CAPÍTULO 5

Sula, el pueblo que se hallaba como colgado en la ladera este de la sierra, muy cerca del punto donde el camino más septentrional cruzaba la cima, era un lugar pequeño de aspecto corriente. Las casas estaban apretujadas, había grandes estercoleros y durante mucho tiempo el pueblo ni siquiera había tenido iglesia, lo cual había comportado la necesidad de traer a un sacerdote de Moura, situado al pie de las montañas, o de llamar a un fraile del monasterio, para dar la extremaunción a los moribundos, pero normalmente los sacramentos habían llegado demasiado tarde y los muertos de Sula habían partido inconfesos hacia su larga oscuridad, motivo por el cual a los lugareños les gustaba afirmar que los fantasmas rondaban aquella diminuta aldea.

El jueves 27 de septiembre de 1810 eran los tiradores los que rondaban el pueblo. El primer batallón entero del 95.º de Rifles se hallaba en el interior y en torno a la aldea, y con ellos estaba el 3.º de Cazadores, muchos de los cuales iban también armados con el rifle Baker, con lo cual fueron más de mil tiradores vestidos de verde y marrón los que abrieron fuego sobre las dos columnas francesas que avanzaban y que a su vez habían desplegado casi el mismo número de tiradores, pero los franceses tenían mosquetes y se enfrentaban a rifles, de modo que los voltigeurs fueron los primeros en morir en los pequeños prados tapiados y los bancales de viñas que había por debajo del pueblo. El sonido del combate era como el que hace la maleza seca al arder, un interminable chisporroteo de mosquetes y rifles que se veía aumentado por las notas más graves de la artillería emplazada en la cima que disparaba granadas y botes de metralla por encima de los tiradores británicos y portugueses para abrir grandes agujeros en las dos columnas que subían penosamente por la cuesta detrás de los voltigeurs.

Cuando los oficiales franceses de la columna escudriñaron la cumbre que se alzaba por encima de ellos, les pareció que se enfrentaban únicamente a tiradores y artillería. Ésta se había emplazado en un saliente al otro lado del pueblo, justo por debajo de la línea del horizonte, y cerca de los cañones había unos cuantos jinetes que observaban junto a la achaparrada torre del molino pintada de blanco. La artillería estaba dañando las columnas, atravesando las densas filas con balas de cañón y haciendo estallar granadas por encima de ellas, pero dos baterías nunca podrían detener a esas grandes formaciones. Los jinetes que había junto al molino no suponían ningún peligro. Cuando la humareda se disipó dejó ver a tan sólo cuatro o cinco jinetes y todos ellos llevaban sombrero bicornio, cosa que significaba que no pertenecían a la caballería y por lo cual parecía que los tiradores británicos y portugueses, con el apoyo de los cañones, deberían ser capaces de frustrar el ataque. Significaba también que los franceses deberían ganar, puesto que no había ni un solo casaca roja a la vista, ni una maldita línea que envolviera a la columna con fuego graneado. Los tambores tocaban el pas de charge y los soldados proferían su grito de guerra, «Vive l’Empereur!». Una de las dos columnas se dividió en dos unidades más pequeñas para salvar un afloramiento rocoso y luego volvieron a unirse en el camino al tiempo que dos granadas estallaban por encima de sus filas delanteras. Cayeron una docena de soldados, el camino polvoriento se tiñó repentinamente de rojo y los sargentos arrastraron a los muertos y heridos para apartarlos y que no supusieran un obstáculo para las filas que venían por detrás. Por delante de la columna el sonido de los disparos se hizo más intenso cuando los voltigeurs tuvieron al enemigo a tiro y abrieron fuego contra los fusileros con sus mosquetes. En aquellos momentos había tantos tiradores que el ruido de su batalla era un chasquido continuo. El humo se alzó por la ladera. «Vive l’Empereur!», gritaban los franceses, y los primeros fusileros empezaron a alcanzar a las filas delanteras de las columnas. Una de las balas le dio a un Águila, le arrancó la punta de un ala y un oficial cayó al suelo en la primera fila con un grito ahogado de dolor mientras los soldados lo rodeaban y seguían marchando pesadamente. Los rifles tenían mayor alcance que los mosquetes y estaban haciendo retroceder a los voltigeurs hacia las columnas, por lo que el mariscal Ney, que estaba al mando de aquel ataque, ordenó que se desplegaran más compañías como tiradores para hacer retroceder a los fusileros y cazadores hacia lo alto de la cuesta.

Los tambores mantenían su ritmo monótono. Un bote de metralla, diseñado para estallar en el aire y lanzar su carga de balas al frente y hacia abajo, explotó por encima de la columna de la derecha y el sonido de los tambores cesó momentáneamente cuando una docena de chicos fueron abatidos y los soldados que los seguían quedaron salpicados de sangre.

—¡Cierren filas! —gritó un sargento.

Una granada estalló a sus espaldas y un sombrero se alzó dando vueltas en el aire y cayó al camino con un fuerte golpe sordo, pues la mitad de la cabeza del que lo llevaba todavía estaba dentro. Un tambor, con las dos piernas rotas y el vientre rajado por los fragmentos de la carcasa, seguía tocando su instrumento sentado en el suelo mientras las tropas pasaban junto a él. Los soldados le dieron palmaditas en la cabeza para que les diera suerte y lo dejaron para que muriera entre las vides.

Los nuevos tiradores franceses se desplegaron por delante de las columnas y sus oficiales les gritaron que subieran por la ladera para asegurar más el tiro y abrumar con su mosquetería a los odiados casacas verdes. El rifle Baker era mortal, pero era lento. Se suponía que para dispararlo con precisión uno tenía que envolver la bala con un trozo de cuero engrasado y luego atacarla sobre la carga, y atacar una bala envuelta de cuero costaba lo suyo y hacía que el rifle fuera lento de cargar. Un soldado podía disparar tres veces un mosquete mientras el otro recargaba el rifle. Podía ganarse tiempo si no ponías el pedazo de cuero, pero entonces la bala no se adhería a las siete rayas en espiral del interior del cañón y el arma se volvía poco más precisa que un mosquete. Los voltigeurs subieron por la cuesta con sus refuerzos y la mera intensidad de su fuego obligó a retroceder a los fusileros y cazadores; se unieron entonces más portugueses al combate, todo el 1.º de Cazadores, pero los franceses respondieron con tres compañías más de tropas de casaca azul que echaron a correr separándose de las columnas y abatieron las parras para trepar hasta el lugar en el que el humo de la pólvora salpicaba la ladera. Sus mosquetes incrementaron la humareda y sus balas acosaron a los soldados de casacas verdes y pardas para hacerlos retroceder. Un fusilero que había recibido un balazo en los pulmones se hallaba tendido sobre una de las estacas de castaño que sostenían las parras y un voltigeur desenvainó la bayoneta y apuñaló al hombre herido hasta que éste dejó de sacudirse, luego le registró los bolsillos en busca de monedas u otro botín. Un sargento apartó al voltigeur del cadáver de un empujón.

—¡Mate primero a los demás! —le gritó—. ¡Vaya hacia arriba!

El fuego de los franceses era arrollador, un torrente de plomo, y los cazadores y fusileros ascendieron precipitadamente hasta el pueblo donde se refugiaron detrás de muros bajos de piedra o en las ventanas de las pequeñas casas de las que los pedazos de tejas rotas cayeron en cascada cuando los tejados fueron salpicados por la mosquetería francesa y los fragmentos de carcasa de las granadas que disparaban los cañones franceses del valle. Los voltigeurs gritaban, animándose unos a otros, avanzando a ráfagas, señalando objetivos. «Sauterelle! Sauterelle!», gritó un sargento que señalaba a un fusilero del 95.º. El grito significaba «saltamontes», el apodo con el que los franceses llamaban a esa plaga verde que se escondía y disparaba, avanzaba y recargaba, disparaba y volvía a avanzar. Una docena de mosquetes dispararon contra aquel hombre, que desapareció por un callejón mientras los pedazos de teja golpeteaban tras él.

Los tiradores franceses estaban por todo el margen del lado este del pueblo, envolviéndolo con su mosquetería, corrían en pequeños grupos hasta las casas y disparaban contra las sombras de la humareda. El camino estaba bloqueado con carretillas a la entrada del pueblo, pero una compañía de tropas francesas cargó contra la improvisada barricada que escupió humo y llamas cuando los fusileros dispararon desde detrás de las carretas. Los franceses fueron abatidos, pero el resto de ellos alcanzó el obstáculo y abrió fuego contra los casacas verdes. Una granada estalló en lo alto, matando a dos franceses más y destrozando las tejas de un tejado. Los franceses apartaron la primera carreta y entraron en tropel por el hueco. Los rifles y mosquetes les disparaban desde las puertas y ventanas. Más voltigeurs trepaban por las tapias de los huertos, se abalanzaban por los callejones y pasaban por encima de los montones de estiércol. Las granadas británicas, portuguesas y francesas estallaban entre las casas, destrozando paredes y llenando las estrechas callejas de humo, tejas y pedazos de metal que silbaban, pero los voltigeurs eran más numerosos que los fusileros y cazadores y, como estaban dentro del pueblo, los rifles perdieron la ventaja de la precisión de largo alcance, por lo que los soldados de casaca azul se abrieron camino a la fuerza, avanzando grupo tras grupo, eliminando la resistencia en las casas y los huertos. El camino quedó despejado y se apartó la última de las carretas. La columna se hallaba entonces cerca del pueblo y los voltigeurs daban caza a los últimos cazadores y fusileros desde los edificios situados más al norte. Un cazador, atrapado en un callejón, blandía su mosquete descargado como si fuera un garrote y derribó a dos franceses antes de que un tercero le clavara la bayoneta en el vientre. Los habitantes habían abandonado el pueblo y los voltigeurs saquearon las pequeñas viviendas, llevándose las pequeñas posesiones que los lugareños se habían dejado en su huida apresurada. Un soldado se peleó con otro por un cubo de madera, un objeto que no valía ni un sueldo, y ambos murieron cuando los cazadores les dispararon a través de una ventana.

El humo de los cañones británicos formaba nubes laceradas en lo alto de la montaña cuando las columnas llegaron al pueblo. Las granadas cayeron sobre las columnas, pero las filas se cerraron, los soldados siguieron avanzando y los tambores manejando sus baquetas, deteniéndose únicamente para que el grito de «Vive l’Empereur!» le dijera al mariscal Masséna, que estaba abajo en el valle donde los artilleros franceses lanzaban sus propias granadas hacia la cima de la cordillera, que el ataque continuaba.

El molino del saliente bajo la cumbre se hallaba a unos quinientos metros del pueblo. Los voltigeurs se deshicieron de los últimos tiradores enemigos del extremo oeste de Sula y los mandaron correteando al terreno más abierto que había entre el pueblo y el molino. Una de las columnas bordeó el pueblo, derribando cercas y pasando por encima de dos muros de piedra, pero la otra marchó directamente por el centro de Sula. Al menos había media docena de tejados en llamas porque las granadas habían prendido fuego a las vigas. Otra granada que estalló en el centro de la calle principal hizo salir despedidos a media docena de soldados de infantería envueltos en humo, sangre y llamas y manchó las paredes encaladas de las casas con salpicaduras de sangre. «¡Cierren filas!», gritaban los sargentos, «¡Cierren filas!». El redoble de los tambores resonaba en las paredes ensangrentadas en tanto que desde lo alto de la sierra los oficiales británicos oían la clamorosa ovación, «Vive l’Empereur!». Los voltigeurs se estaban acercando más aún y estaban tan apiñados que su mosquetería era casi tan densa como una descarga cerrada. Los tiradores británicos y portugueses habían desaparecido y se habían dirigido al norte, adentrándose en una arboleda que coronaba la cima septentrional. Así pues, lo único que parecían tener los franceses por delante era el saliente en el que se encontraban los jinetes al lado del molino. Las balas empezaron a golpear las piedras pintadas de blanco del molino. Una de las baterías de artillería se hallaba emplazada allí cerca y su humo ayudó a ocultar a los jinetes, entre los cuales se encontraba un hombre pequeño, con cara de pocos amigos, de cabello oscuro y tez morena, encaramado a una silla mayor de lo normal sobre un caballo que parecía demasiado grande para él. Miró a los franceses con indignación, como si su mera presencia lo ofendiera. Las balas de mosquete pasaban zumbando junto a él, pero no les hizo caso. Un ayudante de campo, preocupado por la intensidad del fuego de los voltigeurs, se planteó sugerir que el hombrecito retrocediera unos cuantos pasos, pero se contuvo y no dijo nada. Un consejo semejante dirigido a Bob Craufurd el Negro, comandante de la División Ligera, se interpretaría como pura debilidad.

Las columnas se hallaban entonces en el terreno abierto por debajo del molino y los voltigeurs recibían el azote de la explosión de los botes de metralla que aplastaban la hierba como si soplara un repentino vendaval del oeste. Se dispararon más botes de metralla y cada uno de ellos se cobró sus víctimas, por lo que los oficiales de los voltigeurs ordenaron a sus hombres que volvieran a las columnas. Ya habían hecho su trabajo. Habían obligado a retroceder a los tiradores británicos y portugueses y la victoria les aguardaba en lo alto de la cordillera, una victoria que estaba cerca, muy cerca, puesto que en la cima no había más que dos baterías de artillería y aquel grupo de jinetes.

O al menos eso pensaban los franceses. No obstante, detrás del saliente, allí donde un sendero corría en paralelo a la cima de la cadena montañosa, había un espacio muerto, invisible desde abajo, y allí escondidos, tumbados en el suelo para protegerse de la artillería francesa, estaban el 43.º y el 52.º. Eran dos batallones de infantería ligera, el 43.º de Monmouthshire y el 52.º de Oxfordshire, y se consideraban los mejores de los mejores. Tenían derecho a opinar así, pues habían sido adiestrados con salvaje dureza por el hombre bajito de expresión adusta que miraba a los franceses con el ceño fruncido desde el molino. Un artillero rodó hacia atrás junto al tubo de su nueve libras al ser alcanzado en las costillas por una bala de mosquete francesa. Escupió sangre y su sargento lo sacó de la alta rueda de la pieza y atacó el bote de metralla.

—¡Fuego! —gritó el capitán de artillería, y aquella enorme arma retrocedió de golpe, sacudiéndose sobre el timón para arrojar un nubarrón de humo en medio del cual el bote se rompió y soltó su carga de balas de mosquete sobre las filas francesas.

—Cierren filas —gritaban los sargentos franceses, y los heridos, dejando tras de sí unas estelas de sangre, volvieron arrastrándose hasta el pueblo donde los muros de piedra los protegerían del estallido de metralla capaz de rajarte las tripas.

Sin embargo, no había suficientes botes de metralla para acabar con las columnas. Eran demasiado grandes. Las filas exteriores absorbían el castigo, dejaban a sus muertos y moribundos y las filas de detrás pasaban por encima de los cuerpos. Los casacas rojas ocultos oían acercarse los tambores, oían los gritos de la infantería y el silbido de las balas de mosquete que pasaban muy cerca de sus cabezas. Esperaron, pues a juzgar por el creciente estruendo, entendían que Bob el Negro estaba dejando que el enemigo se acercara cada vez más. Aquél no iba a ser un tiroteo a largo alcance de los mosquetes, sino una repentina e increíble matanza, y entonces vieron a los artilleros de una de las baterías británicas que, al recibir un torrente de disparos de mosquete proveniente de la primera fila de la izquierda de la columna, abandonaron sus piezas y corrieron para ponerse a salvo. Entonces se hizo un extraño silencio. No era un silencio real, por supuesto, pues los tambores seguían tocando y los franceses de casaca azul seguían profiriendo su grito de guerra, pero una de las baterías británicas estaba abandonada, sus cañones a merced del enemigo, y la otra estaba recargando, por lo que por un momento todo pareció extrañamente tranquilo.

Los franceses, hechos pedazos por las balas de cañón y destrozados por los mortíferos botes de metralla, se dieron cuenta entonces de que la batería había sido abandonada. Profirieron una gran ovación y subieron apresuradamente por las rocas para tocar el tubo caliente mientras los oficiales les gritaban que se despreocuparan de los cañones. Más tarde podrían llevarse las piezas, pero de momento lo único que importaba era alcanzar la cima y ganar así Portugal. Por debajo de ellos, el mariscal Masséna se preguntaba si a Henriette le resultarían cómodas las camas del monasterio, si lo iban a nombrar príncipe de Portugal y si su cocinero encontraría, entre las raciones británicas desechadas, alguna cosa aceptable para hacer la cena. Todas ellas eran preguntas pertinentes, dado que el Ejército de Portugal estaba a punto de obtener la victoria.

Entonces Bob el Negro tomó aire.

* * * *

—¡Adelante! —gritó Sharpe. Había concentrado a los fusileros, británicos y portugueses, en el centro del espolón, desde donde podían disparar con precisión contra los voltigeurs agachados entre el revoltijo de rocas del montículo—. ¡Rápido! —exclamó. Se arrodilló y disparó su rifle, cuyo humo ocultó el daño que hubiera hecho—. ¡Adelante! ¡Adelante!

Si aquel maldito ataque tenía que llevarse a cabo, pensó, más valía hacerlo con rapidez, y metió prisa a los fusileros, luego hizo señas a los casacas rojas y al resto de portugueses que avanzaban por detrás en una línea de dos en fondo. Los cañones les ayudaron. Uno de ellos disparaba botes de metralla y las balas repiqueteaban contra las rocas, en tanto que el segundo estaba utilizando unas mechas sumamente cortas para que las granadas estallaran justo encima del montículo. Aquel lugar debía de ser un infierno, pensó Sharpe. Los franceses estaban siendo atacados con los rifles, los botes de metralla y los fragmentos de granada y aun así permanecían tenazmente en el promontorio.

Sharpe se colgó el rifle en bandolera. No tenía tiempo para volver a cargar y, además, quería que el ataque terminara rápidamente, por lo que desenvainó la espada de antemano. ¿Por qué demonios no echaban a correr esos cabrones?

—¡Adelante! —gritó, y notó una bala que le pasó junto a la mejilla, levantando un viento que era como una pequeña bocanada de aire caliente. Se alzó más humo de entre las rocas cuando los voltigeurs abrieron fuego contra los fusileros, pero ninguna de las balas de mosquete dio en el blanco, pues estaban demasiado lejos. Los rifles producían un ruido más rápido y profundo que los mosquetes—. ¡Adelante! —volvió a gritar Sharpe, consciente de que Vicente había acercado la línea de tres compañías por detrás de los tiradores.

Los fusileros avanzaron a todo correr, se arrodillaron, apuntaron, dispararon y una bala de mosquete atravesó el brezo con un silbido a la izquierda de Sharpe. Un francés que disparaba bajo, pensó, un hombre con experiencia; Sharpe se hallaba entonces a unos cien pasos del montículo y el miedo le había resecado la boca. El enemigo estaba oculto, sus hombres estaban al descubierto y otra bala le pasó lo bastante cerca como para notar el viento que levantó a su paso. Había caído un cazador, que se agarraba el muslo derecho y cuyo rifle cayó sobre el brezo.

—¡Déjenlo! —les gritó Sharpe a dos soldados que iban a ayudarlo—. ¡Sigan disparando! ¡Adelante! ¡Adelante!

El estrépito del gran ataque que tenía lugar en el norte había alcanzado la máxima intensidad; disparaban cañones y mosquetes, entonces las dos piezas de artillería que apoyaban el ataque de Sharpe abrieron fuego a la vez y vio estallar una granada justo al borde de las rocas, oyó el golpe de la metralla contra la piedra y un francés pareció levantarse lentamente y su casaca azul se volvió roja antes de caer de espaldas con una sacudida.

—¡Apunten bien! —gritó Sharpe a sus hombres. En medio del alboroto de la batalla había la tentación de disparar rápidamente, de malgastar las balas, y ahora ya estaba tan cerca que veía al enemigo acuclillado. Hagman disparó, tomó un rifle cargado de las manos del joven Perkins y disparó de nuevo. Más humo de mosquete se alzó de las rocas. ¡Por Dios que eran tozudos! Los fusileros avanzaron otros diez pasos corriendo, se arrodillaron, dispararon y recargaron. Otro cazador fue alcanzado, esta vez en el hombro, y el hombre cayó por un lado del espolón. Una bala hizo impacto en el chacó de Sharpe, que se le fue hacia atrás y se le quedó colgando del cuello por el barboquejo. Harper disparó su rifle y a continuación se descolgó el fusil de siete cañones, adelantándose a la orden de atacar las rocas, y al darse la vuelta, Sharpe se encontró con que Vicente casi le pisaba los talones.

—Déjeme lanzarles una descarga —dijo el portugués.

—¡Fusileros! —bramó Sharpe—. ¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra!

Los fusileros se echaron al suelo y Vicente detuvo a sus hombres.

—¡Apunten! —En el ejército portugués las órdenes se daban en inglés como concesión a los oficiales británicos. Sharpe se fue acercando poco a poco a sus filas.

—¡Fuego! —gritó Vicente, y la descarga estalló en el ramal, despidiendo una humareda al tiempo que disparaban los dos cañones, por lo que de pronto el montículo quedó convertido en un enmarañado infierno de balas, fragmentos de granada y sangre.

—¡A la carga! —gritó Sharpe, que echó a correr y a su izquierda vio al alférez Iliffe con el sable desenvainado. Los portugueses avanzaron profiriendo alaridos con palabras indistinguibles aunque claramente llenas de odio hacia los franceses. Todos empezaron a correr. Entonces reinó la furia; la furia, el odio, el terror y la ira; el humo se hizo visible en las rocas cuando los franceses dispararon y un soldado dio un chillido detrás de Sharpe, que vio que el grandote de Harper corría torpemente a su lado. De repente, cuando se hallaban a tan sólo unos diez pasos de distancia de las rocas más cercanas, se alzaron en ellas una docena de franceses, con un oficial en el centro, y les apuntaron con los mosquetes.

Harper llevaba el fusil de cañones múltiples bajo, en la cadera, pero apretó el gatillo de manera instintiva y las siete balas alcanzaron la fila de franceses, abriendo un agujero en el centro de su pequeña línea. El oficial fue alcanzado de lleno y cayó de espaldas, y los demás parecieron estar más aterrados por el ruido del arma que por sus balas, porque de pronto se dieron la vuelta y echaron a correr. Al principio hubo uno o dos disparos, pero luego ya no pasó ninguna bala cerca de Sharpe, que saltó a las rocas y vio que los voltigeurs habían tenido suficiente. Se abalanzaban por los bordes abruptos del espolón en tanto que el oficial francés herido, el que había sido alcanzado por la bala de Harper, les gritaba que se quedaran y lucharan. Sharpe lo hizo callar con un cimbronazo que lo dejó medio aturdido. En aquellos momentos los cazadores, fusileros y casacas rojas subían apresuradamente al montículo, desesperados por atrapar a los franceses antes de que escaparan. Algunos enemigos eran lentos y gritaron cuando las bayonetas los alcanzaron. Un sargento que consideró que era imposible escapar se dio la vuelta y arremetió con su bayoneta contra Harper, quien la apartó con un golpe de su fusil de siete cañones y luego propinó un puñetazo en la mandíbula al sargento francés, que salió despedido hacia atrás como si lo hubiera alcanzado una bala de nueve libras. Harper lo remató estrellándole en la frente la culata del fusil de cañones múltiples.

En el montículo todavía quedaba una veintena de franceses, algunos de ellos atrapados allí por el miedo a caer por el borde del lado este.

—¡Rindan las armas! —les rugió Sharpe, pero ninguno de ellos hablaba inglés y en lugar de eso se dieron la vuelta apuntando con las bayonetas, por lo que Sharpe apartó un mosquete con un golpe de su pesada espada y se la clavó en el vientre a un soldado, retorciendo el acero para que la hoja no se enganchara en la carne, luego recuperó el arma de un tirón y la sangre se derramó sobre las piedras. Resbaló en la sangre, oyó el estallido de un mosquete, blandió el acero contra otro francés y Vicente estaba allí, matando a un cabo con su propia espada formidable. Sharpe se levantó, vio a un francés de pie junto al borde de las rocas y arremetió contra él por la espalda de manera que pareció zambullirse al vacío. El hombre desapareció, se hizo el silencio durante un latido del corazón y luego llegó un sonido distante desde abajo, como un saco de despojos al caer sobre las piedras desde un tejado alto.

Y volvió a reinar el silencio, el bendito silencio roto únicamente por el retumbo de los cañones del norte. Los franceses habían abandonado el montículo y corrían cuesta abajo, perseguidos por los disparos de los rifles, y los portugueses de Vicente empezaron a vitorear.

—¡Sargento Harper! —gritó Sharpe.

—¿Señor? —Harper le estaba registrando la ropa a un soldado muerto.

—La lista de bajas —le ordenó Sharpe.

Limpió la hoja de su espada en una casaca azul y volvió a envainarla. Una granada francesa estalló por debajo de las rocas sin causar daños y Sharpe tomó asiento, repentinamente cansado, y se acordó de la media salchicha que llevaba en la bolsa. Se la comió y luego intentó arreglar un poco su chacó acribillado a balazos antes de volver a ponérselo. Era extraño, pensó, pero en los últimos minutos ni siquiera había sido consciente de sus costillas dañadas y ahora en cambio volvía a sentir el dolor punzante. A sus pies había un voltigeur muerto cuyo cadáver llevaba uno de esos anticuados sables cortos que antes llevaban todos los tiradores franceses pero que éstos habían desechado porque sus hojas sólo servían para recoger la cosecha. El hombre tenía un aspecto extrañamente tranquilo, no se veía ni una sola marca en su cuerpo y Sharpe se preguntó si no se estaría haciendo el muerto, por lo que lo empujó con su bota. El hombre no reaccionó. Una mosca subió por el globo ocular del voltigeur y Sharpe consideró que tenía que estar muerto.

Harper se abrió camino por entre las rocas.

—El señor Iliffe, señor —dijo.

—¿Qué le pasa?

—Está muerto, señor —dijo Harper—, y ninguno de los demás tiene ni un rasguño.

—¿Iliffe? ¿Muerto? —Por algún motivo aquello no tenía sentido para Sharpe.

—No debió de notar nada, señor —Harper se dio unos golpecitos en la frente—. Le entró directamente.

Sharpe soltó una maldición. Iliffe no le había caído bien hasta aquel mismo día, pero en la batalla el muchacho había demostrado verdadero coraje. Estaba aterrorizado, tanto que había vomitado ante la perspectiva de tener que luchar, pero en cuanto las balas habían empezado a volar, había controlado el miedo, lo cual era admirable. Sharpe caminó hasta el cuerpo, se quitó el sombrero y se quedó mirando a Iliffe, que tenía una expresión vagamente sorprendida.

—Hubiera sido un buen soldado —dijo Sharpe, y los miembros de la compañía ligera murmuraron su asentimiento.

El sargento Read asignó a cuatro hombres que se llevaron el cadáver de Iliffe de vuelta al batallón. A Lawford no le haría ninguna gracia, pensó Sharpe, y luego se preguntó por qué diablos no podía haber sido Slingsby quien recibiera un balazo en la frente. Hubiera supuesto una mañana productiva para un voltigeur, pensó Sharpe, y se preguntó por qué diantre había fallado su propia bala. Alzó la vista al sol y se dio cuenta de que todavía era media mañana. Se sentía como si hubiese estado combatiendo todo el día y, sin embargo, en Inglaterra habría gente que ni siquiera habría terminado de desayunar.

Pensó que era una lástima lo que le había ocurrido a Iliffe, bebió un poco de agua, escuchó los cañones y esperó.

* * * *

—¡Ahora! —gritó el general Craufurd, y los dos batallones se pusieron de pie, apareciendo ante los franceses como si hubieran brotado de pronto del suelo desnudo—. ¡Avancen diez pasos! —bramó Craufurd, y los soldados marcharon a paso ligero, levantando los mosquetes cargados—. ¡Cincuenta y dos! —Craufurd llamó al batallón más próximo a él con una voz de ira cortante y feroz determinación—. ¡Venguen a Moore!

El 52.º había estado en La Coruña, donde, al derrotar a los franceses, habían perdido a su amado general, sir John Moore.

—¡Apunten! —gritó el coronel del 52.º.

El enemigo estaba cerca, a menos de veinticinco metros de distancia. Estaban mirando hacia arriba, al lugar por el que aquella larga línea roja había aparecido de forma tan inesperada. Hasta los soldados más novatos de las maltrechas tropas francesas sabían lo que se avecinaba. La línea británica se encaró hacia las columnas con todos los mosquetes apuntando a las primeras filas francesas. Un oficial francés se santiguó al tiempo que la línea roja pareció dar un cuarto de vuelta a la derecha mientras los soldados se llevaron las armas al hombro.

—¡Fuego!

Más de un millar de balas de mosquete alcanzaron las columnas y el saliente desapareció bajo la humareda. Cayeron docenas de soldados y los vivos, que seguían marchando cuesta arriba obedeciendo a los toques de tambor, se encontraron con que no podían salvar el montón de hombres heridos que se retorcían. Por delante de ellos oyeron el roce de las baquetas en los cañones de los mosquetes. Los artilleros británicos de la batería que quedaba dispararon cuatro cargas de botes de metralla que destrozaron a los supervivientes y rociaron la cabeza de las columnas con una lluvia de sangre.

—¡Disparen por medias compañías! —gritó una voz.

—¡Fuego!

Empezaron las descargas cerradas: el crepitante, despiadado e incesante ejercicio mecánico para matar. Los tiradores británicos y portugueses habían vuelto a formar a la izquierda y habían sumado su propio fuego de manera que las cabezas de las columnas estaban rodeadas de humo y llamas, acribilladas por las balas, desolladas por los botes de metralla que caían desde el saliente. El relleno en llamas que salía despedido de los cañones de las armas causó un centenar de pequeños incendios en la hierba.

El fuego no provenía únicamente del frente. Los tiradores y las compañías exteriores del 43.º y el 52.º habían hecho conversión y descendieron por la pendiente para envolver a los atribulados franceses, que en aquellos momentos recibían los disparos desde tres lados distintos. La humareda de las descargas de media compañía recorría las líneas rojas de un extremo a otro, las balas penetraban en la carne y se estrellaban contra los mosquetes y el avance francés quedó detenido. Las tropas ya no podían avanzar hacia la masa de humo desgarrado por las llamaradas de las descargas.

—¡Bayonetas! ¡Bayonetas! —gritó Craufurd. Hubo una pausa mientras los soldados sacaban las hojas de más de cuarenta centímetros y las encajaban en las bocas ennegrecidas de los mosquetes.

—¡Y ahora mátenlos! —exclamó Bob el Negro, que observó exultante cómo los soldados que con tanta dureza había entrenado destrozaban a un contingente cuatro veces superior.

Los soldados con mosquetes cargados dispararon y los casacas rojas bajaron por la ladera, con paso seguro al principio, pero entonces las dos filas se toparon con los franceses muertos, perdieron la cohesión mientras sorteaban los cuerpos y allí, a tan sólo unos metros de distancia, estaban los vivos. Los británicos profirieron un enorme grito de furia y cargaron contra ellos.

—¡Mátenlos! —Bob el Negro se hallaba justo detrás de las filas, con la espada desenvainada, fulminando a los franceses con la mirada mientras los casacas rojas arremetían con sus bayonetas.

Fue una carnicería. Muchos de los franceses de las primeras filas que habían sobrevivido a la mosquetería y a los botes de metralla resultaron heridos. Además, estaban muy apiñados y los casacas rojas se abalanzaron contra ellos bayoneta en ristre. Las largas hojas acuchillaron, se retorcieron y se retiraron. El ruido que predominaba entonces en la sierra era el de los chillidos y gritos de los soldados pidiendo clemencia, llamando a Dios, maldiciendo al enemigo, y las descargas de media compañía siguieron azotando desde los flancos de manera que ningún francés podía desplegarse en línea. Los habían conducido a una montaña de muerte, se vieron acorralados como ovejas bajo la cima, las balas los mataban desde los flancos, las bayonetas acababan con ellos en el frente y la única manera de escapar a aquel tormento era volver a bajar por la ladera.

Rompieron filas. Primero eran una concentración de soldados encogidos bajo una avalancha de plomo y acero y al cabo de un momento, empezando por las filas de más atrás, se convirtieron en una muchedumbre. Las filas delanteras, atrapadas por los soldados que tenían detrás, no podían escapar y eran un blanco fácil para las feroces hojas de más de cuarenta centímetros, pero los soldados en zaga huyeron. Los tambores rodaron cuesta abajo, abandonados por unos chicos demasiado aterrorizados como para hacer otra cosa que no fuera escapar y, cuando se iban, los tiradores británicos y portugueses salieron de los flancos para perseguirlos. Los últimos soldados franceses rompieron la formación, los casacas rojas fueron tras ellos y atraparon a algunos de ellos en el pueblo, donde las hojas se pusieron a trabajar de nuevo: los adoquines y las piedras blancas de las casas quedaron pintadas con más sangre y los gritos podían oírse desde el valle donde Masséna observaba, boquiabierto. Algunos franceses se enredaron con las parras y los cazadores los atraparon allí y les cortaron el cuello. Los fusileros vertían sus balas tras los fugitivos. Un hombre gritó pidiendo clemencia en una casa del pueblo y el grito se convirtió en un chillido terrible cuando dos bayonetas le arrebataron la vida.

Y los franceses se fueron. El pánico los había embargado y la cuesta en torno al pueblo estaba llena de mosquetes y cuerpos abandonados. Algunos enemigos tuvieron suerte. Dos fusileros rodearon a los prisioneros y los llevaron a empujones hacia el molino donde los artilleros británicos habían recuperado su batería. Un capitán francés, que había salvado la vida fingiendo estar muerto, cedió su espada a un teniente del 52.º. El teniente, un hombre cortés, respondió con una inclinación de la cabeza y le devolvió el arma.

—Hágame el honor de acompañarme a lo alto de la montaña —dijo el teniente, y entonces intentó entablar conversación con el francés que había aprendido en la escuela. El tiempo había refrescado de pronto, ¿no?

El capitán francés coincidió en que así era, pero también hubiera asentido si el inglés hubiera comentado el calor que hacía. El capitán temblaba. Iba cubierto de sangre que no era suya, sino de las heridas que los botes de metralla habían infligido en los soldados que habían ascendido junto a él. Vio a sus hombres muertos, a otros agonizando, los vio levantando la vista desde el suelo intentando pedir una ayuda que él no podía darles. Recordaba las bayonetas viniendo hacia él y el placer de matar reflejado claramente en los rostros de los hombres que las empuñaban.

—Fue una tormenta —comentó, sin saber qué decir.

—Ahora que se ha terminado el calor, creo que no —repuso el teniente, que entendió mal las palabras de su prisionero.

Los miembros de la banda del 43.º y del 52.º recogían a los heridos, casi todos ellos franceses, y los llevaban hasta el molino donde, a los que aún sobrevivieran, los meterían en carretas y los llevarían al monasterio donde aguardaban los cirujanos.

—Esperábamos poder jugar un partido de críquet mañana si se mantiene el buen tiempo —dijo el teniente—. ¿Ha tenido el privilegio de ver jugar a críquet, monsieur?

—¿Críquet? —el capitán miró boquiabierto al casaca roja.

—Los oficiales de la División Ligera esperan jugar con el resto del ejército —explicó el teniente— a menos que la guerra o el tiempo se interpongan.

—Nunca he visto un partido de críquet —confesó el francés.

—Cuando vaya usted al cielo, monsieur —afirmó el teniente con gravedad—, y rezo para que eso sea dentro de muchos años felices, ya verá cómo pasa los días jugando al críquet.

Al sur de allí se oyeron más disparos repentinos. Parecían descargas británicas, puesto que eran regulares y rápidas, pero se trataba de cuatro batallones portugueses que vigilaban la sierra a la derecha de la División Ligera. La más pequeña de las columnas francesas, que tenía que reforzar el éxito de las dos que habían subido hasta Sula, se había desviado del pueblo y se encontró separada del ataque principal por un profundo barranco boscoso, de modo que los soldados subieron por su cuenta, atravesando un pinar, y al salir a la ladera abierta de arriba vieron que delante de ellos no había nada más que tropas portuguesas. No había casacas rojas. La columna superaba en número a los portugueses. También conocían a su enemigo, pues ya habían derrotado a los portugueses y no temían tanto a los hombres de pardo y azul como a los mosquetes británicos. Sería una victoria sencilla, un mazazo contra un enemigo al que despreciaban; pero entonces los portugueses abrieron fuego, las descargas sonaron como una cascada mecánica, las balas de mosquete se dispararon a baja altura, las armas se recargaron con rapidez y la columna, al igual que las que se hallaban al norte, se vio atacada por tres flancos. De pronto, el despreciado enemigo hacía retroceder ignominiosamente a los franceses cuesta abajo. Así pues, la última columna francesa echó a correr, derrotada por unos hombres que luchaban por su patria, y toda la cadena montañosa se vació de soldados del emperador, excepto por los muertos, los heridos y los prisioneros. Un tambor lloraba tendido en las parras. Tenía once años y una bala en el pulmón. Su padre, un sargento, yacía muerto a unos veinte pasos de distancia, donde un pájaro le picoteaba los ojos. Ahora que el cañoneo había cesado, los pájaros de negro plumaje acudían a la sierra y a su festín de carne.

El humo de la montaña se fue dispersando. Los cañones se enfriaron. Los soldados fueron pasándose botellas de agua.

Los franceses volvían a estar en el valle.

—Hay un camino al norte de la cordillera —le recordó un ayudante de campo al mariscal Masséna, que no dijo nada. Se quedó mirando lo que quedaba de sus ataques a la montaña. Frustrados, todos ellos. Reducidos a la nada. Derrotados. Y el enemigo, oculto nuevamente al otro lado de la cumbre, esperaba que volviera a intentarlo.

* * * *

—¿Recuerda a la señorita Savage? —preguntó Vicente a Sharpe. Estaban sentados en el extremo del montículo, mirando a los franceses derrotados.

—¿A Kate? Por supuesto que sí —contestó Sharpe—. A menudo me he preguntado qué habrá sido de ella.

—Se casó conmigo —dijo Vicente, y pareció absurdamente satisfecho de sí mismo.

—¡Dios santo! —exclamó Sharpe, y entonces decidió que probablemente su reacción había parecido grosera—. ¡Bien hecho!

—Me afeité el bigote —siguió diciendo Vicente—, tal como usted sugirió. Y ella me dijo que sí.

—Nunca he comprendido qué es lo que pasa con los bigotes —dijo Sharpe—, debe de ser como besar un cepillo de lustrar zapatos.

—Y tenemos un hijo —prosiguió Vicente—, una niña.

—¡Qué rapidez, Jorge!

—Somos muy felices —afirmó Vicente en tono solemne.

—Me alegro por usted —dijo Sharpe, y lo decía en serio. Kate Savage se había escapado de su casa en Oporto y Sharpe, con la ayuda de Vicente, la había rescatado. De eso hacía dieciocho meses y con frecuencia Sharpe se había preguntado qué le habría pasado a la chica inglesa que había heredado los viñedos de su padre y el hotel del puerto.

—Kate sigue en Oporto, claro está —dijo Vicente.

—¿Con su madre?

—Ella volvió a Inglaterra después de que yo me uniera a mi nuevo regimiento en Coimbra —respondió Vicente.

—¿Por qué allí?

—Es donde crecí —dijo Vicente—, y mis padres todavía viven allí. Fui a la universidad de Coimbra, por lo que, francamente, es mi casa. Pero a partir de ahora viviré en Oporto. Cuando termine la guerra.

—¿Volverá a ser abogado?

—Eso espero —Vicente se santiguó—. Sé lo que piensa usted de la ley, Richard, pero es la única barrera entre el hombre y la bestialidad.

—No ha servido de mucho para detener a los franceses.

—La guerra está por encima de la ley, por eso es tan terrible. La guerra da rienda suelta a todas las cosas que la ley refrena.

—Como yo —terció Sharpe.

—Usted no es tan mala persona —dijo Vicente.

Sharpe bajó la vista hacia el valle. Los franceses se habían retirado al lugar donde se encontraban la tarde anterior, sólo que entonces estaban levantando defensas al otro lado del río, donde la infantería cavaba trincheras y utilizaba la tierra para construir baluartes.

—Esos cabrones creen que vamos a bajar para acabar con ellos —dijo.

—¿Y lo haremos?

—¡No, por Dios! Tenemos el terreno elevado. No tiene sentido abandonarlo.

—¿Y entonces qué hacemos?

—Aguardar órdenes, Jorge, aguardar órdenes. Y creo que las mías llegan ahora mismo —Sharpe hizo un gesto con la cabeza hacia el comandante Forrest, que iba a caballo por el centro del espolón.

Forrest se detuvo junto a las rocas y miró a los franceses muertos; a continuación se quitó el sombrero y saludó a Sharpe con un movimiento de la cabeza.

—El coronel quiere a la compañía de vuelta —dijo.

—Comandante Forrest —dijo Sharpe—, deje que le presente al capitán Vicente. Combatí con él en Oporto.

—Es un honor —dijo Forrest—, un honor. —La sangre de la herida de la bala de mosquete que lo había alcanzado oscurecía su manga roja. Vaciló, intentando pensar en algo elogioso que decirle a Vicente, pero no se le ocurrió nada, de modo que volvió a mirar a Sharpe—. El coronel quiere a la compañía ahora, Sharpe —dijo.

—¡En pie, muchachos! —Sharpe se levantó y le estrechó la mano a Vicente—. No nos pierda de vista, Jorge —dijo—, puede que volvamos a necesitar su ayuda. Y dele recuerdos de mi parte a Kate.

Sharpe condujo a la compañía de vuelta por el terreno chamuscado por el fuego de rifles y mosquetes. La sierra se hallaba en calma, no se oían cañonazos, sólo el viento susurrando en la hierba. Forrest se situó al lado de Sharpe, pero no dijo nada hasta que llegaron a las líneas del batallón. El South Essex había formado, pero los soldados estaban sentados y despatarrados sobre la hierba; Forrest hizo un gesto hacia el extremo izquierdo de la línea como para ordenar a la compañía ligera que ocupara su lugar.

—De momento el teniente Slingsby asumirá el mando.

—¿Que hará qué? —preguntó Sharpe, indignado.

—De momento —dijo Forrest en tono conciliatorio—, porque ahora mismo el coronel quiere verle, Sharpe, y me atrevería a decir que no está muy contento.

Era un eufemismo. Cuando Sharpe llegó a su tienda, el honorable William Lawford estaba hecho una furia; no obstante, al ser un hombre de una educación exquisita, su enojo sólo se notó en una leve tensión de los labios y en la clara mirada de pocos amigos que dirigió a Sharpe cuando llegó a su tienda. Lawford salió a la luz del sol hizo un gesto con la cabeza a Forrest.

—Quédese, comandante —le dijo, y esperó a que Forrest desmontara y le diera las riendas al criado de Lawford, que se llevó el caballo—. ¡Knowles! —Lawford llamó al ayudante que estaba en el interior de la tienda. Knowles dirigió una mirada comprensiva a Sharpe que sólo sirvió para que Lawford se enojara aún más—. Será mejor que se quede, Knowles —le dijo—, pero que no se acerque nadie más. No quiero que lo que se diga aquí se divulgue por el batallón.

Knowles se puso el sombrero y se alejó unos pasos. Forrest se hizo a un lado con aire vacilante y Lawford miró a Sharpe.

—Quizá pueda usted explicarse, capitán —le dijo con mucha frialdad.

—¿Explicarme, señor?

—El alférez Iliffe está muerto.

—Lo lamento, señor.

—¡Dios santo! ¡Me han encomendado a ese chico! ¡Ahora tengo que escribir a su padre y decirle que el chico perdió la vida por culpa de un oficial irresponsable que llevó a su compañía a un ataque sin mi autorización! —Lawford hizo una pausa; al parecer, estaba demasiado enojado para enunciar lo que quería decir a continuación, y estrelló la palma de la mano contra la vaina de su espada—. ¡Yo estoy al mando de este batallón, Sharpe! —dijo finalmente—. ¿Quizá no se había dado usted cuenta? ¿Cree que puede andar por ahí a su antojo, matando a los soldados que le parecen más apropiados sin consultarme?

—Había recibido órdenes, señor —dijo Sharpe con expresión rígida.

—¿Órdenes? —le preguntó Lawford—. ¡Yo no di ninguna orden!

—Me lo ordenó el coronel Rogers-Jones, señor.

—¿Quién demonios es el coronel Rogers-Jones?

—Creo que está al mando de un batallón de cazadores —intervino Forrest en voz baja.

—¡Maldita sea, Sharpe —le espetó Lawford—, el maldito coronel Rogers-Jones no está al mando del South Essex!

—Tenía órdenes de un coronel, señor —insistió Sharpe—, y las obedecí. —Hizo una pausa—. Y recordé su consejo, señor.

—¿Mi consejo?

—Anoche, señor, me dijo que quería que nuestros tiradores fueran audaces y agresivos. De modo que lo fuimos.

—También quiero que mis oficiales sean unos caballeros —repuso Lawford—, que demuestren cortesía.

Sharpe tuvo la sensación de que habían llegado al verdadero meollo de aquella reunión. Lawford tenía legítimos motivos de queja por el hecho de que Sharpe hubiera conducido a la compañía ligera en un ataque sin su permiso, pero lo cierto era que ningún oficial podía poner objeciones a que un soldado combatiera al enemigo. Aquella bronca simplemente había sido un disparo de tanteo para el asalto que iba a tener lugar a continuación. Sharpe no dijo nada, se limitó fijar la mirada en un lunar que el coronel tenía entre los ojos.

—El teniente Slingsby —dijo el coronel— me ha dicho que lo injurió. Que lo invitó a batirse en duelo. Que lo llamó ilegítimo. Que lo insultó.

Sharpe trató de recordar el breve enfrentamiento en la vertiente delantera de la sierra después de haber evitado que la oleada de pánico de los franceses barriera la compañía.

—Dudo que lo llamara ilegítimo, señor —dijo—, yo no utilizaría esa clase de palabra. Lo más probable es que lo llamara bastardo.

Knowles miró hacia el oeste. Forrest bajó la mirada a la hierba para ocultar una sonrisa. Lawford puso cara de asombro.

—¿Que lo llamó qué?

—Bastardo, señor.

—Esto es absolutamente inaceptable entre compañeros oficiales —dijo Lawford.

Sharpe no contestó. Normalmente era lo mejor que se podía hacer.

—¿No tiene nada que decir? —preguntó Lawford.

—Nunca he hecho nada —Sharpe se sintió empujado a hablar— que no fuera por el bien de este batallón.

Aquella vehemente declaración desconcertó a Lawford, que parpadeó y dijo:

—Nadie ha censurado su servicio, Sharpe —afirmó con rigidez—. Más bien intento inculcar en su comportamiento los modales de un oficial. No toleraré las groserías contra un compañero oficial.

—¿Toleraría perder a media compañía ligera, señor? —preguntó Sharpe.

—¿A media compañía?

—Mi compañero oficial —Sharpe no se molestó en disimular su sarcasmo— tenía a la compañía ligera desplegada en una línea de tiradores por debajo de los franceses. Cuando éstos rompieran filas, señor, cosa que hicieron, los habríamos perdido a todos. Se los habrían llevado por delante. Afortunadamente para el batallón, señor, yo estaba allí e hice lo que había que hacer.

—Eso no fue lo que observé —dijo Lawford.

—Fue lo que ocurrió —replicó Sharpe con rotundidad.

Forrest se aclaró la garganta y se quedó mirando de forma harto significativa una brizna de hierba junto al pulgar de su pie derecho. Lawford captó la insinuación.

—¿Comandante?

—Yo más bien creo que el teniente Slingsby había llevado demasiado lejos a la compañía, señor —observó Forrest con suavidad.

—No se puede reprender a un oficial por tener audacia y agresividad —declaró Lawford—. Aplaudo el entusiasmo del teniente Slingsby, que no es motivo para que usted lo insulte, Sharpe.

Era momento de volver a morderse la lengua, pensó Sharpe, por lo que guardó silencio.

—Y no toleraré un duelo entre mis oficiales —Lawford recuperó el ritmo—, ni los insultos gratuitos. El teniente Slingsby es un oficial entusiasta y experimentado, indudablemente valioso para el batallón, Sharpe, valioso. ¿Lo ha entendido, Sharpe?

—Sí, señor.

—Pues le pedirá disculpas.

«Ni de coña», pensó Sharpe, que siguió mirando el lunar entre los ojos de Lawford.

—¿Me ha oído, Sharpe?

—Sí, señor.

—Así pues, ¿se disculpará?

—No, señor.

Lawford pareció indignarse, pero durante unos segundos se quedó sin palabras.

—Si me desobedece en esto, Sharpe —logró decir finalmente—, las consecuencias serán graves.

Sharpe desvió la mirada para centrarla en el ojo derecho de Lawford. Miraba directamente al coronel y estaba consiguiendo que éste se sintiera incómodo. Sharpe lo interpretó como una debilidad y luego decidió que estaba equivocado. Lawford no era un hombre débil, sino que no tenía crueldad. La mayoría de personas no la tenían. La mayoría de personas eran razonables, intentaban llegar a un acuerdo y buscaban una postura común. No tenían ningún problema en lanzar descargas y sin embargo rehuían acercarse a una bayoneta. No obstante, había llegado la hora de que Lawford empuñara la hoja. Él esperaba que Sharpe pidiera disculpas a Slingsby, ¿y por qué no? Era un gesto minúsculo que al parecer resolvería el problema, pero Sharpe se negaba y Lawford no sabía qué hacer al respecto.

—No voy a disculparme —declaró Sharpe con mucha aspereza—, señor —Y la última palabra tenía toda la insolencia que se podía conferir a un par de sílabas.

Lawford parecía furioso, pero volvió a quedarse unos segundos sin decir nada y luego asintió bruscamente con la cabeza.

—Creo que fue usted intendente, ¿no es así?

—Así es, señor.

—El señor Kiley está indispuesto. De momento, mientras decido qué hacer con este asunto, usted asumirá sus funciones.

—Sí, señor —respondió Sharpe, imperturbable, sin mostrar reacción alguna.

Lawford vaciló, como si hubiera algo más que decir, a continuación se encasquetó el bicornio y se dio la vuelta para alejarse.

—Señor —dijo Sharpe.

Lawford se dio la vuelta y no dijo nada.

—El señor Iliffe, señor —continuó diciendo Sharpe—. Hoy combatió bien. Si escribe usted a su familia, señor, puede decirles sinceramente que el muchacho luchó muy bien.

—Pues es una lástima que esté muerto —repuso Lawford con amargura, y se alejó haciéndole señas a Knowles para que lo acompañara.

Forrest suspiró.

—¿Por qué no se disculpa y ya está, Richard?

—Porque estuvo a punto de hacer que mataran a mi compañía.

—Eso ya lo sé —dijo Forrest—, y el coronel también lo sabe, lo sabe el señor Slingsby y lo sabe su compañía. De modo que muerda el polvo y vuelva con ellos, Sharpe.

—Él —Sharpe señaló la figura del coronel que se alejaba— quiere deshacerse de mí. Quiere que su maldito cuñado se haga cargo de los tiradores.

—Él no quiere deshacerse de usted, Sharpe —repuso Forrest pacientemente—. ¡Sabe lo bueno que es usted, caray! Pero tiene que darle un empujón a Slingsby. Asuntos familiares, ¿sabe? Su esposa quiere que le forje una carrera a Slingsby, y lo que una esposa quiere lo consigue, Sharpe.

—Quiere deshacerse de mí —insistió Sharpe—. Y si me disculpo, comandante, antes o después me pondrán de patitas en la calle, con lo que tanto da si me voy ahora.

—No se vaya muy lejos —le dijo Forrest con una sonrisa.

—¿Por qué no?

—El señor Slingsby bebe —le explicó Forrest en voz baja.

—¿Ah sí?

—Más de la cuenta —dijo Forrest—. De momento lo controla, con la esperanza de que un nuevo batallón le permitirá empezar de nuevo, pero temo por él. Yo mismo tuve un problema similar, Richard, aunque le agradecería que no se lo contara a nadie. Sospecho que al final nuestro señor Slingsby volverá a su anterior comportamiento. Casi todos lo hacen.

—Usted no.

—Todavía no, Sharpe, todavía no —Forrest sonrió—. Pero piense en lo que le he dicho. Mascúllele una disculpa a ese hombre, ¿eh? Y deje que esto pase.

«Cuando las ranas críen pelo», pensó Sharpe. Porque no iba a disculparse.

Y Slingsby tenía la compañía ligera.

* * * *

El comandante Ferreira había leído la carta de su hermano poco después de que la última columna francesa fuera derrotada.

—Quiere una respuesta, senhor —había dicho Miguel, el mensajero de Ferragus—. Una palabra.

Ferreira miró a través del humo de canon que flotaba en bocanadas sobre la ladera donde habían muerto tantos franceses. Aquello era una victoria, pensó, pero no pasaría mucho tiempo antes de que los franceses encontraran el camino que serpenteaba por el extremo norte de la cadena montañosa. ¿O tal vez los victoriosos británicos y portugueses descenderían por la larga ladera y atacarían a los franceses en el valle? Sin embargo, no había señales de que fuera a producirse un ataque semejante. No había mensajeros que cabalgaran para dar nuevas instrucciones a los generales, y cuanto más esperara Wellington, más tiempo tendrían los franceses para levantar defensas al otro lado del río. No, pensó el comandante, aquella batalla había terminado y probablemente lord Wellington tenía intención de replegarse hacia Lisboa y ofrecer otra batalla en las montañas al norte de la ciudad.

—Una palabra —le había vuelto a apuntar Miguel al comandante.

Ferreira había asentido con la cabeza.

Sim —dijo, aunque lo dijo con un resoplido.

Significaba sí, y en cuanto pronunció aquella fatídica palabra, dio la vuelta a su caballo y se dirigió cabalgando hacia el norte, pasó junto a la victoriosa División Ligera, siguió por detrás del molino lleno de las marcas que habían dejado las balas de mosquete y luego bajó a través de los pequeños árboles que crecían en el extremo norte de la sierra. Nadie se fijó en él. Era sabido que de vez en cuando hacía de explorador, que era uno de los oficiales portugueses que, al igual que sus homólogos británicos, salía a cabalgar para hacer un reconocimiento de las posiciones enemigas; además, había milicia portuguesa en las montañas de Caramula al norte de la cordillera y no resultaba sorprendente que un oficial cabalgara para comprobar su posición.

No obstante, aunque su partida del ejército había parecido absolutamente inocente, Ferreira cabalgaba con inquietud. Todo su futuro, el futuro de su familia, dependía de las próximas horas. El comandante había heredado riquezas, pero él no había conseguido ninguna. Sus inversiones habían fracasado y sólo había recuperado sus bienes gracias al regreso de su hermano, y dicha fortuna correría peligro si los franceses ocupaban Portugal. Lo que el comandante Ferreira debía hacer ahora era cambiar de política, cambiar el caballo patriótico por el francés, pero hacerlo de una manera que nadie lo supiera nunca, y sólo lo haría para proteger su nombre, su fortuna y el futuro de su familia.

Cabalgó durante tres horas y cuando ya pasaba de mediodía viró hacia el este y subió a un promontorio. Sabía que la milicia portuguesa que vigilaba el camino que pasaba por el extremo norte de la cadena montañosa se hallaba muy por detrás de él y, que supiera, no había patrullas de caballería británica ni portuguesa en aquellas montañas, pero aun así se santiguó y compuso una plegaria silenciosa para que no lo viera nadie de su propio bando. De hecho, pensaba en los británicos y portugueses como en su propio bando. Era un patriota, pero ¿qué sentido tenía ser un patriota sin un céntimo?

Se detuvo en lo alto de la colina. Permaneció allí un largo rato hasta que tuvo la seguridad de que no lo había visto ningún batidor francés y luego bajó lentamente por la falda este del promontorio. Se detuvo a mitad de camino. Cualquiera que se le acercara entonces podía ver que no lo estaba atrayendo hacia una emboscada. No había terreno muerto tras él, ningún sitio en el que pudiera ocultarse una unidad de caballería. Sólo estaba el comandante Ferreira en una larga ladera desnuda.

Al cabo de diez minutos de detenerse, aparecieron una veintena de dragones de casaca verde a unos ochocientos metros de distancia. Los jinetes se desplegaron en línea. Algunos de ellos llevaban las carabinas desenfundadas, pero la mayoría habían desenvainado las espadas y Ferreira desmontó para demostrarles que no iba a tratar de escapar. El oficial al mando de los dragones miró hacia arriba, en busca de algún peligro, y finalmente debió de llegar a la conclusión de que todo estaba bien, puesto que avanzó a caballo con media docena de sus hombres. Los cascos de los caballos levantaban nubes de polvo por la seca ladera. Cuando los dragones estuvieron más cerca, Ferreira extendió los brazos para que vieran que iba desarmado y luego se quedó inmóvil mientras los jinetes lo rodeaban. El oficial, que llevaba el uniforme descolorido por el sol, hizo descender la hoja y la sostuvo cerca de su garganta.

—Tengo una carta de presentación —dijo Ferreira en francés.

—¿Para quién? —contestó el oficial.

—Para usted —respondió Ferreira—, de parte del coronel Barreto.

—¿Y quién es el coronel Barreto, en nombre de Dios?

—Un ayudante de campo del mariscal Masséna.

—Muéstreme la carta.

Ferreira se sacó el pedazo de papel de un bolsillo, lo desplegó y se lo entregó al oficial francés, que se inclinó en la silla para cogerlo. La carta, sucia y arrugada, explicaba a cualquier oficial francés que se podía confiar en el portador de la misma y que había que proporcionarle toda la ayuda posible. Barreto le había dado la carta a Ferreira cuando el comandante había estado negociando el obsequio de la harina, pero resultó más útil entonces. El oficial de dragones la leyó rápidamente, le echó un vistazo a Ferreira y le devolvió la carta bruscamente.

—¿Y qué es lo que quiere?

—Ver al coronel Barreto, por supuesto —dijo Ferreira.

Tardaron una hora y media en llegar al pueblo de Moura, donde estaban descansando los hombres de Ney, que habían realizado el ataque cerca del molino por encima de Sula. Los cirujanos andaban atareados por el pueblo y Ferreira tuvo que conducir su caballo junto a un montón de brazos y piernas amputados que había frente a una ventana abierta. Al lado del río, allí donde las losas proporcionaban un lugar para que las mujeres del pueblo hicieran la colada, había entonces una pila de cadáveres. A la mayoría de ellos los habían despojado del uniforme y su piel blanca estaba surcada de sangre. Ferreira apartó la mirada mientras seguía a los dragones hacia una pequeña colina justo al otro lado del pueblo donde el mariscal Masséna estaba comiendo pan, queso y pollo frío a la sombra del molino de Moura. Ferreira desmontó y aguardó; el oficial de dragones se abrió paso entre los ayudantes de campo y, mientras esperaba, el comandante miró hacia la cadena montañosa y le sorprendió que a un general se le ocurriera arrojar a sus hombres por una subida como aquélla.

—¡Comandante Ferreira! —La voz era avinagrada. Se le acercó un hombre alto vestido con el uniforme de coronel de dragones francés—. Deme una razón, comandante —dijo el coronel señalando el molino— por la que no debamos ponerlo contra esa pared y ejecutarlo.

El coronel, aunque iba vestido como un francés, era portugués. Había sido oficial en el antiguo ejército portugués y había visto su casa incendiada y su familia asesinada a manos de la ordenança, la milicia portuguesa que, en medio del caos de las primeras invasiones francesas, la había emprendido contra las clases privilegiadas. El coronel Barreto se había unido a los franceses no porque odiara Portugal, sino porque no veía ningún futuro para su país a menos que éste se deshiciera de la superstición y la anarquía. Él creía que los franceses traerían a Portugal la bendición de la modernidad, pero eso sólo ocurriría si a las fuerzas francesas se les daba de comer.

—¡Nos prometió harina! —exclamó Barreto con enojo—. ¡Y en lugar de eso nos encontramos con que nos estaba esperando la infantería británica!

—En la guerra, coronel, las cosas salen mal —dijo Ferreira humildemente—. La harina estaba allí, mi hermano estaba allí, y entonces llegó una compañía británica. Intenté que se marcharan, pero no quisieron irse.

Ferreira sabía que sonaba poco convincente, pero estaba aterrorizado. No por los franceses, sino por si algún oficial lo veía a través de un catalejo desde la sierra. Dudaba que eso fuera a ocurrir. La cima estaba muy lejos y a esa distancia su casaca portuguesa de color azul se parecería mucho a una guerrera francesa, pero aun así estaba asustado. La traición era un oficio difícil.

Dio la impresión de que Barreto aceptaba la explicación.

—Encontré los restos de la harina —admitió—, pero es una pena, comandante. Este ejército está hambriento. ¿Sabe lo que encontramos en este pueblo? Tan sólo medio barril de limones. ¿De qué demonios nos sirve eso?

—Coimbra está llena de comida —dijo Ferreira.

—Llena de comida, ¿eh? —repitió Barreto con escepticismo.

—Trigo, cebada, arroz, alubias, higos, bacalao y ternera salados —recitó Ferreira cansinamente.

—¿Y cómo, en nombre de Dios, vamos a llegar a Coimbra, eh? —Barreto había pasado al francés porque un grupo de otros ayudantes de campo de Masséna se había acercado a escuchar la conversación. El coronel señaló la cadena montañosa—. Esos cabrones, Ferreira, se encuentran entre nosotros y Coimbra.

—Hay un camino que rodea la montaña —dijo Ferreira.

—¿Un camino que pasa por el desfiladero de Caramula? —dijo Barreto—. ¿Y cuántos malditos casacas rojas nos están esperando allí?

—Ninguno —contestó Ferreira—. Allí sólo está la milicia portuguesa. No son más de mil quinientos. En tres días, coronel, podrían estar en Coimbra.

—Y en tres días —repuso Barreto—, los británicos vaciarán Coimbra de comida.

—Mi hermano les garantiza provisiones para tres meses —dijo Ferreira—, lo que ocurre… —Titubeó y se calló.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó un francés.

—Cuando su ejército entra en una ciudad, Monsieur —Ferreira hablaba con mucha humildad—, no se comporta bien. Hay saqueos, robos, asesinatos. Siempre pasa lo mismo.

—¿Y?

—Si sus hombres entran en los almacenes de mi hermano, ¿qué harán?

—Llevárselo todo —respondió el francés.

—Y destruir lo que no puedan llevarse —Ferreira terminó la frase. Volvió a mirar a Barreto—. Mi hermano quiere dos cosas, coronel. Quiere un pago justo por la comida que les proporcione y quiere que sus propiedades queden protegidas desde el momento en que entren en la ciudad.

—Nosotros cogemos lo que queremos —intervino otro francés—, no pagamos la comida a nuestros enemigos.

—Si no le digo a mi hermano que están de acuerdo —dijo Ferreira, con voz más fuerte entonces—, no habrá comida cuando lleguen a Coimbra. Pueden quedarse con nada, monsieur, o pagar por algo y comer.

Hubo unos momentos de silencio tras los cuales Barreto asintió con un brusco movimiento de la cabeza.

—Hablaré con el mariscal —dijo, y se dio la vuelta.

Uno de los ayudantes de campo franceses, un comandante alto y delgado, ofreció una pizca de rapé a Ferreira.

—He oído que los británicos están construyendo defensas frente a Lisboa —dijo.

Ferreira se encogió de hombros como para sugerir que los temores del francés eran triviales.

—Hay uno o dos fuertes nuevos —admitió, pues él mismo los había visto cuando cabalgaba al norte de Lisboa—, pero son obras pequeñas —prosiguió—. Lo que también están construyendo, monsieur, es un nuevo puerto en São Julião.

—¿Dónde está eso?

—Al sur de Lisboa.

—¿Están construyendo un puerto?

—Un nuevo puerto, monsieur —confirmó Ferreira—. Tienen miedo de intentar evacuar sus tropas por Lisboa. Podría haber disturbios. São Julião es un lugar remoto y a los británicos les resultará fácil llevar sus barcos hasta allí sin problemas.

—¿Y los fuertes que vio?

—Dominan el camino principal hacia Lisboa —contestó Ferreira—, pero hay otros caminos.

—¿Y a qué distancia de Lisboa se encontraban?

—A unos treinta kilómetros —calculó Ferreira.

—¿Y allí hay montañas?

—No tan empinadas como éstas —Ferreira hizo un gesto con la cabeza hacia la cordillera que se alzaba imponente.

—Así pues, esperan retrasarnos en las montañas mientras se retiran a su nuevo puerto, ¿no?

—Diría que sí, monsieur.

—Pues nos hará falta comida —concluyó el francés—. ¿Y qué quiere su hermano aparte del dinero y la protección?

—Quiere sobrevivir, monsieur.

—Eso lo queremos todos —comentó el francés. Estaba mirando los cuerpos de azul tendidos en la ladera este de la montaña—. Que Dios nos devuelva pronto a Francia.

El coronel Barreto regresó acompañado del mariscal en persona, lo cual sorprendió a Ferreira. Masséna escudriñó a Ferreira con su único ojo y éste le devolvió la mirada y vio que el francés tenía un aspecto viejo y cansado. Finalmente Masséna asintió.

—Dígale a su hermano que le pagaremos y dígale también que el coronel Barreto llevará unas tropas a proteger su propiedad. ¿Sabe usted dónde está la casa, coronel?

—El comandante Ferreira me lo dirá —respondió Barreto.

—Bien. Ya es hora de que mis hombres coman como es debido —Masséna volvió a su pollo frío, pan, queso y vino en tanto que Barreto y Ferreira regatearon primero por el precio de la comida y luego dispusieron su salvaguarda. Al terminar, Ferreira regresó por donde había venido. Cabalgó con el sol de la tarde, sintiendo el frío del viento de otoño, nadie lo vio y a nadie del ejército británico o portugués le pareció extraño que hubiera estado ausente desde el término de la batalla.

Y en la sierra, y en el valle de abajo, las tropas esperaban.