CAPÍTULO 10

Ferragus y su hermano regresaron a la casa del comandante, que se había salvado del saqueo sufrido por el resto de la ciudad. En el exterior de la casa había apostado un escuadrón de dragones que formaba parte del mismo grupo que el que había ido a proteger el almacén y en aquel momento estaba siendo relevado por una docena de soldados enviados por el coronel Barreto, que tenía intención de alojarse allí cuando terminara su jornada de trabajo. Miguel y otros cinco hombres de Ferragus se hallaban en la casa, donde no llamaban la atención de los franceses, y fue Miguel quien interrumpió las celebraciones de los dos hermanos informándoles de que el almacén estaba ardiendo.

Ferragus acababa de abrir la tercera botella de vino. Escuchó a Miguel, se llevó la botella hasta la ventana y miró cuesta abajo, vio la humareda que se alzaba arremolinada pero se encogió de hombros.

—Podría tratarse de cualquier edificio entre una docena —dijo, quitándole importancia.

—Es el almacén —insistió Miguel—. Subí al tejado. Lo vi.

—¿Y qué? —Ferragus hizo un brindis con la botella—. ¡Ya lo hemos vendido! Los que pierden son los franceses, no nosotros.

El comandante Ferreira se acercó a la ventana y contempló la humareda. Se santiguó.

—Los franceses no lo verán de ese modo —dijo en voz baja, y le quitó la botella a su hermano.

—¡Nos han pagado! —dijo Ferragus, intentando recuperar la botella.

Ferreira puso el vino fuera del alcance de su hermano.

—Los franceses creerán que les vendimos la comida y luego la destruimos —dijo. El comandante miró hacia la calle que llevaba al sur de la ciudad, como si esperara verla llena de franceses—. Querrán que les devolvamos el dinero.

—¡Dios! —exclamó Ferragus. Su hermano tenía razón. Miró el dinero: cuatro alforjas llenas de oro francés—. ¡Dios! —repitió cuando su mente embotada por el vino cayó en la cuenta de las implicaciones del edificio en llamas.

—Ha llegado el momento de marcharse. —El comandante se hizo cargo de la situación con firmeza.

—¿Marcharse? —Ferragus seguía atontado.

—¡Vendrán a buscarnos! —insistió el comandante—. En el mejor de los casos sólo querrán recuperar el dinero y en el peor nos matarán. ¡Por Dios, Luis! Primero perdemos la harina en la ermita y ahora esto. ¿Crees que pensarán que no lo hicimos? ¡Nos marchamos! ¡Ahora mismo!

—Ve a los establos —le ordenó Ferragus a Miguel.

—¡No podemos marcharnos a caballo! —protestó Ferreira. Los franceses estaban confiscando todas las monturas que encontraban y silo veían a caballo de nada le servirían sus contactos con el coronel Barreto y los franceses—. Tenemos que escondernos —insistió—. Nos esconderemos en la ciudad hasta que podamos salir de aquí sin peligro.

Ferragus, su hermano y los seis hombres se llevaron lo más valioso de la casa. Tenían el oro que acababan de pagarles los franceses, un poco de dinero que el comandante Ferreira tenía escondido en su estudio y una bolsa con una vajilla de plata, y se lo llevaron todo por un callejón situado detrás de los establos, tomaron otro callejón y luego entraron en una de las muchas casas abandonadas que ya habían sido registradas por los franceses. No se atrevieron a seguir, pues los invasores inundaban las calles, por lo que se refugiaron en el sótano de la casa y rezaron para que no los encontraran.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó Ferragus agriamente.

—Hasta que se vayan los franceses —respondió Ferreira.

—¿Y entonces qué?

Ferreira no le contestó enseguida. Estaba pensando. Pensando que los británicos no se limitarían a huir en sus barcos. Intentarían volver a detener a los franceses, probablemente cerca de los nuevos fuertes que había visto que se construían en el camino al norte de Lisboa. Eso significaba que los franceses tendrían que combatir o, de lo contrario, maniobrar para rodear a los ejércitos británico y portugués, lo cual le proporcionaría tiempo. Tiempo para llegar a Lisboa. Tiempo para coger el dinero oculto en el equipaje de su esposa. Tiempo para encontrar a su esposa e hijos. Portugal estaba a punto de venirse abajo y los hermanos iban a necesitar dinero. Mucho dinero. Podrían ir a las Azores o incluso a Brasil, esperar cómodamente a que se calmaran las cosas y volver a casa cuando hubiera pasado la tormenta. ¿Y si los franceses eran derrotados? En ese caso también necesitarían dinero, y el único obstáculo era el capitán Sharpe, que estaba al corriente de la traición de Ferreira. Ese desgraciado había escapado del sótano, pero, ¿seguiría con vida? Parecía probable que lo hubieran matado, pues Ferreira no podía imaginarse que los franceses hicieran prisioneros en su orgía de muerte y destrucción, pero la idea de que el fusilero estuviera vivo era preocupante.

—Si Sharpe está vivo —se preguntó en voz alta—, ¿qué hará?

Ferragus escupió para expresar su opinión sobre Sharpe.

—Regresará con su ejército —Ferreira respondió a su propia pregunta.

—¿Y dirá que eres un traidor?

—Será su palabra contra la mía —dijo Ferreira—, y si estoy presente, su palabra no tendrá mucho peso.

Ferragus se quedó mirando el techo del sótano.

—Podríamos decir que la comida estaba envenenada —sugirió—, decir que era una trampa para los franceses, ¿no?

Ferreira asintió con la cabeza, reconociendo la utilidad de dicha sugerencia.

—Lo más importante —dijo— es que lleguemos a Lisboa. Beatriz y los niños están allí. Mi dinero está allí —pensó en ir al norte y esconderse pero cuanto más se prolongara su ausencia del ejército, más sospechas despertaría ésta. Lo mejor sería volver, salir del apuro embaucándolos y reclamar sus posesiones. Entonces, con dinero, podría sobrevivir a cualquier cosa que ocurriera. Además, echaba de menos a su familia—. Pero, ¿cómo vamos a llegar a Lisboa?

—Yendo hacia el este —sugirió uno de los hombres—. Yendo hacia el este hasta el Tajo y bajar por él.

Ferreira se quedó mirando a aquel hombre, pensando, aunque en realidad no había nada en lo que pensar. No podía ir directamente hacia el sur porque allí estarían los franceses, pero si su hermano y él enfilaban hacia el este por las montañas, atravesando las tierras altas donde los franceses no se atreverían a ir por miedo a los partisanos, al final llegarían al Tajo y el dinero que llevaban sería más que suficiente para comprar una embarcación. Entonces podrían llegar a Lisboa en un par de días.

—Tengo amigos en las montañas —dijo Ferreira.

—¿Amigos? —Ferragus no había seguido el hilo de los pensamientos de su hermano.

—Hombres que han aceptado mis armas. —Como parte de sus obligaciones, Ferreira había distribuido mosquetes británicos entre la gente de las montañas para animarlos a que se convirtieran en partisanos—. Ellos nos proporcionarán caballos —prosiguió con confianza— y sabrán si los franceses están en Abrantes. Si no es así, allí encontraremos una embarcación. Y los hombres de las montañas pueden hacer otra cosa por nosotros. Si Sharpe está vivo…

—A estas alturas ya estará muerto —insistió Ferragus.

—Si está vivo —siguió diciendo Ferreira pacientemente— tendrá que tomar la misma ruta para alcanzar a su ejército. Así pues, pueden matarlo por nosotros. —Hizo la señal de la cruz, pues de pronto todo estaba muy claro—. Cinco de nosotros nos dirigiremos al Tajo —dijo— y desde allí al sur. Cuando alcancemos a nuestro ejército diremos que destruimos las provisiones del almacén y si llegan los franceses zarparemos hacia las Azores.

—¿Sólo cinco de nosotros? —preguntó Miguel. Eran ocho hombres los que estaban en aquel sótano.

—Tres de vosotros os quedaréis aquí —sugirió Ferreira, que miró a su hermano pidiendo aprobación, y Ferragus se la dio con un movimiento de la cabeza—. Tres hombres deben quedarse aquí —dijo Ferreira— para vigilar mi casa y realizar las reparaciones necesarias antes de que regresemos. Y cuando volvamos, estos tres hombres serán bien recompensados.

El hecho de que el comandante pensara que su casa iba a necesitar reparaciones estaba justificado pues, a tan sólo unos ciento cincuenta metros de distancia, los dragones le estaban buscando. Los franceses creían que el comandante Ferreira y su hermano los habían engañado y querían vengarse. Echaron abajo la puerta principal pero no encontraron a nadie más que a la cocinera que estaba borracha en la cocina, y cuando la mujer blandió una sartén contra la cabeza de un dragón recibió un disparo. Los dragones arrojaron su cuerpo al patio y luego se pusieron a destruir sistemáticamente todo aquello que podían romper. Muebles, cuadros, porcelana, vasijas, todo. Arrancaron la barandilla de las escaleras, rompieron las ventanas y desgoznaron los postigos. No encontraron nada más que los caballos en los establos y se los llevaron para sumarlos a la remonta de la caballería francesa.

Anochecía, el sol despidió un brillo carmesí por encima del lejano Atlántico y luego se puso. Los incendios de la ciudad siguieron ardiendo e iluminaron el cielo cargado de humo. El primer arrebato de furia de los franceses había amainado, pero seguían oyéndose gritos en la oscuridad y lágrimas en la noche, pues las Águilas habían tomado una ciudad.

* * * *

Sharpe se apoyó en el marco de la puerta, a la sombra de un pequeño porche de madera por el que una planta se enroscaba y caía. El pequeño jardín estaba ordenadamente plantado en hileras, pero Sharpe no sabía qué era lo que allí crecía, aunque sí que reconoció unas judías verdes que recogió y guardó en un bolsillo en previsión de los días de hambre que estaban por venir. Volvió a apoyarse en el marco de la puerta, escuchando los disparos en el sur de la ciudad y los ronquidos de Harper que provenían de la cocina. Se quedó dormido y no se dio cuenta hasta que un gato se frotó contra sus tobillos y lo despertó con un sobresalto. En la ciudad seguían sonando los disparos y el humo seguía arremolinándose en lo alto.

Acarició al gato, dio patadas en el suelo, intentó permanecer despierto, pero volvió a quedarse dormido de pie y al despertarse vio a un oficial francés sentado en la entrada del jardín con un bloc de dibujo. El hombre estaba dibujando a Sharpe y, al ver que su modelo se despertaba, levantó una mano como para decirle a Sharpe que no se alarmara. Siguió dibujando, moviendo el lápiz con trazos rápidos y seguros. Con voz relajada y amistosa se dirigió a Sharpe, quien le respondió con un gruñido, y al oficial no pareció importarle que su modelo no le entendiera. Estaba anocheciendo cuando el oficial terminó de dibujar, se puso de pie, le llevó el dibujo a Sharpe y le preguntó su opinión. El francés sonreía, satisfecho con su obra, y Sharpe contempló el dibujo de un hombre de aspecto infame, de rostro aterrador y lleno de cicatrices, apoyado en la entrada en mangas de camisa, el rifle apoyado a su lado y una espada colgándole de la cintura. ¿Acaso el idiota no había visto que eran armas británicas? El oficial, un joven apuesto de cabello rubio, lo instó a responder y Sharpe se encogió de hombros, preguntándose si tendría que desenvainar la espada y cortar en filetes a ese tipo.

Entonces apareció Sarah, que dijo algo en un francés fluido y el oficial se despojó apresuradamente de su gorra de forrajeador, hizo una reverencia y le mostró el dibujo a Sarah, que debió de expresar su deleite, pues el hombre lo arrancó de su gran bloc y se lo entregó a ella con otra reverencia. Estuvieron hablando unos minutos más, o mejor dicho, el oficial habló y Sarah pareció estar de acuerdo con todo lo que él decía, añadiendo muy pocas palabras y entonces, por fin, el oficial le besó la mano, saludó cordialmente a Sharpe con la cabeza y desapareció por las escaleras y a través del arco del otro extremo.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Sharpe.

—Le he dicho que somos holandeses. Por lo visto él creía que eras un soldado de caballería.

—Vio la espada, el peto y las botas —explicó Sharpe—. ¿No sospechaba nada?

—Dijo que eras el vivo retrato de un soldado moderno —dijo Sarah mirando el dibujo.

—Ése soy yo —dijo Sharpe—, una obra de arte.

—En realidad dijo que eras la viva imagen de la furia de un pueblo desatada en un mundo viejo y corrupto.

—¡Diantre! —exclamó Sharpe.

—Y también dijo que era una pena lo que se le estaba haciendo a la ciudad, pero que era inevitable.

—¿Qué pasa con la disciplina?

—Inevitable —Sarah hizo caso omiso de la pregunta de Sharpe— porque Coimbra representa el viejo mundo de supersticiones y privilegios.

—De modo que era otro franchute lleno de… —empezó a decir Sharpe.

—¿Mierda? —lo interrumpió Sarah.

Sharpe la miró.

—Eres muy rara, cariño.

—Bien —repuso ella.

—¿Has dormido? —le preguntó Sharpe.

—Sí. Ahora deberías dormir tú.

—Alguien tiene que montar guardia —dijo Sharpe, aunque él no lo había hecho particularmente bien. Estaba profundamente dormido cuando llegó el oficial francés y sólo había sido pura cuestión de suerte que fuera un hombre con un bloc de dibujo en vez de algún cabrón en busca de botín—. Lo que podrías hacer —sugirió— es mirar si se puede reavivar el fuego de la cocina y prepararnos un poco de té.

—¿Té?

—Hay unas cuantas hojas en mi mochila —dijo Sharpe—. Tendrás que sacarlas, y siempre se mezclan un poco con la pólvora suelta, pero a la mayoría nos gusta el sabor que le da.

—El sargento Harper está en la cocina —comentó Sarah tímidamente.

—¿Te preocupa lo que puedas ver? —le preguntó Sharpe con una sonrisa—. A él no le importará. No hay mucha intimidad en el ejército. Es muy instructivo, el ejército.

—Ya me estoy dando cuenta —dijo Sarah, y se fue a la cocina pero volvió para informar de que el fogón estaba frío.

Sarah se había movido haciendo el menor ruido posible, pero aun así había despertado a Harper, que salió rodando de su improvisada cama y se dirigió medio adormilado al pequeño salón.

—¿Qué hora es?

—Anochece —dijo Sharpe.

—¿Todo tranquilo?

—Sí, salvo por sus ronquidos. Y recibimos la visita de un franchute que estuvo charlando con Sarah sobre el estado del mundo.

—Un estado terrible, ya lo creo —dijo Harper—, es una lástima, la verdad —meneó la cabeza y a continuación levantó el fusil de cañones múltiples—. Debería dormir un poco, señor. Deje que monte guardia un rato —se dio la vuelta y sonrió al ver a Joana que salía de la cocina. Se había quitado el vestido roto y por lo visto sólo llevaba puesta la camisa del francés, que le llegaba a medio muslo. Rodeó a Harper por la cintura, apoyo la cabeza morena en su hombro y sonrió a Sharpe—. Los dos montaremos guardia —dijo Harper.

—¿Así es como lo llama? —le preguntó Sharpe, y cogió su rifle—. Despiérteme cuando se canse —dijo. Le pareció que necesitaba dormir como era debido más que el té, pero sabía que Harper probablemente podría beberse cuatro litros—. ¿Quiere hacer primero un poco de té? Íbamos a encender el fogón.

—Lo prepararé en el hogar, señor —Harper señaló con la cabeza la pequeña chimenea en la que había un cazo con tres pies diseñado para ponerse sobre las brasas—. En el jardín hay agua —añadió dirigiendo un gesto a un barril donde se recogía el agua de lluvia—, de modo que la cocina es toda suya, señor. Que duerma bien, señor.

Sharpe agachó la cabeza para cruzar la puerta baja y al cerrarla se encontró completamente a oscuras. Anduvo a tientas hasta encontrar la puerta trasera tras la cual había un pequeño patio cercado iluminado por la luz de la luna que, al filtrarse por la humareda que se disipaba, le daba un aspecto fantasmagórico. En la esquina del patio había una bomba de agua; Sharpe le dio a la manivela y echó agua en un abrevadero de piedra. Utilizó un puñado de paja para limpiar la suciedad de las botas, luego se las quitó de un tirón y se lavó las manos. Se desabrochó el talabarte y lo llevó a la cocina junto con las botas y la espada. Cerró la puerta y se arrodilló para buscar la cama en la oscuridad.

—Cuidado —dijo Sarah desde algún lugar de la maraña que formaban las mantas y el capote.

—¿Qué estás…? —empezó a decir Sharpe, pero entonces pensó que era una pregunta estúpida y no la terminó.

—Me parece que no me querían ahí fuera —explicó Sarah—. No es que el sargento Harper fuera antipático, ni mucho menos, pero tuve la clara impresión de que esos dos podían pasar perfectamente sin mí.

—Probablemente sea cierto —dijo Sharpe.

—Y te dejaré dormir —le prometió.

Pero no fue así.

* * * *

Sharpe se despertó por la mañana. El gato había entrado en la cocina de alguna manera y estaba sentado en el pequeño estante que había al lado del fogón, donde se lavaba y de vez en cuando miraba a Sharpe con sus ojos amarillos. Sarah tenía el brazo izquierdo por encima del pecho de Sharpe, que se maravilló de lo suave y pálida que era su piel. Todavía dormía y un mechón de cabello dorado se estremecía frente a sus labios abiertos con cada respiración. Sharpe se zafó de su abrazo con cuidado y, desnudo, abrió poco a poco la puerta de la cocina, lo suficiente como para poder ver el salón.

Harper estaba en la butaca con Joana dormida en el regazo. El irlandés se dio la vuelta al oír el chirrido de las bisagras.

—Todo está tranquilo, señor —susurró.

—Tendría que haberme despertado.

—¿Por qué? No hay ningún movimiento.

—¿Y el capitán Vicente?

—Salió sigilosamente, señor. Fue a ver lo que estaba ocurriendo. Prometió no ir muy lejos.

—Prepararé un poco de té —dijo Sharpe, y cerró la puerta.

Junto al fogón había un cesto con astillas para encender el fuego y una caja con troncos pequeños. Hizo el menor ruido posible pero oyó que Sarah se despertaba, se dio la vuelta y vio que ella lo miraba desde el revoltijo de la ropa de cama.

—Tienes razón —le dijo—, el ejército es muy instructivo.

Sharpe se apoyó en el fogón. Ella se incorporó, tapándose los pechos con el capote de Harper y Sharpe se la quedó mirando; Sarah le devolvió la mirada y ninguno de los dos dijo nada hasta que de pronto ella se rascó el muslo.

—Cuando estuviste en la India —terció ella sin previo aviso—, ¿conociste a gente que creía que después de muertos volvían siendo otra persona?

—No que yo sepa —respondió Sharpe.

—Me han dicho que es lo que creen —afirmó Sarah con solemnidad.

—Creen toda clase de tonterías. No podía estar al corriente de todas.

—Cuando regrese —dijo Sarah, ladeando la cabeza para apoyarla en la pared—, creo que lo haré siendo un hombre.

—Sería un desperdicio —comentó Sharpe.

—Porque tú eres libre —replicó ella, y levantó la mirada hacia las hierbas secas que colgaban de las vigas.

—Yo no soy libre —dijo Sharpe—. Tengo al ejército encima. Son como pulgas —vio que ella volvía a rascarse.

—Lo que hicimos anoche —dijo Sarah, que se ruborizó levemente y que sin duda tuvo que obligarse a hablar de lo que con tanta naturalidad había ocurrido en la oscuridad— no te cambia. Eres la misma persona. Yo no.

Sharpe oyó la voz de Vicente en el salón y al cabo de un instante sonaron unos golpes en la puerta de la cocina.

—Un minuto, Jorge —le gritó Sharpe. Miró a Sarah a los ojos—. ¿Debería sentirme culpable?

—No, no —se apresuró a responder Sarah—. Sólo digo que eso lo cambia todo. Para una mujer —volvió a levantar la mirada hacia las hierbas— no es una nimiedad. Para un hombre, creo que sí.

—No te dejaré sola —dijo Sharpe.

—No estaba preocupada por eso —contestó Sarah, aunque en realidad sí lo estaba—. Lo que pasa es que ahora todo es nuevo. No soy la misma persona que era ayer. Y eso significa que el mañana también es distinto —esbozó una sonrisa—. ¿Lo entiendes?

—Es probable que tengas que explicármelo un poco más —dijo Sharpe— cuando esté despierto. Pero de momento, mi amor, tengo que dejar entrar a Jorge para ver qué tiene que decir y necesito un dichoso té —se inclinó para darle un beso y luego cogió su ropa.

Sarah cogió su vestido roto de entre la maraña de ropa de cama. Estaba a punto de pasárselo por la cabeza pero se estremeció.

—Apesta —dijo con asco.

—Ponte esto —le dijo Sharpe, que le lanzó la camisa y él se puso los pantalones de peto, los tirantes sobre los hombros desnudos y se calzó las botas—. Dedicaremos el día a hacer la colada —dijo—. Lo lavaremos todo. Dudo que esos malditos franceses se marchen hoy y parece que aquí estamos bastante seguros. —Esperó hasta que ella se hubo abrochado la camisa y entonces abrió la puerta—. Lo siento, Jorge, estaba haciendo un fuego.

—Los franceses no se marchan —informó Vicente desde la puerta. Iba en mangas de camisa y se había hecho un cabestrillo para el brazo izquierdo—. No pude ir demasiado lejos, pero miré colina abajo y no vi que hicieran ningún preparativo.

—Están recuperando el aliento —dijo Sharpe—, probablemente se pongan en marcha mañana —se volvió hacia Sarah—. Mira a ver si el fuego de Patrick sigue encendido, ¿quieres? Dile que necesito llama para éste.

Sarah pasó junto a Vicente, que se hizo a un lado para dejarla pasar y a continuación desvió la mirada de Sarah a Joana, ambas con las piernas desnudas y vestidas con camisas mugrientas. Entró en la cocina y miró a Sharpe con el ceño fruncido.

—Esto parece un burdel —le dijo en tono de reprobación.

—Los casacas verdes siempre han tenido suerte, Jorge. Y las dos son voluntarias.

—¿Y eso lo justifica?

Sharpe metió más astillas en el fogón.

—No hay que justificarlo, Jorge. Es la vida.

—Por eso tenemos la religión —dijo Vicente—, para elevarnos por encima de la vida.

—He sido afortunado y siempre me he librado de la ley y la religión —repuso Sharpe.

Vicente pareció abatido por aquella respuesta, pero entonces vio el retrato a lápiz de Sharpe que Sarah había colocado en un estante y se le iluminó el rostro.

—¡Es muy bueno! ¡Es igual que usted!

—Es una imagen, Jorge, de la ira de un pueblo desatada en un mundo corrupto.

—¿Ah sí?

—Eso es lo que me dijo el que lo dibujó, o algo muy parecido.

—¿No lo hizo la señorita Fry?

—Fue un oficial comerranas, Jorge. Lo hizo anoche mientras usted dormía. Apártese, que viene el fuego —Vicente y él dejaron paso a Sarah, que metió en el fogón el trozo de madera ardiendo que llevaba y se lo quedó mirando para comprobar que la leña prendía—. Lo que vamos a hacer —anunció Sharpe mientras Sarah soplaba sobre las pequeñas llamas— es hervir un poco de agua, lavar la ropa y eliminar las pulgas.

—¿Pulgas? —Sarah parecía alarmada.

—¿Por qué crees que te estás rascando, querida? Probablemente tengas algo peor que pulgas, pero tenemos todo el día para hacer limpieza. Esperaremos a que se vayan los franchutes, que será mañana como muy pronto.

—¿No se irán hoy? —preguntó Sarah.

—¿Esa panda de borrachos? Hoy sus oficiales no conseguirían hacerlos formar en orden de marcha. Mañana, si tienen suerte. Y esta noche echaremos un vistazo a las calles, pero dudo que podamos salir hoy. Seguro que tienen patrullas. Será mejor esperar a que se hayan marchado y luego cruzar el puente y dirigirnos hacia el sur.

Sarah pensó un segundo, frunció el ceño y se rascó la cintura.

—¿Vas a seguir a los franceses? —preguntó—. ¿Cómo vas a pasar sin que te vean?

—El camino más seguro —intervino Vicente— sería dirigirnos al Tajo. Tendríamos que atravesar algunas montañas altas para llegar al río, pero una vez allí podríamos encontrar una embarcación. Algo que nos lleve río abajo hasta Lisboa.

—Pero antes de eso —dijo Sharpe— tenemos otro trabajo que hacer. Buscar a Ferragus.

Vicente puso mala cara.

—¿Por qué?

—Porque está en deuda con nosotros, Jorge —dijo Sharpe—, o al menos lo está con Sarah. Ese cabrón le robó el dinero y tenemos que recuperarlo.

Estaba claro que a Vicente no le hacía ninguna gracia la idea de prolongar la contienda con Ferragus, pero no expresó ninguna objeción. En cambio, preguntó:

—¿Y si hoy viene alguna patrulla? Andarán registrando la ciudad en busca de sus propias tropas, ¿no?

—¿Habla franchute?

—No muy bien, pero un poco sí.

—Pues dígales que es italiano, holandés, lo que quiera, y prometa que nos reuniremos con nuestra unidad. Cosa que haremos, si es que podemos salir de aquí.

Prepararon té, compartieron un desayuno de galleta, ternera salada y queso y luego Sharpe y Vicente montaron guardia en tanto que Harper ayudaba a las dos mujeres con la colada. Hirvieron la ropa para quitarle el hedor de cloaca a la tela y, cuando todo estuvo seco, lo cual llevó la mayor parte del día, Sharpe se valió de un atizador caliente para matar a las pulgas que había en las costuras. Harper había descolgado unas cortinas del dormitorio, las había lavado, las había cortado en largas tiras y se empeñó en vendarle las costillas a Sharpe, que todavía las tenía amoratadas y doloridas. Sarah vio las cicatrices que Sharpe tenía en la espalda.

—¿Qué te ocurrió? —le preguntó.

—Me azotaron —le explicó Sharpe.

—¿Por qué?

—Por algo que no hice —respondió Sharpe.

—Debió de dolerte.

—La vida duele —repuso Sharpe—. Envuélvalo bien tirante, Pat.

Todavía le dolían las costillas, pero podía respirar hondo sin estremecerse de dolor, lo cual significaba sin duda que la cosa se estaba arreglando. También se estaban arreglando las cosas en la ciudad, dado que aquel día Coimbra estaba más tranquila, aunque la columna de humo, que para entonces ya no era tan densa, seguía alzándose desde el almacén. Sharpe imaginó que los franceses habrían rescatado algunas provisiones del incendio, pero no las suficientes para librarlos del hambre de la que lord Wellington había hecho uso para frustrar su invasión. A mediodía Sharpe avanzó sigilosamente hasta el extremo del tortuoso callejón y, tal como se había figurado, vio que las patrullas de soldados franceses estaban sacando a los hombres de las casas y Harper y él llenaron el callejón con residuos del jardín para indicar que no valía la pena explorarlo, y la artimaña debió de funcionar puesto que ninguna patrulla se molestó en explorar aquel estrecho pasaje. Al caer la noche se oyó el sonido de unos cascos y unas ruedas con llanta de hierro por las calles cercanas y cuando hubo oscurecido del todo Sharpe salvó los obstáculos del callejón y vio que había dos baterías de artillería aparcadas en la calle. Media docena de centinelas vigilaban los vehículos y uno de ellos, más despierto que los demás, vio la sombra de Sharpe en la entrada del callejón y le dio el alto. Sharpe se agachó. El hombre volvió a gritar y como no recibió respuesta, disparó hacia la oscuridad. La bala rebotó por encima de la cabeza de Sharpe, que retrocedió poco a poco. «Un chien», dijo otro de los centinelas. El primero miró por el callejón, no vio nada y estuvo de acuerdo en que debía de haber sido un perro en la noche.

Sharpe montó guardia durante la segunda mitad de la noche. Sarah se quedó con él, mirando el jardín iluminado por la luna. Habló de cómo se crió y explicó que perdió a sus padres.

—Me convertí en un incordio para mi tío —dijo con tristeza.

—¿Y se te quitó de encima?

—En cuanto pudo —ella estaba sentada en la butaca, alargó la mano y pasó el dedo por los refuerzos de cuero en zigzag de la pernera de los pantalones de peto de Sharpe—. ¿De verdad los británicos se quedarán en Lisboa?

—Hará falta algo más que esta manga de franceses para hacer que se marchen —respondió Sharpe con desdén—. Por supuesto que vamos a quedarnos.

—Si tuviera cien libras —comentó ella con añoranza—, buscaría una casita en Lisboa y enseñaría inglés. Me gustan los niños.

—A mí no.

—Claro que sí —le pegó suavemente.

—¿No vas a volver a Inglaterra? —le preguntó Sharpe.

—¿Qué puedo hacer allí? Nadie quiere aprender portugués, pero hay muchos portugueses que quieren que sus hijos sepan inglés. Además, en Inglaterra sólo soy otra joven sin perspectivas, fortuna ni futuro. Aquí me beneficio de la intriga de ser diferente.

—Tú sí que me intrigas a mí —comentó Sharpe, y volvió a recibir un golpecito—. Podrías quedarte conmigo —añadió.

—¿Y ser la mujer de un soldado? —se rió.

—No hay nada malo en eso —dijo Sharpe a la defensiva.

—No, no lo hay —coincidió Sarah. Guardó silencio unos momentos—. Hasta hace dos días —continuó diciendo de repente— pensaba que mi vida dependía de otra gente. De las personas para las que trabajaba. Ahora creo que depende de mí.

Me lo has enseñado tú. Pero me hace falta dinero.

—Conseguir dinero es fácil —le dijo Sharpe, quitándole importancia.

—No es la opinión ortodoxa —replicó Sarah con sequedad.

—Róbalo —dijo Sharpe.

—¿De verdad eras un ladrón?

—Lo sigo siendo. Un ladrón siempre es un ladrón, sólo que ahora le robo al enemigo. Algún día tendré lo suficiente para dejar de hacerlo y entonces evitaré que los demás me roben a mí.

—Tienes una visión muy simple de la vida.

—Naces, sobrevives y mueres —dijo Sharpe—, ¿qué tiene eso de difícil?

—Es una vida animal —dijo Sarah—, y nosotros somos más que animales.

—Eso es lo que me dice todo el mundo —repuso Sharpe—, pero cuando hay guerra dan gracias por tener a hombres como yo. O al menos así era.

—¿Era?

Sharpe vaciló y se encogió de hombros.

—Mi coronel quiere deshacerse de mí. Quiere darle mi empleo a un cuñado suyo, un hombre llamado Slingsby. Él tiene modales.

—Es bueno tenerlos.

—No cuando vienen a por ti cincuenta mil comerranas. Entonces los modales no te llevan muy lejos. Lo que entonces necesitas es pura mala leche.

—¿Y tú la tienes?

—A montones, querida —contestó Sharpe.

Sarah sonrió.

—¿Y qué va a pasar contigo ahora?

—No lo sé. Regresaré y si no me gusta lo que me encuentro me buscaré otro regimiento. Quizá me aliste con los portugueses.

—Pero, ¿seguirás siendo soldado?

Sharpe asintió con la cabeza. No se imaginaba otro tipo de vida. En ocasiones pensaba que le gustaría poseer unas cuantas hectáreas y cultivarlas, pero no tenía ni idea de agricultura y reconoció que aquel deseo era un sueño. Seguiría siendo soldado y, si alguna vez pensaba en ello, suponía que acabaría como un soldado, o sudando en una sala para enfermos afectados por las fiebres o muerto en el campo de batalla.

Sarah debió de adivinar lo que Sharpe estaba pensando.

—Creo que sobrevivirás —le dijo.

—Creo que tú también.

Desde algún lugar de la oscuridad les llegó el aullido de un perro y, al oírlo, el gato arqueó el lomo y bufó. Al cabo de un rato, Sarah se quedó dormida y Sharpe se acuclilló junto al gato y observó cómo la luz iba extendiéndose poco a poco por el cielo. Vicente se despertó temprano y se reunió con ellos.

—¿Cómo va el hombro? —le preguntó Sharpe.

—Ya no me duele tanto.

—Entonces es que se está curando —afirmó Sharpe.

Vicente se sentó en silencio. A1 cabo de un rato, dijo:

—Si los franceses se marchan hoy, ¿no sería sensato que nosotros también lo hiciéramos?

—¿Y olvidarnos de Ferragus, quiere decir?

Vicente asintió con la cabeza.

—Nuestro deber es reincorporarnos al ejército.

—Sí —admitió Sharpe—, pero cuando lo hagamos nos sancionarán por habernos ausentado. Su coronel no va a estar muy contento. De manera que tenemos que llevarles algo.

—¿A Ferragus?

Sharpe cabeceó en señal de negación.

—A Ferreira. Es sobre él que tienen que saber ciertas cosas. Pero para encontrarle buscaremos a su hermano.

Vicente dio su aprobación con un movimiento de la cabeza.

—Así cuando volvamos no sólo habremos estado ausentes, sino que habremos estado haciendo algo útil.

—Y en lugar de patearnos nos darán las gracias.

—Entonces, cuando los franceses se marchen buscaremos a Ferreira, ¿no? ¿Y lo llevaremos hacia el sur bajo arresto?

—¿Sencillo, eh?

—Esto no se me da tan bien como a usted.

—¿El qué?

—El estar lejos del regimiento. El estar solo.

—Echa de menos a Kate, ¿verdad?

—Y también echo de menos a Kate.

—Es lógico que la añore —dijo Sharpe—, y sí que se le da bien, Jorge. Usted es tan buen soldado como cualquiera, y si entrega a Ferreira al ejército lo considerarán un héroe. En un par de años será coronel mientras yo sigo siendo capitán y entonces deseará no haber mantenido esta conversación. Es hora de preparar un poco de té, Jorge.

Los franceses se marcharon. Los cañones, carros, caballos y soldados tardaron casi todo el día en cruzar el puente de Santa Clara, torcer por las estrechas calles del otro lado y salir al camino principal que los llevaría a Lisboa. Las patrullas se pasaron el día recorriendo las calles, haciendo sonar las cornetas y gritándoles a los soldados que se reincorporaran a sus unidades y ya era media tarde cuando sonó la última corneta y el barullo de botas, cascos y ruedas se fue desvaneciendo en Coimbra. Los franceses no se habían marchado del todo. Dejaron a más de tres mil heridos en el gran convento de Santa Clara, al sur del río, y aquellos hombres necesitaban protección. Los franceses habían recorrido la ciudad violando, asesinando y saqueando, por lo que los soldados heridos incitaban a una venganza fácil, de modo que los custodiaban ciento cincuenta infantes de marina franceses con el apoyo de trescientos convalecientes que todavía no estaban en condiciones de marchar con el ejército pero que podían utilizar sus mosquetes. Aquella pequeña guarnición estaba a las órdenes de un comandante al que se le había otorgado el presuntuoso título de gobernador de Coimbra, pero el insignificante número de soldados que comandaba no le daba el control de la ciudad. Apostó a la mayor parte de sus fuerzas en el convento, pues era allí donde estaban los soldados vulnerables, y estableció piquetes en los principales caminos que salían de la ciudad, pero todo lo demás se hallaba sin vigilancia.

Así pues, los habitantes que habían sobrevivido salieron a una ciudad devastada. Sus iglesias, escuelas y calles estaban llenas de cuerpos y basura. Había cientos de muertos y el llanto de los dolientes resonaba de un extremo a otro de los callejones. La gente quiso vengarse y las paredes encaladas del convento quedaron todas picadas por las balas de los mosquetes que hombres y mujeres disparaban a ciegas contra el edificio en el que se ocultaban los franceses. Algunos insensatos intentaron atacar el convento y cayeron abatidos por las descargas que provenían de puertas y ventanas. Al cabo de un rato terminó aquella locura. Los muertos yacían en las calles fuera del convento y los franceses estaban atrincherados dentro. Los pequeños piquetes que había en las calles de la periferia, en ninguno de los cuales había más de treinta hombres, se hicieron fuertes en las casas y esperaron a que el mariscal Masséna derrotara de forma aplastante al enemigo y mandara refuerzos a Coimbra.

Sharpe y sus compañeros abandonaron la casa poco después de amanecer. Volvían a llevar sus propios uniformes, pero durante los primeros cinco minutos fueron maldecidos en dos ocasiones por mujeres enojadas, y Sharpe se dio cuenta de que la gente de la ciudad no reconocía las casacas verdes y pardas, por lo tanto, antes de que alguien intentara pegarles un tiro desde un callejón, se quitaron las guerreras, sujetaron el chacó en el cinturón y anduvieron en mangas de camisa. Pasaron junto a un sacerdote que se había arrodillado en la calle para ofrecer los ritos fúnebres a tres hombres muertos. Una niña lloraba, aferrada a la mano de uno de los cadáveres, pero el sacerdote le separó la manita de aquellos otros dedos rígidos y, al tiempo que lanzaba una mirada de reproche al arma que Sharpe llevaba colgada al hombro, se llevó de allí a la niña.

Sharpe se detuvo antes de llegar a la esquina que se abría a la pequeña plaza frente a la casa de Ferragus. No sabía si éste seguía en Coimbra o no, pero no quería arriesgarse y se asomó con cuidado por la pared. Vio que la puerta principal estaba fuera de sus goznes, no quedaba ni un solo cristal en las ventanas y los postigos estaban rotos o los habían arrancado.

—No está aquí —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Vicente.

—Porque al menos habría bloqueado la puerta —respondió Sharpe.

—Quizá lo mataran —sugirió Harper.

—Vamos a averiguarlo. —Sharpe se descolgó el rifle, lo amartilló, dijo a los demás que esperaran, cruzó corriendo el trecho de plaza iluminado por el sol, subió los escalones de entrada a la casa de tres en tres, entró en el vestíbulo y allí se agachó al pie de las escaleras mientras escuchaba.

Silencio. Hizo señas a los demás para que se acercaran. Las dos chicas fueron las primeras en cruzar la puerta y Sarah abrió desmesuradamente los ojos, horrorizada ante semejante destrucción. Harper echó un vistazo a lo alto de las escaleras.

—Lo han dejado todo hecho una verdadera mierda —dijo—. Lo siento, señorita.

—No pasa nada, sargento —repuso Sarah—. Ya no parece importarme.

—Es como las cloacas, señorita —le dijo Harper—. Si estás metido en ellas el tiempo suficiente acabas acostumbrándote. ¡Por Dios, lo han destrozado todo a conciencia!

Habían hecho pedazos todo lo que podía romperse. Sharpe inspeccionó el vestíbulo, miró en el salón y en el estudio y los fragmentos de cristal de una araña crujieron bajo sus botas. La cocina era un revoltijo de cacharros rotos y sartenes dobladas. Incluso habían retirado el fogón de la pared y lo habían desmontado. En el aula la habían emprendido a martillazos con las sillitas, la mesa baja y el escritorio de Sarah hasta dejarlo todo reducido a astillas. Subieron por las escaleras, mirando en todas las habitaciones, y no encontraron nada aparte de destrucción y suciedad deliberada. No había ni rastro de Ferragus ni de su hermano.

—Esos hijos de puta se han marchado —dijo Sharpe después de abrir los armarios del dormitorio principal en los que sólo encontró una baraja de naipes.

—Pero el comandante Ferreira estaba en el bando de los franceses, ¿no? —preguntó Harper, extrañado de que los franceses hubieran destruido la casa de un aliado.

—No sabe en qué bando está —dijo Sharpe—. Quiere estar en el lado del vencedor.

—Pero les vendió la comida, ¿verdad? —insistió Harper.

—Creemos que sí —respondió Sharpe.

—Pero entonces usted la quemó —intervino Vicente—, ¿y a qué conclusión llegarán los franceses? A que los hermanos los engañaron.

—En tal caso —dijo Sharpe— lo más probable es que los franceses les pegaran un tiro a los dos. Eso sí que sería un día provechoso para un maldito franchute.

Se colgó el rifle al hombro y subió el último tramo de escaleras hasta el desván. No esperaba encontrar nada, pero al menos las ventanas altas proporcionaban un mirador desde el que podría divisar la parte baja de la ciudad y ver qué tipo de presencia mantenían los franceses. Sabía que seguían en la ciudad porque de vez en cuando oía unos disparos a lo lejos que parecían provenir de las cercanías del río, pero cuando miró por una ventana rota no vio al enemigo, ni siquiera vio humo de mosquetes. Sarah lo había seguido hasta arriba en tanto que los demás se habían quedado en el piso de abajo. Se asomó al alféizar de la ventana y miró hacia el sur, hacia el otro lado del río y las montañas distantes.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

—Reincorporarnos al ejército.

—¿Así de sencillo?

—Tenemos que andar un buen trecho —dijo Sharpe— y te van a hacer falta unas botas y una ropa mejor que las que llevas. Las buscaremos.

—¿Cuánto tendremos que caminar?

—¿Cuatro días? ¿Cinco? ¿Una semana, tal vez? No lo sé.

—¿Y dónde encontrarás ropa para mí?

—Por el camino, amor, por el camino.

—¿Por el camino?

—Cuando los franceses se marcharon —explicó— llevaban encima todo lo que habían saqueado, pero al cabo de dos o tres kilómetros de marcha cambias de opinión. Empiezas a tirar cosas. Habrá cientos de cosas en el camino del sur.

Sarah bajó la vista a su vestido roto, sucio y arrugado.

—Tengo un aspecto horrible.

—Tienes un aspecto fantástico —dijo Sharpe, que se dio la vuelta porque sonaron dos golpes secos desde el piso de abajo, se llevó el dedo a los labios y, moviéndose con todo el cuidado del que fue capaz, regresó poco a poco a la escalera.

Al pie del tramo estaba Harper, y el irlandés levantó tres dedos y luego señaló hacia abajo por las otras escaleras. De modo que había tres personas en la casa. Harper volvió a mirar abajo, levantó cuatro dedos y balanceó la mano, diciéndole a Sharpe que podían ser más de tres. Probablemente se tratara de saqueadores. Los franceses habían pillado Coimbra una vez, pero habían dejado las sobras y había mucha gente dispuesta a subir desde la parte baja de la ciudad para enriquecerse en la parte alta.

Sharpe había ido bajando por la escalera del desván, pisando a un lado de los peldaños, muy lentamente. Vicente estaba detrás de Harper con el rifle apuntando hacia el pasillo en tanto que Joana estaba en la puerta del dormitorio con el mosquete al hombro. Sharpe se puso al lado de Harper. Oyó voces. Alguien estaba enojado. Sharpe amartilló el rifle, y se encogió cuando el mecanismo chasqueó, pero abajo no lo oyeron. Se señaló a sí mismo, luego a la escalera, y Harper asintió con la cabeza.

Sharpe empezó a bajar por aquel tramo de escalera, más despacio todavía. Los peldaños estaban cubiertos de trozos de barandilla y lágrimas de cristal y a cada paso tuvo que encontrar un espacio despejado en el que poner el pie y trasladar el peso del cuerpo suavemente. Cuando se encontraba a mitad del tramo oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo que había al pie de la escalera y se agachó, levantó el rifle y en aquel preciso momento apareció un hombre que vio a Sharpe y profirió un grito ahogado de asombro. Sharpe no disparó. Si Ferragus había vuelto no quería alertarle, y en lugar de disparar el arma le hizo gestos a aquel hombre para que se arrojara al suelo; pero el hombre se dio la vuelta rápidamente y profirió un grito de advertencia. Harper disparó, la bala pasó volando por encima del hombro de Sharpe, alcanzó al hombre en la espalda y lo tumbó en el suelo del pasillo. Sharpe se puso en movimiento y bajó las escaleras de cuatro en cuatro. El hombre herido se arrastraba por el pasillo. Sharpe le dio una patada en la espalda y saltó por encima de él; entonces apareció un segundo hombre en la oscura entrada de la cocina, Sharpe disparó y el fogonazo del rifle brilló en el sombrío corredor que se llenó de humo. Harper ya había bajado y empuñaba su fusil de cañones múltiples. Sharpe sorteó de un salto los pocos peldaños que llevaban a la cocina, encontró un cuerpo al pie de la escalera, corrió hacia la puerta trasera y se arrojó hacia atrás cuando un hombre le disparó desde el patio.

Harper fue corriendo a la puerta de atrás y no se detuvo, sino que se limitó a alzar el rifle vacío y la amenaza fue suficiente para que quienquiera que estuviera allí saliera corriendo. Sharpe estaba recargando Joana entró en la cocina y Sharpe le cogió el mosquete, le dio el rifle a medio cargar y volvió corriendo al pasillo, saltó por encima del hombre herido y entró en el salón porque la ventana daba al patio. La ventana de guillotina, en cuyos bordes destellaba el vidrio roto, estaba abierta y Sharpe corrió hacia ella pero no vio a nadie al otro lado.

—El patio está vacío —le gritó a Harper.

Harper apareció por la puerta de la cocina, cruzó el patio y cerró la verja.

—¿Saqueadores? —le preguntó a Sharpe.

—Es probable —Sharpe lamentaba haber disparado. La amenaza de los rifles hubiera bastado para ahuyentar a los saqueadores, pero supuso que estaba nervioso y por eso había matado a un hombre que casi seguro no se lo merecía—. ¡Qué imbécil! —dijo, reprendiéndose a sí mismo, entonces fue a recuperar el rifle que tenía Joana pero Sarah, que estaba agachada junto al hombre herido en el pasillo, le dijo:

—Es Miguel.

—¿Quién?

—Miguel. Uno de los hombres de Ferragus.

—¿Estás segura?

—Por supuesto que sí.

—Hable con él —le dijo Sharpe a Vicente—. Averigüe dónde están esos dichosos hermanos. —Sharpe pasó por encima del herido y fue a buscar su rifle. Terminó de recargarlo y volvió al pasillo donde Vicente estaba interrogando a Miguel.

—No quiere hablar —dijo Vicente—, excepto para pedir un médico.

—¿Dónde ha recibido el disparo?

—En el costado —contestó Vicente, señalando la cintura de Miguel, donde la sangre oscurecía su ropa.

—Pregúntele dónde está Ferragus.

—No me lo va a decir.

Sharpe apoyó la bota en el trozo de tela empapado de sangre y Miguel soltó un grito ahogado de dolor.

—Pregúnteselo otra vez —dijo Sharpe.

—Sharpe, no puede… —empezó a decir Vicente.

—¡Pregúnteselo otra vez! —gruñó Sharpe, que clavó su mirada en los ojos de Miguel y dirigió una sonrisa harto significativa al herido. Miguel empezó a hablar. Sharpe dejó la bota sobre la herida mientras escuchaba la traducción de Vicente.

Los hermanos Ferreira creían que probablemente Sharpe estuviera muerto, pero también creían que no era importante siempre y cuando ellos alcanzaran primero al ejército y dieran su versión de los acontecimientos. Y trataban de encontrar al ejército cruzando las montañas, dirigiéndose hacia Castelo Branco porque aquel camino estaría libre de franceses, pero tenían intención de poner rumbo al sur en cuanto se aproximaran al río. Querían llegar a Lisboa, porque allí se habían refugiado temporalmente la familia y la fortuna del comandante, y habían dejado a Miguel y a otros dos para que vigilaran la propiedad de Coimbra.

—¿Eso es todo lo que sabe? —preguntó Sharpe.

—Es todo lo que sabe —dijo Vicente, que quitó el pie de Sharpe de encima de la herida de Miguel.

—Pregúntele qué más sabe —dijo Sharpe.

—No puede torturar a un hombre —reprendió Vicente a Sharpe.

—No lo estoy torturando —replicó Sharpe—, pero le aseguro que lo haré si no nos lo cuenta todo.

Vicente volvió a hablar con Miguel, que juró por la Santísima Virgen que les había dicho todo lo que sabía, pero Miguel había mentido. Podía haberles advertido sobre los partisanos que esperaban en las montañas, pero creía que se estaba muriendo y como último deseo quería la muerte para los hombres que le habían disparado. Esos hombres lo vendaron y prometieron que intentarían encontrar a un médico, pero allí no acudió ninguno y Miguel, abandonado en la casa, se desangró lentamente hasta morir.

Mientras, Sharpe y sus compañeros abandonaban la ciudad.

* * * *

El puente no estaba vigilado, cosa que asombró a Sharpe, que intuía que la guarnición francesa era muy poco numerosa, lo cual indicaba que el enemigo había decidido lanzar todas sus tropas en un asalto a Lisboa y arriesgarse a dejar Coimbra apenas protegida. La gente de la calle les dijo que el convento de Santa Clara estaba lleno de tropas, pero que era muy fácil evitarlo, por lo que a media mañana se encontraban bastante al sur de la ciudad, de camino a Lisboa.

Los bordes del camino, en efecto, estaban llenos de objetos robados desechados, pero había montones de personas revolviendo entre aquellos restos y Sharpe no tenía tiempo de ponerse a buscar ropa y botas para las mujeres. Tampoco podía quedarse en el camino, puesto que éste sólo lo conduciría a la retaguardia francesa, de modo que, cuando el sol estuvo en el cenit, se dirigieron hacia el este campo traviesa. Sarah y Joana iban descalzas puesto que ninguna de las dos tenía unos zapatos resistentes.

Treparon por colinas escarpadas. Los pocos pueblos por los que pasaron estaban desiertos y a media tarde se encontraron entre unos árboles. Se detuvieron a descansar en un lugar donde un gran afloramiento rocoso sobresalía hacia el valle como la proa de un barco gigantesco y desde su cima Sharpe divisó tropas francesas abajo, a lo lejos. Sacó el catalejo, vio que no había sufrido ningún daño después de sus aventuras y lo enfocó hacia las sombras del valle donde vio a unos cincuenta dragones o más que registraban una aldea en busca de comida.

Sarah se acercó a su lado.

—¿Puedo? —le preguntó, extendiendo la mano para que le prestara el catalejo. Sharpe se lo dio y ella miró por él—. Lo único que hacen es echar agua al suelo —dijo Sarah al cabo de unos momentos.

—Buscan comida, cariño.

—¿Y eso les sirve de algo?

—Los campesinos no pueden transportar toda su cosecha a un lugar seguro —le explicó Sharpe—, de manera que a veces la entierran. Cavan un agujero, ponen el grano dentro, lo tapan con tierra y vuelven a colocar el césped. Puedes caminar por encima y no verlo, pero si echas agua en el suelo ésta se filtra más rápidamente por los lugares donde se ha cavado.

—No van a encontrar nada —afirmó Sarah.

—Bien —dijo Sharpe que, al mirarla, pensó que tenía un rostro muy hermoso y pensó también que era una criatura llena de vida. Igual que Teresa, reflexionó, y se preguntó qué haría la chica española, o si seguiría aún con vida.

—Se marchan —informó Sarah, que plegó el anteojo y se fijó en la pequeña placa de metal que había pegada en el más grande de los tubos—. «Con gratitud, A. W.» —leyó en voz alta—. ¿Quién es A. W.?

—Wellington.

—¿Por qué te estaba agradecido?

—Hubo un combate en la India —dijo Sharpe— y lo ayudé.

—¿Nada más?

—Se había caído del caballo —explicó Sharpe—. La verdad es que estaba en apuros. De todos modos, salió sano y salvo.

Sarah le devolvió el catalejo.

—El sargento Harper dice que eres el mejor soldado de todo el ejército.

—Pat no dice más que paparruchas irlandesas —dijo Sharpe—. Él sí que es un terror. No hay nadie mejor que él en combate.

—Y el capitán Vicente dice que le enseñaste todo lo que sabe.

—No dice más que paparruchas portuguesas.

—¿Y aun así crees que corre peligro tu capitanía?

—Al ejército no le importa si eres bueno, cariño.

—No te creo.

—Ojalá yo tampoco me creyera —dijo Sharpe, y esbozó una sonrisa—. Me las arreglaré, amor.

Sarah fue a hablar pero sus palabras, fueran las que fueran, quedaron sin decir porque se oyó el traqueteo de unos disparos que provenía del otro lado del valle. Sharpe se dio la vuelta y no vio nada. Los dragones de la aldea volvían a montar en sus caballos y miraban hacia el sur, pero era evidente que ellos tampoco veían nada, puesto que no se movieron en dicha dirección. Los disparos de mosquete continuaron en forma de chasquidos distantes y luego se fueron apagando.

—Allí —dijo Sharpe, y señaló hacia el otro extremo del valle donde más jinetes franceses salían de una alta ensillada de las montañas. Sarah miró pero no vio nada hasta que Sharpe le devolvió el catalejo y le dijo dónde mirar—. Es probable que los hayan emboscado —dijo.

—Creía que no tenía que quedar nadie por aquí. ¿No se les ordenó ir a Lisboa?

—La gente pudo elegir —le explicó Sharpe—, podían dirigirse a Lisboa o subir a un territorio elevado. Me imagino que esas montañas están llenas de gente. Tendremos que esperar que se muestren amistosos.

—¿Y por qué no iban a hacerlo?

—¿Qué sentirías tú por un ejército que dice que debes abandonar tu casa? ¿Que derriba tus molinos, destruye tus cosechas y rompe tus hornos? Esa gente odia a los franceses, pero a nosotros tampoco nos tiene mucha simpatía.

Durmieron bajo los árboles. Sharpe no encendió una hoguera puesto que no tenía ni idea de quién había en esas montañas ni qué opinión tenían de los soldados. Se despertaron temprano, sintiendo frío y con la ropa húmeda, y emprendieron el camino cuesta arriba con las primeras luces grisáceas del día. Vicente encabezaba la marcha siguiendo un sendero que subía sin parar en dirección oeste, hacia una sierra de picos rocosos, el más alto de los cuales estaba coronado con los restos de una torre antigua.

—Una atalaia —dijo Vicente.

—¿Una qué?

—Una atalaia. Una torre de vigilancia. Son muy antiguas. Se construyeron para vigilar a los moros —Vicente se santiguó—. Algunas fueron transformadas en molinos de viento, otras se abandonaron y se deterioraron. Cuando lleguemos a esa de ahí podremos verla ruta que debemos seguir.

El sol, manchado con nubes de color púrpura y rosado, estaba tras ellos. El día era cálido, y un viento del sur contribuía a ello. A cierta distancia hacia el sur, a lo lejos, unos jirones de humo se alzaban desde un valle, prueba de que los franceses estaban registrando la campiña, pero Sharpe estaba seguro de que ningún jinete subiría tan arriba. Allí arriba no había nada que robar, excepto brezo, aulaga y roca.

Las dos chicas lo estaban pasando mal. El camino era rocoso y los pies desnudos de Sarah eran demasiado delicados para aquella dura marcha, de modo que Sharpe hizo que se pusiera sus botas, pero primero le envolvió los pies con tiras de tela que arrancó de los bajos harapientos de lo que le quedaba de vestido.

—Aun así te saldrán ampollas —le advirtió, pero durante un rato avanzó más deprisa.

Joana, más acostumbrada a las penurias, seguía adelante, aunque le sangraban las plantas de los pies. No obstante siguieron trepando, perdiendo de vista la torre de guardia en ocasiones, cuando el sendero serpenteaba entre barrancos.

—Serán caminos de cabra —supuso Vicente—. Nadie más podría vivir aquí arriba.

Bajaron a un pequeño valle elevado donde un riachuelo diminuto corría entre rocas cubiertas de musgo y Sharpe llenó las cantimploras y distribuyó lo que le quedaba de la comida que se había llevado del almacén de Ferragus. Joana se frotaba los pies y Sarah trataba de no demostrar lo mucho que le dolían las ampollas que le habían salido. Sharpe hizo un gesto con la cabeza a Harper.

—Usted y yo —dijo— subiremos a esa colina. —Harper miró el monte que se alzaba imponente sobre ellos a su izquierda. Se hallaba al norte de donde estaban, fuera de su camino, y su rostro expresó desconcierto en cuanto al motivo por el que Sharpe querría trepar hasta allí—. Dejemos que descansen —dijo Sharpe, y volvió a cogerle las botas a Sarah, que metió los pies en el agua, agradecida de poder hacerlo—. Desde ese pico la vista nos alcanzará muy lejos —dijo Sharpe. Quizá no tan lejos como desde la torre de vigilancia, pero el hecho de subir la colina era una excusa para darles tiempo a las chicas para que se recuperaran.

Empezaron a subir.

—¿Cómo tiene los pies? —preguntó Harper.

—Hechos pedazos —respondió Sharpe.

—Estaba pensando que debería darle mis botas a Joana.

—Lo más probable es que le parezca que lleva un barco en cada pie —comentó Sharpe.

—De todos modos se las está arreglando muy bien. Es una chica dura.

—Tiene que serlo si va a soportarlo a usted, Pat.

—Con las mujeres soy suave como una pluma, se lo digo yo.

Treparon directamente a través del brezo enmarañado por una cuesta un poco más empinada que aquella que los franceses habían atacado en Bussaco, y los dos dejaron de hablar mucho antes de llegar a la cima. Reservaban el aliento. Sharpe tenía el rostro cubierto de sudor al aproximarse al pico coronado con unas cuantas rocas desperdigadas y siguió mirando arriba, deseando que las rocas se acercaran, y hasta el cuarto o quinto vistazo que dio no vio el pequeño movimiento, no vio el cañón escorzado, entonces se arrojó a un lado.

—¡Al suelo, Pat!

Sharpe se estaba colocando el rifle delante cuando el mosquete disparó. La bocanada de humo surgió de las rocas y la bala atravesó el brezo entre Harper y él; Sharpe se puso de pie de inmediato y, olvidando el cansancio, empezó a correr en diagonal cuesta arriba, arriesgándose a que cualquier otra persona que hubiera en la cima le pegara un tiro, pero no sonó ningún disparo. En cambio, oyó el traqueteo de una baqueta en el cañón de un arma y supo que quienquiera que hubiese disparado estaba recargando, por lo que viró cuesta arriba, sin perder de vista las rocas por si veía otro cañón, y entonces fue cuando vio al hombre, un joven que se alzaba por detrás de una roca, y Sharpe se detuvo y levantó el rifle. Entonces el joven lo vio a él, vio al soldado a unos cincuenta pasos de donde había esperado que estuviera, y empezó a mover el mosquete, pero cayó en la cuenta de que si lo movía un centímetro más el soldado de casaca verde apretaría el gatillo, y se quedó inmóvil.

—Deja el fusil en el suelo —le dijo Sharpe.

El joven no lo entendía. Miró de Sharpe a Harper, que en aquellos momentos subía acercándosele por el otro lado.

—¡Deja el condenado fusil en el suelo! —gruñó Sharpe, que avanzó con el rifle en el hombro—. ¡Al suelo!

Arma! —gritó Harper—. Por terra!

Dio la impresión de que el joven se daría la vuelta y echaría a correr.

—Vamos, hijo —dijo Sharpe—, dame una excusa.

Entonces el chico dejó el mosquete y puso cara de terror cuando los dos soldados de casaca verde se acercaron a él por ambos lados. Se dejó caer detrás de una roca y se quedó allí encogido, esperando que le pegaran un tiro.

—¡Dios mío! —exclamó Sharpe, pues en aquellos momentos ya estaba en la cima y se dio cuenta de que el joven era un vigía, y vio que en la larga curva descendente de la otra ladera había una veintena de hombres más, algunos de ellos agrupados allí donde el sendero por el que habían venido Sharpe y sus compañeros cruzaba el declive de la montaña. Otra media docena de hombres, que sin duda habían sido alertados por el joven, estaban subiendo hacia la cumbre, pero se detuvieron de pronto al ver aparecer a Sharpe y Harper en la cima.

—Estabas durmiendo, ¿verdad, hijo? —dijo Harper—. No nos viste hasta que fue demasiado tarde.

El joven no lo entendía y se limitó a alternar la mirada de Sharpe a Harper con expresión de impotencia.

—Eso ha estado bien, Pat —dijo Sharpe al tiempo que recogía el mosquete del chico y lo arrojaba a un lado—. Ha aprendido portugués muy deprisa.

—Aprendí alguna que otra palabra, señor.

Sharpe se rió.

—¿Y qué quieren estos cabrones, eh? —Se dio la vuelta para observar a los seis hombres que se hallaban más cerca y que miraban hacia lo alto de la larga pendiente. Eran todos civiles, refugiados o posiblemente partisanos. Se encontraban a unos doscientos pasos de distancia y uno de ellos tenía un perro, prácticamente un lobo, sujeto con una cuerda. El perro ladraba e intentaba soltarse de su dueño para lanzarse al ataque colina arriba. Todos aquellos hombres tenían mosquetes. Sharpe se dio la vuelta y dirigió la vista hacia el lugar en el que Vicente miraba ladera arriba y Sharpe le hizo señas para que se reunieran con ellos—. Será mejor que estemos todos en el mismo sitio —le explicó a Harper, tras lo cual se dio la vuelta nuevamente porque uno de los seis hombres había disparado su mosquete. Los que estaban más abajo no podían ver a su compañero, oculto detrás de la roca, y quizá supusieron que había escapado, de modo que uno de ellos abrió fuego. La bala se perdió. Sharpe ni siquiera la oyó pasar, pero entonces disparó otro de los hombres. El perro, nervioso por el ruido de los disparos, había empezado a aullar; a aullar y a saltar. Disparó un tercer hombre y en aquella ocasión la bala pasó rápidamente junto a la cabeza de Sharpe.

—Necesitan una maldita lección —dijo Sharpe. Se acercó al joven a grandes zancadas, tiró de él para que se pusiera de pie y le colocó el rifle en la cabeza. Los mosquetes dejaron de disparar.

—Podíamos pegarle un tiro a ese condenado perro —sugirió Harper.

—¿Puede estar seguro de que lo matará a doscientos pasos de distancia? —le preguntó Sharpe—. ¿Y que no solamente lo herirá? Porque si la bala sólo le roza, Pat, ese perro querrá un bocado de carne irlandesa como venganza.

—Tiene razón, señor, será mejor pegarle un tiro a este cabrón —dijo Harper, que se colocó al otro lado de su aterrorizado prisionero.

En aquellos momentos los seis hombres estaban discutiendo entre ellos en tanto que el resto, los que parecía que esperaban para tender una emboscada allí donde el camino cruzaba la cima más baja, empezaron a trepar hacia lo alto.

—Son casi treinta —señaló Harper—. Nos resultará difícil ocuparnos de treinta hombres.

—¿Quince cada uno? —sugirió Sharpe con indiferencia. Luego meneó la cabeza—. No será necesario llegar a ese extremo.

Esperaba que no lo fuera, pero primero necesitaba que Vicente llegara a la cima para poder hablar con aquellos hombres, los cuales empezaron a desplegarse de manera que Sharpe no pudiera evitarlos.

Lo habían estado esperando y él había acudido. Y tenían órdenes de matar.