De forma inesperada, la mañana en que los cañones empezaron a disparar y a hacer vibrar las ventanas, cristales y arañas de todo Coimbra, Ferragus anunció que los miembros de la casa de su hermano, que se habían preparado para dirigirse al sur hacia Lisboa, iban a quedarse en Coimbra después de todo. Hizo el anuncio en el estudio de su hermano, una habitación sombría cubierta de libros que no se habían leído y donde la familia y los sirvientes se habían reunido a la llamada de Ferragus.
Beatriz Ferreira, que le tenía miedo a su cuñado, se santiguó.
—¿Por qué nos quedamos? —preguntó.
—¿Oyes eso? —Ferragus hizo un gesto hacia el sonido de los cañones, que era como un interminable trueno sordo—. Nuestro ejército y las tropas británicas están presentando batalla. Mi hermano dice que si hay batalla es que detendrán al enemigo. Bueno, pues hay una batalla, de modo que si mi hermano está en lo cierto los franceses no vendrán.
—Gracias a Dios y a los santos —dijo Beatriz Ferreira, y los sirvientes murmuraron su asentimiento.
—Pero, ¿y si vienen? —fue Sarah la que lo preguntó.
Ferragus puso mala cara porque la pregunta le pareció impertinente, pero supuso que era porque la señorita Fry era una arrogante zorra inglesa que no daba más de sí.
—Si no los detienen —contestó él con irritación— lo sabremos, porque nuestro ejército tendrá que retirarse pasando por Coimbra. Entonces nos marcharemos. Pero de momento usted debe dar por sentado que nos quedamos. —Con un gesto de la cabeza indicó que su anuncio había terminado y los miembros de la casa salieron en fila de la habitación.
Ferragus no se sentía cómodo en casa de su hermano. Estaba demasiado llena de las pertenencias de sus padres, era demasiado lujosa. Las habitaciones que él tenía en Coimbra se encontraban encima de un burdel situado al sur de la ciudad donde no tenía más que una cama, una mesa y una silla, pero Ferragus había prometido vigilar de cerca la casa y la familia de su hermano, y dicha vigilancia se extendía a después de la batalla. Si se ganaba, era de suponer que los franceses se retirarían; no obstante, Ferragus también estaba tramando lo que debería hacer si la batalla se perdía. Si lord Wellington no podía retener la enorme y adusta sierra de Bussaco frente a los franceses, ¿cómo iba a defender entonces las montañas bajas en las cercanías de Lisboa? Un ejército derrotado no tendría ánimos para volver a enfrentarse a los franceses, por lo cual una derrota en Bussaco seguramente significaría que la propia Lisboa caería en cuestión de un mes. Os ingleses por mar. Su hermano había intentado negarlo, convencer a Ferragus de que los ingleses se quedarían, pero en el fondo Ferragus sabía que los aliados de Portugal volverían corriendo al mar y se irían a casa. Y si eso ocurría, ¿por qué iba a quedarse él atrapado en Lisboa con los franceses victoriosos? Era mejor que lo cogieran allí, en su propia ciudad, y Ferragus estaba planeando cómo sobreviviría en aquel nuevo mundo en el que los franceses, finalmente, capturaran toda Portugal.
Él nunca había descartado semejante conquista. Ferreira lo había advertido de dicha posibilidad, y las toneladas de harina que Sharpe había destruido en lo alto de la colina eran un obsequio para los invasores, una oferta para hacerles saber que Ferragus era un hombre con el que se podía negociar. Había sido una medida preventiva, pues Ferragus no tenía ningún cariño a los franceses; lo que estaba claro es que no los quería en Portugal, pero sabía que sería mejor ser socio de los invasores que ser su víctima. Él era un hombre rico que tenía mucho que perder, y si los franceses le ofrecían protección, seguiría siendo rico. Si se resistía, incluso si no hacía nada más que huir a Lisboa, los franceses lo despojarían de todo. No dudaba que perdería algún dinero si llegaban los franceses, pero si cooperaba con ellos podría conservar más que suficiente. Era cuestión de sentido común, y mientras permanecía allí sentado en el estudio de su hermano, escuchando las sacudidas del distante fuego de artillería, pensaba que había sido un error considerar siquiera la huida a Lisboa. Si aquella batalla se ganaba, los franceses nunca llegarían hasta allí, y si se perdía, todo estaría perdido. Por consiguiente, era mejor no separarse de sus propiedades y protegerlas.
Su hermano mayor era la clave. Pedro Ferreira era un respetado oficial de Estado Mayor y sus contactos se extendían salvando la distancia entre los ejércitos hasta aquellos oficiales portugueses que se habían aliado con Francia. A través de su hermano, Ferragus podría ponerse en contacto con los franceses y ofrecerles lo que éstos más necesitaban: comida. En su almacén del sur de la ciudad había acaparado galleta dura para seis meses, ternera salada para dos meses, bacalao salado para un mes y un montón de otros alimentos y materiales. Había aceite para lámparas, cuero para botas, tela de lino, herraduras y clavos. Podría ser que los franceses quisieran robarlo, pero Ferragus tenía que ingeniárselas para hacer que se lo compraran. De esa forma Ferragus sobreviviría.
Abrió la puerta del estudio, llamó a gritos a una sirvienta y le mandó que fuera a buscar a la señorita Fry y la trajera al estudio.
—No puedo escribir —le explicó cuando ella llegó, levantando su mano derecha magullada para demostrar su incapacidad. Lo cierto era que sí podía escribir, aunque todavía le dolían los nudillos y flexionar los dedos también le resultaba doloroso, pero no quería. Quería a Sarah—. Usted escribirá por mí —continuó—, de modo que siéntese.
Sarah torció el gesto ante la brusquedad de su tono, pero tomó asiento obedientemente a la mesa del comandante y cogió papel, el tintero y la salvadera. Ferragus se quedó de pie detrás de ella.
—Estoy lista —dijo la muchacha.
Ferragus no dijo nada. Sarah miró a la pared de enfrente, que estaba llena de libros encuadernados en cuero. La estancia olía a humo de cigarro. El cañoneo persistía, un retumbo lejano como si estuviera tronando en el condado vecino.
—La carta —dijo Ferragus, que la sobresaltó con su voz bronca— es para mi hermano —se acercó todavía más y Sarah sintió su presencia detrás de la silla—. Salúdelo de mi parte —dijo Ferragus— y dígale que en Coimbra todo está bien.
Sarah encontró una pluma con plumilla de acero, la mojó con la tinta y empezó a escribir. La plumilla hizo un ruido áspero.
—Dígale —siguió diciendo Ferragus— que el asunto de honor no está resuelto. El hombre escapó.
—¿Sólo eso, senhor? —preguntó Sarah.
—Sólo eso —respondió Ferragus con su voz grave. ¡Maldito Sharpe!, pensó. Ese condenado fusilero había destruido la harina y Ferragus no había podido dar su obsequio a los franceses, que la habían esperado y que ahora creerían que no se podía confiar en Ferragus, y eso suponía un problema para él y su hermano. ¿Cómo podía tranquilizar al enemigo? ¿Y acaso el enemigo necesitaba que lo tranquilizaran? ¿Llegarían a venir?—. Dígale a mi hermano —prosiguió— que confío en su criterio tanto si detienen al enemigo en Bussaco como si no.
Sarah escribió. Cuando empezó a terminarse la tinta de la plumilla, volvió a mojar la pluma y se quedó helada al notar que Ferragus le acariciaba la nuca con los dedos. Permaneció inmóvil durante un segundo y luego dejó la pluma de golpe.
—Me está tocando, senhor.
—¿Y?
—¡Que pare! ¿O quiere que llame a la esposa del comandante Ferreira?
Ferragus se echó a reír, pero retiró los dedos.
—Coja la pluma, señorita Fry —le dijo— y dígale a mi hermano que rezo para que detengan al enemigo.
Sarah añadió la nueva frase. Se había ruborizado, no de vergüenza sino de ira. ¿Cómo se atrevía Ferragus a tocarla? Apretó demasiado la pluma y la tinta salpicó las palabras de gotas diminutas.
—Pero dígale —aquella voz áspera seguía estando detrás de ella— que si no detienen al enemigo he decidido hacer lo que discutimos. Dígale que deberá conseguir protección.
—¿Protección para qué, senhor? —preguntó Sarah con voz tensa.
—Él ya sabrá a qué me refiero —repuso Ferragus con impaciencia—. Usted limítese a escribir, mujer.
Escuchó el ruidito de la pluma y, por la fuerza con que la plumilla raspaba el papel, notó hasta qué punto estaba enojada la muchacha. Era una chica orgullosa, pensó. Pobre y orgullosa, una mezcla peligrosa, y Ferragus la vio como un desafío. La mayoría de mujeres le tenían miedo, incluso terror, y a él le gustaba, pero la señorita Fry parecía pensar que como era inglesa estaba a salvo. A él le gustaría ver cómo el terror sustituía esa confianza, ver cómo su frialdad se calentaba convirtiéndose en miedo. La muchacha opondría resistencia, pensó él, y eso lo haría aún mejor, por lo que consideró tomarla allí mismo, en la mesa, ahogando sus gritos mientras violaba su carne blanca, pero todavía le dolía terriblemente la entrepierna por el golpe que Sharpe le había dado y sabía que no sería capaz de terminar lo que habría empezado; además, prefería esperar a que la esposa de su hermano no estuviera en casa. Dentro de un día o dos, pensó Ferragus, le quitaría el orgullo inglés a la señorita Fry y se limpiaría el trasero con él.
—Lea lo que ha escrito —le ordenó.
Sarah leyó las palabras en un hilo de voz. Ferragus, satisfecho, le ordenó que escribiera su nombre y sellara la carta.
—Utilice esto —le ofreció su propio sello y, cuando Sarah lo apretó contra la cera, vio la imagen de una mujer desnuda. Hizo caso omiso de ello, pues imaginaba, con toda la razón, que Ferragus había intentado avergonzarla—. Ahora puede marcharse —le dijo en tono frío—, pero dígale a Miguel que venga.
Miguel era uno de los hombres de más confianza de Ferragus y recibió la orden de llevar la carta al lugar donde sonaban los cañones.
—Busca a mi hermano —le ordenó Ferragus—, dale esto y tráeme su respuesta.
Ferragus pensó que los próximos días serían peligrosos. Se perderían unas cuantas vidas y algo de dinero, pero si era listo y tenía un poquito de suerte, podía ganar mucho. Incluyendo a la señorita Fry, que no tenía importancia. Ferragus sabía que en muchos sentidos ella era una distracción, y las distracciones eran peligrosas, pero también hacían la vida interesante. El capitán Sharpe era una segunda distracción y Ferragus, irónicamente, observó la coincidencia de que de pronto estaba obsesionado con dos ingleses. Uno de ellos viviría y gritaría, no tenía la menor duda, en tanto que el otro, el que llevaba la casaca verde, debía gritar y morir.
Sólo hacía falta suerte y un poco de inteligencia.
* * * *
La estrategia de los franceses era sencilla. Una columna debía llegar a lo alto de la montaña, girar hacia el norte y abrirse camino a la fuerza a lo largo de la cima. Los británicos y portugueses, al darse la vuelta para confrontar dicha amenaza, caerían bajo el segundo ataque en el extremo norte de la cadena montañosa y de este modo las tropas de Wellington se vendrían abajo, atrapadas entre las dos fuerzas francesas. La caballería de Masséna, que se lanzaría a la persecución, hostigaría al enemigo derrotado hasta Coimbra. Una vez capturada Coimbra, la marcha hasta Lisboa no les llevaría mucho tiempo.
Entonces caería Lisboa. Las embarcaciones británicas serían expulsadas del Tajo y otras fuerzas francesas avanzarían hacia el norte para tomar Oporto y negarles así a los británicos otro puerto importante. Portugal iba a pertenecer a los franceses, iban a llevar al cautiverio a lo que quedara del ejército británico y las fuerzas vencedoras serían libres de capturar Cádiz y aplastar a los ejércitos españoles desperdigados por el sur. Entonces Gran Bretaña tendría que tomar una decisión, hacer un llamamiento a la paz o afrontar años de guerra inútil, y una vez España y Portugal estuvieran pacificadas, Francia podría dirigir sus ejércitos hacia cualquier nuevo territorio que el emperador deseara bendecir con la civilización francesa. En realidad era todo muy sencillo, siempre y cuando una columna alcanzara la sierra de Bussaco.
Allí había dos columnas. Las dos eran pequeñas, sumaban tan sólo siete batallones entre las dos, menos de cuatrocientos hombres, pero allí estaban, en lo alto, bajo la luz del sol, mirando los restos humeantes de las hogueras británicas; por detrás de ellos subían más franceses y la única amenaza inminente era un batallón portugués que marchaba hacia el norte por el camino recién abierto al otro lado de la cima. La columna francesa más cercana recibió a aquel confiado batallón con una descarga de fusilería y, como los portugueses se hallaban formados en una columna de compañías, en orden de marcha más que de batalla, la descarga penetró en las tropas que iban en cabeza y los franceses, al ver una oportunidad, empezaron a desplegarse en una línea irregular, descubriendo así las filas del centro de la columna que entonces pudieron sumar su fuego. Los voltigeurs habían avanzado por la cima casi hasta llegar al camino recién abierto y empezaron a disparar contra el flanco de los portugueses que combatían. Las mujeres británicas y portuguesas huyeron de los voltigeurs, alejándose apresuradamente con sus hijos.
Los portugueses retrocedieron poco a poco. Un oficial intentó desplegarlos en línea pero un general francés, montado en un gran semental gris, ordenó a sus soldados que calaran bayonetas y avanzaran. «En avant! En avant!». Los tambores tocaban frenéticamente, la línea francesa avanzó con una sacudida y los portugueses, sorprendidos a medio desplegarse, fueron presa del pánico en tanto que las compañías que iban en cabeza, ya diezmadas por las descargas francesas, se rompieron. Las compañías de retaguardia mantuvieron la formación e intentaron disparar contra los franceses por entre sus propios compañeros.
—¡Oh, Dios santo! —había exclamado Lawford al ver a los franceses a través de la sierra. Aquella visión parecía haberlo dejado atónito, y no era de extrañar, pues estaba viendo una batalla perdida. Estaba viendo una columna enemiga que ocupaba el terreno en el que había estado apostado su batallón. Estaba viendo un desastre, incluso una deshonra personal. El general francés (Sharpe suponía que era un general puesto que la casaca azul de aquel hombre tenía más adornos dorados que el vestido de la prostituta más solicitada de Covent Garden) había levantado su sombrero empenachado con la espada en señal de victoria—. ¡Dios santo! —repitió Lawford.
—Media vuelta —dijo Sharpe en voz baja y sin mirar al coronel, por lo que casi pareció que estuviera hablando consigo mismo—, y luego conversión derecha.
Lawford no dio muestras de haber oído el consejo. Tenía la mirada fija en el horror que tenía lugar ante sus ojos, viendo cómo los portugueses caían víctimas de las balas. Fueron los franceses quienes, para variar, flanquearon una columna aliada y les estaban dando a las tropas de casaca azul lo que ellos normalmente recibían. Los franceses no estaban formados en una línea propiamente dicha, ni en su habitual tres en fondo, era más bien una apretada hilera de siete u ocho filas, pero eran muchos los soldados que podían utilizar sus mosquetes y los hombres de atrás avanzaban a empujones para disparar contra los desventurados portugueses.
—Llame a los tiradores —le dijo Lawford a Forrest, y luego dirigió una mirada de preocupación a Sharpe, que se mantuvo impertérrito. Él había hecho su sugerencia, que era poco ortodoxa, y ahora todo dependía del coronel. Los portugueses estaban corriendo, algunos de ellos bajaban en tropel por la ladera contraria, pero la mayoría se dirigía al lugar donde se había detenido medio batallón de casacas rojas. Los franceses tenían más terreno del que aprovecharse y, lo que era aún mejor, podían atacar al flanco izquierdo del South Essex, que se hallaba expuesto.
—Hágalo ahora —dijo Sharpe, aunque su voz quizá no fue lo bastante alta como para que lo oyera el coronel.
—¡South Essex! —gritó Lawford por encima del chasquido de los mosquetes—. ¡South Essex! ¡Media vuelta!
Durante un segundo nadie se movió. La orden era tan extraña, tan inesperada, que los soldados no creían lo que oían, pero entonces los oficiales de la compañía repitieron la orden: «¡Media vuelta! ¡Rápido!».
Las dos filas del batallón dieron media vuelta. La que había sido la fila trasera era ahora la delantera, y ambas estaban de espaldas a la ladera y a la gran columna atascada que todavía intercambiaba fuego con los de la cima de la montaña.
—¡El batallón hará conversión derecha a partir de la compañía número nueve! —gritó Lawford—. ¡Marchen!
Aquello suponía una prueba de la habilidad del batallón. Con tan sólo dos hileras, girarían como una puerta gigante por el terreno agreste, pasando por encima de sus compañeros heridos y las hogueras mortecinas. Tenían que hacerlo manteniendo la formación bajo fuego enemigo y, al terminar, si es que terminaban, formarían una línea de mosquetes frente a las nuevas columnas francesas. Estos franceses, al ver el peligro, habían frenado su acometida y habían empezado a disparar contra el South Essex, lo que permitió a los portugueses volver a formar junto al medio batallón de casacas rojas que había marchado tras ellos por el camino.
—¡Alinéense a partir de la número nueve! —gritó Lawford—. ¡Empiecen a disparar en cuanto estén en posición!
La compañía número nueve, que había constituido el flanco izquierdo del batallón cuando éste se había situado mirando cuesta abajo, era entonces la compañía del flanco derecho y, como formaba la bisagra de la puerta, era la que menos distancia tenía que recorrer. La compañía sólo tardó unos segundos en cambiar la formación y James Hooper, su capitán, ordenó a sus soldados que cargaran las armas. La compañía ligera, que por norma general formaba frente a la número nueve, corría entonces a situarse detrás del batallón que giraba.
—¡Ponga a sus muchachos delante, señor Slingsby! —gritó Lawford—. ¡Delante! ¡No detrás, por el amor de Dios!
—¡Compañía número nueve! —bramó Hooper—. ¡Fuego!
—¡Compañía número ocho! —la siguiente ya estaba alineada—. ¡Fuego!
Las compañías del exterior corrían, los soldados sujetaban las cartucheras abiertas y avanzaban con dificultad sobre el césped desigual. Un soldado fue arrojado hacia atrás y se sacudió al ser alcanzado por una bala. Lawford iba a caballo detrás de la puerta que giraba, seguido por los estandartes. Las balas de mosquete pasaron silbando junto a él cuando los voltigeurs, que eran los que más cerca se encontraban del batallón, dispararon contra sus oficiales. La compañía ligera, que se hallaba un poco más abajo de la ladera y en el flanco del batallón, empezó a disparar contra los franceses, que de pronto vieron que el South Essex formaría una línea de flanqueo que los inundaría con la temida mosquetería británica, y los oficiales de las columnas empezaron a gritarles a los soldados que se desplegaran en tres filas. El general del caballo blanco empujaba a los soldados para que ocuparan sus puestos a toda prisa y una irregular procesión de infantería francesa, los restos del primer ataque fracasado, subió por la montaña para unirse a los siete batallones que habían roto la línea británica. Los tambores seguían golpeando sus instrumentos y las Águilas habían alcanzado las alturas.
—¡South Essex! —Lawford estaba de pie en los estribos—. ¡Fuego de media compañía desde el centro!
Los portugueses que habían roto filas al verse frente a la devastadora mosquetería francesa regresaban para sumarse a la línea del South Essex. Los casacas rojas también estaban formando en aquel flanco izquierdo. Más batallones que venían del extremo sur de la cima, que estaba tranquilo, se apresuraban hacia el hueco, pero Lawford quería sellarlo él mismo.
—¡Fuego! —gritó.
El South Essex había perdido a una veintena de hombres mientras daban la vuelta torpemente en la cima de la montaña, pero en aquellos momentos ya habían formado y para eso los habían entrenado: para disparar y recargar. Aquélla era su habilidad esencial. Arrancar los extremos del grueso papel del cartucho, cebar el arma, cerrar el rastrillo, poner el mosquete vertical, verter la pólvora, meter la bala, atacar la bala y el papel, dejar caer la baqueta en las anillas del cañón, llevarse el mosquete al hombro, tirar del percutor para acabar de amartillar el arma, apuntar hacia el humo, acordarse de apuntar bajo, aguardar la orden.
—¡Fuego!
Las culatas de los mosquetes golpearon contra los hombros magullados de los soldados que, sin pensarlo, sacaron otro cartucho, arrancaron el extremo con los dientes ennegrecidos y volvieron a empezar, mientras las balas francesas seguían llegando y de vez en cuando se oía un horrible ruido sordo cuando un proyectil alcanzaba la carne, o un chasquido si daba en la culata de un mosquete, o un ligero estallido hueco si perforaba un chacó. El mosquete volvía a estar apoyado en el hombro, el percutor hacia atrás, llegó la orden y el pedernal cayó sobre el rastrillo, lo que abría el oído al tiempo que saltaban las chispas, y entonces había una pausa, menos tiempo del que tardaba en latir el corazón de un gorrión, antes de que la pólvora del arma estallara y al casaca roja le ardiera la mejilla por los pedacitos ardientes que saltaban de la cazoleta, la culata enchapada le golpeaba el hombro, y los cabos bramaban por detrás «¡Cierren filas! ¡Cierren filas!», lo cual significaba que habían matado o herido a un soldado.
En ningún momento dejó de oírse el estallido de los mosquetes desde el centro, un ruido interminable, como de palos rompiéndose, pero más fuerte, mucho más fuerte, y los mosquetes franceses disparaban, pero los soldados no los veían porque el humo de la pólvora era más espeso que la niebla que había envuelto la cima al amanecer. Todos estaban sedientos porque, al abrir los cartuchos de un mordisco se les metían trocitos de salitre en la boca, y el salitre te secaba la lengua y la garganta y te quedabas sin saliva.
—¡Fuego!
Y los mosquetes llamearon, haciendo refulgir súbitamente la nube de humo; los cascos del caballo del coronel, que intentaba ver a través de la humareda, resonaban detrás de la última fila y, en alguna otra parte, mucho más atrás en las filas, una banda tocaba la Marcha de los granaderos, pero nadie era muy consciente de ello, sólo de la necesidad de sacar otro cartucho, arrancar la punta, cargar el dichoso mosquete y acabar con ese condenado asunto.
Eran ladrones, asesinos, idiotas, violadores y borrachos. Ninguno de ellos se había alistado por amor a la patria, y mucho menos por amor a su rey. Se habían alistado porque estaban borrachos cuando el sargento reclutador llegó a su pueblo, o porque un juez les había dado a elegir entre la horca o las tropas, o porque una chica estaba embarazada y quería casarse con ellos, o porque una chica no quería casarse con ellos, o porque eran unos idiotas redomados que creyeron las mentiras atroces del reclutador, o simplemente porque el ejército les daba una pinta de ron y tres comidas al día, y la mayoría había pasado hambre desde entonces. Los azotaban por orden de unos oficiales que eran en su mayor parte caballeros a los que nunca azotarían. Los insultaban llamándolos imbéciles borrachos y los colgaban sin juicio si robaban aunque sólo fuera un pollo. En casa, en Gran Bretaña, si salían del cuartel la gente respetable cambiaba de acera para evitarlos. En algunas tabernas se negaban a servirles. Les pagaban lamentablemente mal, los multaban por todo lo que perdían y los pocos peniques que conseguían retener normalmente se los gastaban jugando. Eran unos bribones irresponsables, violentos como sabuesos y ordinarios como cerdos, pero tenían dos cosas.
Tenían orgullo.
Y tenían la valiosa habilidad de disparar descargas por secciones. Podían disparar esas descargas de media compañía más deprisa que cualquier otro ejército del mundo. Las balas caían como granizo si estabas frente a aquellos casacas rojas. Cruzarse en su camino significaba la muerte, en cuyo umbral se hallaban entonces siete batallones franceses a los que el South Essex estaba haciendo pedazos. Un batallón contra siete, pero los franceses no habían llegado a desplegarse adecuadamente en línea y los soldados del exterior intentaban volver a la protección de la columna, por lo que la formación francesa se hizo más densa y las balas caían sobre ella sin cesar. Más soldados portugueses y británicos habían extendido la línea del South Essex; el 88.º, los Connaught Rangers, llegaron desde el norte y los franceses que habían alcanzado la cima estaban siendo atacados por dos lados por unos enemigos que sabían cómo disparar sus mosquetes. Unos enemigos que habían practicado el fuego de mosquete hasta que fueron capaces de disparar con los ojos vendados, borrachos o locos. Eran los asesinos de casaca roja y eran buenos.
—¿Ve algo, Richard? —le gritó Lawford por encima del ruido de las descargas.
—No aguantarán, señor.
Gracias a un capricho del viento, una pequeña ráfaga que había empujado unos metros la lenta humareda, Sharpe tenía mejor vista que el coronel.
—¿Bayoneta?
—Todavía no.
Sharpe vio que los franceses estaban siendo brutalmente alcanzados. Sólo el South Essex estaba disparando cerca de mil quinientas balas de mosquete por minuto y era uno de los cuatro o cinco batallones que se habían acercado a las dos columnas francesas. La humareda se hizo más espesa sobre la cima y rodeó a los franceses que se obstinaban en permanecer allí en lo alto. Como siempre, Sharpe quedó asombrado por la magnitud del castigo que podía soportar una columna, que parecía estremecerse con cada descarga y que sin embargo no se retiraba, sólo iba mermando a medida que los soldados de las filas exteriores morían, que es lo que hacían bajo el terrible azote de los mosquetes británicos y portugueses.
Por detrás del South Essex subió un hombre robusto a caballo, vestido con un gastado abrigo negro, un cabo de cigarro apagado entre sus dientes amarillos y un sucio gorro de dormir con borla en la cabeza. Iba seguido por media docena de ayudantes de campo, el único indicio de que aquel hombre grandote y despeinado vestido de civil podía ser alguien importante. Vio morir a los franceses, vio disparar a las secciones del South Essex, se sacó el cigarro de los dientes, lo miró con aire taciturno y escupió una brizna de tabaco.
—Debe de tener galeses en su condenado batallón, Lawford —gruñó.
Lawford, sorprendido al oír la voz de aquel hombre, se dio la vuelta y saludó rápidamente.
—¡Señor!
—¿Y bien? ¿Tiene galeses?
—Estoy seguro de que tenemos alguno, señor.
—¡Son buenos! —dijo el hombre del gorro de dormir. Hizo un gesto hacia las filas con su cigarro apagado—. Demasiado buenos para ser ingleses, Lawford. Quizás haya un asentamiento galés en Essex, ¿no?
—Estoy seguro de que sí, señor.
—¡Cómo va a estar seguro de semejante cosa! —exclamó el hombre grandote. Se llamaba Thomas Picton y era el general al mando de aquel tramo de la sierra—. He visto lo que ha hecho, Lawford —siguió diciendo—, ¡y creí que había perdido usted el juicio! Media vuelta y conversión derecha, ¿eh? ¿En mitad de una maldita batalla? Pensé que estaba mal de la cabeza, pero lo hizo bien, condenadamente bien. Estoy orgulloso de usted. Debe de tener sangre galesa. ¿Tiene algún cigarro entero, Lawford?
—No, señor.
—No me sirve usted de mucho, ¿verdad?
Picton lo saludó con un breve movimiento de la cabeza y se alejó, seguido por sus ayudantes de campo, que iban tan bien uniformados como su superior mal vestido. Lawford se creció, volvió la vista hacia los franceses y vio que se estaban viniendo abajo.
El comandante Leroy había oído las palabras del general y cabalgó hacia Sharpe.
—Picton está muy contento con nosotros —dijo al tiempo que desenfundaba su pistola—, tanto que cree que Lawford debe de tener sangre galesa. —Sharpe se rió. Leroy apuntó la pistola y disparó contra los restos de la columna francesa más próxima—. Cuando era joven, Sharpe —dijo Leroy—, cazaba mapaches.
Sharpe vio un mosquete de la cuarta compañía que no disparó. Supuso que se le habría hecho añicos el pedernal, por lo que sacó uno de recambio del bolsillo y gritó el nombre del soldado.
—¡Cójalo! —le bramó, y le lanzó el pedernal por encima de la última fila antes de volver a mirar a Leroy—. ¿Qué es un mapache?
—Un maldito animal inútil, Sharpe, que Dios puso en la tierra para mejorar la puntería de los chicos. ¿Por qué no se mueven esos cabrones?
—Ya lo harán.
—Entonces podrían llevarse con ellos a su compañía —dijo Leroy, y sacudió la cabeza para señalar hacia la ladera, como si le aconsejara a Sharpe que fuera y lo viera con sus propios ojos.
Sharpe cabalgó hasta el flanco de la línea y vio que Slingsby había llevado a la compañía cuesta abajo y hacia el norte donde, formando una línea de tiradores, disparaban hacia lo alto de la colina, contra el flanco izquierdo francés en tanto que unos cuantos de sus soldados lo hacían cuesta abajo para evitar que unos vacilantes franceses dispersos reforzaran la columna. ¿Es que Slingsby quería ser un héroe? ¿Acaso creía que la compañía podía cortarle el paso a la columna francesa ella sola? Sharpe sabía que dentro de un momento los franceses romperían filas y cerca de seis mil soldados se precipitarían desde la cima para escapar a la carnicería y arrasarían a la compañía ligera como si no fuera más que paja. Ese momento se aproximó cuando oyó el estallido de un cañón proveniente del extremo más alejado de la contienda. Era un bote de metralla, el bote de hojalata que se rompía en la boca del cañón y esparcía su carga de balas de mosquete como una ráfaga de la escopeta del diablo. Sharpe no disponía de un momento, sólo de segundos, de modo que espoleó al caballo ladera abajo.
—¡Vuelvan a la línea! —gritó a sus soldados—. ¡Vuelvan! ¡Deprisa!
Slingsby le dirigió una mirada de indignación.
—¡Los estamos conteniendo —protestó—, no podemos retroceder ahora!
Sharpe bajó del caballo y le dio las riendas a Slingsby.
—¡Vuelva al batallón, Slingsby, es una orden! ¡Ahora!
—¿Pero?
—¡Hágalo! —le bramó Sharpe como un sargento.
Slingsby montó de mala gana y Sharpe les gritó a sus hombres:
—¡Formen en el batallón!
Y en aquel preciso momento los franceses rompieron filas.
Habían durado más de lo que cualquier general podía pedir. Habían logrado llegar a la cima y durante un momento espléndido pareció que la victoria iba a ser suya, pero no habían recibido el refuerzo masivo que necesitaban y los batallones británicos y portugueses habían vuelto a formar, los habían flanqueado y luego les habían dado una dosis de estruendosas descargas. Ningún ejército en el mundo podía haber resistido tales descargas, pero los franceses las habían soportado hasta que no bastó únicamente con la valentía y el único impulso que les quedó fue el de sobrevivir, y Sharpe vio los uniformes azules acercándose como una ola batiente por la línea del horizonte. Sus soldados y él corrieron. Slingsby ya se había alejado, espoleando su caballo hacia la compañía de James Hooper; los soldados que antes estaban a la izquierda de la línea de tiradores se hallaban bastante seguros, pero la mayoría de ellos no podrían escapar a la avalancha.
—¡Formen junto a mí! —bramó Sharpe—. ¡Vuelvan a formar en cuadro!
Era una maniobra desesperada que la infantería rota utilizaba en los últimos momentos contra una carga de caballería, pero sirvió. Unos treinta o cuarenta soldados corrieron hacia Sharpe, se dieron la vuelta hacia el exterior y calaron las bayonetas.
—Vayan avanzando hacia el sur, muchachos —les dijo Sharpe con calma—, aléjense de ellos.
Harper se había descolgado el fusil de cañones múltiples. La marea de franceses se dividió para evitar al grupo de casacas rojas y fusileros y se dirigió en tropel hacia los dos lados, pero Sharpe hizo seguir avanzando a sus hombres, de metro en metro, tratando de escapar a aquel torrente. Un soldado francés no vio a los hombres de Sharpe, chocó contra la bayoneta de Perkins y se quedó allí hasta que el chico apretó el gatillo y el hombre se desprendió de la larga hoja con un chorro de sangre.
—Vayan despacio —dijo Sharpe en voz baja—, despacio.
Y en aquel momento el general montado en el caballo blanco, con la espada desenvainada y sus brillantes galones dorados fue directo al cuadro y pareció asombrado de encontrarse al enemigo frente a él, por lo que bajó su espada de forma instintiva para arremeter con el brazo extendido y Harper apretó el gatillo, al igual que hicieron otros cuatro o cinco soldados, y la cabeza del caballo y el hombre que iba detrás se desvanecieron con una escarapela de sangre. Ambos cayeron, el caballo se deslizó cuesta abajo, sacudiendo los cascos, y Sharpe les gritó a sus hombres que se dirigieran a toda prisa hacia la izquierda y así evitaron al animal moribundo. El jinete, con un agujero de bala en la frente, fue cayendo hasta detenerse a los pies de los soldados.
—Es un maldito general, señor —sentenció Perkins con asombro.
—Mantengan la calma —dijo Sharpe—, avancen hacia la izquierda.
En aquellos momentos ya se habían apartado de la riada de franceses que bajaban corriendo desesperadamente por la ladera, saltando por encima de los cadáveres, concentrados únicamente en escapar de las balas de mosquete. Los batallones británicos y portugueses los seguían, no para perseguirlos, sino para formar una línea en la cima desde donde hostigar a los fugitivos, y unas cuantas balas pasaron silbando por encima de la cabeza de Sharpe.
—¡Rompan filas, ahora! —les ordenó a sus soldados, que salieron corriendo del cuadro para subir hacia el batallón.
—Nos ha ido de un pelo —dijo Harper.
—Estaban en mal sitio, maldita sea.
—No fue saludable —comentó Harper, y miró a ver si había quedado atrás algún soldado—. ¡Perkins! ¿Qué diablos es eso que tiene ahí?
—Es un general francés, sargento —respondió Perkins.
Había arrastrado el cadáver hasta lo alto de la colina y entonces se arrodilló junto al cuerpo y empezó a rebuscar en los bolsillos.
—¡Deje ese cadáver! —Era Slingsby, que había regresado de nuevo, aquella vez a pie, y que se dirigía hacia la compañía a grandes Zancadas—. ¡Formen a partir de la compañía número nueve, vamos, deprisa! ¡Le he dicho que lo deje! —le espetó a Perkins, que había hecho caso omiso de la orden—. ¡Apunte el nombre de ese soldado, sargento! —ordenó a Huckfield.
—¡Perkins! —dijo Sharpe—. Registre ese cuerpo como es debido. ¡Teniente!
Slingsby miró a Sharpe con los ojos muy abiertos.
—¿Señor?
—Venga conmigo. —Sharpe fue hacia la derecha y se alejó para que la compañía no pudiera oírlo, entonces se volvió hacia Slingsby y toda la furia acumulada estalló—. Escuche, maldito bastardo, ha estado a punto de perder a toda la compañía. ¡A punto de perderla, maldita sea! ¡A todos y cada uno de ellos! Y los soldados lo saben. De modo que cierre la condenada boca hasta que haya aprendido a combatir.
—¡Está siendo ofensivo, Sharpe! —protestó Slingsby.
—Es lo que pretendo.
—Me ofende —dijo Slingsby con frialdad—. No permitiré que me insulte un hombre de su calaña.
Sharpe sonrió, y no era una sonrisa agradable.
—¿De mi calaña, Slingsby? Yo le diré qué clase de hombre soy, pequeño cabrón llorica, soy un asesino. Llevo casi treinta malditos años matando. ¿Quiere un duelo? No me importa. Espada, pistola, cuchillo, lo que quiera, Slingsby. Usted dígame cómo, cuándo y dónde. Pero hasta entonces cierre su dichosa bocaza y lárguese. —Regresó andando junto a Perkins, que prácticamente había desnudado al oficial francés—. ¿Qué ha encontrado?
—Dinero, señor —Perkins miró a un indignado Slingsby y a continuación volvió la vista hacia Sharpe—. Y esta vaina, señor —le mostró a Sharpe la vaina, forrada de terciopelo azul y tachonada de pequeñas «N» doradas.
—Es probable que sean de latón —dijo Sharpe—, pero nunca se sabe. Quédese la mitad del dinero y comparta la otra mitad.
En aquellos momentos ya se habían retirado todos los franceses excepto los que estaban muertos o heridos. No obstante, los voltigeurs que habían ocupado el montículo rocoso habían permanecido allí y habían sido reforzados por algunos de los supervivientes de las columnas derrotadas, el resto de los cuales se había detenido en mitad de la falda y desde allí miraba hacia arriba. Ninguno de ellos había bajado del todo hasta el valle, que entonces ya estaba libre de niebla, por lo que los artilleros franceses podían apuntar sus granadas que subían dejando una estela de humo y estallaban en medio de los muertos desperdigados por la montaña. Las compañías de tiradores británicos y portugueses descendían entre las explosiones de las granadas para formar una línea de piquetes, pero Sharpe, que no había recibido ninguna orden de Lawford ni de nadie más, condujo a sus hombres al lugar donde la montaña sobresalía hacia el promontorio cubierto de rocas que ocupaban los franceses.
—Fusileros —ordenó—, que no levanten la cabeza.
Dejó que sus fusileros dispararan a los franceses que, armados con mosquetes, no podían responder al fuego. Mientras tanto Sharpe recorrió las laderas más bajas con el catalejo, buscando un cuerpo de casaca verde entre el montón de franceses muertos, pero no vio ni rastro del cabo Dodd.
Los fusileros de Sharpe continuaron con su práctica de tiro irregular. Mandó retroceder unos cuantos pasos a los casacas rojas para que no fueran un objetivo tentador para los artilleros franceses situados al pie de la ladera. El resto de las tropas británicas también había retrocedido, negándole un objetivo claro a la artillería enemiga, pero la presencia de la cadena de tiradores en la falda delantera hizo saber a la derrotada infantería enemiga que las descargas aún les estaban esperando fuera de la vista. Nadie intentó avanzar y entonces, uno a uno, los cañones franceses guardaron silencio y el humo se fue alejando poco a poco de la montaña.
Entonces abrieron fuego unos cañones situados a un kilómetro y medio al norte. Durante unos pocos segundos tan sólo fueron uno o dos cañones, y luego abrieron fuego las baterías enteras y el estruendo empezó de nuevo. Se aproximaba el siguiente ataque francés.
El teniente Slingsby no volvió a unirse a la compañía, sino que regresó con el batallón. A Sharpe no le importaba.
Él descansó en la ladera, observó a los franceses y esperó.
* * * *
—La carta va dirigida a un tal senhor Verzi —le explicó Ferragus a Sarah. Caminaba de un lado a otro detrás de ella y las tablas del suelo chirriaban bajo su peso. El sonido de los cañones retumbaba suavemente en la gran ventana a través de la cual, al final de una calle que corría cuesta abajo, Sarah tan sólo distinguía el río Mondego—. Dígale al senhor Verzi que está en deuda conmigo —le ordenó Ferragus.
La pluma raspó el papel. Sarah, a quien habían llamado para que escribiera una segunda carta, se había puesto un pañuelo en torno al cuello para que no quedara ni un trozo de piel expuesta entre su cabello y el alto cuello bordado de su vestido azul.
—Dígale que lo eximiré de todas sus deudas conmigo si me hace un favor. Necesito alojamiento en una de sus embarcaciones. Quiero un camarote para la esposa de mi hermano, sus hijos y los miembros de la casa.
—No vaya tan deprisa, senhor —le pidió Sarah. Mojó la plumilla y escribió—. Para la esposa de su hermano, sus hijos y los miembros de la casa —dijo al terminar de escribirlo.
—Voy a mandar a la familia y a los sirvientes a Lisboa —prosiguió Ferragus— y le pido, no, le exijo al senhor Verzi que les proporcione un refugio en una embarcación adecuada.
—En una embarcación adecuada —repitió Sarah.
—Si los franceses llegan a Lisboa —siguió diciendo Ferragus—, el barco debe llevarlos a las Azores y esperar allí hasta que sea seguro regresar. Dígale que aguarde la llegada de la esposa de mi hermano a los tres días de recibir esta carta —se detuvo un momento—. Y por último, dígale que sé que tratará a la familia de mi hermano como si fueran miembros de la suya propia. —Mejor sería que Verzi los tratara bien, pensó Ferragus, si no quería acabar con las entrañas perforadas y hechas papilla en algún callejón de Lisboa. Dejó de andar y miró la espalda de Sarah. Vio su espina dorsal que se marcaba contra la tela azul. Sabía que ella era consciente de su mirada y notaba su indignación. Eso lo divertía—. Léame la carta.
Sarah leyó y Ferragus miró por la ventana. Verzi le haría el favor, lo sabía. Así, cuando vinieran los franceses, la esposa y familia del comandante Ferreira ya estarían lejos de allí. Escaparían a las matanzas y violaciones que sin duda tendrían lugar y, cuando los franceses se hubiesen establecido, cuando hubieran saciado sus apetitos, no habría peligro en que la familia regresara.
—Parece estar seguro de que los franceses van a venir, senhor —comentó Sarah cuando hubo terminado de leer.
—No sé si vendrán o no vendrán —repuso Ferragus—, lo que sé es que hay que preparar las cosas. Si vienen, la familia de mi hermano está a salvo; si no, los servicios del senhor Verzi no serán necesarios.
Sarah echó polvos secantes en el papel.
—¿Cuánto tiempo esperaremos en las Azores? —preguntó.
Ferragus sonrió al ver que la muchacha no lo había interpretado bien. No tenía ninguna intención de dejar que Sarah fuera a las Azores, pero no era el momento de decírselo.
—El que sea necesario —respondió él.
—Quizá los franceses no vengan —sugirió Sarah en el preciso instante en que una renovada tanda de cañonazos sonó más fuerte que nunca.
—Los franceses —dijo Ferragus, que le dio el sello—, han conquistado toda Europa. Ya nadie los combate, excepto nosotros. Más de cien mil franceses han reforzado los ejércitos de España. ¿Cuántos soldados tienen al sur de los Pirineos? ¿Trescientos mil? ¿De verdad piensa, señorita Fry, que podemos ganar contra tantos efectivos? Aunque hoy consigamos la victoria, ellos regresarán, volverán siendo más numerosos todavía.
Mandó a tres hombres con la carta. El camino hacia Lisboa era bastante seguro, pero había oído que había problemas en la propia ciudad. La gente de allí creía que los británicos tenían planeado abandonar Portugal y dejarlos a merced de los franceses, por lo que había habido disturbios en las calles y la carta tenía que protegerse. Apenas había salido el mensaje cuando llegaron otros dos de sus hombres con noticias de que había problemas. Un feitor había llegado al almacén e insistía en que se destruyeran las reservas.
Ferragus se abrochó un cinturón con un cuchillo, se metió una pistola en el bolsillo y se encaminó hacia el otro extremo de la ciudad. En las calles había mucha gente escuchando el distante cañoneo, como si por los cambios de intensidad del sonido pudieran saber cómo iba la batalla. La gente le abría camino a Ferragus y los hombres se descubrían a su paso. Dos sacerdotes que cargaban los tesoros de su iglesia en una carretilla se santiguaron al verlo y Ferragus les respondió haciéndoles los cuernos con la mano izquierda y escupiendo luego en los adoquines.
—Hace un año doné treinta mil vinténs a esa iglesia —explicó Ferragus a sus hombres. Era una pequeña fortuna, casi cien libras inglesas. Se rió—. Los sacerdotes son como las mujeres —comentó con desdén—. Tú les das y ellos te odian.
—Entonces lo mejor es no darles —comentó uno de sus hombres.
—A la Iglesia le das —repuso Ferragus— porque es la manera de llegar al cielo. Pero con una mujer lo tomas. Con lo que también se alcanza el cielo.
Torció por un callejón estrecho y entró por una puerta a un amplio almacén débilmente iluminado por unos tragaluces cubiertos de polvo. Unos gatos le bufaron y luego se fueron correteando. Allí había docenas de esos animales, para que protegieran el contenido del almacén de los ratones. Ferragus sabía que por las noches el almacén se convertía en un sangriento campo de batalla en el que los ratones luchaban contra los gatos hambrientos, pero los felinos siempre ganaban y de este modo protegían los barriles de galleta dura, los sacos de trigo, cebada y maíz, los recipientes de lata llenos de arroz, los tarros de aceite de oliva, las cajas de bacalao salado y las cubas de carne salada. Allí había bastante comida para alimentar al ejército de Masséna durante todo el camino hasta Lisboa, y suficientes cubas de tabaco para que no dejaran de toser durante todo el camino de vuelta a París. Se agachó para acariciarle la garganta a un gato de un solo ojo, lleno de cicatrices de cientos de peleas. El gato le enseñó los dientes pero se sometió alas caricias, entonces Ferragus se volvió hacia dos de sus hombres que estaban con el feitor, el cual llevaba puesto un fajín de color verde para indicar que estaba de servicio.
—¿Qué problema hay? —quiso saber Ferragus.
Un feitor era un factor, un comerciante autorizado, nombrado por el gobierno para asegurarse de que hubiera raciones suficientes para el ejército portugués. Todas las ciudades importantes de Portugal tenían un feitor que respondía ante la Junta de Provisiones de Lisboa, y el almacenero de Coimbra era un hombre corpulento de mediana edad llamado Rafael Pires, que al ver a Ferragus se quitó el sombrero y pareció que iba a arrodillarse.
—Senhor Pires —Ferragus lo saludó afablemente—. ¿Su esposa e hijos están bien?
—Lo están, senhor, gracias a Dios.
—¿Siguen aquí? ¿No los ha mandado al sur?
—Se marcharon ayer. Tengo una hermana en Bemposta.
Bemposta era una pequeña población cercana a Lisboa, el tipo de ciudad que los franceses podrían pasar de largo en su avance.
—Pues tiene usted suerte. No morirán de hambre en las calles de Lisboa, ¿eh? Dígame, ¿qué le trae por aquí?
Pires jugueteó con su sombrero.
—Tengo órdenes, senhor.
—¿Órdenes?
Pires señaló los grandes montones de comida con el sombrero.
—Hay que destruirlo todo, senhor. Todo.
—¿Quién lo dice?
—El capitán comandante.
—¿Y usted obedece sus órdenes?
—Es lo que me han mandado, senhor.
El capitán comandante era el comandante militar de Coimbra y de sus barrios circundantes. Era el encargado de reclutar y entrenar a la ordenança, los «habitantes armados» que podrían reforzar al ejército si llegaba el enemigo, pero el capitán comandante también tenía que hacer respetar los decretos gubernamentales.
—¿Y qué hará? —le preguntó Ferragus a Pires—, ¿comérselo todo?
—El capitán comandante va a enviar a unos cuantos hombres —repuso Pires.
—¿Aquí? —la voz de Ferragus adquirió entonces un tono peligroso.
Pires tomó aire.
—Tienen mis archivos, senhor —explicó—. Saben que ha estado comprando comida. ¿Cómo no van a saberlo? Ha gastado mucho dinero, senhor. Tengo órdenes de encontrarla.
—¿Y? —preguntó Ferragus.
—Tiene que ser destruida —insistió Pires y entonces, como para demostrar que no podía hacer nada contra aquella situación, invocó a un poder más elevado—. Los ingleses se empeñan en ello.
—Los ingleses —dijo Ferragus con un gruñido—. Os ingleses por mar! —le gritó a Pires, y entonces se calmó. Los ingleses no eran el problema. El problema era Pires—. ¿Dice usted que el capitán comandante se llevó sus papeles?
—En efecto.
—Pero él no sabe dónde está almacenada la comida, ¿no?
—En los papeles consta únicamente la comida que hay en la ciudad —contestó Pires— y de quién es.
—¿Así pues tiene mi nombre —preguntó Ferragus— y una lista de mis reservas?
—No es una lista completa, senhor —Pires echó un vistazo a los enormes montones de comida y se maravilló de que Ferragus hubiera podido acumular tanta—. Sólo sabe que tiene usted almacenadas algunas provisiones y dice que debo garantizar su destrucción.
—Pues garantícela —terció Ferragus sin darle importancia.
—Mandará a unos cuantos hombres para que se cercioren de ello, senhor —dijo Pires—. Tengo que traerlos hasta aquí.
—Pues entonces usted no sabe dónde están los almacenes —dijo Ferragus.
—¡Esta misma tarde tengo que hacer un registro de todos los almacenes de la ciudad, senhor! —Pires se encogió de hombros—. He venido a advertirle —dijo con un ruego de impotencia.
—Yo le pago, Pires —dijo Ferragus—, para que evite que adquieran mi comida a un precio irrisorio para alimentar al ejército. ¿Y ahora va a traer aquí a unos hombres para que la destruyan?
—¿No podría llevarla a otro sitio, quizá? —sugirió Pires.
—¡Llevarla a otro sitio! —gritó Ferragus—. ¿Cómo quiere que la traslade, por el amor de Dios? Necesitaría un centenar de hombres y una veintena de carros.
Pires se limitó a encogerse de hombros.
Ferragus bajó la mirada hacia el feitor.
—Vino a advertirme —le dijo en voz baja— porque usted traerá aquí a los soldados, ¿no es cierto? Y no quiere que no le eche la culpa a usted, ¿verdad?
—¡Ellos insisten, senhor, insisten! —Pires ya le estaba suplicando—. Y si no vienen nuestras propias tropas lo harán las británicas.
—Os ingleses por mar —gruñó Ferragus, y se valió de su mano izquierda para propinarle un puñetazo en la cara a Pires. Fue un golpe rápido y extraordinariamente fuerte, un directo que le rompió la nariz al feitor y lo hizo retroceder tambaleándose mientras sus fosas nasales empezaban a sangrar. Ferragus lo siguió y le golpeó el vientre con la mano herida. Esto le hizo daño, pero Ferragus hizo caso omiso del dolor porque era lo que debía hacer un hombre. El dolor había que soportarlo. Si uno no podía aguantar el dolor no tenía que pelear, y Ferragus hizo retroceder a Pires contra la pared del almacén y empezó a darle puñetazos de forma sistemática, izquierda y derecha, con unos golpes de corto recorrido pero que caían con la fuerza de un martillo. Los primeros fueron dirigidos al cuerpo del feitor, le quebraron las costillas, le rompieron los pómulos y la sangre salpicó las manos y las mangas de Ferragus, pero él no hizo caso de la sangre, al igual que no hacía caso del dolor que sentía en la mano y en la entrepierna. Estaba haciendo lo que más le gustaba hacer y golpeó con más fuerza todavía, acallando los patéticos gritos y aullidos del feitor, viendo cómo la respiración de aquel hombre se volvía rosada y burbujeaba cuando sus enormes puños aplastaron las costillas rotas contra los pulmones. Hacía falta una fuerza impresionante para hacer eso, para matar a un hombre con las manos desnudas sin estrangularlo.
Pires se desplomó contra la pared. Ya no parecía un hombre, aunque seguía con vida. La carne visible estaba hinchada, ensangrentada, pastosa. Se le habían cerrado los ojos, su rostro era una masa sanguinolenta, tenía la nariz destrozada, los dientes rotos, los labios hechos jirones, el pecho aplastado, el vientre machacado y aun así logró mantenerse derecho contra la pared del almacén. Su rostro deshecho miraba de un lado a otro sin ver nada, luego recibió un puñetazo en la mandíbula, el hueso se rompió con un crujido audible y Pires se tambaleó, soltó un gemido y cayó por fin.
—Levantadlo y sujetadlo —dijo Ferragus mientras se quitaba el abrigo y la camisa.
Dos hombres agarraron a Pires por debajo de los hombros y tiraron de él hacia arriba; Ferragus se acercó y empezó a dar puñetazos con una intensidad salvaje. Sus puños no realizaban un largo recorrido, no eran tortazos feroces, sino unos golpes cortos y precisos que caían con una fuerza horrible. Se concentró en el vientre de aquel hombre, luego subió hacia su pecho, aporreándolo de tal modo que Pires empezó a dar cabezadas con cada acometida y de su boca ensangrentada salieron unas gotas de saliva enrojecida que cayeron sobre el pecho de Ferragus. Éste siguió dando puñetazos hasta que al hombre se le fue la cabeza hacia atrás con una sacudida y cayó a un lado como la de una marioneta a la que se le hubiese roto la cuerda de la coronilla. Se oyó un estertor en su maltrecha garganta, Ferragus lo golpeó una vez más y entonces dio un paso atrás.
—Llevadlo al sótano —ordenó Ferragus— y rajadle el vientre.
—¿Que le rajemos el vientre? —preguntó uno de los hombres, creyendo que lo había oído mal.
—Para que las ratas tengan por dónde empezar —dijo Ferragus—, porque cuanto antes acaben con él, antes desaparecerá.
Se dirigió hacia Miguel, que le dio un trapo con el que se limpió la sangre y la saliva del pecho y de los brazos cubiertos de tatuajes. Tenía unas anclas envueltas con cadenas tatuadas en ambos antebrazos, tres sirenas en el pecho y serpientes que rodeaban sus enormes brazos. En la espalda llevaba un buque de guerra a toda vela, las sosobres en la arboladura, las alas desplegadas y una bandera británica en la popa. Se puso la camisa, el abrigo y observó cómo arrastraban el cadáver hacia la parte de atrás del almacén donde había una trampilla que daba al sótano. Allí ya había otro cadáver con el vientre rajado descomponiéndose en la oscuridad, los restos de un hombre que había intentado informar a las autoridades sobre las provisiones que Ferragus tenía almacenadas. Ahora lo había intentado otro, había fracasado y había muerto.
Ferragus cerró con llave el almacén. Si los franceses no venían, pensó, podría vender legalmente aquella comida y sacar beneficio, y si venían, el beneficio podría ser aún mayor. Las próximas horas lo revelarían. Hizo la señal de la cruz y fue a buscar una taberna porque había matado a un hombre y estaba sediento.
* * * *
Ningún miembro del batallón fue a darle órdenes y a Sharpe ya le parecía bien. Estaba vigilando el montículo rocoso donde, según creía él, un centenar de soldados de la infantería francesa mantenían la cabeza bien agachada a causa de sus descargas irregulares de fusilería. Lamentó no tener hombres suficientes para echar de la colina a los voltigeurs, pues su presencia era una invitación para que el enemigo intentara alcanzar nuevamente la cima. Podían llevar a un par de batallones al montículo y valerse de ellos para atacar a lo largo del espolón, una medida que podría verse alentada por el nuevo ataque francés que se estaba preparando a eso de un kilómetro y medio de distancia hacia el norte. Sharpe avanzó un poco por el ramal, probablemente demasiado, pues un par de balas de mosquete pasaron silbando junto a él, que se agachó y sacó el catalejo. No hizo caso de los voltigeurs, pues sabía que estaban demasiado lejos para que los disparos de los mosquetes fueran certeros, y se quedó mirando las enormes columnas francesas que subían por el camino bueno que ascendía serpenteante hasta el pueblo situado justo debajo de la cima septentrional de la cordillera junto a la cima misma se alzaba un molino de piedra al que habían despojado de aspas y paletas y cuya maquinaria se había desmontado, al igual que ocurría con todos los demás molinos del centro de Portugal, y allí, junto a aquella torre achaparrada, había unos cuantos jinetes, pero Sharpe no vio a más tropas excepto a las dos columnas francesas que ya habían recorrido la mitad del camino y una tercera, más pequeña, a cierta distancia por detrás. Las grandes formaciones francesas aparecían oscuras contra la ladera. Los cañones portugueses y británicos disparaban sus balas desde la cumbre y el humo gris blanquecino que soltaban le emborronaba la visión a Sharpe.
—¡Señor! ¡Señor Sharpe, señor!
Era Patrick Harper quien lo llamaba.
Sharpe plegó el catalejo, se dio la vuelta y mientras caminaba vio qué era lo que había hecho que Harper lo llamase. Dos compañías de cazadores de casaca marrón se acercaban al espolón y Sharpe supuso que las tropas portuguesas tenían órdenes de despejar el montículo rocoso de enemigos. Un par de nueve libras estaban cambiando de posición para apoyar su ataque, pero Sharpe no tenía muchas esperanzas de que éste tuviera éxito. Había casi tantos cazadores como voltigeurs, pero los franceses estaban a cubierto y, si decidían oponer resistencia, el combate sería horrible.
—No quería que estuviera en medio cuando esos artilleros empezaran a disparar —le explicó Harper, que señaló con la cabeza hacia el par de piezas de nueve libras.
—Muy considerado por su parte, Pat.
—Si muriera, señor, Slingsby asumiría el mando —dijo Harper sin rastro de insubordinación.
—¿Y eso no le gustaría? —le preguntó Sharpe.
—Soy de Donegal, señor, y aguanto cualquier cosa que Dios me mande para causarme problemas.
—Él me mandó a mí, Pat, me mandó a mí.
—Los designios del Señor son inescrutables —terció Harris.
Los cazadores estaban esperando a unos cincuenta pasos por detrás de Sharpe. Él no les hizo caso, sino que volvió a preguntar si alguno de los soldados había visto a Dodd. El señor Iliffe, que no había oído que Sharpe lo preguntara antes, asintió con la cabeza, nervioso.
—Iba corriendo, señor.
—¿Dónde?
—¿Sabe cuando casi nos cortan el paso, señor? Colina abajo. Corría como una liebre.
Eso concordaba con lo que Carter, el compañero de Dodd, había pensado. Los dos habían estado a punto de quedar atrapados por los voltigeurs y Dodd había optado por la salida más rápida, cuesta abajo, en tanto que Carter había tenido suerte de escapar cuesta arriba sin nada más grave que una bala de mosquete en la mochila que, según afirmaba, le había ayudado a avanzar. Sharpe contaba con que Dodd se uniría a ellos después. Era un hombre del campo, sabía interpretar el terreno y sin duda evitaría a los franceses y subiría por el sur de la sierra. Fuera como fuera, en aquellos momentos Sharpe no podía hacer nada por él.
—¿Vamos a ayudar a los muchachos portugueses? —preguntó Harper.
—¡Ni muertos! —repuso Sharpe—. A menos que traigan un batallón entero.
—Viene a pedírselo —le dijo Harper para advertirle, y señaló con la cabeza a un delgado oficial portugués que se acercaba a la compañía ligera. Su uniforme marrón tenía las vueltas blancas y llevaba un largo penacho negro en el chacó de frontal alto. Sharpe observó que el oficial llevaba una espada de la caballería pesada y, cosa poco frecuente, iba armado con un fusil. Sharpe no sabía de otro oficial que fuera tan bien armado, aparte de él mismo, y lo irritó el hecho de que hubiera otro oficial con las mismas armas, pero entonces el hombre que se acercaba se quitó su barretina de penacho negro y sonrió ampliamente.
—¡Dios mío! —exclamó Sharpe.
—No, no, sólo soy yo. —Jorge Vicente, a quien Sharpe había visto por última vez en la campiña agreste del noreste de Oporto, le tendió la mano—. Señor Sharpe —dijo.
—¡Jorge!
—Ahora soy el capitaô Vicente. —Vicente estrechó la mano a Sharpe y luego, para vergüenza del fusilero, dio un beso en ambas mejillas a su amigo—. Y usted, Richard, a estas alturas supongo que será comandante, ¿no?
—No, Jorge, ni hablar de eso. A las personas como yo no las ascienden. Eso podría arruinar la reputación del ejército. ¿Cómo está?
—Estoy, ¿cómo lo dicen ustedes?, como una rosa. Pero, ¿y usted? —Vicente frunció el ceño al ver el rostro magullado de Sharpe—. ¿Está herido?
—Me caí por unas escaleras —dijo Sharpe.
—Debe tener cuidado —repuso Vicente con aire de gravedad, y luego sonrió—. ¡Sargento Harper! Me alegro de verle.
—Nada de besos, señor. Soy irlandés.
Vicente saludó a los demás soldados que había conocido en la desenfrenada persecución del ejército de Soult por la frontera norte y a continuación volvió a dirigirse a Sharpe.
—Tengo órdenes de destruir esas cosas de las rocas —hizo un gesto hacia los franceses.
—Es una buena idea —dijo Sharpe—, pero ustedes no son suficientes.
—Dos portugueses equivalen a un francés —replicó Vicente con displicencia—, y tal vez usted podría hacernos el honor de ayudarnos.
—¡Demonios! —exclamó Sharpe, y evitó responder señalando con un gesto de la cabeza el rifle Baker que Vicente llevaba al hombro—. ¿Y qué hace llevando un rifle?
—Lo imito a usted —contestó Vicente con sinceridad—, además, ahora soy el capitán de una compañía de atiradores, los, ¿cómo lo dicen ustedes?, fusileros. Llevamos rifles, las demás compañías llevan mosquetes. Me trasladé del 18.º cuando formamos los batallones de cazadores. Bueno, qué, ¿atacamos?
—¿Qué piensa usted? —respondió Sharpe.
Vicente sonrió con aire vacilante. Hacía menos de dos años que era soldado; antes había sido abogado y cuando Sharpe lo conoció el joven portugués había sido un purista en cuanto a las supuestas normas de la guerra. Tal vez eso hubiera cambiado, o tal vez no, pero Sharpe imaginaba que Vicente era un soldado nato, valiente y resuelto, no era ningún idiota, y sin embargo todavía le ponía nervioso mostrar sus habilidades a Sharpe, que le había enseñado casi todo lo que sabía del combate. Miró a Sharpe y luego hizo visera con la mano para mirar a los franceses.
—No resistirán —sugirió.
—Puede que sí —dijo Sharpe—, y allí hay al menos un centenar de esos cabrones. ¿Cuántos somos nosotros? ¿Ciento treinta? Si de mí dependiera, Jorge, mandaría a todo su batallón.
—Mi coronel me ordenó que lo hiciera.
—¿Ya sabe lo que está haciendo?
—Es inglés —respondió Vicente con sequedad.
El ejército portugués se había reorganizado y entrenado en los últimos dieciocho meses y un gran número de oficiales británicos se habían presentado voluntarios en sus filas por la recompensa de un ascenso.
—Aun así, yo mandaría más hombres —dijo Sharpe.
Vicente no tuvo posibilidad de responder porque de pronto se oyó un ruido de cascos sobre la mullida hierba y una voz estentórea que le gritaba:
—¡No se entretenga, Vicente! ¡Hay franchutes a los que matar! ¡Empiece de una vez, capitán, empiece de una vez! ¿Quién diablos es usted? —la última pregunta iba dirigida a Sharpe y la hizo un jinete que tenía problemas en dominar a su caballo castrado mientras intentaba detenerse junto a los dos oficiales. La voz del jinete reveló que era inglés, aunque vestía el marrón de los portugueses complementado con un sombrero bicornio que lucía un par de borlas doradas. Una de las borlas ensombrecía su rostro, que parecía colorado y brillante.
—Sharpe, señor —Sharpe respondió a la malhumorada pregunta de aquel hombre.
—¿Del 95.º?
—El South Essex, señor.
—Esa banda de palurdos —dijo el oficial—. Perdieron un estandarte hace un par de años, ¿no?
—Capturamos uno en Talavera —repuso Sharpe con aspereza.
—¿Ah sí?
El jinete no parecía particularmente interesado. Sacó un pequeño catalejo y miró hacia el montículo rocoso haciendo caso omiso de algunas balas de mosquete que, disparadas al límite de su alcance, pasaban revoloteando con impotencia.
—Permítame que le presente al coronel Rogers-Jones —dijo Vicente—, mi coronel.
—Y la persona, Vicente —terció Rogers-Jones—, que le ordenó que echara a esos hijos de puta de las rocas. No le dije que se quedara aquí de charla, ¿verdad?
—Quería el consejo del capitán Sharpe, señor —repuso Vicente.
—¿Cree que tiene alguno que ofrecerle? —El coronel parecía divertido.
—Capturó un Águila francesa —observó Vicente.
—Seguro que no lo hizo cotorreando por ahí —dijo Rogers-Jones. Plegó el catalejo—. Les diré a los artilleros que abran fuego —continuó— y usted avance, Vicente. Usted le ayudará, Sharpe —añadió la orden de manera despreocupada—. Hágalos salir de allí, Vicente, y luego quédese para asegurarse de que esos cabrones no vuelvan —Hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó.
—¡Santo cielo! —exclamó Sharpe—. ¿Ya sabe cuántos son?
—Aun así debo cumplir las órdenes —contestó Vicente en tono sombrío.
Sharpe se descolgó el rifle del hombro y lo cargó.
—¿Quiere un consejo?
—Por supuesto.
—Mande a nuestros fusileros por el centro —dijo Sharpe—, formando una línea de tiradores. Tendrán que disparar continuamente, con rapidez e intensidad, sin pausas, no hay que dejar que esos cabrones levanten la cabeza. El resto de nuestros muchachos subirá en línea por detrás. Bayonetas caladas. Un ataque directo del batallón, Jorge, con tres compañías, y espero que el cabrón de su coronel esté satisfecho.
—¿Nuestros muchachos? —Vicente eligió esas dos palabras entre todas las del consejo de Sharpe.
—No voy a dejar que muera solo, Jorge —dijo Sharpe—. Lo más probable es que se perdiera intentando encontrar las puertas del Paraíso. —Miró hacia el norte y vio que el humo de los cañones se hacía más espeso a medida que el ataque francés se acercaba al pueblo situado bajo la cima de la cordillera, entonces disparó el primero de los cañones próximos al montículo y una granada estalló detrás de las rocas arrojando humo y pedazos de su carcasa—. Vamos a hacerlo —dijo Sharpe.
No era prudente, pensó, pero era la guerra. Amartilló el rifle y gritó a sus hombres que cerraran filas. Había llegado el momento de combatir.