni a ningún francés, aunque sí a unos cuantos portugueses. El segundo día tras su encuentro con los hombres de Soriano empezó a llover: una llovizna gris del Atlántico que los caló hasta los huesos y los dejó helados y doloridos, pero entonces iban cuesta abajo, bajando de las cimas desnudas a los pastos, viñedos y pequeños campos tapiados. Los tres escoltas se separaron de ellos, pues no querían ir al valle del Zêzere, donde podían estar los franceses, pero Sharpe abandonó toda precaución y siguió un camino que bajaba hasta el río. Anochecía cuando llegaron a la rápida corriente del Zêzere, moteada por la lluvia, y pasaron la noche en una pequeña ermita, bajo la mano extendida de un santo de yeso cuyos hombros estaban cubiertos de excrementos de pájaro. A la mañana siguiente cruzaron el río por un lugar donde el agua hacía espuma al pasar sobre unas rocas adustas y resbaladizas. Harper hizo una cuerda corta uniendo los portafusiles del rifle y del mosquete y se ayudaron unos a otros a pasar de piedra a piedra, metiéndose en el agua cuando era necesario, lo cual les llevó mucho más tiempo del que Sharpe había esperado, pero en cuanto estuvieron en la otra orilla se sintió más seguro. El ejército francés se hallaba en el camino de Lisboa, que entonces se encontraba a más de treinta kilómetros al oeste, en la otra orilla del río, y a Sharpe le pareció que cualquier grupo de forrajeadores permanecería en aquel lado del Zêzere, de manera que caminó tranquilamente por la orilla este. Seguía siendo una dura marcha puesto que el río corría entre unas montañas altas, serpenteando entre grandes salientes rocosos, pero a medida que avanzaban hacia el sur el camino se fue haciendo cada vez más fácil y por la tarde siguieron por senderos que llevaban de una aldea a otra. Unos cuantos habitantes permanecían aún en sus casitas y les informaron que no habían visto al enemigo. Eran gente pobre, pero ofrecieron pan, queso y pescado a los desconocidos.

Llegaron al Tajo aquella misma noche. Había empeorado el tiempo. La lluvia procedía del oeste en forma de enormes franjas que azotaban los árboles y convertían los pequeños arroyuelos en ríos. El Tajo era una corriente de agua ancha y crecida contra la que batía la lluvia furiosa, Sharpe se acuclilló al borde del agua y buscó con la mirada alguna señal de que allí hubiera algún barco, pero no vio ninguno. El gobierno portugués había recorrido el río llevándose todas las embarcaciones para evitar que los franceses las utilizaran para sortear las nuevas defensas de Torres Vedras, pero sin un barco Sharpe estaba atrapado; al cruzar el Zêzere había puesto el río entre él y Lisboa y para volver a cruzarlo con el propósito de seguir por la ribera derecha del Tajo hacia el ejército tendría que regresar corriente arriba y encontrar un lugar donde el río más pequeño pudiera vadearse.

—Allí habrá algún barco —dijo—. En Oporto había, ¿recuerda?

—Tuvimos suerte —repuso Vicente.

—No es cuestión de suerte, Jorge —replicó Sharpe. En Oporto, los británicos y portugueses habían destruido las embarcaciones del Duero; sin embargo, Sharpe y Vicente habían encontrado unas embarcaciones, de hecho las suficientes para que el ejército cruzara—. No es cuestión de suerte —repitió Sharpe—, sino de los campesinos. No pueden permitirse comprar barcos nuevos, de modo que habrán dado al gobierno sus embarcaciones viejas y destartaladas y habrán escondido las buenas, de modo que lo único que tenemos que hacer es encontrar una.

A Ferreira y a su hermano les sería más fácil conseguir un barco, pensó Sharpe con amargura. Ellos llevaban dinero; Sharpe miró río arriba, rezando para que los hubiera adelantado.

Pasaron la noche en un cobertizo con más agujeros que un colador y a la mañana siguiente, con frío, humedad y cansancio, empezaron a remontar el río y llegaron a un pueblo donde un grupo de hombres, todos ellos armados, algunos con antiguos fusiles de mecha, fueron a su encuentro en un extremo de la calle. Vicente habló con ellos, pero estaba claro que aquellos hombres no estaban de humor para mostrarse amables. El ejército portugués había escudriñado las poblaciones de aquel río para asegurarse de que no quedaba ningún barco para el enemigo, y Vicente fue incapaz de convencerlos para que revelaran el lugar donde podría haber alguno escondido, y las armas de aquellos hombres, viejas como la mayoría de ellos, convencieron a Sharpe de que estaban perdiendo el tiempo.

—Dicen que vayamos a Abrantes —dijo Vicente—. Dicen que allí sí que habrá barcos ocultos.

—Aquí también hay barcos ocultos —se quejó Sharpe—. ¿A qué distancia está Abrantes?

—Creo que podríamos llegar al mediodía —Vicente no parecía confiar mucho en ello. Y los hermanos Ferreira, pensó Sharpe, seguro que ya estarían en el río navegando hacia el sur. Estaba bastante convencido de que, al seguir el Zêzere, había conseguido adelantarlos, pero casi esperaba verlos pasar en cualquier momento y que se le escaparan.

—Puedo hablar con ellos —sugirió Vicente haciendo un gesto hacia los hombres—. Si prometo regresar y pagar el barco, quizá nos quieran vender uno.

—No creerán una promesa semejante —dijo Sharpe—. No, seguiremos andando. —Abandonaron el pueblo, seguidos por siete hombres alegres por su victoria. Sharpe no les hizo caso. Se dirigía entonces hacia el norte, en dirección totalmente contraria, pero no dijo nada hasta que los lugareños, seguros de que habían ahuyentado la amenaza, los dejaron tranquilos ordenándoles a gritos que no volvieran. Sharpe aguardó hasta que aquellos hombres desaparecieron de la vista—. Ha llegado el momento de ser malos —dijo—. Esos cabrones tienen un barco y yo lo necesito.

Al frente de sus compañeros se alejó del camino y se adentró en el terreno más elevado, luego volvió a poner rumbo hacia el pueblo y permaneció oculto entre los árboles o detrás de las hileras de parras que crecían desordenadamente sobre las estacas de castaño. Seguía lloviendo. El plan era muy sencillo: encontrar algo que los lugareños valoraran más que sus barcos y amenazarlo, pero cuando regresaron sigilosamente hacia las casas no encontraron nada que llevarse. No había ganado, aparte de unos cuantos pollos que escarbaban el suelo en un jardín vallado, pero los hombres que habían acompañado a los desconocidos fuera del pueblo lo estaban celebrando en la taberna. Alardeaban y se reían escandalosamente y Sharpe sintió que aumentaba su ira.

—Entremos rápidamente —le dijo a Harper— y démosles un susto de muerte.

Harper se descolgó la escopeta de siete cañones del hombro.

—Listo cuando usted lo esté, señor.

—Nosotros dos vamos a entrar —dijo Sharpe a Vicente y a las mujeres— y ustedes tres se quedarán en la puerta. Y pongan cara de estar dispuestos a utilizar las armas.

Harper y él saltaron una valla, corrieron entre varias hileras de judías y abrieron la puerta trasera de la taberna de golpe. Había una docena de hombres reunidos en la estancia, agrupados en torno a un tonel de vino, y la mayoría de ellos llevaban las armas al hombro, pero Sharpe cruzó la habitación antes de que ninguno de ellos pudiera utilizar su mosquete y Harper les empezó a gritar desde la chimenea vacía con su escopeta de cañones múltiples apuntando al grupo. Sharpe empezó arrebatándoles el mosquete a todos y, cuando uno de los hombres se resistió, le pegó en la cara con la culata de su rifle, luego propinó una patada al tonel de vino, que cayó de su pequeña base y se estrelló contra el suelo de piedra con un estrépito parecido al disparo de un cañón. Los hombres se encogieron con el ruido y Sharpe caminó de espaldas hasta la puerta de entrada y les apuntó con el rifle.

—Necesito un maldito barco —gruñó.

Vicente se hizo cargo de la situación. Se colgó el rifle al hombro, avanzó lentamente y habló en voz baja.

Habló de la guerra, de los horrores que se le habían infligido a Coimbra, y prometió a aquellos hombres que ocurriría lo mismo en sus poblados si los franceses no eran derrotados.

—Violarán a sus esposas —dijo—, quemarán sus casas y asesinarán a sus hijos. Yo lo he visto. Pero el enemigo puede ser derrotado, será derrotado, y ustedes pueden ayudarnos. Tienen que ayudarnos —de repente era un abogado, la taberna su sala del tribunal y los hombres desarmados su jurado, ante los que pronunció un alegato vehemente. Él nunca había hablado en una sala del tribunal, su experiencia con las leyes se había limitado a una oficina donde hacía cumplir la regulación del comercio portuario, pero su sueño era ser abogado y en aquellos momentos hablaba con elocuencia y honestidad. Apeló al patriotismo de los lugareños pero, consciente de la clase de personas que eran, les prometió que se les pagaría por el barco—. En su totalidad —dijo—, pero no será ahora. No tenemos dinero. Pero juro por mi honor que volveré aquí y pagaré el precio que acordemos. Y cuando los franceses se hayan ido —terminó diciendo— ustedes tendrán la satisfacción de saber que contribuyeron a su derrota.

Se calló, se dio la vuelta y se santiguó, y Sharpe vio que el discurso de Vicente había conmovido a aquellos hombres. Aun así, les fue de un pelo, pues la promesa de dinero en un futuro era un sueño y el patriotismo combatía con la codicia, pero al final uno de aquellos hombres accedió. Confiaría en el joven oficial y les vendería su embarcación.

No era exactamente un barco, sino un viejo esquife que se había utilizado para transportar a la gente de un lado a otro de la desembocadura del Zêzere. Tenía cinco metros y medio de eslora, un casco panzudo, dos bancadas para los remeros y cuatro juegos de escálamos para los remos. Tenía una proa alta y curvada y una popa ancha y plana. El barquero había escondido el bote hundiéndolo en el Zêzere, pero los hombres del pueblo lo vaciaron de piedras, lo sacaron a flote, proporcionaron los remos y exigieron que Vicente repitiera la promesa de pagar por la embarcación. Sólo entonces dejaron que Sharpe y sus compañeros subieran a bordo.

—¿Cuánto hay hasta Lisboa? —les preguntó Vicente.

—Les llevará hasta allí en un día y una noche —respondió el barquero, que luego observó cómo conducían su bote torpemente hacia la corriente.

Sharpe y Harper manejaban los remos y, como ninguno de los dos estaba acostumbrado a semejantes cosas, al principio lo hicieron con desmaña, pero la corriente era la que llevaba a cabo el verdadero trabajo, haciéndolos girar río abajo mientras ellos aprendían a controlar los largos remos hasta que al final consiguieron dirigirse a buen ritmo hasta el centro del Tajo. Vicente estaba en la proa, observando el río que tenían delante, y Joana y Sarah estaban en la ancha popa. De no haber estado lloviendo, si el viento fresco no hubiera azotado el río para que salpicara un bote que hacía agua de forma perceptible, podría haber sido como una excursión, pero en lugar de eso temblaban bajo un cielo oscuro mientras su pequeña embarcación era arrastrada hacia el sur entre las faldas de unas grandes montañas oscurecidas por la lluvia. El río fluía con rapidez, llevando sus aguas a toda prisa desde España hacia el mar.

Y entonces los vieron los franceses.

* * * *

El fuerte era conocido sencillamente por el nombre de Defensa Número 119, y no era un fuerte propiamente dicho, sino sólo un bastión situado en la cima de una colina baja al que se le había agregado un polvorín de techo de piedra y seis emplazamientos de artillería. Los cañones eran de doce libras, capturados por la Armada Real a una flotilla de buques de guerra rusos que se habían refugiado en Lisboa de una tormenta del Atlántico, en tanto que los servidores eran una mezcla de artilleros británicos y portugueses que habían alineado aquellas piezas ajenas a ellos determinando que las balas cruzaran el valle ancho que se extendía a este y oeste bajo la Defensa Número 119. Hacia el este había otros diez fuertes que llegaban hasta el Tajo y al oeste, a lo largo de más de treinta kilómetros hacia el Atlántico, había más de un centenar de otros fuertes y bastiones que serpenteaban formando dos líneas por la cima de las montañas. Eran las Líneas de Torres Vedras.

Tres caminos importantes penetraban en dichas líneas. El camino principal, a medio trayecto entre el Tajo y el mar, era la ruta principal hacia Lisboa, pero había otro camino que seguía el curso del río y que por lo tanto no estaba muy lejos de la Defensa Número 119, y dicho camino ofrecía otra ruta hacia la capital portuguesa. Masséna, por supuesto, no tenía que utilizar ninguna de esas dos rutas, ni el tercer camino que atravesaba las líneas de Torres Vedras y que estaba protegido por el río Sizandre. Él optaría quizá por flanquear los tres caminos e intentar una marcha a campo través, atacando por la campiña más agreste y solitaria que se extendía entre ellos, pero sólo encontraría más fuertes y bastiones.

Encontraría algo más que los fuertes recién construidos. Las faldas de las montañas que daban al norte habían sido escarpadas por miles de trabajadores que habían cortado el suelo para que las pendientes fueran más pronunciadas e impidieran que la infantería pudiera atacar cuesta arriba, y allí donde el terreno era pedregoso, los ingenieros habían perforado y hecho volar la piedra para crear nuevos precipicios. Si la infantería hacía caso omiso de las escabrosas cuestas y soportaba el bombardeo de la artillería desde las cimas, podría adentrarse en los valles situados entre las montañas escarpadas, pero allí encontrarían unas enormes barreras de arbustos espinosos que ocupaban el terreno bajo como diques monstruosos. Las barricadas de espino estaban reforzadas con árboles caídos, protegidas allí donde era posible por represas que inundaban los valles, y se hallaban flanqueadas por bastiones más pequeños, de modo que cualquier columna atacante se encontraría en un mortífero cuello de botella bajo el azote de los cañones y los mosquetes.

Cuarenta mil soldados, la mayoría de ellos portugueses, guarnecían los fuertes, en tanto que el resto de los dos ejércitos se hallaba desplegado tras las líneas, listo para marchar allí donde amenazara un ataque. Se habían apostado algunos soldados británicos en las líneas y al South Essex se le había asignado un sector entre la Defensa Número 114 y la Número 119, donde el teniente coronel Lawford había convocado a sus oficiales de mayor jerarquía para mostrarles el alcance de sus responsabilidades. El capitán Slingsby fue el último en llegar y los demás lo observaron mientras salvaba las escalera empinadas y embarradas s que subían a la banqueta de piedra del bastión.

—Una guinea a que no lo consigue —le dijo Leroy a Forrest entre dientes.

—No concibo que pueda estar borracho —dijo Forrest, aunque sin mucha certeza.

Todos los demás creían que Slingsby estaba ebrio. Subía las escaleras muy lentamente, teniendo un exagerado cuidado en colocar el pie en el centro exacto de cada peldaño. No levantó la vista hasta que llegó a lo alto donde, con evidente satisfacción, anunció a los oficiales allí reunidos que había cuarenta y tres escalones.

La noticia desconcertó al coronel Lawford. Era el único que no había visto el vacilante ascenso de Slingsby y se dio la vuelta con expresión de educada sorpresa.

—¿Cuarenta y tres?

—Es importante saberlo, señor —dijo Slingsby. Quería decir que era importante en caso de que hubiera que subir por la escalera a oscuras, pero la explicación se le fue de la cabeza antes de que le diera tiempo a aclararlo—. Muy importante —añadió con seriedad.

—Estoy seguro de que todos lo recordaremos —repuso Lawford con un dejo de aspereza, y a continuación hizo un gesto hacia el paisaje del norte empapado por la lluvia—. Si vienen los franceses, caballeros, aquí es donde los detendremos —dijo.

—Escuchen, escuchen —terció Slingsby.

Nadie le hizo caso.

—Dejaremos que se acerquen —prosiguió Lawford— y permitiremos que se desbaraten contra nuestras posiciones.

—Que se desbaraten —dijo Slingsby en voz baja.

—Y es posible que intenten abrirse paso por aquí —se apresuró a añadir Lawford, no fuera que su cuñado siguiera interpolando palabras. El coronel señaló hacia el oeste, donde un pequeño valle serpenteaba hacia el sur, pasaba junto a la Defensa Número 119 y torcía luego rodeando la montaña—. Ayer el comandante Forrest y yo cabalgamos hacia el norte —dijo— y observamos nuestra posición desde el punto de vista de los franceses.

—Muy acertado —comentó Slingsby.

—Y desde aquellas montañas —continuó Lawford— ese valle es una tentación. Parece penetrar en nuestras líneas.

—Penetrar —repitió Slingsby, asintiendo con la cabeza. El comandante Leroy casi se esperaba que sacara un cuaderno y un lápiz y anotara dicha palabra.

—Lo cierto es —siguió diciendo Lawford— que el valle se halla totalmente bloqueado. Tan sólo conduce a una barricada de árboles caídos, espinos y terreno anegado, pero los franceses no lo sabrán.

—Ridículo —masculló Slingsby, aunque era difícil saber si era una opinión sobre Lawford o sobre los franceses.

—No obstante, debemos esperar tal ataque —prosiguió Lawford—, y estar preparados para enfrentarnos a él.

—Soltar al gato —murmuró Slingsby de manera confusa, aunque sólo lo oyó Leroy.

—Si tiene lugar dicha ofensiva —dijo Lawford, cuya capa se hinchó con una repentina ráfaga de viento húmedo que soplaba en la cima— el enemigo se situará bajo el fuego de artillería de este fuerte y de cualquier otro fuerte que esté al alcance. Si sobreviven quedarán acorralados en el valle y les atacaremos con fuego graneado desde esta montaña. No pueden trepar por ella, lo cual significa que no les queda más remedio que sufrir y morir en el valle.

Slingsby pareció sorprendido por aquellas palabras, pero consiguió no decir nada.

—Lo que no podemos hacer —siguió diciendo Lawford— es permitir que los franceses establezcan baterías en el valle más grande —señaló hacia el terreno bajo que se extendía por delante de la Defensa Número 119.

Aquél era el valle ancho situado al norte de las líneas y al otro lado del cual se hallaban las montañas que sin duda se convertirían en las posiciones francesas. Antes, aquella extensión de tierras bajas era rica y fértil, pero los ingenieros habían abierto una brecha en la presa del Tajo y habían dejado que el río inundara gran parte del territorio situado por debajo del fuerte. Las inundaciones iban y venían con la marea, que en aquellos momentos estaba alta, de manera que bajo la Defensa Número 119 había una extensión de agua rizada por el viento que seguía aproximadamente el curso de un arroyo que bajaba por el oeste y serpenteaba a través del valle hasta su confluencia con el Tajo.

Dicho arroyo describía una gran curva doble por debajo de la montaña en la que hablaba Lawford. Torcía bruscamente desde la cara norte del valle, llegaba prácticamente a la cara sur y luego volvía a torcer y seguía hasta el Tajo. En el interior del primer recodo, en la orilla donde estaban los británicos, había un viejo corral, poco más que una ruina de piedra en una arboleda, en tanto que dentro del segundo recodo, y por lo tanto en el lado francés del río, había lo que una vez fue una próspera granja con una gran vivienda, otras casitas más pequeñas, una lechería y un par de cobertizos para el ganado. En aquel momento todo aquello estaba abandonado, se había ordenado que la gente y el ganado se dirigieran hacia el sur para escapar de los franceses y los edificios tenían aspecto de abandono en aquel paisaje inundado. La granja propiamente dicha se hallaba en un terreno alto y seco, sobre un pequeño montículo, por lo que parecía una isla en medio de un lago agitado por el viento, aunque cuando bajara la marea el agua se retiraría lentamente, pero el suelo quedaría anegado y cualquier avance francés junto al Tajo se vería obligado a marchar hacia el oeste, hacia el otro lado del valle, para llegar al terreno más seco de los alrededores del corral medio en ruinas. El enemigo podía cruzar el río allí y avanzar sobre las construcciones de defensa británicas, una posibilidad que Lawford planteó a sus oficiales.

—Y si esos malditos consiguen llevar cañones pesados a ese corral —siguió diciendo—, o a esos edificios de labor —señaló la granja situada a unos ochocientos metros al este del corral y unida a los edificios más pequeños por un camino que cruzaba el río por un puente de piedra, aunque al estar inundado sólo se veían los parapetos del puente—, podrán bombardear estas posiciones. Eso no va a ocurrir, caballeros.

Al comandante Leroy le pareció un planteamiento muy poco probable. Para llegar al corral ruinoso los franceses tendrían que cruzar el río, en tanto que el acceso a la granja suponía tener que salvar una larga extensión de terreno anegado, y en ninguno de los dos casos resultaría fácil trasladar los cañones y los cajones de munición. Leroy supuso que Lawford ya lo sabía, pero también creía que el coronel no quería que sus hombres se confiaran.

—Y para evitar que ocurra, caballeros —dijo Lawford—, vamos a patrullar. Vamos a patrullar enérgicamente. Patrullas formadas por compañías, abajo en el valle, para que cualquier maldito franchute que asome la nariz acabe con ella sangrando —Lawford se dio la vuelta y señaló al capitán Slingsby—. Su tarea, Cornelius.

—Patrullar —terció de pronto Slingsby—, enérgicamente.

—Consiste en establecer un piquete en aquel corral —dijo Lawford, molesto por la interrupción—. Día y noche, Cornelius. La compañía ligera vivirá allí, ¿entendido?

Slingsby miró hacia el viejo corral del otro lado del río. El tejado se había derrumbado en parte y el lugar no parecía ni mucho menos tan confortable como el alojamiento que se le había proporcionado a la compañía ligera en el pueblo situado detrás de la Defensa Número 119; por un momento dio la impresión de que Slingsby no acababa de comprender sus órdenes.

—¿Vamos a instalarnos allí, señor? —preguntó sin rodeos.

—En el corral, Cornelius —respondió Lawford pacientemente—. Fortifique el lugar y no se mueva de allí a menos que lo ataque todo el maldito ejército francés, en cuyo caso, y aunque me resista a ello, tiene usted mi permiso para retirarse —los demás oficiales se rieron de lo que reconocieron como una broma, pero Slingsby movió la cabeza con seriedad—. Quiero a la compañía ligera en posición antes de que caiga la noche —siguió diciendo Lawford—, y el domingo serán relevados. Mientras tanto, nuestras patrullas los abastecerán. —Lawford hizo una pausa porque una estación telegráfica cercana había empezado a transmitir un mensaje y todos los oficiales se habían dado la vuelta para observar cómo izaban las vejigas de cerdo infladas por el mástil—. Y ahora, caballeros —Lawford recuperó su atención—, quiero que recorran esta sección de la línea —señaló hacia el este—, que se familiaricen con todos los fuertes, con todos los caminos, con cada centímetro de terreno. ¿Cornelius? Tengo que hablar con usted.

El resto de oficiales se alejaron y fueron a explorar la línea entre la Defensa Número 119 y la Número 114. Cuando estuvo a solas con Slingsby, Lawford miró a aquel hombre de menor estatura con el ceño fruncido.

—Me duele tener que preguntarle esto —dijo—, pero ¿está usted borracho?

Slingsby no respondió de inmediato, sino que adoptó un aire indignado y dio la impresión de que respondería con brusquedad, pero no encontró palabras y se limitó a apartar la mirada y dirigirla hacia el Valle. Con el rostro mojado por la lluvia dio la impresión de estar llorando.

—Anoche bebí demasiado —confesó finalmente con voz lastimera—, y pido disculpas por ello.

—Todos lo hacemos de vez en cuando —dijo Lawford—, pero no todas las noches.

—Es bueno para la salud —dijo Slingsby.

—¿Bueno para la salud? —Lawford no lo entendía.

—El ron combate la fiebre —explicó Slingsby—. Es una cosa sabida. Es un feb… —hizo una pausa y volvió a intentarlo—. Un febrí…

—Un febrífugo —Lawford lo dijo por él.

—Exactamente —afirmó Slingsby con vehemencia—. Es lo que me dijo el doctor Wetherspoon. Era compañero nuestro en las Antillas y un buen hombre, muy buena persona. El ron, dijo, es el único feb… es lo único que funciona. ¡Se morían a cientos, ya lo creo! Pero yo no. Ron. ¡Es medicinal!

Lawford suspiró.

—Le he dado una oportunidad —dijo en voz baja—, una oportunidad que la mayoría de personas aprovecharían de buen grado. Está al mando de una compañía, Cornelius, una compañía muy buena, y parece más que probable que vaya a necesitar otro capitán. ¿Sharpe? —Lawford se encogió de hombros, preguntándose dónde demonios estaba Sharpe—. Si Sharpe no vuelve —continuó—, entonces tendré que asignar a otra persona.

Slingsby se limitó a asentir con la cabeza.

—Usted es el candidato lógico —dijo Lawford—, pero no si está ebrio.

—Tiene razón, señor —contestó Slingsby—, y le pido disculpas. Es que temo a la fiebre, señor, nada más.

—Lo que yo temo —dijo Lawford— es que los franceses ataquen al amanecer. En la penumbra, Cornelius, ¿quizá con un toque de niebla matutina? Desde aquí arriba no podremos ver casi nada, pero si usted está en el corral los verá enseguida. Por eso lo mando allí, Cornelius. ¡Un piquete! Si oigo disparar sus mosquetes y rifles sabré que el enemigo ha avanzado y que usted emprende la retirada hacia aquí. ¡Así pues, vigile bien y no me defraude!

—No lo haré, señor. No lo haré.

Si Slingsby había estado bastante borracho al llegar al bastión, en aquel momento estaba como si no hubiera bebido ni una gota. No había pretendido emborracharse. Se había despertado con frío y humedad y creyó que un poco de ron lo reanimaría. No era su intención beber demasiado, pero el ron le dio confianza y la necesitaba, pues la compañía ligera le estaba resultando muy difícil de manejar. Sabía que a los soldados no les caía bien, y el ron le proporcionaba el impulso necesario para enfrentarse a su obstinado comportamiento.

—No le defraudaremos, señor —afirmó, y lo dijo absolutamente en serio.

—Eso está bien —repuso Lawford cordialmente—, muy bien.

A decir verdad, no le hacía falta apostar un piquete en el viejo corral, pero si quería cumplir la promesa que le había hecho a su esposa tenía que convertir a Slingsby en un oficial como era debido, de modo que le asignaría una tarea sencilla, una tarea que lo mantuviera alerta en lugar de haraganeando detrás de las líneas. Era la oportunidad para que Slingsby demostrara que podía dirigir a los soldados, y Lawford fue generoso al dársela.

—Y quiero insistir en una última cosa —añadió Lawford.

—Lo que sea, señor —dijo Slingsby con entusiasmo.

—Nada de ron, Cornelius. No se lleve la medicina al piquete, ¿entendido? Y si le parece que tiene fiebre, vuelva y dejaremos que el doctor se encargue de usted. Póngase ropa de franela, ¿eh? Se supone que eso la previene.

—Franela —repitió Slingsby, asintiendo.

—Y lo que tiene que hacer ahora —siguió diciendo el coronel pacientemente— es llevarse a una docena de hombres y reconocer la granja. Hay un sendero que baja por detrás de la Defensa Número 118 —señaló en esa dirección—, y mientras tanto el resto de su compañía puede empezar a prepararse. Que limpien los mosquetes, que afilen las bayonetas, que cambien los pedernales y llenen las cartucheras. Dígale al señor Knowles que va a llevarse raciones para tres días y esté listo para desplegarse esta tarde.

—Muy bien, señor —dijo Slingsby—, y gracias, señor.

Lawford se quedó mirando a Slingsby mientras éste bajaba las escaleras y suspiró; a continuación sacó el catalejo y lo montó en un trípode que ya estaba colocado en el bastión. Se inclinó sobre el ocular y observó el paisaje del norte. Las montañas del otro lado del valle estaban coronadas por tres molinos de viento rotos de los cuales ya no quedaba más que montículos de piedra blanca. Supuso que los franceses convertirían dichos molinos en torres de vigilancia. Movió el catalejo hacia la derecha y al fin alcanzó a ver el Tajo que bajaba, ancho, hacia el mar. Una lancha cañonera de la Armada Real se hallaba anclada en el río y su enseña colgaba lacia bajo la lluvia.

—Si vienen —dijo una voz a sus espaldas— no podrán utilizar el camino porque está inundado, de modo que se verán obligados a desviarse y avanzar directos hacia aquí.

Lawford se irguió y vio que era el comandante Hogan, que iba envuelto en una capa impermeable y llevaba una funda de hule sobre su bicornio.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Lawford al irlandés a modo de saludo.

—Siento que me está rondando un catarro —dijo Hogan—, un maldito resfriado. El primero del invierno, ¿eh?

—Todavía no ha llegado el invierno, Hogan.

—Pues lo parece. ¿Me permite? —Hogan señaló el catalejo.

—¡Faltaría más! —respondió Lawford que, con cortesía, secó el agua de la lente exterior—. ¿Cómo está el par?

—Su señoría está estupendamente —contestó Hogan al tiempo que se inclinaba sobre el anteojo— y le manda recuerdos. Está enojado, por supuesto.

—¿Enojado?

—Por esos malditos agoreros que dicen que la guerra está perdida. Soldados que escriben a casa y consiguen que sus opiniones ignorantes salgan en los periódicos. Le gustaría pegarles un tiro a todos esos malditos —Hogan guardó silencio unos segundos mientras contemplaba la cañonera británica en el río y luego dirigió una mirada maliciosa a Lawford—. No estará usted escribiendo a casa manifestando una mala opinión de la estrategia de su señoría, ¿verdad, Lawford?

—¡No, por Dios! —exclamó Lawford sinceramente.

Hogan volvió a inclinarse sobre el ocular.

—No está tan inundado como esperábamos —comentó—, o como el coronel Fletcher esperaba, pero bastará. En cualquier caso no pueden utilizar el camino y por lo tanto, lo que harán esos cabrones, Lawford, es marchar tierra adentro. Seguir el pie de esas montañas —Hogan recorría la posible ruta francesa con el catalejo— y en algún punto cercano a ese corral abandonado cruzarán a la otra orilla y vendrán directamente hacia usted.

—Exactamente lo que yo había supuesto —dijo Lawford—, y luego avanzarán hacia aquel valle —hizo un gesto con la cabeza hacia el terreno bajo que torcía en torno al monte.

—Y allí morirán —declaró Hogan con una indecorosa satisfacción. Se puso derecho e hizo una mueca al notar una punzada en la espalda—. La verdad, Lawford, es que no espero que lo intenten. Pero puede que se desesperen. ¿Se sabe algo de Sharpe?

Lawford vaciló, sorprendido por la pregunta, y entonces cayó en la cuenta de que probablemente ése era el motivo por el que Hogan había ido a su encuentro.

—Nada.

—Se ha perdido, el condenado, ¿eh?

—Me temo que ha llegado el momento de eliminarlo de los libros —dijo Lawford, lo cual significaba que podía declarar a Sharpe oficialmente desaparecido y así crear una capitanía vacante.

—Es un poco prematuro, ¿no le parece? —sugirió Hogan distraídamente—. Es asunto suyo, por supuesto, Lawford, del todo suyo, y a mí no me incumbe si lo elimina o no. —Volvió a inclinarse sobre el catalejo y miró uno de los molinos desmoronados que coronaban una cima en el valle ancho—. ¿Qué estaba haciendo cuando desapareció?

—Buscando trementina, creo. Y escoltando a una mujer inglesa.

—¡Ah! —exclamó Hogan, con la misma actitud distraída, y entonces volvió a enderezarse—. Una mujer, ¿eh? Típico del señor Sharpe, ¿no cree? Bien por él. Fue en Coimbra, ¿no es cierto?

—En Coimbra, sí —confirmó Lawford, que añadió con indignación—. ¡No apareció!

—Allí desapareció otra persona —dijo Hogan, de pie al borde del bastión mirando las montañas del norte a través de la lluvia—. Un comandante, bastante importante. Hace para los portugueses lo mismo que yo hago para el par. Mal asunto si cayera en manos de los franceses.

Lawford no era tonto y supo que Hogan no estaba manteniendo una conversación vaga.

—¿Cree que están relacionados?

—Sé que lo están —respondió Hogan—. Sharpe y este tipo tuvieron lo que se podría calificar un desacuerdo.

—¡Sharpe no me habló de ello! —Lawford se sintió herido.

—¿Harina? ¿En una colina?

—Ah. Sí que me lo explicó. Aunque no me dio detalles.

—Richard nunca malgasta los detalles con los oficiales superiores —comentó Hogan, e hizo una pausa para inhalar una pizca de rapé. Estornudó—. No nos lo explica —siguió diciendo— para no confundirnos. Pero se las arregló de algún modo y como resultado recibió una paliza.

—¿Una paliza?

—La noche antes de la batalla.

—Dijo que se había caído.

—Bueno, ¿qué otra cosa iba a decir? —A Hogan no le sorprendía—. De manera que sí, los dos estaban relacionados, pero es muy dudoso que todavía lo estén. Muy dudoso, pero no imposible. Confío muchísimo en Sharpe.

—Yo también —afirmó Lawford.

—Claro —dijo Hogan, que sabía más sobre el South Essex de lo que Lawford hubiera podido imaginarse—. Así pues, si Sharpe aparece, Lawford, mándelo al cuartel general del par, ¿quiere? Dígale que necesitamos su información sobre el comandante Ferreira. —Hogan dudaba mucho que Wellington quisiera malgastar un solo segundo con Sharpe, pero él sí quería, y no había nada malo en que Lawford creyera que el general compartía ese deseo.

—Por supuesto que se lo diré —prometió Lawford.

—Estamos en Pero Negro —le comunicó Hogan—, a un par de horas a caballo en dirección oeste. Y, por supuesto, lo mandaremos de vuelta lo antes posible. Estoy seguro de que está ansioso por que Sharpe reanude las funciones que le corresponden —puso un ligero énfasis en las palabras «que le corresponden» que a Lawford no le pasó desapercibido e intuyó en él un leve reproche, y cuando el coronel se preguntaba si debía explicar lo que había sucedido entre Sharpe y Slingsby, Hogan soltó una repentina exclamación y puso el ojo en el ocular—. Han llegado nuestros amigos —dijo.

Por un momento Lawford creyó que Hogan quería decir que había aparecido Sharpe, pero entonces vio unos caballos en la otra colina y supo que eran los franceses. Las primeras patrullas se habían dirigido a las líneas y eso significaba que el ejército de Masséna no podía andar muy lejos.

Las Líneas de Torres Vedras, construidas sin el conocimiento del gobierno británico, habían costado doscientas mil libras. Era la obra defensiva más grande y más cara que se había hecho nunca en Europa.

Y ahora serían puestas a prueba.

* * * *

Eran dragones, los inevitables dragones de casaca verde que cabalgaban siguiendo el curso del río bajo las imponentes montañas de la ribera oeste del Tajo. Eran por lo menos treinta y no había duda de que habían salido a buscar provisiones, puesto que llevaban dos terneras atadas al caballo de uno de ellos, pero entonces, en aquella tarde húmeda, vieron la pequeña embarcación con sus tres hombres y sus dos mujeres, y la posibilidad de divertirse era demasiado grande para que los dragones la dejaran pasar. Empezaron a gritar que condujeran el esquife hacia la orilla en la que ellos estaban, aunque no esperaban que sus palabras se comprendieran, y mucho menos que se obedecieran, y al cabo de unos segundos el primero de ellos disparó.

El disparo de la carabina cayó al agua a unos cinco pasos de distancia del bote. Sharpe y Harper empezaron a remar con más brío y viraron la embarcación hacia la orilla este para alejarse oblicuamente de los jinetes, pero los dragones espolearon a sus caballos, siguieron adelante y una docena o más de ellos desmontaron en un lugar donde un espolón boscoso se adentraba en el río.

—Se están preparando para dispararnos —advirtió Vicente.

El río describía una curva en torno a aquel cabo boscoso y en su margen izquierdo, a unos cien pasos de los dragones, un árbol enorme había caído al agua y allí permanecía, sumergido a medias, asomando bajo la llovizna las ramas peladas y blanqueadas por el sol. Sharpe se dio la vuelta en la bancada, vio el árbol y dio un fuerte tirón a su remo izquierdo para virar hacia él. Los demás dragones ya habían desmontado también y se apresuraron hacia el borde del río, se arrodillaron, apuntaron y dispararon. Las balas cayeron por la corriente y una de ellas hizo saltar una astilla de la borda de la pequeña embarcación.

—¿Ve ese árbol, Pat? —preguntó Sharpe, y Harper se dio la vuelta en la bancada, dio un gruñido de confirmación y ambos tiraron de los pesados remos al tiempo que otra irregular descarga estallaba en la orilla contraria, y entonces la alta y alquitranada proa del bote chocó contra las ramas muertas que enmarañaban el agua estancada a causa del enorme y pálido tronco. Una bala de carabina alcanzó la madera muerta y otra pasó con un zumbido por encima de sus cabezas mientras Vicente arrimaba más el bote al santuario que formaba el árbol caído. Ahora, siempre y cuando no levantaran la cabeza, los dragones no los verían y no podrían alcanzarles, aunque eso no disuadió a los franceses, que siguieron disparando de manera poco sistemática, convencidos de que antes o después la embarcación tenía que reaparecer.

Vicente fue el primero en hartarse. Se puso de pie y colocó el rifle por encima del árbol.

—Tengo que averiguar si todavía puedo disparar un rifle —dijo.

—El hombro izquierdo no se lo impedirá —comentó Sharpe.

—Me refiero a disparar con precisión —explicó Vicente, y se inclinó sobre la mira. Los dragones utilizaban carabinas de ánima lisa que aún eran más imprecisas que los mosquetes, pero a esa distancia el rifle de Vicente era mortal y apuntó contra un soldado a caballo que supuso que era un oficial. Los dragones lo habían visto, aunque no era seguro que hubieran visto su arma, y una ráfaga de disparos estalló en la otra orilla. Ninguno de ellos se acercó siquiera. Sharpe atisbaba por encima del tronco, pues tenía curiosidad para ver lo buen tirador que era Vicente. Oyó el estallido del rifle y vio que el oficial de los dragones se sacudió con fuerza hacia atrás dejando una lluvia de sangre. El hombre cayó de lado.

—Buen disparo —dijo Sharpe, impresionado.

—Estuve practicando todo el invierno pasado —dijo Vicente. Sabía disparar muy bien el rifle, pero al cargarlo le dolía el hombro—. Si voy a ser el jefe de una compañía de atiradores debo tener buena puntería, ¿no?

—Sí —respondió Sharpe, y una descarga de las carabinas francesas traqueteó por entre las ramas muertas.

—Y gané todas las competiciones —dijo Vicente con toda la modestia de la que fue capaz—, pero sólo fue porque había practicado. —Atacó una nueva bala y volvió a levantarse—. Ésta vez mataré al caballo —anunció.

Lo hizo, y tanto Sharpe como Harper contribuyeron con sus balas contra el grupo de dragones desmontados. Las carabinas contraatacaron con una furiosa ráfaga de disparos, pero ninguno de ellos alcanzó su objetivo. Algunos penetraron en el árbol con un ruido sordo, otros cayeron al río haciendo que el agua salpicara, pero la mayor parte pasaron volando por encima de sus cabezas sin causarles ningún daño. Vicente hizo una mueca de dolor al recargar y luego, con calma, le pegó un tiro a un hombre que se había puesto de rodillas en el río con la esperanza de acercar el alcance, y al final los dragones se dieron cuenta de que estaban haciendo el ridículo ofreciéndose como blancos fáciles a unos soldados que utilizaban rifles, de manera que corrieron de vuelta a sus caballos, montaron y desaparecieron entre los árboles.

Mientras recargaba, Sharpe vio que los jinetes cabalgaban hacia el sur por el bosque.

—Nos estarán esperando corriente abajo —dijo.

—A menos que regresen con su ejército —sugirió Harper.

Vicente se puso de pie y atisbó por encima del árbol, pero no vio a ningún enemigo.

—Creo que se quedarán en el río —dijo—. No habrán encontrado mucha comida entre aquí y Coimbra, seguro que querrán hacer un puente en alguna parte.

—¿Un puente? —preguntó Harper.

—Para llegar a esta orilla —contestó Vicente—. En esta orilla habrá montones de comida. Y si no hacen un puente cruzarán en Santarém.

—¿Dónde está eso?

—Hacia el sur —respondió Vicente, con un gesto de la cabeza río abajo—, es una vieja fortaleza encima del río.

—¿Por la que tenemos que pasar? —quiso saber Sharpe de inmediato.

—Sugiero que lo hagamos esta noche —dijo Vicente—. Deberíamos descansar aquí un poco, esperar a que oscurezca y seguir bajando por el río.

Sharpe se preguntó si sería eso lo que harían los hermanos Ferreira. No paraba de mirar hacia el norte, casi esperando verlos, y preocupado por el hecho de que no fuera así. ¿Quizá habían cambiado de opinión? Tal vez se habían marchado a las montañas del norte, o habían cruzado el Tajo mucho más arriba y utilizado su dinero para comprar caballos que los llevaran a la orilla este. Se dijo que en realidad no importaba, que lo único que importaba era regresar al ejército, pero quería encontrar a los hermanos. Ferreira, al menos, tenía que pagar por su traición y Sharpe tenía muchas cosas que solucionar con Ferragus.

Se quedaron allí hasta que anocheció, hicieron un fuego en la orilla y en un bote prepararon un té fuerte con sabor a pólvora con las últimas hojas que les quedaban a Sharpe y Harper en las mochilas. Los dragones ya habrían regresado haría rato a su base por miedo a los partisanos, que eran mucho más peligrosos en la oscuridad, y cuando la luz del día empezó a desvanecerse Sharpe y Harper empujaron el esquife para sacarlo de su refugio y dejaron que volviera a deslizarse corriente abajo. La lluvia persistía: una suave llovizna que los empapaba y los enfriaba mientras desaparecía el último atisbo de luz. Se encontraban entonces a merced de la corriente, sin poder ver nada e incapaces de gobernar la embarcación, por lo que dejaron que ésta fuera donde quisiera. En ocasiones, a lo lejos, se distinguía el brillo empañado de una hoguera en lo alto de las montañas del oeste, y una vez vieron una fogata más grande, mucho más cerca, pero quién la había encendido era un misterio. En una o dos ocasiones chocaron con sólidos pedazos de madera a la deriva, luego pasaron rozando un árbol caído y al cabo de una hora más o menos, después de lo que a Sharpe le habían parecido horas enteras de andar flotando, vieron un conjunto de luces, neblinosas por la lluvia, en lo alto de la orilla izquierda.

—Santarém —anunció Vicente en voz baja.

Había centinelas en la alta muralla, iluminados por fuegos encendidos tras el parapeto, y Sharpe supuso que serían franceses. Oyó cánticos en la ciudad, se imaginó a los soldados en las tabernas y se preguntó si la expoliación y el horror que habían hecho estragos en Coimbra les estaban siendo infligidos entonces a los habitantes de Santarém. Se agachó en el bote, aunque sabía que ningún centinela del alto muro podía ver nada contra la impenetrable negrura del río. Dio la impresión de que tardaban una eternidad en pasar frente a las antiguas murallas, pero al fin las luces se desvanecieron y sólo quedó la húmeda oscuridad. Sharpe se quedó dormido. Sarah achicaba el agua con una taza de latón. Harper roncaba en tanto que Joana, a su lado, temblaba. El río se había ensanchado, era más grande y más rápido y cuando Sharpe se despertó con el crepúsculo previo al amanecer, vio los árboles cubiertos de neblina en la orilla oeste y niebla por todas partes. La lluvia había cesado. Bajó los remos y dio unas cuantas paladas, más que nada para entrar en calor. Sarah le sonrió desde la proa.

—He soñado con una taza de té —le dijo.

—No queda —repuso Sharpe.

—Por eso estaba soñando con una —replicó ella.

Harper se había despertado y empezó a remar, pero Sharpe tenía la sensación de que no avanzaban en absoluto. La niebla se había espesado y la embarcación parecía estar suspendida en una blancura nacarada en la que el agua se desvanecía. Remó con más fuerza y al final vio la imprecisa forma de un árbol retorcido en la orilla este, no lo perdió de vista y siguió remando con todas las fuerzas de las que fue capaz, hasta que poco a poco se fue convenciendo de que, por mucho que remara, el árbol no se movía del sitio.

—La marea —dijo Vicente.

—¿La marea?

—Sube por el río —explicó Vicente— y nos lleva hacia atrás. O lo intenta. Pero ya cambiará.

Sharpe pensó en dirigirse a la orilla este y amarrar el bote, pero decidió que los hermanos Ferreira, que no podían andar muy lejos, podrían pasar junto a ellos sin que los vieran debido a la niebla, de modo que Harper y él tiraron de los remos hasta que el esfuerzo de luchar contra la marea hizo que les salieran ampollas en las manos. La niebla se fue iluminando, la marea por fin amainó y una gaviota pasó volando en lo alto. Todavía faltaban varios kilómetros para llegar al mar, pero el aire y el agua era más salobres. El día se iba haciendo más cálido, cosa que por lo visto espesó la niebla, que se desplazaba en forma de jirones flotantes, como humo de pólvora, sobre el agua grisácea arremolinada. Tuvieron que acercarse más a la orilla oeste para evitar los restos enmarañados de una trampa para peces hecha con redes, varas flexibles y postes que sobresalían a bastante distancia de la orilla este. No había ningún movimiento en la ribera oeste y daba la impresión de que estaban solos en un río pálido bajo un cielo perlado, pero entonces, desde más adelante, les llegó el inconfundible sonido de un cañón. Los pájaros alzaron el vuelo desde los árboles de la ribera y volaron en círculos mientras el estrépito resonaba en unos montes invisibles, retumbaba por el valle, río arriba, y se desvanecía.

—No veo nada —informó Vicente desde la proa.

Sharpe y Harper habían levantado los remos y ambos se dieron la vuelta para mirar hacia delante, pero sobre el río no había más que niebla. Se oyó otro cañonazo y Sharpe creyó ver que la niebla se espesaba en una zona, dio un par de paladas más y entonces, como un barco fantasma en medio del vapor, apareció una cañonera que disparaba contra la ribera oeste. Allí había dragones, medio invisibles en la neblina que se dispersaba con los disparos. Otro cañón estalló desde el barco que estaba anclado en medio de la corriente, una carga de metralla derribó dos caballos y Sharpe vio que un súbito chorro de sangre manchaba la niebla y desaparecía casi al instante; el cañón delantero de la lancha abrió fuego y una bala se deslizó por encima del agua a unos veinte metros por delante del esquife. Había sido un disparo de advertencia, pues desde el pique de proa de la cañonera un hombre les gritaba que se acercaran.

—Son ingleses —dijo Vicente. Se puso de pie en la proa del esquife y agitó los dos brazos en tanto que Sharpe y Harper remaban hacia la lancha, que contaba con un mástil alto, un combés bajo y seis portas visibles en el lado de babor, encarado a contracorriente. Una enseña blanca colgaba en la proa en tanto que la bandera de la unión lo hacía en lo alto del mástil.

—¡Aquí! —gritaba aquel hombre—. ¡Traigan ese maldito bote hacia aquí!

Los dos cañones popeles dispararon contra los dragones que se retiraban, adentrándose en la niebla al galope y abandonando los caballos muertos. Tres marineros armados con mosquetes aguardaban al esquife y apuntaron sus armas hacia el bote.

—¿Alguno de ustedes habla inglés? —preguntó otro hombre.

—¡Soy el capitán Sharpe!

—¿Quién?

—El capitán Sharpe, del regimiento South Essex. ¡Y apunten esos malditos mosquetes a otra parte!

—¿Es inglés? —El motivo del asombro debía ser fruto del aspecto de Sharpe, que no llevaba la casaca puesta y lucía una barba espesa.

—¡No! ¡Soy chino, si le parece! —le espetó Sharpe. El esquife chocó contra el costado alquitranado de la cañonera, y al levantar la mirada Sharpe vio a un joven teniente de la Armada—. ¿Quién es usted?

—El teniente Davies, estoy al mando.

—Soy el capitán Sharpe, éste es el capitán Vicente del ejército portugués, y el tipo grandote es el sargento Harper, y ya le presentaré a las damas más tarde. Lo que nos hace falta, teniente, si es usted tan amable, es un poco de té como es debido.

Treparon a bordo por los cuadernales que aseguraban las jarcias del gran mástil y Sharpe saludó a Davies quien, aunque sólo aparentaba diecinueve años y era teniente, poseía un rango superior al de Sharpe porque, al ser un oficial al mando de una de las embarcaciones de su majestad, su rango equivalía al de comandante del ejército. Los marineros soltaron una leve ovación cuando Joana y Sarah treparon por el costado del barco con sus pantalones empapados por la lluvia.

—¡Silencio en cubierta! —exclamó Davies con brusquedad, y los marineros se callaron al instante—. Aseguren las piezas —ordenó Davies—. ¡Dense prisa con este bote! ¡Vamos! ¡Vamos! —Hizo un gesto a Sharpe y a sus compañeros para que lo siguieran hacia la popa—. Bienvenidos al Ardilla —dijo—, y creo que podemos ofrecerles un poco de té. ¿Puedo preguntar por qué están aquí?

—Venimos de Coimbra —respondió Sharpe—. ¿Y usted, teniente?

—Hemos venido para entretener a los franchutes —respondió Davies. Era un joven muy alto y delgado que llevaba un uniforme gastado—. Venimos a contracorriente con la marea, matamos a cualquier francés lo bastante idiota como para aparecer en la ribera y luego volvemos a bajar.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sharpe.

—A poco más de tres kilómetros de Alhandra. Allí es donde nuestras líneas llegan al río —se detuvo junto a una escalera de cámara—. Ahí abajo hay un camarote —dijo— y no hay inconveniente en que lo utilicen las damas, pero debo decir que es un cuartucho diminuto. Y húmedo, además.

Sharpe presentó a Sarah y Joana, que prefirieron quedarse en la cubierta de popa, ocupada por la enorme caña del timón. El Ardilla no tenía rueda de timón y su alcázar era meramente la parte posterior de la cubierta principal, que estaba abarrotada de marineros. Davies explicó que su embarcación era un cúter de doce cañones y que, aunque podía gobernarse fácilmente con seis o siete hombres, se necesitaba una tripulación de cuarenta personas para servir sus cañones.

—Y aun así vamos cortos de personal —se quejó— y sólo podemos disparar una andanada. No obstante, suele bastar con eso. Té, ¿verdad?

—¿Y podría prestarme una navaja de afeitar? —preguntó Sharpe.

—Y algo de comer —terció Harper entre dientes mientras miraba inocentemente la enorme vela mayor que estaba sujeta con escotas a una sólida botavara que sobresalía por encima de la diminuta enseña blanca.

—Té, navaja y desayuno —dijo Davies—. ¡Deje de papar moscas, señor Braithwaite! —Las últimas palabras iban dirigidas a un guardiamarina que miraba a Joana y a Sarah, sin duda intentando decidir si prefería las mujeres morenas o rubias—. No se quede ahí atontado y dígale a Powell que necesitamos desayuno para cinco invitados.

—Cinco invitados, señor, a la orden, señor.

—¿Y puedo rogarle que esté atento por si ve otro barco? —le preguntó Sharpe a Davies—. Sospecho que nos siguen cinco individuos y quiero detenerlos.

—Ése es mi trabajo —dijo Davies—, detener cualquier cosa que intente navegar río abajo. ¿Señorita Fry? ¿Quiere que le traiga una silla? ¿A usted y a su compañera?

Se sirvió el desayuno en cubierta. Había platos de gruesa porcelana blanca llenos de tocino, pan y huevos aceitosos y, después de comer, Sharpe le desafiló la navaja de afeitar a Davies raspándola contra su barba de varios días. El criado de Davies le había cepillado la casaca verde, había limpiado y lustrado sus botas y bruñido la vaina metálica de su espada. Se apoyó en la cubierta y de pronto se sintió aliviado de que el viaje hubiera terminado. En cuestión de horas, pensó, podría volver a estar con el batallón, y eso echó a perder su buen humor, pues imaginaba que estaría condenado al descontento continuo de Lawford. La niebla había empezado a disiparse, y se había convertido en una ligera neblina, estaba bajando la marea y el agua pasaba arremolinándose junto al Ardilla, que estaba anclado a proa y popa de manera que su pequeño costado miraba río arriba. Sharpe vio una serie de islas a cierta distancia de la orilla oeste, unas bajas franjas de arena cubierta de hierba que resguardaban otro cauce más pequeño, en tanto que río abajo, más allá de un ancho recodo y apenas visibles por encima de los jirones de neblina, Sharpe distinguió los mástiles de otros barcos. Davies dijo que se trataba de toda una escuadra de lanchas cañoneras, apostadas para vigilar el flanco de las líneas defensivas. Un cañón disparó en la distancia con un sonido apagado en la atmósfera cada vez más cálida.

—Va a hacer un día magnífico, para variar —Davies se apoyó en la borda al lado de Sharpe—, si es que esta maldita niebla escampa.

—Me alegro de haberme librado de la lluvia —dijo Sharpe.

—Mejor la lluvia que la niebla —comentó Davies—. No se puede disparar un cañón si no puedes ver el dichoso objetivo —levantó la mirada hacia el tenue resplandor del sol que se filtraba por la neblina para calcular la hora—. Nos quedaremos aquí una hora más —anunció— y luego bajaremos hasta Alhandra. Allí los dejaremos en tierra —miró la bandera de la unión que se agitaba lánguidamente en el tope del mástil—. ¡Maldito viento del sur! —exclamó, refiriéndose a que no podía navegar río abajo, sino que tendría que dejar que lo llevara la corriente.

—¡Señor! —Había un hombre en las crucetas, allí donde el mastelero de gavia se cruza con el palo mayor—. ¡Un barco, señor!

—¿Por dónde?

El hombre señaló, Sharpe sacó el catalejo, miró hacia el oeste y entonces, a través de un resplandor en la neblina, vio una embarcación pequeña que descendía por el cauce de la ribera. Sólo distinguió las cabezas de los hombres que iban en ese barco. Davies echó a correr por la cubierta.

—¡Suelten el esprín de popa! —gritó—. ¡A los cañones uno y dos!

El Ardilla viró sobre el ancla de proa, empujado por la corriente, hasta que los cañones torcieron y la tensión se centró entonces en el cable del ancla de popa para detener el barco en una nueva posición.

—¡Cuando puedan lancen un disparo de advertencia! —ordenó Davies.

Hubo una pausa mientras el Ardilla se estabilizaba, tras la cual el capitán de los artilleros, que había estado mirando por el tubo del cañón con los ojos entrecerrados, retrocedió de un salto y dio un tirón a la cuerda de disparo. El pequeño cañón reculó contra las bragas y un humo espeso nubló la borda. El segundo cañón disparó casi de inmediato, su proyectil pasó silbando por encima de la isla baja y cayó al cauce por delante de la embarcación que huía.

—¡No se detienen, señor! —gritó el hombre de la cruceta.

—¡Dispáreles, señor Combes! ¡Directamente!

—¡A la orden, señor!

El siguiente disparo cayó en la isla y rebotó, elevándose por encima del barco que avanzaba rápidamente por la corriente del río, ayudado por el reflujo. Sharpe dudaba que los cañonazos detuvieran la embarcación.

Trepó un poco por los flechastes y utilizó el catalejo, pero casi no vio a los ocupantes, ocultos por la niebla. No obstante, tenían que ser los hermanos Ferreira. ¿De quién podría tratarse si no? Y le pareció, aunque no podía estar seguro, que uno de los hombres de aquel barco era anormalmente corpulento. Ferragus, pensó.

—¡Teniente! —llamó.

—¿Señor Sharpe?

—En esa embarcación van dos hombres a los que hay que capturar. Es mi obligación. —Eso no era del todo cierto. La obligación de Sharpe era volver al servicio, no continuar una pelea, pero Davies no lo sabía—. ¿Puede prestarnos uno de sus botes para perseguirlos?

Davies dudó, preguntándose si al acceder a semejante petición no estaría contraviniendo las órdenes.

—Las lanchas que hay río abajo los detendrán —observó.

—Y no sabrán que se les busca —dijo Sharpe, que hizo una pausa mientras los cañones del extremo proel del Ardilla disparaban y volvían a fallar—. Además, es probable que se escabullan en tierra antes de llegar a su escuadra. Y si eso ocurre tendrán que dejarnos desembarcar para que los sigamos.

Davies lo pensó durante un segundo más, vio que la embarcación de los fugitivos casi había desaparecido en la niebla y a continuación se volvió hacia el guardiamarina Braithwaite.

—¡El chinchorro, señor Braithwaite! ¡Vamos, rápido! —Se volvió nuevamente hacia Sharpe, que había vuelto a bajar a cubierta—. Las damas se quedarán aquí —no era una pregunta.

—No lo haremos —respondió Sarah con firmeza, y levantó su mosquete francés—. Hemos llegado hasta aquí juntos y terminaremos esto juntos.

Por un segundo pareció que Davies iba a discutir, pero entonces decidió que la vida sería más sencilla si sus invitados inesperados se marchaban del Ardilla. El cañón delantero disparó una última vez y la humareda envolvió la cubierta.

—Les deseo suerte —dijo Davies.

Bajaron por el costado de la lancha e iniciaron la persecución.