—Esto es espléndido, Sharpe, absolutamente espléndido. —El coronel Lawford caminó por su nuevo alojamiento, abriendo puertas e inspeccionando las habitaciones—. El mobiliario es de un gusto un tanto recargado, ¿no le parece? ¿De una ligera Vulgaridad, tal vez? Pero muy espléndido, Sharpe. Gracias —se inclinó para mirarse en un espejo de marco dorado y se alisó el pelo—. ¿Hay cocinera en la casa?
—Sí, señor.
—¿Y establos, dice usted?
—Fuera, en la parte de atrás, señor.
—Voy a inspeccionarlos —anunció Lawford en tono presuntuoso—. Muéstreme el camino. —A juzgar por su actitud de una cordialidad altanera, era evidente que no había recibido ninguna otra queja por parte de Slingsby sobre la grosería de Sharpe—. Debo decir, Sharpe, que cuando se lo propone es usted muy buen intendente. Quizá debiéramos confirmarlo en el puesto. El médico me ha dicho que el señor Kiley no mejora.
—Yo no lo haría, señor —dijo Sharpe mientras conducía a Lawford al piso de abajo y cruzaban las cocinas—, porque estoy pensando en ponerme al servicio de los portugueses. Tendrá que encontrar a alguien que me sustituya.
—¿Que estaba pensando qué? —le preguntó Lawford, asombrado por aquella noticia.
—Entrar al servicio de los portugueses, señor. Siguen solicitando oficiales británicos, y por lo que veo no son muy exigentes. Probablemente ni se fijarán en mis modales.
—¡Sharpe! —exclamó Lawford con brusquedad, y se calló de pronto porque habían entrado en el patio de los establos, donde el capitán Vicente intentaba calmar a Sarah Fry, que entonces llevaba puesto uno de los vestidos de Beatriz Ferreira, un adefesio de seda negra que la esposa del comandante Ferreira había llevado cuando estaba de duelo por la muerte de su madre. Sarah había aceptado el vestido muy agradecida, pero le repugnó su fealdad y no se apaciguó hasta que le aseguraron que era la única prenda que quedaba en la casa. Lawford, que no hizo caso del vestido y únicamente se fijó en que la muchacha era condenadamente atractiva, se descubrió y se inclinó ante ella.
Sarah hizo caso omiso del coronel y en cambio se dirigió a Sharpe.
—¡Se lo han llevado todo!
—¿Quién? —preguntó Sharpe—. ¿El qué?
—¡Mi arcón! ¡Mi ropa! ¡Mis libros! —Su dinero también había desaparecido pero no dijo nada al respecto, se limitó a preguntarle a un mozo de cuadra, en un portugués fluido, si de verdad su arcón se había quedado en la carreta—. «Todo» estaba allí —le dijo a Sharpe.
—Permítame que le presente a la señorita Fry, señor —dijo Sharpe—. Éste es el coronel Lawford, señorita, nuestro oficial al mando.
—¡Es inglesa! —exclamó Lawford alegremente.
—¡Se lo han llevado todo! —Sarah se volvió hacia el mozo de cuadra y le gritó, aunque no podía decirse que fuera culpa del muchacho.
—La señorita Fry, señor, era la institutriz —explicó Sharpe por encima del barullo— y no sé cómo fue pero se quedó aquí cuando la familia se marchó.
—La institutriz, ¿eh? —El entusiasmo de Lawford por Sarah Fry disminuyó notablemente cuando el coronel comprendió cuál era la posición social de la chica—. Será mejor que se prepare para salir de la ciudad, señorita Fry —le dijo—. ¡Los franceses llegarán dentro de uno o dos días!
—¡No tengo nada! —protestó Sarah.
Harper, que había traído al coronel y a su séquito a la casa, hacía entrar en el patio a los cuatro caballos de Lawford.
—¿Quiere que cepille a Rayo, señor? —le preguntó al coronel.
—Ya lo harán mis hombres. Es mejor que usted regrese con el capitán Slingsby.
—Sí, señor, enseguida, señor, por supuesto, señor —dijo Harper sin moverse del sitio.
—¡Todo! —gimió Sarah.
La cocinera salió al patio y le gritó a la muchacha inglesa que se callara y Sarah, furiosa, arremetió contra ella.
—Si me lo permite, señor —dijo Sharpe, alzando la voz para que hacerse oír por encima del alboroto—, el comandante Forrest me dijo que buscara un poco de trementina. La quiere para echar a perder la carne salada, señor, y el señor Harper me será de gran ayuda.
—¿Ayuda dice? —Lawford, en realidad, distraído por el dolor de Sarah y la protesta de la cocinera, no estaba prestándole atención.
—Él tiene un sentido de olfato mejor que el mío, señor —respondió Sharpe.
—¿Tiene mejor sentido de…? —empezó a preguntar el coronel, que frunció el ceño mirando a Sarah, que le gritaba a la cocinera en portugués—. Haga lo que quiera, Sharpe —dijo Lawford—, lo que quiera, y por el amor de Dios, llévese de aquí a esta señorita como-se-llame, ¿quiere?
—¡Prometió descargar el arcón de la carreta! —Sarah apeló a Lawford. Estaba enojada y, como él era coronel, parecía esperar que hiciera algo al respecto.
—Estoy seguro de que todo puede solucionarse —dijo Lawford—, normalmente todo tiene solución. ¿Quiere acompañar a la señorita… esto…, a la dama fuera de aquí, Sharpe? Quizá las esposas del batallón puedan ayudarla. Tiene que marcharse, querida, en serio. —El coronel sabía que no podría dormir mientras aquella mujer siguiera protestando por haber perdido sus posesiones. En cualquier otro momento hubiera estado encantado de entretenerla, puesto que era una jovencita muy guapa, pero necesitaba descansar un poco. Ordenó a sus criados que subieran arriba su bolsa de viaje, le dijo al teniente Knowles que apostara un par de centinelas en la casa y otro par en el patio de los establos, se dio la vuelta e inmediatamente volvió la vista atrás—. En cuanto a esa proposición suya, Sharpe —dijo—. No se precipite.
—¿Se refiere a lo de la trementina, señor?
—Sabe perfectamente a qué me refiero —replicó Lawford con irritación—. A los portugueses, Sharpe, a los portugueses. ¡Oh, Dios mío! —pronunció estas últimas palabras porque Sarah había empezado a llorar.
Sharpe intentó tranquilizarla, pero la muchacha estaba hundida por la pérdida de su arcón y sus pequeños ahorros.
—Señorita Fry —dijo Sharpe, y ella no le hizo caso—. ¡Sarah! —Le puso las manos en los hombros con suavidad—. ¡Lo recuperará todo!
Ella levantó la vista para mirarlo y no dijo nada.
—Yo lo arreglaré con Ferragus —dijo Sharpe—, si es que todavía sigue aquí.
—¡Sí!
—Pues cálmese, muchacha, y déjemelo a mí.
—Me llamo señorita Fry —dijo Sarah, ofendida por lo de «muchacha».
—Pues cálmese, señorita Fry. Le devolveremos sus cosas.
Harper puso los ojos en blanco al oír la promesa.
—La trementina, señor.
Sharpe se volvió hacia Vicente.
—¿Dónde encontraremos trementina?
—Vaya usted a saber —repuso Vicente—. ¿En un almacén de maderas? ¿No tratan la madera con eso?
—Bueno, ¿qué va a hacer ahora? —le preguntó amablemente Sharpe.
—El coronel me dio permiso para ir a casa de mis padres —dijo Vicente—, sólo para cerciorarme de que está a salvo.
—Pues iremos con usted —declaró Sharpe.
—Allí no hay trementina —dijo Vicente.
—¡Al carajo la trementina! —repuso Sharpe, y entonces recordó que había una dama presente—. Lo siento, señorita. Sólo lo estamos protegiendo, Jorge —añadió, y entonces se volvió hacia Sarah—. Más tarde la llevaré con las esposas del batallón —le prometió— y ellas cuidarán de usted.
—¿Las esposas del batallón? —preguntó la muchacha.
—Las esposas de los soldados —le explicó Sharpe.
—¿No hay esposas de oficiales? —preguntó Sarah, celosa de su precaria posición. Una institutriz puede que fuera una sirvienta, pero era una sirvienta privilegiada—. Espero ser tratada con respeto, señor Sharpe.
—Señorita Fry —le dijo Sharpe—, puede empezar a andar cuesta abajo ahora mismo y encontrará a la esposa de un oficial. Hay varias. En nuestro batallón no hay ninguna, pero puede buscarlas, y puede intentarlo si quiere. Pero estamos buscando trementina y si quiere protección será mejor que se quede con nosotros —se puso el chacó y se dio la vuelta.
—Me quedaré con ustedes —dijo Sarah, recordando que Ferragus andaba suelto por la ciudad.
Siguieron subiendo los cuatro por la parte alta de la ciudad, y entraron en un barrio de grandes edificios elegantes que, según explicó Vicente, era la universidad.
—Lleva aquí mucho tiempo —dijo con reverencia—, casi tanto como Oxford.
—Una vez conocí a un hombre de Oxford —comentó Sharpe—, y lo maté. —Se echó a reír al verla expresión horrorizada de Sarah. Andaba de un humor extraño, quería hacer daño y no le importaban las consecuencias. Lawford podía irse al infierno, pensó, y Slingsby con él, pues lo único que quería Sharpe era librarse de ellos. Maldito fuera el ejército, pensó. Le había prestado un buen servicio y se había vuelto contra él, de modo que el ejército también podía irse al infierno.
La casa de Vicente formaba parte de una hilera de viviendas adosadas, todas con los postigos cerrados. La puerta estaba cerrada con llave pero Vicente sacó una de debajo de una piedra grande escondida en un espacio que había bajo las escaleras de mampuesto.
—Ahí es donde primero miraría un ladrón —le dijo Sharpe.
No obstante, no había entrado ningún ladrón en el edificio. La casa olía a humedad, pues llevaba cerrada varias semanas, pero todo estaba ordenado. La librería del espacioso salón estaba vacía y su contenido se había llevado al sótano donde se hallaba almacenado en cajas de madera, todas ellas etiquetadas con esmero. En otras cajas había jarrones, cuadros y bustos de los filósofos griegos. Vicente cerró la puerta del sótano con llave, la escondió debajo de una tabla del suelo, hizo caso omiso del consejo de Sharpe que le dijo que era donde primero miraría un ladrón, y subió al piso de arriba, donde las camas estaban sin hacer y la ropa de cama se hallaba apilada en los armarios.
—Es probable que los franceses entren en la casa —dijo—, pero pueden coger las mantas si quieren. —Se dirigió a su antigua habitación y salió de ella con unas descoloridas vestiduras negras—. Es mi toga de estudiante —anunció con alegría—. Nos poníamos un lazo de color para indicarla disciplina que estudiábamos y cada año, al término de las clases, quemábamos los lazos.
—Parece muy divertido —comentó Sharpe.
—Eran buenos tiempos —dijo Vicente—. Me gustaba ser estudiante.
—Ahora es un soldado, Jorge.
—Hasta que se marchen los franceses —afirmó, plegando la toga y guardándola con las mantas.
Cerró la casa, escondió la llave y acompañó a Sharpe, a Harper y a Sarah por la universidad. Todos los estudiantes y profesores se habían marchado, habían huido a Lisboa o al norte del país, pero los empleados de la universidad todavía vigilaban los edificios y uno de ellos acompañó a Sarah y a los tres soldados, abriendo las puertas y permitiéndoles la entrada a las habitaciones con una reverencia. Había una biblioteca, un magnífico lugar con dorados, tallas y libros encuadernados en cuero que Sarah contempló embelesada. Dejó los antiguos tomos a regañadientes y siguió a Vicente mientras éste les mostraba las habitaciones donde había recibido sus clases, y luego subieron a los laboratorios donde los relojes, balanzas y telescopios brillaban en los estantes.
—A los franceses les encantará todo esto —comentó Sharpe con desdén.
—En el ejército francés hay eruditos —dijo Vicente—. Ellos no le hacen la guerra a la erudición. —Acarició un planetario, un maravilloso artefacto de tiras curvas de latón y esferas de cristal que imitaban el movimiento de los planetas—. El saber está por encima de la guerra —declaró con seriedad.
—¿Cómo dice? —preguntó Sharpe.
—El saber es sagrado —insistió Vicente—. Va más allá de las fronteras.
—Absolutamente cierto —Sarah metió cuchara. No había dicho nada desde que habían salido de casa de Ferreira, pero la universidad la convenció de la existencia de un mundo de circunspección civilizada, lejos de las amenazas de esclavitud en África—. Una universidad es un santuario —afirmó.
—¡Un santuario! —A Sharpe le hizo gracia—. ¿Cree usted que esos comerranas entrarán aquí, echarán un vistazo y dirán que todo esto es sagrado?
—¡Señor Sharpe! —terció Sarah—. No tolero las palabras soeces.
—¿Qué tiene de malo decir «comerranas»? Me refiero a los franchutes.
—Ya sé a quién se refiere —repuso Sarah, pero se ruborizó, pues por un momento había pensado que Sharpe había dicho otra cosa.
—Yo creo que a los franceses sólo les interesan la comida y el vino —comentó Vicente.
—A mí se me ocurre otra cosa —comentó Sharpe, que recibió una severa mirada por parte de Sarah.
—Aquí no hay comida —insistió Vicente—, sólo hay cosas más elevadas.
—Y los comerranas entrarán aquí —dijo Sharpe— y verán belleza. Verán valor. Verán algo que ellos no pueden tener. Así pues, ¿qué harán, Pat?
—Destrozarán todo el jodido escaparate —respondió Harper de inmediato—. Lo siento, señorita.
—Los franceses lo protegerán —se empeñó Vicente—. Cuentan con hombres de honor, hombres que respetan los conocimientos.
—¡Hombres de honor! —exclamó Sharpe con desdén—. Una vez estuve en un lugar llamado Seringapatam, Jorge. En la India. Allí había un palacio, ¡rebosante de oro! ¡Tendría que haberlo visto! ¡Rubíes y esmeraldas, tigres de oro, diamantes, perlas, más riquezas de las que puede imaginar! De modo que los hombres de honor lo protegieron. Los oficiales, Jorge. Apostaron una guardia fiable en el palacio para evitar que nosotros los paganos entráramos y lo desvalijáramos. ¿Y sabe lo que ocurrió?
—Se salvó, espero —contestó Vicente.
—Fueron los oficiales quienes lo desvalijaron —dijo Sharpe—. Lo dejaron bien limpio. Lord Wellington era uno de ellos y debió de sacar un buen puñado de dinero por ello. Cuando terminaron no quedaba ni el bigote dorado de un tigre.
—A esto no le pasará nada —insistió Vicente, aunque con tristeza.
Salieron de la universidad y volvieron a dirigirse cuesta abajo para adentrarse en las calles más pequeñas de la parte baja de la ciudad. Sharpe tenía la impresión de que la gente de calidad, la gente de la universidad y muchos de los habitantes más ricos, habían abandonado la ciudad, pero allí quedaban miles de hombres y mujeres comunes y corrientes. Algunos de ellos estaban embalando las cosas para marcharse, pero la mayoría había aceptado con actitud fatalista la llegada inminente de los franceses y tan sólo esperaban sobrevivir ala ocupación. Un reloj dio las once en alguna parte y Vicente pareció preocupado.
—Debo regresar.
—Comamos algo primero —dijo Sharpe, y entró en una taberna. El local estaba atestado de personas que no se alegraron de ver a los soldados, pues no entendían por qué su ciudad estaba siendo abandonada a los franceses, pero les hicieron sitio en una mesa a regañadientes. Vicente pidió vino, pan, queso y olivas, y después intentó irse de nuevo—. No se preocupe —le dijo Sharpe, deteniéndolo—. Haré que el coronel Lawford se lo explique a su coronel. Dígale que estaba en una misión importante. ¿Sabe cómo tratar con los oficiales superiores?
—Con respeto —contestó Vicente.
—Confúndalos —dijo Sharpe—. Excepto a los que no se les puede confundir, como Wellington.
—Pero, ¿no se va? —preguntó Sarah—. ¿No regresa a Inglaterra?
—¡Por Dios! ¡Cómo se le ocurre, señorita! —exclamó Sharpe—. Tiene una sorpresa preparada para los franchutes. Una cadena de fuertes, más allá del territorio al norte de Lisboa. Allí se romperán la cabeza y nosotros nos pondremos cómodos y los observaremos. No vamos a marcharnos.
—Yo creía que iban a volver a Inglaterra —dijo Sarah.
Había concebido la idea de viajar con el ejército, preferiblemente con una familia de calidad, y empezar de nuevo. No sabía cómo iba a hacerlo sin dinero, ropa o una carta de recomendación, pero no estaba dispuesta a dejarse vencer por la desesperación que había sentido aquella mañana.
—No vamos a volver hasta que no ganemos la guerra —dijo Sharpe—, pero, ¿qué vamos a hacer con usted? ¿Mandarla a casa?
Sarah se encogió de hombros.
—No tengo dinero, señor Sharpe. Ni dinero ni ropa.
—¿Tiene familia?
—Mis padres están muertos. Tengo un tío, pero dudo que esté dispuesto a ayudarme.
—Cuanto más veo de las familias —comentó Sharpe—, más contento estoy de ser huérfano.
—¡Sharpe! —exclamó Vicente en tono reprobatorio.
—Todo irá bien, señorita —intervino Harper.
—¿Cómo va a ir bien? —quiso saber Sarah.
—Porque ahora está con el señor Sharpe, señorita.
Él se encargará de que no le pase nada.
—Dígame, ¿por qué la encerró Ferragus? —le preguntó Sharpe.
Sarah se ruborizó y bajó la vista a la mesa.
—Él… —empezó a decir, pero no supo cómo terminar.
—¿Iba a hacerlo? —preguntó Sharpe, que sabía exactamente qué era lo que ella se resistía a decir—. ¿O acaso lo hizo?
—Iba a hacerlo —dijo ella en voz baja, pero recuperó la compostura y lo miró—. Dijo que me vendería en Marruecos. Dijo que allí pagan mucho dinero por… —Su voz se fue apagando.
—¡Ese cabrón no sabe lo que le espera! —dijo Sharpe—. Perdone, señorita. He dicho una palabrota. Lo que haremos es buscarle, quitarle el dinero y dárselo a usted. Sencillo, ¿eh? —Le sonrió abiertamente.
—Ya le dije que todo iba a salir bien —dijo Harper, como si ya estuviera todo hecho.
Vicente no había participado en la conversación puesto que un hombre grandote había entrado en la taberna y había tomado asiento junto al oficial portugués. Habían estado hablando y Vicente, con expresión preocupada, se volvió hacia Sharpe.
—Este hombre se llama Francisco —dijo— y me ha dicho que hay un almacén lleno de comida. Está cerrado, oculto. El propietario tiene intención de vender la comida a los franceses.
Sharpe miró a Francisco. Un canalla, pensó, un canalla de las calles.
—¿Qué es lo que quiere Francisco? —preguntó.
—¿Qué quiere? —Vicente no entendía la pregunta.
—¿Qué quiere, Jorge? ¿Por qué nos lo cuenta?
Hubo una breve conversación en portugués.
—Dice —tradujo Vicente— que no quiere que los franceses obtengan comida.
—Es un patriota, ¿verdad? —preguntó Sharpe con escepticismo—. ¿Cómo sabe lo de la comida?
—Él participó en su entrega. Es… ¿cómo se dice? ¿Uno que tiene un carro?
—Un carretero —respondió Sharpe—. Así pues, ¿es un carretero patriota?
Hubo otra breve conversación y Vicente volvió a traducir.
—Dice que el hombre no le pagó.
Eso tenía mucho más sentido para Sharpe. Quizá Francisco fuera un patriota, pero la venganza era un motivo mucho más creíble.
—Pero, ¿por qué nos lo cuenta a nosotros? —preguntó.
—¿Por qué a nosotros? —Vicente volvía a estar desconcertado.
—Al menos hay un millar de soldados en el muelle —se explicó Sharpe—, y aún hay más marchando por la ciudad. ¿Por qué acude a nosotros?
—Me reconoció —dijo Vicente—. Creció aquí, como yo.
Sharpe tomó unos sorbos de vino mientras miraba atentamente a Francisco, cuyo aspecto le pareció de lo más sospechoso, pero todo encajaba si de verdad lo habían estafado.
—¿Quién es el hombre que tiene almacenada la comida?
Otra conversación.
—Dice que se llama Manuel López —dijo Vicente—. No he oído hablar de él.
—Es una lástima que no sea el jodido Ferragus —dijo Sharpe—. Lo siento, señorita. ¿Está muy lejos de aquí ese almacén?
—A dos minutos —respondió Vicente.
—Si es cierto lo que dice —dijo Sharpe—, tendremos que hacer subir aquí a un batallón, pero lo mejor será que primero echemos un vistazo ala mercancía. —Señaló el fusil de cañones múltiples de Harper con un gesto de la cabeza—. ¿Está cargado?
—Sí, señor. Pero no está cebado.
—Cébelo, Pat. Si al señor López no le caemos bien, esto debería servir para calmarlo.
Le dio unas cuantas monedas a Vicente por el vino y la comida y el oficial portugués pagó la cuenta en tanto que Francisco observaba cómo Harper cebaba el fusil. Dio la impresión de que el arma ponía nervioso a Francisco, lo cual no era sorprendente puesto que su aspecto era aterrador.
—Necesito más balas —dijo Harper.
—¿Cuántas tiene?
—¿Sin contar esta carga? —Harper dio unos golpecitos en la cámara y a continuación bajó el pedernal para que el arma no supusiera un peligro—. Veintitrés.
—Le birlaré unas cuantas a Lawford —dijo Sharpe—. Su dichosa pistola de caballería utiliza balas de media pulgada y él nunca dispara esa maldita cosa. Lo siento, señorita. No le gusta dispararla, es demasiado potente. Dios sabe por qué la conserva. Quizá para asustar a su esposa —miró a Vicente—. ¿Está listo? Vamos a encontrar esa condenada comida y luego puede informar de ello a su coronel. Seguro que con eso le causará muy buena impresión.
Salieron de la taberna y Francisco, inquieto, los condujo por un callejón empinado. Antes de llegar a la taberna había estado preguntando por la ciudad si alguien había visto a dos hombres vestidos con uniforme verde que iban con el hijo listo del profesor Vicente y no había tardado en averiguar que estaban en el Tres Cuervos. Ferragus estaría complacido.
—Allí, senhor —le dijo Francisco a Vicente, y señaló hacia el otro lado de la calle, donde había una gran entrada doble en una pared lisa de piedra.
—¿Por qué no se lo comunico a mi coronel y ya está? —sugirió Vicente.
—Porque si vuelve aquí —dijo Sharpe— y descubre que este cabrón nos ha estado mintiendo, perdone, señorita, quedará como un idiota. No, miraremos dentro, usted se irá con su coronel y nosotros llevaremos a la señorita Fry al batallón.
La puerta estaba cerrada con candado.
—¿Le pegamos un tiro? —sugirió Vicente.
—Con eso sólo conseguiría destrozar el mecanismo —dijo Sharpe— y aún costaría más. —Rebuscó a tientas en su morral hasta que encontró lo que buscaba. Era una ganzúa. Llevaba una desde que era niño; desplegó las varillas en forma de gancho, seleccionó la que necesitaba y se inclinó sobre el candado.
Vicente parecía horrorizado.
—¿Sabe hacer eso?
—Antes era ladrón —respondió Sharpe—. Me ganaba la vida de esa manera —vio la sorpresa en el rostro de Sarah—. No siempre fui un oficial y un caballero —le dijo.
—¿Y ahora sí lo es? —preguntó ella con preocupación.
—Es un oficial, señorita —terció Harper—, tenga la seguridad de que es un oficial. —Se descolgó el fusil de cañones múltiples y lo amartilló. Echó un vistazo a ambos lados de la calle pero no había nadie que se hubiera fijado en ellos. Un comerciante amontonaba ropa en una carretilla, una mujer les gritaba a dos niños y un pequeño grupo de personas bajaban penosamente por la ladera, hacia el río, con bolsas, cajas, perros, cabras y vacas.
La cerradura del candado hizo un ruido seco y Sharpe sacó el asa de las armellas. Antes de abrir la puerta se descolgó el rifle del hombro y lo amartilló.
—Agarre bien a Francisco —le dijo a Harper—, porque si aquí dentro no hay nada voy a pegarle un tiro a este cabrón. Lo siento, señorita.
Francisco intentó zafarse, pero Harper lo sujetó con fuerza en tanto que Sharpe tiraba de una de las enormes puertas para abrirla. Se adentró en la oscuridad, atento a cualquier movimiento, pero no percibió ninguno y, cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad vio las cajas, barriles y sacos apilados que se alzaban hacia las vigas del alto tejado.
—¡Por Dios! —exclamó asombrado—. Lo siento, señorita.
—La blasfemia —dijo Sarah levantando la mirada hacia las enormes pilas— es peor que las simples palabrotas.
—Intentaré recordarlo, señorita —repuso Sharpe—. De verdad. ¡Por Dios Todopoderoso! ¡Miren esto!
—¿Es comida? —preguntó Vicente.
—Por el olor se diría que sí —respondió Sharpe. Desamartilló su rifle, se lo colgó al hombro, desenvainó la espada y la clavó en uno de los sacos. Salió un chorro de grano—. ¡Por el amor de Dios!, lo siento, señorita —envainó la espada y paseó la mirada por aquel espacio extenso—. ¡Aquí hay toneladas de comida!
—¿Importa eso? —preguntó Sarah.
—Sí, claro que importa —respondió Sharpe—. Un ejército no puede combatir sin comida. El truco de esta campaña, señorita, es dejar que los franchutes marchen hacia el sur, detenerlos frente a Lisboa y verlos pasar hambre. ¡Esto de aquí podría mantenerlos vivos durante semanas!
Harper había soltado a Francisco, que retrocedió y de repente echó a correr hacia la calle y Harper, asombrado ante aquellos montones de comida, no se dio cuenta. Sharpe, Vicente y Sarah caminaban por el pasillo central, contemplándolo todo boquiabiertos. La mercancía estaba apilada en ordenados montones cuadrados de unos seis metros de lado y separados por pasillos. Sharpe contó una docena de montones. Algunos de los barriles tenían grabada la ancha flecha del gobierno británico, lo cual significaba que eran robados. Harper, que seguía a los otros tres, se acordó entonces de Francisco y al darse la vuelta vio a unos hombres que se acercaban desde la casa que había al otro lado de la calle. Vio que eran una media docena y que estaban ocupando la ancha entrada del almacén, y también vio que llevaban pistolas en las manos.
—¡Tenemos problemas! —gritó.
Sharpe se dio la vuelta, vio las sombras en la entrada y el instinto le dijo que Francisco los había traicionado, y supo también que estaba en un aprieto.
—¡Vuelva aquí, Pat! —gritó al tiempo que propinaba un fuerte empellón a Sarah, empujándola hacia uno de los pasillos entre las pilas. La puerta del almacén se estaba cerrando, lo que hizo oscurecerse aquel espacio enorme, y Sharpe se estaba descolgando el rifle cuando sonaron los primeros disparos desde la puerta que se cerraba. Una bala se clavó en un saco junto a su cabeza, otra rebotó en el zuncho de hierro de un tonel y otra alcanzó a Vicente, que se volvió bruscamente y soltó el rifle. Sharpe dio una patada al arma en dirección a Sarah, arrastró a Vicente hacia el espacio estrecho y luego volvió al pasillo central y apuntó hacia la puerta. No vio nada y volvió a ponerse a cubierto. En el tejado había unos cuantos tragaluces sucios por los que entraba un poco de luz, pero no demasiada. Al percibir movimiento en el extremo más alejado del pasillo se dio la vuelta y se llevó el rifle al hombro, pero era Harper que, con muy buen criterio, evitó el pasillo central y rodeó a toda prisa las altas pilas.
—Son seis, señor —informó Harper—, quizá más.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Sharpe—. Han alcanzado a Vicente.
—¡Dios! —exclamó Harper.
—Lo siento, señorita —se disculpó Sharpe en nombre de Harper y miró a Vicente, que estaba consciente aunque herido. Había caído cuando la bala le alcanzó, pero había sido el susto más que otra cosa y entonces volvía a estar de pie, apoyado en unas cajas.
—Estoy sangrando —dijo.
—¿Dónde?
—El hombro izquierdo.
—¿Escupe sangre?
—No.
—Sobrevivirá —afirmó Sharpe, que le entregó el rifle de Vicente a Harper—. Deme el fusil de cañones múltiples, Pat —dijo—, y llévese al señor Vicente y a la señorita Fry a la parte de atrás. Mire a ver si hay alguna salida. Pero espere un segundo. —Sharpe escuchó. Oía unos sonidos leves, pero podrían haber sido ratas o gatos—. Utilice la pared lateral —le susurró a Harper, y se adelantó para asomarse por el borde. Una sombra en una sombra. Sharpe salió al descubierto, la sombra soltó un fogonazo y una bala surcó la pared junto a él, que alzó el rifle y vio que la sombra se desvanecía—. Ahora, Pat.
Harper condujo a Vicente y a Sarah hasta la parte de atrás del almacén. Recemos para que haya una puerta, pensó Sharpe, que se colgó el rifle en el hombro izquierdo, el fusil de cañones múltiples en el derecho y trepó por el saco más próximo. Trepó hasta arriba, metiendo las botas en los espacios entre los sacos de grano, sin importarle el ruido que hiciera. Estuvo a punto de resbalar, pero la ira lo impulsó y al llegar a lo alto del enorme montón, rodó sobre él y se descolgó el fusil de varios cañones. Lo amartilló con la esperanza que no se oyera el chasquido desde abajo. Un gato grande le bufó, arqueó el lomo y levantó la cola, pero entonces decidió no disputarse la desigual meseta de lo alto de los sacos y se marchó indignado.
Sharpe avanzó poco a poco por encima de los sacos. Se iba arrastrando boca abajo, escuchando un débil murmullo de voces que le dijeron que había algunos hombres en el pasillo del otro lado y supo que estaban planeando la mejor manera de terminar lo que habían empezado. Debían de tener miedo a los rifles, Sharpe lo sabía, pero al mismo tiempo estaban confiados.
Aunque, evidentemente, no demasiado. Si era posible, querían evitar un enfrentamiento, puesto que de repente Ferragus gritó:
—¡Capitán Sharpe!
No hubo respuesta. Unas zarpas arañaban en el otro extremo del almacén y las ruedas traqueteaban sobre los adoquines fuera en la calle.
—¡Capitán Sharpe!
Siguió sin haber respuesta.
—¡Salga! —gritó Ferragus—. Pídame disculpas y podrá irse. Es lo único que quiero. ¡Una disculpa!
«Y un carajo», pensó Sharpe. Ferragus quería conservar su comida hasta que llegaran los franceses y en cuanto Sharpe o sus compañeros salieran al descubierto los abatirían a tiros. Así pues, había llegado el momento de sorprenderlos con una contraemboscada.
Siguió arrastrándose hasta el borde del montón y, muy lentamente, se asomó por encima. Allí abajo había un grupo de hombres. Media docena, tal vez, y ninguno de ellos estaba mirando hacia arriba. A ninguno se le había ocurrido comprobar el terreno elevado, pero debían haber sabido que se enfrentaban a soldados, y los soldados siempre buscaban el terreno elevado.
Sharpe colocó frente a él el fusil de cañones múltiples. Las siete balas de media pulgada se habían atacado con relleno y pólvora, pero siempre había posibilidades, muchas posibilidades, de que alguno de los proyectiles saliera rodando del cañón en cuanto apuntara el arma hacia abajo. No tenía tiempo de atacar más relleno encima de las balas, de manera que el truco estaba en realizar un disparo rápido, muy rápido, lo cual significaba que no podría apuntar. Retrocedió lentamente, se puso de pie y se quedó inmóvil al oír otra voz:
—¡Capitán Sharpe! —El que hablaba no era uno de los hombres que se hallaban por debajo de Sharpe. Aquella voz parecía provenir de algún punto más cercano a las grandes puertas—. Capitán Sharpe, soy el comandante Ferreira.
De modo que aquel cabrón estaba allí. Sharpe sostuvo la pistola de siete cañones contra el pecho, listo para avanzar y disparar, pero entonces Ferreira habló de nuevo:
—¡Nadie le hará daño! ¡Le doy mi palabra de oficial! ¡Mi hermano quiere una disculpa, nada más!
Ferreira hizo una pausa y luego habló en portugués, seguramente porque sabía que Jorge Vicente estaba con Sharpe, y como Sharpe creía que la mente ordenada, legal y confiada de Vicente podría creer las palabras de Ferreira, dio su propia respuesta. Se acercó al borde con un movimiento rápido, encaró las bocas del fusil hacia el pasillo y apretó el gatillo.
Tres de las balas estaban sueltas y habían empezado a rodar, cosa que redujo la enorme potencia del arma, pero aun así el estallido de los disparos resonó en las paredes de piedra como un trueno, el retroceso de los cañones agrupados echó el fusil hacia arriba con tanta fuerza que casi se lo arrancó de las manos a Sharpe y una nube de humo se formó en el pasillo que tenía por debajo. También se oyeron gritos en el pasadizo, un ronco chillido de dolor y el sonido de unos pasos apresurados cuando los hombres huyeron de aquel repentino horror que había caído sobre ellos desde arriba. Una pistola disparó e hizo pedazos un tragaluz, pero Sharpe ya corría hacia la parte de atrás del almacén. Saltó al siguiente pasillo y cayó sobre un montón de barriles que se tambaleó peligrosamente, pero su impulso lo llevó hacia delante y le hizo desperdigar a unos cuantos gatos; luego dio otro salto y ya estuvo en el extremo más alejado.
—¿Ha encontrado algo, Pat?
—Una maldita trampilla bastante grande, nada más.
—¡Tome! —Sharpe arrojó el fusil de cañones múltiples a Harper y descendió a toda prisa, buscando a tientas un punto de apoyo para los pies en los bordes de las cajas. Saltó los últimos dos metros y miró a ambos lados, pero no vio señales de Ferragus ni de sus hombres—. ¿Dónde demonios están?
—¿Alcanzó a alguno? —preguntó Harper en tono esperanzado.
—A dos, quizá. ¿Dónde está la trampilla?
—Aquí.
—¡Dios, cómo apesta!
—Ahí abajo hay algo desagradable, señor. Hay montones de moscas.
Sharpe se acuclilló y empezó a pensar. Para escapar por el frente del almacén tendrían que meterse en los pasillos entre las pilas de comida y Ferragus tendría a algunos hombres cubriendo todos esos pasillos. Era probable que Sharpe pudiera conseguirlo, pero, ¿a qué precio? Al menos una herida más. Y había una mujer con él. No podía exponerla a más disparos. Alzó la trampilla, que dejó escapar una bocanada de aire hediondo. Ahí abajo en la oscuridad había algo muerto. ¿Una rata? Sharpe miró abajo, vio unos escalones que se adentraban en la negrura, pero las sombras sugerían que ahí abajo había un sótano y una vez al pie de la escalera de piedra podría disparar hacia arriba. Ferragus y sus hombres tendrían que hacer frente a ese fuego para acercarse, y no estarían muy dispuestos a hacerlo. Y quizá hubiera una salida en el sótano.
Se oyeron unos pasos en el otro extremo del almacén y luego más ruidos que provenían de lo alto de los montones. Ferragus había aprendido deprisa y había enviado a algunos hombres a que ocuparan el terreno elevado; Sharpe se dio cuenta de que entonces estaba totalmente atrapado y que el sótano era la única alternativa que le quedaba.
—Bajen —ordenó—, todos. Abajo.
Sharpe bajó el último y cerró torpemente la trampilla tras él, dejando caer lentamente la pesada madera para que Ferragus no se diera cuenta de que sus enemigos se habían escondido. Al pie de las escaleras estaba oscuro como boca de lobo y olía tan mal que Sarah tuvo arcadas. Las moscas zumbaban en la oscuridad.
—Cargue el fusil de cañones múltiples, Pat —dijo Sharpe—, y deme los rifles.
Sharpe se acuclilló en los escalones con un rifle entre las manos y otros dos a su lado. Cualquiera que abriera la puerta quedaría perfilado contra la penumbra del almacén y recibiría una bala por las molestias que les estaban causando.
—Si disparo —le susurró a Harper— tiene que cargar el rifle antes que el fusil.
—Sí, señor.
Harper podría haber recargado un rifle con los ojos vendados en una oscuridad estigia.
—¿Jorge? —preguntó Sharpe, y la respuesta fue un siseo que delató el dolor que Vicente sentía—. Vaya siguiendo las paredes a tientas a ver si hay alguna salida.
—El comandante Ferreira estaba ahí arriba —dijo Vicente en tono de reproche.
—Es tan malo como su hermano —repuso Sharpe—. Pensaba venderles harina a los malditos franchutes, Jorge, pero yo se lo impedí, por eso me tendieron la trampa para darme una paliza en Bussaco —no tenía ninguna prueba de ello, por supuesto, pero parecía evidente. Ferreira había convencido a Hogan para que invitara a Sharpe a cenar al monasterio y debió de haberle dicho a su hermano que después el fusilero andaría solo por aquel sendero oscuro—. Vaya palpando las paredes, Jorge. Mire a ver si hay una puerta.
—Hay ratas —comentó Vicente.
Sharpe se sacó el cuchillo plegable del bolsillo, extrajo la hoja y susurró el nombre de Sarah.
—Tome esto —le dijo, y buscó su mano a tientas. Le puso el mango del cuchillo entre los dedos—. Tenga cuidado —le advirtió—, es un cuchillo. Quiero que corte una tira de los bajos de su falda y que intente vendarle el hombro a Jorge.
Sharpe pensó que la muchacha iba a protestar por tener que destrozar su único vestido, pero ella no dijo nada y al cabo de un momento Sharpe oyó que Sarah cortaba y rasgaba la seda. Sharpe subió sigilosamente algunos escalones más y se quedó escuchando. Durante un rato reinó el silencio, luego se oyó el estallido de una pistola y otro estrépito, prácticamente simultáneo, cuando la bala golpeó contra la trampilla. La bala se incrustó allí, no atravesó la pesada madera. Ferragus estaba anunciando que había encontrado a Sharpe, pero estaba claro que el gigantón no estaba dispuesto a levantar la trampilla y atacar el sótano, puesto que se hizo otro prolongado silencio.
—Quieren hacernos creer que se han ido —susurró Sharpe.
—No hay salida —anunció Vicente.
—Siempre hay una salida —replicó Sharpe—. Las ratas bien que entran, ¿no es cierto?
—Pero aquí hay dos hombres muertos.
Vicente parecía sentir repugnancia. El hedor era insoportable.
—No pueden hacernos daño —dijo Sharpe en un susurro—, no si están muertos. Quítese la casaca y la camisa, Jorge, y deje que la señorita Fly le vende.
Sharpe esperó. Esperó. Vicente resoplaba de dolor y Sarah emitía unos sonidos tranquilizadores. Sharpe se acercó más a la trampilla. Ferragus no se había marchado, Sharpe lo sabía, y se preguntó qué haría ese hombre a continuación. ¿Abrir la trampilla y lanzar una descarga con la pistola? ¿Llevarse a los heridos? Sharpe lo dudaba. Ferragus esperaba engañar a los fugitivos para que creyeran que el almacén estaba vacío y subieran las escaleras por sí mismos, pero Sharpe no iba a picar. Esperó, escuchando el ruido áspero de la baqueta de Harper al atacar las siete balas.
—Cargado, señor —dijo Harper.
—Pues esperemos que esos cabrones entren —dijo Sharpe, y Sarah inhaló bruscamente pero él no le hizo caso; entonces se oyó un pesado y repentino golpe sordo que sonó tan fuerte como un cañonazo y Sharpe retrocedió encogiéndose, esperando una explosión, pero el golpe fue seguido de silencio. Habían colocado algo pesado sobre la trampilla. Luego se oyó otro golpe, y otro, seguidos por un pesado roce y luego toda una serie de golpetazos y chirridos—. Están poniendo peso encima de la trampilla —dijo Sharpe.
—¿Por qué? —preguntó Sarah.
—Nos están encerrando aquí, señorita, y vendrán a por nosotros cuando estén bien preparados. —Sharpe creía que Ferragus no querría llamar más la atención sobre su almacén iniciando otro tiroteo mientras todavía hubiera tropas británicas y portuguesas en la ciudad. Esperaría a que el ejército se hubiese marchado y entonces, antes de la llegada de los franceses, traería a más hombres, más armas y abriría el sótano—. De manera que tenemos tiempo —dijo Sharpe.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Vicente.
—Para salir, por supuesto. Pónganse todos los dedos en los oídos —aguardó unos segundos y a continuación disparó el rifle hacia lo alto de las escaleras. La bala se enterró en la trampilla. A Sharpe le zumbaron los oídos mientras buscaba otro cartucho, mordía la bala, la escupía y luego cebaba el rifle—. Deme la mano, Pat —le dijo al sargento, y depositó el resto del cartucho, sólo el papel y la pólvora, en la palma de Harper.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Vicente.
—Ser Dios —respondió Sharpe— y haciendo la luz.
Buscó en el interior de su casaca y encontró el ejemplar de The Times que Lawford le había dado; rompió el periódico por la mitad, volvió a meterse una parte dentro de la casaca, enrolló la otra mitad y la dejó en el suelo.
—Listo, señor —Harper, que había adivinado lo que Sharpe quería, había enroscado el papel del cartucho para formar un tubo en cuyo interior dejó la mayor parte de la pólvora.
—Busque la llave —le dijo Sharpe, y esperó mientras Harper exploraba el rifle que Sharpe sostenía.
—La tengo, señor —dijo Harper, y sostuvo el papel enrollado cerca del rastrillo cerrado.
—¿Se alegra de haber venido conmigo hoy, Pat?
—Es el día más feliz de mi vida, señor.
—Vamos a ver dónde estamos —dijo Sharpe, y apretó el gatillo, el rastrillo se abrió de golpe al tiempo que el pedernal golpeaba contra él y desprendía unas chispas descendentes, tras lo cual hubo un fogonazo cuando la pólvora de la cazoleta se inflamó. Harper sostuvo el papel del cartucho en el lugar adecuado, pues una de las chispas entró en el tubo, con lo que se alzó un crepitante brillo repentino, y Sharpe agarró el papel enrollado y encendió uno de los extremos. Harper se lamió los dedos quemados y Sharpe dejó que ardiera el papel. Tenía aproximadamente un minuto antes de que el periódico se consumiera, pero no había mucho que ver excepto los dos cadáveres al fondo del sótano, que constituían una desagradable visión, puesto que las ratas habían estado ocupadas con ellos y se les habían comido el rostro hasta el hueso y habían excavado sus hinchados vientres, que en aquellos momentos eran un hervidero de gusanos y estaban llenos de moscas. Sarah se dio la vuelta hacia una esquina y vomitó en tanto que Sharpe examinaba el resto del sótano, que era de unos seis metros cuadrados y tenía el suelo de piedra. El techo era de piedra y ladrillo y descansaba sobre unos arcos hechos con ladrillos estrechos.
—Esto es obra de los romanos —dijo Vicente al mirar uno de los arcos.
Sharpe volvió la mirada hacia el hueco de las escaleras, pero los laterales eran de piedra sólida. El periódico ardió con luz parpadeante, Sharpe lo dejó en el escalón de más abajo y miró una vez más a su alrededor mientras las llamas disminuían.
—Estamos atrapados —afirmó Vicente con pesimismo. Se había desgarrado la camisa para abrirla y ahora llevaba el hombro izquierdo torpemente vendado, pero Sharpe vio sangre en su piel y en los extremos rotos de la camisa. Las llamas se extinguieron y la oscuridad volvió al sótano—. No hay salida —dijo Vicente.
—Siempre hay una salida —insistió Sharpe—. Una vez estuve atrapado en una habitación en Copenhague y logré salir.
—¿Cómo? —preguntó Vicente.
—Por la chimenea —respondió Sharpe, que se estremeció al recordar aquel espacio negro y estrecho que te comprimía los pulmones y por el que había tenido que abrirse camino a duras penas antes de salir a una cámara llena de hollín para bajar luego retorciéndose como una anguila por otra salida de humos.
—Es una lástima que los romanos no construyeran una chimenea aquí —dijo Harper.
—Tendremos que esperar y salir de aquí a la fuerza —sugirió Vicente.
—No podemos hacer eso —replicó Sharpe crudamente—. Cuando Ferragus regrese, Jorge, no va a correr ningún riesgo. Abrirá esta trampilla y tendrá a una veintena de hombres armados con mosquetes esperando para matarnos.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Sarah, que se había recuperado ligeramente, en un hilo de voz.
—Destruir la comida que hay ahí arriba —contestó Sharpe, señalando con la cabeza en la oscuridad hacia los suministros que había en el almacén de arriba—. Es lo que quiere Wellington, ¿no es cierto? Es nuestro deber. No podemos pasar todo el tiempo paseando por las universidades como si tal cosa, señorita, tenemos trabajo que hacer.
Pero primero tendría que escapar, y no sabía cómo.
* * * *
Ferragus, el hermano de éste y tres de los hombres que estaban en el almacén se retiraron a una taberna. Había otros dos hombres que no pudieron ir. Uno de ellos había sido alcanzado en la cabeza por una de las balas del fusil de siete cañones y, aunque estaba vivo, era incapaz de hablar, de controlar sus movimientos o de entender nada, de modo que Ferragus ordenó que lo llevaran al convento de Santa Clara con la esperanza de que alguna de las monjas siguiera todavía allí. El segundo, alcanzado en el brazo por la misma descarga, se había ido a casa para dejar que su esposa le entablillara el brazo roto y le vendara la herida. Las heridas de aquellos dos hombres habían enojado a Ferragus, que miraba su vino con aire taciturno.
—Te lo advertí —dijo Ferreira—, son soldados.
—Soldados muertos —repuso Ferragus. Aquél era su único consuelo. Los cuatro estaban atrapados, y tendrían que quedarse en el sótano hasta que Ferragus fuera a sacarlos, y jugueteaba con la idea de dejarlos allí. ¿Cuánto tiempo tardarían en morir? ¿Se volverían locos en aquella sofocante oscuridad? ¿Se dispararían unos a otros? ¿Se convertirían en caníbales? Quizá, dentro de algunas semanas, abriría la trampilla, un superviviente saldría arrastrándose y parpadeando hacia la luz y entonces lo patearía hasta matar a ese cabrón. No, mejor los mataría a los tres a patadas y le enseñaría a Sarah Fry una lección distinta—. Los sacaremos esta noche —dijo.
—Esta noche los británicos estarán en la ciudad —señaló Ferreira—, y hay tropas alojadas en la calle de detrás del almacén. ¿Y si oyen los disparos? Puede que no se vayan tan fácilmente como los de esta mañana.
Una patrulla portuguesa había oído disparos en el almacén y había ido a investigar, pero Ferreira, que no se había sumado a la lucha sino que permaneció junto a la puerta, había oído el ruido de las botas sobre los adoquines y se había deslizado hacia fuera para ahuyentar a la patrulla explicándoles que dentro tenía a unos cuantos hombres matando cabras.
—Nadie oirá los disparos desde ese sótano —dijo Ferragus con desdén.
—¿Quieres correr el riesgo? —preguntó Ferreira—. ¿Con esa arma tan grande? ¡Suena como un cañón!
—Pues entonces iremos mañana por la mañana —gruñó Ferragus.
—Mañana por la mañana los británicos seguirán estando aquí —observó el comandante pacientemente—, y por la tarde tú y yo tenemos que cabalgar hacia el norte para reunirnos con los franceses.
—Pues cabalga tú hacia el norte para reunirte con los franceses —dijo Ferragus—, y Miguel puede ir contigo. —Miró al hombre, más pequeño que él, que se encogió de hombros para expresar su aprobación.
—Ellos esperan que vayas tú —recalcó Ferreira.
—¡Pues Miguel dirá que soy yo! —le espetó Ferragus—. ¿Acaso crees que esos malditos franchutes notarán la diferencia? Yo me quedaré aquí —insistió—, y jugaré a mis juegos en cuanto los británicos se hayan marchado. ¿Cuándo van a llegar los franceses?
—Si llegan mañana —supuso Ferreira— quizá sea a primera hora. Digamos una o dos horas después de amanecer.
—Eso me da tiempo —dijo Ferragus. Sólo quería tiempo suficiente para oír a los tres hombres suplicando una clemencia que no obtendrían—. Nos encontraremos en el almacén —le dijo a Ferreira—. Tú trae a los franceses que han de vigilarlo y yo estaré esperando dentro.
Ferragus sabía que estaba permitiendo que lo distrajeran. Su prioridad era mantener a salvo la comida y vendérsela a los franceses, y las cuatro personas allí atrapadas no importaban; sin embargo, ahora sí que importaban. Lo habían desafiado y, de momento, habían ganado, por lo cual ahora, más que nunca, era una cuestión de orgullo, y un hombre no podía echarse para atrás ante una afrenta a su orgullo. Hacerlo significaría no ser un hombre.
No obstante, Ferragus sabía que no le esperaba un verdadero problema. Sharpe y sus compañeros estaban condenados. Había apilado más de media tonelada de cajas y barriles sobre la trampilla, no había ninguna otra forma de salir del sótano y tan sólo era cuestión de tiempo. De modo que Ferragus había ganado y eso era un consuelo. Había ganado.
* * * *
La mayor parte del ejército británico y portugués que se retiraba había utilizado un camino hacia el este de Coimbra y había cruzado el Mondego por un vado, pero a una buena parte del mismo se le había ordenado ir por el camino principal para enviar un continuo flujo de tropas, cañones, cajones de munición y carros al otro lado del puente de Santa Clara, que unía Coimbra con un pequeño barrio periférico situado en la orilla sur del Mondego, donde se alzaba el nuevo convento de Santa Clara. A los soldados se les unió un torrente aparentemente interminable de civiles, carretillas, cabras, perros, vacas, ovejas y miseria que cruzó pesadamente el puente, se adentró en las estrechas calles en torno al convento y luego siguió rumbo al sur, hacia Lisboa. El avance era tan lento que se hacía exasperante. Una niña estuvo a punto de ser arrollada por un cañón y la única manera que tuvo el conductor de esquivarla fue girar bruscamente la pieza hacia una pared, con lo cual se rompió la rueda de un lado y tardaron casi una hora en repararla. Una carretilla se vino abajo en el puente, esparciendo libros y ropa y una mujer gritó cuando las tropas portuguesas lanzaron la carretilla y su contenido al río, que ya estaba lleno de los restos flotantes arrojados allí por las tropas de los muelles, que tiraban al agua los toneles hechos pedazos y los sacos rajados. También se echaron al agua cajas de galletas que, al ser más duras que la piedra, flotaban a miles corriente abajo. Otros soldados habían reunido leña y carbón y estaban haciendo una enorme hoguera a la que arrojaban la carne en salazón. Otras tropas distintas, todas portuguesas, habían recibido la orden de destruir todos los hornos de pan de la ciudad, en tanto que una compañía del South Essex se dirigía con mazos y picos a los barcos amarrados.
El teniente coronel Lawford regresó a los muelles a primera hora de la tarde. Había dormido bien y había disfrutado de una comida sorprendentemente buena con pollo, ensalada y vino blanco en tanto que le cepillaban y planchaban la casaca roja. Luego, montó en Rayo y fue cabalgando hasta el muelle, donde encontró a los miembros de su batallón acalorados, sudorosos, despeinados, sucios y cansados.
—El problema —le comentó el comandante Forrest— es la carne salada. No arde ni a la de tres.
—¿Sharpe no dijo algo sobre utilizar trementina?
—No lo he visto, señor —contestó Forrest.
—Esperaba encontrarlo aquí —admitió Lawford mientras paseaba la mirada por el muelle envuelto por el humo que apestaba a ron derramado y carne chamuscada—. Rescató a una chica muy guapa. Una chica inglesa, nada menos. Me temo que fui un poco brusco con ella y había pensado en presentarle mis respetos.
—Pues no está —dijo Forrest con rotundidad.
—Ya aparecerá —repuso Lawford—, siempre lo hace.
El capitán Slingsby cruzó resueltamente el muelle, se detuvo dando una patada en el suelo y ofreció un saludo entusiasta a Lawford.
—Hay un hombre desaparecido, coronel.
Lawford tocó la punta delantera de su bicornio con el extremo de la fusta en respuesta al saludo.
—¿Cómo van las cosas, Cornelius? ¿Todo bien, supongo?
—Los barcos han sido destruidos, señor, hasta el último de ellos.
—Espléndido.
—Pero el sargento Harper ha desaparecido, señor. Se ha ausentado sin permiso.
—Yo le di permiso, Cornelius.
Slingsby se erizó.
—No se me preguntó, señor.
—Estoy seguro de que fue un descuido —le dijo Lawford—, y estoy igualmente seguro de que el sargento Harper no tardará en regresar. Está con el señor Sharpe.
—Hay otra cosa —dijo Slingsby misteriosamente.
—¿Sí? —se arriesgó a preguntar Lawford con cautela.
—Esta mañana el señor Sharpe ha vuelto a tener unas palabras conmigo.
—El señor Sharpe y usted deberían arreglar las cosas —se apresuró a decir Lawford.
—Y no tenía derecho, señor, ningún derecho, de llevarse al sargento Harper alejándolo de sus debidas obligaciones. Eso sólo sirve para darle alas.
—¿Para darle alas? —Lawford estaba ligeramente confuso.
—A su impertinencia, señor. Es muy irlandés.
Lawford se quedó mirando a Slingsby, preguntándose si estaba percibiendo un olor a ron en el aliento de su cuñado.
—Supongo que viniendo de Irlanda —dijo finalmente el coronel—, como es el caso, lo normal es que sea irlandés. ¡Igual que Rayo! —Se inclinó hacia delante y acarició las orejas al caballo—. No hay que menospreciar todo lo irlandés, Cornelius.
—El sargento Harper, señor, no muestra suficiente respeto por los oficiales de su majestad —dijo Slingsby.
—El sargento Harper —intervino Forrest— contribuyó a la captura del Águila en Talavera, capitán. Antes de que usted se alistara.
—No dudo que sabe combatir, señor —repuso Slingsby—. Lo llevan en la sangre, ¿no es cierto? Son como perros dogos. Ignorantes y brutales, señor. Ya los traté lo suficiente en el 55.º como para saber de qué hablo —volvió a mirar a Lawford—. Pero yo tengo que preocuparme por la economía interna de la compañía ligera. Hay que arreglarla y mejorarla, señor. No está bien permitir que los soldados sean impertinentes.
—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó Lawford con un dejo de aspereza.
—Recuperar al sargento Harper, señor, que vuelva al lugar que le corresponde y que se ponga a trabajar en serio como un soldado como es debido.
—Será su obligación encargarse de que lo haga cuando regrese —le dijo Lawford presuntuosamente.
—Muy bien, señor —dijo Slingsby, saludó de nuevo, dio media vuelta y regresó con paso resuelto con su compañía.
—Es muy entusiasta —comentó Lawford.
—Nunca he percibido falta de entusiasmo y ni mucho menos falta de eficiencia en nuestra compañía ligera —replicó Forrest.
—¡Sí, son unos tipos estupendos! —exclamó Lawford—. Unos tipos estupendos, ya lo creo, pero a veces los mejores sabuesos cazan mejor con un cambio de amo. Las nuevas costumbres, Forrest, destierran los viejos hábitos. ¿No está de acuerdo? Quizá querría usted cenar conmigo esta noche.
—Es muy amable de su parte, señor.
—Y por la mañana saldremos temprano. Diremos adiós a Coimbra, ¿eh? Y quizá los franceses sean clementes con ella.
A unos treinta kilómetros al norte de allí, las primeras tropas francesas llegaban al camino principal. Apartaron a la milicia portuguesa que había bloqueado el serpenteante camino del norte en torno a la sierra de Bussaco y en aquellos momentos sus patrullas de caballería galopaban adentrándose en unas tierras de labranza desguarnecidas y desiertas. El ejército viró hacia el sur. Primero llegarían a Coimbra, y luego a Lisboa, y con ella llegaría la victoria.
Porque las Águilas marchaban hacia el sur.