CAPÍTULO 2

Robert Knowles y Richard Sharpe se hallaban en la sierra de Bussaco mirando al Ejército de Portugal que, batallón a batallón, batería a batería y escuadrón a escuadrón, salía de las montañas del este e invadía el valle.

Los ejércitos británico y portugués habían ocupado una gran cadena montañosa que iba de norte a sur y bloqueaban el camino por el que los franceses avanzaban hacia Lisboa. Knowles calculaba que la cordillera se alzaba casi trescientos metros por encima de la campiña circundante, y la falda oriental, frente a la cual se hallaban los franceses, era abruptamente escarpada. Había dos caminos que ascendían en zigzag por aquella pendiente, serpenteando entre brezos, aulagas y rocas, y el mejor de los dos llegaba a la cima por el extremo norte de la sierra, por encima de un pequeño pueblo colgado en un saliente de la montaña. Abajo en el valle, al otro lado de un río centelleante, había otras aldeas dispersas y los franceses avanzaban por los caminos rurales para ocupar aquellas poblaciones situadas en terreno más bajo.

Los británicos y portugueses veían a vista de pájaro al enemigo, que salió de un desfiladero boscoso en las colinas más bajas y pasó junto a un molino de viento antes de girar hacia el sur para ocupar sus posiciones. A su vez, ellos podían levantar la vista hacia la alta y desnuda pendiente y ver a unos cuantos oficiales británicos y portugueses que los observaban. El ejército en sí, y la mayoría de sus piezas de artillería, quedaba oculto a los franceses. La cadena montañosa, con sus dieciséis kilómetros de longitud, constituía una muralla natural y el general Wellington había ordenado que sus hombres se mantuvieran alejados de su ancha cima para que los franceses que llegaban no tuvieran ni idea de qué parte del terreno alto estaba mejor defendido.

—Es todo un privilegio —dijo Knowles con reverencia.

—¿Un privilegio? —preguntó Sharpe agriamente.

—Ver una cosa así —explicó Knowles, que hizo un gesto hacia el enemigo, y lo cierto era que la visión de tantos miles de soldados a la vez era magnífica. La infantería marchaba en formaciones abiertas y sus uniformes azules se veían pálidos contra el verde del valle, en tanto que los jinetes, libres de la disciplina de la marcha, galopaban junto al río dejando nubes de polvo tras de sí. El poderío de Francia seguía saliendo del desfiladero. Una banda tocaba cerca del molino y, aunque se hallaba demasiado lejos para que se oyera su música, Sharpe creyó percibir el golpeteo sordo del bombo como un latido lejano—. ¡Un ejército entero! —exclamó Knowles con entusiasmo—. Debería haberme traído mi bloc de dibujo. Sería un cuadro magnífico.

—Lo que sería un cuadro magnífico —terció Sharpe— es ver a esos cabrones subir a esta montaña para ser víctimas de una matanza.

—¿Cree que no lo harán?

—Creo que estarían locos si lo intentaran —respondió Sharpe, que miró a Knowles con el ceño fruncido—. ¿Le gusta ser ayudante? —le preguntó de pronto.

Knowles vaciló, pues tuvo la sensación de que la conversación se acercaba a un terreno peligroso, pero antes de convertirse en ayudante había sido teniente de Sharpe y su antiguo comandante de compañía le caía bien.

—No demasiado —admitió.

—Siempre ha sido un trabajo para un capitán —dijo Sharpe—, de modo que, ¿por qué se lo da a usted?

—El coronel tiene la sensación de que la experiencia me resultará ventajosa —respondió Knowles fríamente.

—Ventajosa —repitió Sharpe con amargura—. Su intención no es favorecerlo a usted, Robert. Lo que quiere es que ese pedazo de cartílago asuma el mando de mi compañía. Eso es lo que quiere. Quiere que el maldito Slingsby sea capitán de la compañía ligera —Sharpe no tenía ninguna prueba de ello, el coronel nunca le había dicho tal cosa, pero era la única explicación que tenía sentido para él—. Por consiguiente, tiene que quitarle a usted de en medio —terminó diciendo Sharpe, consciente de que había hablado demasiado, pero el rencor lo carcomía y Knowles era un amigo que sería discreto con el arrebato de Sharpe.

Knowles puso mala cara y sacudió la mano para ahuyentar una mosca insistente.

—Sinceramente —dijo después de pensar un momento—, creo que el coronel piensa que le está haciendo un favor.

—¡A mí! ¿Un favor? ¡Dándome a Slingsby!

—Slingsby tiene experiencia, Richard —dijo Knowles—, mucha más que yo.

—Pero usted es un buen oficial y él es un payaso. Además, ¿quién demonios es?

—Es el cuñado del coronel —explicó Knowles.

—Eso ya lo sé —dijo Sharpe en tono impaciente—, pero, ¿quién es?

—El hombre que se casó con la hermana de la señora Lawford —repuso Knowles, negándose a decir nada más.

—Eso le dice todo lo que necesita saber, maldita sea —dijo Sharpe en tono grave—, pero no parece la clase de tipo que el señor Lawford querría como cuñado. No está a la altura.

—Nosotros no elegimos a nuestros parientes —comentó Knowles—, y estoy seguro de que es un caballero.

—¡Y un cuerno! —gruñó Sharpe.

—Y debe de estar encantado de haber salido del 55.º —siguió diciendo Knowles, haciendo caso omiso de la taciturnidad de Sharpe—. La mayor parte de ese regimiento murió de fiebre amarilla en las Antillas, ¡qué barbaridad! Está mucho más seguro aquí, incluso con esos tipos amenazándonos —Knowles hizo un gesto con la cabeza en dirección a las tropas francesas.

—¿Entonces por qué diablos no compró una capitanía?

—Le faltan seis meses para cumplir los requisitos —contestó Knowles.

A un teniente no se le permitía adquirir una capitanía hasta que no hubiera servido durante tres años con el rango inferior, una norma recién introducida que había causado muchas quejas entre los oficiales adinerados que querían un ascenso más rápido.

—Pero, ¿por qué se alistó tan tarde? —preguntó Sharpe. Si Slingsby tenía treinta años no podía haber sido teniente antes de los veintisiete, una edad a la que algunos ya eran comandantes. La mayoría de los oficiales, como el joven Iliffe, se alistaban mucho antes de cumplir la veintena y no era habitual encontrarse a un hombre que entrara en el ejército tan tarde.

—Creo… —empezó Knowles, pero entonces se ruborizó y contuvo sus palabras—. Nuevas tropas —dijo en cambio, y señaló ladera abajo al lugar donde un regimiento francés con unos uniformes de un azul anormalmente intenso marchaban junto al molino—. Creo que el emperador ha enviado refuerzos a España —siguió diciendo Knowles—. Actualmente los franceses no pueden luchar en ningún otro lugar. Los austríacos están fuera de la guerra y los prusianos no hacen nada, lo cual significa que Boney sólo puede batirse con nosotros.

Sharpe no hizo caso del resumen de la estrategia del emperador que le brindó Knowles.

—¿Qué es lo que cree? —le preguntó.

—Nada. Ya he dicho demasiado.

—No ha dicho un carajo —protestó Sharpe, que aguardó, pero Knowles permaneció callado—. ¿Quiere que le raje ese cuello flacucho que tiene, Robert —preguntó Sharpe—, con un cuchillo muy desafilado?

Knowles sonrió.

—No debe repetir lo que voy a decirle, Richard.

—Ya me conoce, Robert, nunca le digo nada a nadie. Se lo juro, pero cuéntemelo antes de que le corte las piernas.

—Creo que la hermana de la señora Lawford se metió en un lío. Se encontró con que esperaba un hijo, no estaba casada y al parecer el tipo involucrado era un sinvergüenza.

—No fui yo —dijo rápidamente Sharpe.

—Pues claro que no fue usted —replicó Knowles. En ocasiones podía ser tan obvio que resultaba pedante.

Sharpe esbozó una sonrisa burlona.

—¿De modo que a Slingsby lo reclutaron para hacerla respetable?

—Exactamente. No es un hombre de la alta sociedad, pero su familia es más que aceptable. Su padre es rector en alguna parte de la costa de Essex, creo, pero no son ricos, y la familia de Lawford recompensó a Slingsby con una oficialía en el 55.º y la promesa de ser trasladado al South Essex en cuanto hubiera una vacante, que fue lo que pasó cuando el pobre Herrold murió.

—¿Herrold?

—De la compañía número tres —dijo Knowles—, llegó un lunes, contrajo la fiebre el martes y el viernes ya estaba muerto.

—Así pues, la idea —dijo Sharpe mientras observaba a los franceses arrastrando una batería de cañones por el camino junto al río de abajo— es que el dichoso Slingsby ascienda rápidamente para convertirse en un esposo digno para la mujer que no pudo mantener juntas las rodillas.

—Yo no diría eso —replicó Knowles con indignación, y se quedó pensando un segundo—. Bueno, sí, sí que lo diría, pero el coronel quiere que lo haga bien. Al fin y al cabo, Slingsby le hizo un favor a la familia y ahora ellos tratan de devolvérselo.

—Dándole mi maldito puesto —dijo Sharpe.

—No sea absurdo, Richard.

—¿Por qué si no está aquí ese hijo de puta? A usted le sacan de en medio, a ese cabrón le dan un caballo y ahora piden a Dios que los franceses me maten —se quedó en silencio, no solamente porque había hablado demasiado, sino porque se acercaba Patrick Harper.

El sargento grandote saludó alegremente a Knowles.

—Le echamos de menos, señor, ya lo creo.

—Yo puedo decir lo mismo, sargento —respondió Knowles con verdadero placer—. ¿Está usted bien?

—Sigo respirando, señor, y eso es lo que cuenta —Harper se volvió para mirar hacia el valle—. Miren a esos bobos desgraciados. Alineándose para que los maten.

—Echarán un vistazo a esta montaña —dijo Sharpe— y encontrarán otro camino.

Sin embargo, no había señales de que los franceses fueran a seguir ese buen consejo, pues los batallones de uniforme azul seguían marchando con paso seguro desde el este y las baterías de artillería francesas, levantando el polvo con sus grandes ruedas, continuaban llegando a los pueblos más bajos. Algunos oficiales franceses cabalgaron hacia lo alto de un espolón que sobresalía al este de la sierra y miraron a través de sus catalejos a los oficiales británicos y portugueses, visibles allí donde el mejor camino atravesaba la cima. Aquel camino, el que se hallaba más al norte de los dos, subía en zigzag por la pendiente, ascendiendo al principio entre aulagas y brezos y luego atravesaba unos viñedos bajo el pequeño pueblo colgado en la pendiente. Aquel era el camino que llevaba a Lisboa y a la finalización de las órdenes del emperador, que consistían en expulsar a los británicos de Portugal para que así toda la línea costera de la Europa continental perteneciera a los franceses.

El teniente Slingsby, con su casaca roja recién cepillada y sus insignias bruñidas, se acercó para ofrecer su opinión sobre el enemigo y Sharpe, incapaz de soportar la compañía de aquel hombre, se alejó caminando hacia el sur. Vio que los franceses cortaban árboles para hacer hogueras o construir refugios. Unos cuantos arroyos caían por las montañas más lejanas y se unían para formar una corriente mayor que fluía en dirección sur hacia el río Mondego, que rozaba el extremo sur de la cadena montañosa; los caballos —algunos de los tiros de artillería, otros de caballería y algunas monturas de los oficiales— pisoteaban las orillas de dicha corriente mayor, pues a todos les daban de beber tras la marcha.

Los franceses se estaban concentrando en dos puntos. Una maraña de batallones se hallaba en torno al pueblo desde el cual ascendía el camino más bueno hacia el extremo noreste de la sierra, en tanto que los demás estaban a unos tres kilómetros al sur, reunidos en otro pueblo del que partía un sendero, transitable por los caballos de carga u hombres a pie, que serpenteaba hasta la cima de las montañas. No era un camino propiamente dicho, no había rodadas de carretas y en algunos puntos el sendero casi se desvanecía entre los brezos, pero les mostró a los franceses que había una ruta para ascender por la escarpada pendiente y en aquellos momentos las baterías francesas se estaban desplegando a ambos lados del pueblo para que los cañones pudieran barrer el camino por delante de sus tropas cuando éstas avanzaran.

A sus espaldas, Sharpe oía el sonido de las hachas y los árboles que caían. Habían destacado a una compañía de cada batallón para abrir un camino al otro lado de la cima de la sierra, un camino que permitiría a lord Wellington desplazar sus fuerzas a cualquier punto a lo largo de los dieciséis kilómetros de longitud de la cadena montañosa. Se talarían árboles, se arrancarían arbustos de raíz, se harían rodar rocas y se allanaría el suelo para que los cañones británicos o portugueses pudieran ser trasladados rápidamente hasta cualquier punto peligroso. Era una tarea colosal y Sharpe imaginaba que no serviría de nada, pues los franceses no estarían tan locos como para subir por la montaña, sin duda.

Si no fuera porque algunos de ellos ya estaban ascendiendo por ella. Una veintena de oficiales a caballo, que querían ver más de cerca las posiciones de los británicos y portugueses, habían conducido sus monturas por la cima del espolón que sobresalía de la larga cadena montañosa. La altura de dicha estribación era la mitad de la de la sierra, pero proporcionaba una plataforma en la que las tropas podían reunirse para realizar un asalto y no había duda de que los cañones británicos y portugueses lo habían señalado como un objetivo puesto que, cuando los jinetes franceses se aproximaban al lugar donde el espolón se unía a la cordillera, un cañón abrió fuego. Se oyó un sonido fuerte y monótono y un millar de pájaros se sobresaltaron y alzaron el vuelo desde la espesura de los árboles que crecían en la vertiente contraria. El humo del cañón formó una nube de un color gris blanquecino que una brisa se llevó hacia el este. La mecha encendida de la granada dejó una estela de humo de pólvora y el proyectil descendió describiendo un arco para acabar estallando a unos cuantos pasos de distancia por detrás de los jinetes franceses. Uno de los caballos se espantó y salió disparado por donde había venido, pero los demás no parecían inquietos mientras sus jinetes sacaban los catalejos y se ponían a observar al enemigo situado por encima de ellos.

Entonces dispararon otros dos cañones cuyo estrépito resonó en las colinas del este. Uno de ellos era sin lugar a dudas un mortero, pues el humo de la mecha ardiendo del proyectil se alzó por los aires antes de caer hacia los franceses. En aquella ocasión uno de los caballos salió despedido hacia un lado y dejó una mancha de sangre en el brezo pálido y seco. Sharpe lo estaba observando con su anteojo y vio que el francés desensillado y evidentemente ileso se ponía de pie. Se sacudió la ropa, desenfundó una pistola y sacrificó al caballo, que se sacudía, para que no sufriera más, tras lo cual, y no sin esfuerzo, intentó recuperar la valiosa silla de montar. Regresó hacia el este caminando pesadamente, cargado con la silla, el sudadero y la brida.

Se acercaban más franceses al espolón, algunos de ellos a caballo y otros a pie. Parecía una locura dirigirse al lugar al que apuntaban los cañones, pero docenas de franceses vadeaban la corriente y subían a la baja colina para mirar a los británicos y portugueses. Los disparos de cañón continuaron. No era el fuego entrecortado de la batalla, sino unos disparos poco sistemáticos con los cuales los artilleros experimentaban con las cargas de pólvora y la longitud de las mechas. Con demasiada pólvora, el proyectil pasaría silbando por encima del espolón y estallaría en algún punto sobre el río, en tanto que si la mecha se cortaba demasiado larga, la granada tocaría tierra, rebotaría y se detendría con la mecha aún ardiendo, lo que daría tiempo a los franceses para quitarse de en medio antes de que estallara. Cada detonación era una bocanada de humo sucio, sorprendentemente pequeña, pero Sharpe no alcanzaba a ver los mortíferos pedazos de carcasa rota que salían despedidos silbando por el aire con cada estallido.

No alcanzaron a ningún otro caballo o soldado francés. Estaban muy bien desplegados y las granadas caían obstinadamente en los huecos entre los pequeños grupos de hombres que tenían un aspecto tan despreocupado como si hubieran salido a dar un paseo por el parque. Miraban hacia lo alto de las montañas intentando determinar dónde se hallaban más concentradas las defensas, aunque era evidente que los puntos en los que los dos caminos alcanzaban la cima serían los lugares que habría que defender. Otra veintena de soldados de caballería, algunos vestidos con casacas verdes y otros con guerreras azul celeste, cruzaron el río con un chapoteo y apretaron el paso para subir a la colina más baja. El sol se reflejaba en los cascos metálicos, las vainas bruñidas, los estribos y las barbadas. Sharpe pensó que era como si los franceses estuvieran jugando al gato y al ratón con el esporádico fuego de granadas. Vio estallar uno de aquellos proyectiles cerca de un grupo de soldados de infantería, pero cuando el humo se disipó todos seguían en pie y a Sharpe le dio la impresión, aunque se hallaban muy lejos, de que se estaban riendo. Estaban muy seguros de sí mismos, pensó Sharpe, sin duda eran las mejores tropas del mundo, y su supervivencia al fuego de artillería suponía una burla dirigida a los defensores de lo alto de la sierra.

Por lo visto la burla fue excesiva, puesto que un batallón de tropas ligeras portuguesas con casaca de color pardo apareció en la cima y se dispersó formando una doble cadena de tiradores que bajaron por la pendiente de la montaña avanzando hacia el espolón. Siguieron bajando sin parar por la ladera en dos filas abiertas, a cincuenta pasos la una de la otra, ambas extendidas, ofreciendo una demostración de cómo iban a la guerra los tiradores. La mayoría de las tropas luchaban hombro con hombro, pero los tiradores como Sharpe se avanzaban a la línea y, en la zona de combate entre los ejércitos, trataban de eliminar a los tiradores enemigos y luego matar a los oficiales que estaban detrás, de manera que cuando los dos ejércitos chocaran, la densa línea contra la concentrada columna, el enemigo ya no tuviera quien le diera órdenes. Los tiradores rara vez cerraban filas. Ellos combatían cerca del enemigo, allí donde un puñado de efectivos ofrecerían un blanco fácil a los artilleros enemigos, por lo cual las tropas ligeras combatían en formación abierta, en parejas: uno de los hombres disparaba y luego recargaba mientras su compañero lo protegía.

Los franceses observaron a los portugueses que se les acercaban. No mostraron signos de alarma y tampoco hicieron avanzar a sus tiradores. Las granadas seguían describiendo arcos cuesta abajo y sus detonaciones resonaban sordamente en las montañas del este. La inmensa concentración de franceses estaba preparando sus campamentos, ajenos al pequeño drama que tenía lugar en la sierra, pero una docena de soldados de caballería, al considerar que los tiradores portugueses desperdigados serían una presa fácil, espolearon a sus caballos y subieron por la vertiente.

Lo normal hubiera sido que los soldados de caballería hubiesen diezmado a los tiradores. Los soldados en formación abierta no podían competir con la rápida caballería y los franceses, la mitad de los cuales eran dragones y la otra mitad húsares, habían desenvainado sus espadas largas o sables curvos y ya esperaban asestar unos cuantos tajos a hombres indefensos a modo de práctica. Los portugueses iban armados con mosquetes y rifles pero, en cuanto dispararan, no tendrían tiempo de recargar las armas antes de que los jinetes supervivientes los alcanzaran, y un arma descargada no servía de defensa contra la larga hoja de un dragón. La caballería describió una curva para atacar el flanco de la línea y una docena de jinetes se acercó a cuatro soldados de a pie portugueses, pero la cuesta era demasiado empinada para los caballos, que empezaron a fatigarse. La ventaja de la caballería era la velocidad que la montaña le robaba, por lo que los caballos avanzaban a duras penas y chasqueó un mosquete, el humo se alzó por encima de la hierba y una de las monturas tropezó, empezó a retorcerse y se desplomó. Dispararon otros dos rifles y los franceses, al darse cuenta de que la cadena montañosa era su enemigo, dieron la vuelta y bajaron galopando de manera temeraria. El húsar desmontado los siguió a pie, abandonando a su caballo moribundo, con su valioso equipo, a los portugueses, que gritaron entusiasmados por su pequeña victoria.

—No estoy seguro de que los caçadores tengan órdenes de hacer eso —dijo una voz por detrás de Sharpe, que se dio la vuelta y vio que el comandante Hogan había llegado a la montaña—. Hola, Richard —dijo Hogan alegremente—, parece triste. Tendió la mano a Sharpe para que le dejara el catalejo.

Caçadores? —preguntó Sharpe.

—Sí, caçadores. Así es como los portugueses llaman a sus tiradores —Hogan miraba a los tiradores de casaca parda mientras hablaba—. Es un buen nombre, ¿no le parece? Mejor que llamarse casacas verdes.

—Prefiero ser un casaca verde —dijo Sharpe.

Hogan observó a los cazadores unos momentos. Sus fusileros habían empezado a disparar a los franceses del espolón y el enemigo retrocedió prudentemente. Los portugueses se quedaron donde estaban, no bajaron al ramal donde los jinetes podrían atacarlos, sino que se conformaron con haber realizado su demostración. Dos cañones abrieron fuego y las granadas cayeron en el espacio vacío entre los cazadores y los franceses que quedaban.

—Al par no le hará ninguna gracia —comentó Hogan—. Detesta que los artilleros disparen contra objetivos imposibles. Sólo sirve para desvelar la situación de las baterías y no causa ningún daño al enemigo. —Dirigió el catalejo hacia el valle y pasó un buen rato mirando los campamentos enemigos al otro lado del río—. Creemos que monsieur Masséna tiene sesenta mil hombres —dijo— y tal vez unos cien cañones.

—¿Y nosotros, señor? —preguntó Sharpe.

—Cincuenta mil y sesenta —respondió Hogan, que devolvió el catalejo a Sharpe—, y la mitad de los nuestros son portugueses.

Hubo algo en su tono que a Sharpe le llamó la atención.

—¿Eso es malo? —inquirió.

—Ya lo veremos, ¿no? —repuso Hogan, y dio una patada en la hierba—. Pero nosotros tenemos esto —se refería a la sierra.

—Esos muchachos parecen muy ansiosos —Sharpe hizo un gesto con la cabeza hacia los cazadores que en aquellos momentos se retiraban cuesta arriba.

—El fuego de artillería acaba rápidamente con las ansias de las nuevas tropas —comentó Hogan.

—Dudo que lo averigüemos —dijo Sharpe—. Los franchutes no atacarán aquí arriba. No están locos.

—La verdad es que yo no llevaría a cabo un ataque ascendiendo por esta falda —asintió Hogan—. Sospecho que se pasarán el día observándonos y luego se marcharán.

—¿De vuelta a España?

—¡No, por Dios! Si lo supieran, hay un buen camino que serpentea rodeando la cima de esta cadena —señaló hacia el norte— y no tienen que luchar con nosotros aquí para nada. Al final encontrarán ese camino. Es una pena, la verdad. Éste sería un magnífico lugar para darles una paliza. Pero puede que vengan. Ellos piensan que los portugueses no dan la talla, de modo que tal vez crean que vale la pena intentarlo.

—¿Los portugueses dan la talla? —preguntó Sharpe.

El cañoneo había cesado; tras él quedaba hierba chamuscada y pequeñas nubes de humo en el espolón. Los franceses, privados de su desafiante juego, retrocedían hacia sus líneas.

—Lo descubriremos si los franceses deciden tenerlas con nosotros —respondió Hogan en tono grave, y luego sonrió—. ¿Puede venir a cenar esta noche?

—¿Esta noche? —la pregunta sorprendió a Sharpe.

—Hable con el coronel Lawford —dijo Hogan— y prescindirá de usted con mucho gusto siempre y cuando los franceses no den la lata. A las seis, Richard, en el monasterio. ¿Sabe dónde está?

—No, señor.

—Vaya hacia el norte —Hogan señaló montaña arriba hasta que vea un gran muro de piedra. Busque un hueco en el muro, vaya ladera abajo a través de los árboles hasta que encuentre un sendero y sígalo hasta que vea unos tejados. Seremos tres comensales.

—¿Tres? —preguntó Sharpe con recelo.

—Usted, yo y el comandante Ferreira —contestó Hogan.

—¡Ferreira! —exclamó Sharpe—. ¿Por qué va a cenar con nosotros ese viscoso pedazo de mierda traidora?

Hogan suspiró.

—¿Se le ha ocurrido pensar, Richard, que las dos toneladas de harina podrían haber sido un soborno? ¿Algo para entregar a cambio de información?

—¿Lo eran?

—Eso dice Ferreira. ¿Le creo? No estoy seguro. Pero, sea como sea, Richard, creo que lamenta lo ocurrido y quiere hacer las paces con nosotros. Lo de la cena fue idea suya, y debo decir que me parece muy amable por su parte —Hogan percibió la renuencia de Sharpe—. En serio, Richard. No queremos que el resentimiento se encone entre aliados, ¿verdad?

—¿No, señor?

—A las seis, Richard —dijo Hogan con firmeza—, e intente dar la impresión de que se está divirtiendo —el irlandés sonrió y regresó andando a la cima, donde los oficiales medían a pasos el terreno para determinar el lugar en el que se situaría cada batallón. Sharpe lamentó no haber encontrado una buena excusa para no ir a la cena. No era la compañía de Hogan lo que quería evitar, sino la del comandante portugués, y su inquina fue aumentando mientras permanecía sentado en medio de aquel calor impropio de la estación, observando cómo el viento agitaba los brezos bajo los cuales se hallaba un ejército de sesenta mil hombres que había acudido para disputarse la sierra de Bussaco.

* * * *

Sharpe pasó la tarde poniendo al día los libros de la compañía con la ayuda de Clayton, el administrativo de la misma, que tenía la molesta costumbre de pronunciar en voz alta las palabras mientras las escribía.

—Isaiah Tongue, fallecido —dijo para sí mismo, y entonces sopló sobre la tinta—. ¿Ha dejado viuda, señor?

—No lo creo.

—Se le deben cuatro chelines y seis peniques, por eso lo pregunto.

—Póngalos en el fondo de la compañía.

—Si es que cobramos —comentó Clayton con tristeza.

El dinero errante iba a parar al fondo de la compañía. No es que hubiera mucho, pero la paga que se debía a los muertos se depositaba allí y, de vez en cuando, se gastaba en brandy o para pagar a las esposas por hacer la colada. Algunas de dichas esposas habían subido a la cima de la sierra donde, junto a montones de civiles, contemplaban a los franceses. Todos los civiles habían recibido la orden de dirigirse hacia el sur para ponerse a salvo en la campiña de los alrededores de Lisboa, que se hallaba protegida por las Líneas de Torres Vedras, pero estaba claro que muchos de ellos la habían desobedecido, pues había montones de portugueses mirando boquiabiertos a los invasores. Algunos de los espectadores habían traído pan, queso y vino y en aquellos momentos se hallaban sentados en grupos comiendo, hablando y señalando a los franceses, y entre ellos había una docena de monjes, todos descalzos.

—¿Por qué no llevan zapatos? —preguntó Clayton.

—¡Sabe Dios!

Clayton frunció el ceño y dirigió una mirada de desaprobación a un monje que se había unido a uno de los pequeños grupos que comían en la montaña.

Dejeuner à la fourchette —dijo con un resoplido de reprobación.

—¿De-je qué? —preguntó Sharpe.

—Almuerzo con tenedor —le explicó Clayton. Había sido lacayo en una buena casa antes de alistarse en el South Essex y tenía un gran conocimiento de las extrañas costumbres de la alta burguesía—. Es lo que hacen las personas de calidad, señor, cuando no quieren gastar mucho dinero. Se les da comida y un tenedor y se les deja deambular por los jardines husmeando las dichosas flores. Todo son risitas tontas y ahogadas en el jardín —miró a los monjes con mala cara—. Malditos monjes papistas descalzos —dijo. Los hombres que vestían el hábito no eran monjes, sino frailes de la orden de los Carmelitas Descalzos, dos de los cuales inspeccionaban un cañón de nueve libras con aire de gravedad—. Y debería ver el interior del maldito monasterio, señor —siguió diciendo Clayton—. El altar de una de las capillas está cubierto de tetas de madera.

Sharpe miró a Clayton boquiabierto.

—¿Cubierto de qué?

—De tetas de madera, señor, todas pintadas para que parezcan reales. ¡Tienen pezones y todo! Llevé allí las raciones sobrantes, señor, y uno de los guardias me lo enseñó. ¡No podía creer lo que veían mis ojos! Claro que, como a los monjes no les permiten lo de verdad, quizá tienen que conformarse con lo que pueden, ¿no? ¿Pasamos ahora al libro de castigos, señor?

—En lugar de eso mire a ver si puede preparar un poco de té.

Sharpe se bebió el té en la cima. Era obvio que los franceses no planeaban atacar aquel día, pues sus tropas se hallaban desperdigadas por los campamentos cerca de los pueblos. Los soldados habían aumentado tanto en número que oscurecían el terreno bajo, mientras que, más próximos a las montañas, los artilleros, en mangas de camisa, apilaban los proyectiles junto a las baterías recién colocadas. La posición de dichas baterías sugería el punto por el que atacarían los franceses, si es que lo hacían, y Sharpe vio que el South Essex estaría justo a la izquierda de cualquier ataque dirigido por el desigual camino del sur en cuyo tramo más elevado se habían levantado unas barricadas con árboles talados, supuestamente para disuadir a los franceses de que llevaran su artillería hacia la cima. En el extremo norte de la sierra había más cañones agrupados cerca del camino, cosa que sugería que habría dos asaltos, y Sharpe suponía que serían igual que todos los ataques franceses que había soportado: grandes columnas de soldados avanzando al son de la concentración de tambores con la esperanza de abrirse camino a golpes a través de la línea anglo-portuguesa como si fueran arietes gigantes. Se suponía que las enormes columnas tenían que intimidar a las tropas inexpertas y Sharpe miró a la izquierda, donde los oficiales de un batallón portugués observaban al enemigo. ¿Aguantarían? El ejército portugués se había reorganizado durante los últimos meses, pero estaban soportando la tercera invasión de su país en tres años, y de momento nadie podía pretender que el ejército portugués se hubiera cubierto de gloria.

A media tarde, los soldados formaron para una inspección del equipo y, al finalizar, Sharpe se dirigió al norte por la montaña hasta que vio el alto muro de piedra que cercaba un gran bosque. Los soldados portugueses y británicos habían abierto unos huecos para atravesar el muro y Sharpe sorteó la brecha y se adentró en el arbolado hasta que al final encontró un sendero que bajaba por la ladera. Junto al camino había unas cabañas de ladrillo de aspecto extraño, situadas a espacios iguales, del tamaño del cobertizo de un jardinero, y Sharpe se detuvo junto al primero y atisbó por la puerta que estaba hecha de barras de hierro. Dentro había unas estatuas de barro, de tamaño real, que mostraban a un grupo de mujeres apiñadas en torno a un hombre medio desnudo y entonces Sharpe vio la corona de espinas y se dio cuenta de que la figura central debía de ser Jesús y que las cabañas de ladrillo debían de formar parte del monasterio. Todas aquellas pequeñas construcciones contaban con inquietantes estatuas y en varias de las ermitas había mujeres con mantones que rezaban de rodillas. Una chica muy guapa estaba junto a otra, escuchando tímidamente a un apasionado oficial portugués que calló, avergonzado, cuando Sharpe pasó por allí. El oficial retomó su arenga en cuanto Sharpe bajó por un tramo de escaleras de piedra que conducían al monasterio. Junto a la entrada crecía un viejo y nudoso olivo en cuyas ramas había atados una docena de caballos ensillados y dos casacas rojas montaban guardia junto a la puerta. Hicieron caso omiso de Sharpe cuando éste agachó la cabeza y cruzó el arco bajo para pasar a un oscuro pasadizo bordeado de puertas cubiertas con gruesas capas de corcho. Una de las puertas estaba abierta y al mirar dentro, Sharpe vio a un cirujano en mangas de camisa en la pequeña celda de un monje. El cirujano estaba afilando un escalpelo.

—Tengo el negocio abierto —le dijo alegremente.

—Hoy no, señor. ¿Sabe dónde puedo encontrar al comandante Hogan?

—Al final del pasillo, la puerta de la derecha.

La cena fue incómoda. Comieron en una de las pequeñas celdas revestidas de corcho para aislarlas del frío del invierno que se avecinaba, y la cena consistió en un guiso de cabrito y alubias, con pan basto, queso y vino en abundancia. Hogan hizo todo lo posible para que no decayera la conversación, pero Sharpe no tenía mucho que decirle al comandante Ferreira, quien no hizo referencia en ningún momento a los acontecimientos de la cima en la que Sharpe había quemado la torre telegráfica. En lugar de eso habló de la época que pasó en Brasil, donde había estado al mando de un fuerte en uno de los asentamientos portugueses.

—¡Las mujeres son hermosas! —exclamó Ferreira—. ¡Son las mujeres más hermosas del mundo!

—¿Incluyendo las esclavas? —preguntó Sharpe, cosa que hizo que Hogan pusiera los ojos en blanco, pues sabía que Sharpe intentaba desviar la conversación hacia el tema del hermano del comandante.

—¡Las esclavas son las más guapas! —dijo Ferreira—. Y muy serviciales.

—No tienen muchas alternativas —observó Sharpe agriamente—. Su hermano no les dio muchas, ¿verdad?

Hogan intentó intervenir, pero el comandante Ferreira acalló su protesta.

—¿Mi hermano, señor Sharpe?

—Era un negrero, ¿no?

—Mi hermano ha sido muchas cosas —repuso Ferreira—. De niño le pegaban porque los monjes que nos educaban querían que fuera piadoso. No es piadoso. Mi padre le pegaba porque no leía sus libros, pero las palizas no lo convirtieron en un lector. Él era más feliz con los hijos de los sirvientes, corría como un salvaje con ellos hasta que mi madre ya no pudo soportar más su desenfreno, de modo que lo mandaron con las monjas del Espíritu Santo. Ellas trataron de domeñarlo a golpes, pero él se escapó. Entonces tenía trece años y regresó dieciséis años más tarde. Volvió rico y absolutamente decidido, señor Sharpe, a que nadie volvería a pegarle de nuevo.

—Yo lo hice —dijo Sharpe.

—¡Richard! —lo reprendió Hogan.

Ferreira no prestó atención a Hogan y miró fijamente a Sharpe por entre las velas.

—Él no lo ha olvidado —repuso en voz baja.

—Pero todo está arreglado —terció Hogan—. ¡Fue un accidente! Se han ofrecido disculpas. Pruebe un poco de este queso, comandante —empujó por la mesa un plato desportillado con queso—. El comandante Ferreira y yo, Richard, nos hemos pasado la tarde interrogando a desertores.

—¿Franceses?

—¡No, por Dios! Portugueses —Hogan explicó que, después de la caída de Almeida, muchos portugueses de los que guarnecían dicha fortaleza se habían presentado voluntarios para la Legión Portuguesa, una unidad del ejército francés—. Por lo visto lo hicieron —explicó Hogan— porque les daba la oportunidad de aproximarse a nuestras líneas y desertar. Esta tarde llegaron más de treinta, y todos dicen que los franceses atacarán por la mañana.

—¿Y usted los cree?

—Creo que están diciendo la verdad tal como ellos la conocen —respondió Hogan—, y sus órdenes eran prepararse para un ataque. Lo que no saben, por supuesto, es si Masséna cambiará de opinión.

Monsieur Masséna —comentó Ferreira mordazmente— está demasiado ocupado con su amante para pensar con sensatez en la batalla.

—¿Su amante? —preguntó Sharpe.

Mademoiselle Henriette Leberton —dijo Hogan, divertido—, que tiene dieciocho años, Richard, mientras que monsieur Masséna tiene, ¿cuántos? ¿Cincuenta y uno? No, cincuenta y dos. No hay nada que distraiga tanto a un viejo como la carne joven, lo cual convierte a mademoiselle Leberton en uno de nuestros aliados más valiosos. El gobierno de su majestad debería pagarle un complemento. ¿Una guinea por noche, tal vez?

Cuando terminaron de cenar Ferreira insistió en mostrar a Hogan y a Sharpe la capilla donde, tal como Clayton había dicho, había pechos de madera en un altar. Un montón de velas pequeñas parpadeaban en torno a esos extraños objetos y docenas de otras velas se habían extinguido hasta convertirse en charcos de cera.

—Las mujeres traen los pechos —explicó Ferreira— para curarse de sus enfermedades. Dolencias femeninas —bostezó y sacó un reloj del bolsillo de su chaleco—. Debo regresar a la cima —dijo—. Creo que me iré a dormir pronto. Quizás el enemigo ataque al amanecer.

—Esperemos que así sea —dijo Hogan.

Ferreira se persignó, hizo una reverencia frente al altar y se marchó. Sharpe se quedó escuchando hasta que el sonido de las botas con espuelas del comandante se desvaneció por el pasadizo.

—¿A qué demonios ha venido todo esto? —preguntó a Hogan.

—¿A qué ha venido el qué, Richard?

—¡Esta cena!

—Estaba siendo amable. Demostrándole que no hay resentimiento.

—¡Pero es que sí lo hay! Dijo que su hermano no había olvidado.

—No lo ha olvidado, pero sí está convencido de dejar pasar este asunto. Y usted debería hacer lo mismo.

—Yo no me fiaría ni un pelo de ese cabrón —dijo Sharpe, que entonces tuvo que dar un paso atrás porque alguien había empujado la puerta para abrirla y un ruidoso y alegre grupo de oficiales entró en la pequeña estancia. Sólo había un hombre que no llevaba uniforme y que en cambio iba vestido con un abrigo azul y un fular de seda blanco. Era lord Wellington, que miró a Sharpe pero pareció no reparar en él.

El general, en cambio, saludó con la cabeza a Hogan.

—¿Ha venido a rendir culto, comandante? —le preguntó.

—Le estaba mostrando las vistas al señor Sharpe, milord.

—Dudo que al señor Sharpe le haga falta ver las réplicas —dijo Wellington—. Probablemente habrá visto el artículo de verdad más veces que la mayoría de nosotros, ¿eh? —lo dijo en un tono muy amistoso, pero con un dejo de desdén, y entonces miró directamente a Sharpe—. He oído que hace tres días cumplió usted con su obligación, señor Sharpe —le dijo.

Sharpe estaba confuso, primero por el repentino cambio de tono y luego por dicha afirmación, que parecía extraña tras la previa reprobación de Hogan.

—Eso espero, milord —respondió con cautela.

—No podemos dejar comida para los franceses —dijo el general, que se dio la vuelta hacia los pechos modelados—, y yo habría dicho que fui absolutamente claro respecto a dicha estratagema —pronunció las últimas palabras con aspereza, lo cual dejó en silencio a los demás oficiales—. No me imagino estas cosas en la catedral de San Pablo, ¿y usted, Hogan?

—Tal vez mejorarían el lugar, mi señor.

—Sí, ya lo creo. Comentaré el tema con el deán —soltó una de sus risotadas parecidas a un relincho y volvió bruscamente la mirada de nuevo a Hogan—. ¿Hay noticias de Trant?

—Ninguna, milord.

—Esperemos que eso sea buena señal —el general saludó con la cabeza a Hogan, volvió a hacer caso omiso de Sharpe y se marchó seguido por sus invitados allí adonde fueran a cenar.

—¿Trant? —preguntó Sharpe.

—Hay un camino que rodea la cadena montañosa por su parte más alta —explicó Hogan—. Allí tenemos a un piquete de batidores y confío en que también a algunos miembros de la milicia portuguesa a las órdenes del coronel Trant. Tienen órdenes de avisarnos si ven alguna señal del enemigo, pero no ha llegado ningún mensaje, por lo que debemos esperar que Masséna desconozca la ruta. Si cree que su único camino para dirigirse a Lisboa está subiendo esta montaña, entonces subirá por la montaña. Debo decir que, por increíble que parezca, es probable que ataque.

—Y tal vez sea al amanecer —dijo Sharpe—, de modo que debería dormir un poco —dirigió una amplia sonrisa a Hogan—. Así pues yo tenía razón sobre el maldito Ferragus y usted estaba equivocado, ¿no?

Hogan le devolvió la sonrisa.

—Regodearse es impropio de un caballero, Richard.

—¿Cómo lo sabía Wellington?

—Supongo que el comandante Ferreira se quejó ante él. Dijo que no lo había hecho, pero… —Hogan se encogió de hombros.

—No se puede confiar en ese cabrón portugués —dijo Sharpe—. Haga que uno de sus tipos malos le raje el cuello.

—Usted es el único tipo malo que conozco —replicó Hogan—, y ya hace rato que tendría que estar en la cama. De modo que buenas noches, Richard.

Todavía no era tarde, probablemente no fueran más que las nueve de la noche, pero el cielo estaba oscuro como boca de lobo y la temperatura había descendido bruscamente. El viento había empezado a soplar del oeste para traer el aire frío del lejano mar y cuando Sharpe volvía por el sendero de las extrañas estatuas alojadas en sus cabañas de ladrillo, se estaba empezando a formar niebla entre los árboles. Entonces el camino estaba desierto. El grueso del ejército se hallaba en lo alto de la sierra y las tropas que vivaqueaban al otro lado de la línea se hallaban acampadas en torno al monasterio, donde sus fogatas proporcionaban un poco de luz que se filtraba a través del bosque y hacía que la monstruosa sombra de Sharpe bailara por los troncos de los árboles, pero aquella luz débil se desvaneció cuando Sharpe subió a más altura. En lo alto de la montaña no había fogatas porque Wellington había ordenado que no se hiciera fuego para que su resplandor no revelara a los franceses el lugar donde se hallaba concentrado el ejército aliado, aunque Sharpe sospechaba que el enemigo ya se lo debía de haber imaginado. La ausencia de fogatas hacía que en la cima de la montaña reinara una profunda oscuridad. La niebla se hizo más espesa. A lo lejos, al otro lado del muro que cercaba el monasterio y su bosque, Sharpe oyó los cantos provenientes de los campamentos británicos y portugueses, pero el ruido más fuerte era el de sus propios pasos sobre la pinocha que alfombraba el camino. Apareció ante su vista la primera de las ermitas, iluminada desde el interior por las velas votivas que proyectaban un débil resplandor brumoso a través de la neblina helada. En la última de las ermitas había un monje arrodillado orando y, al pasar, Sharpe pensó en saludarlo, pero en el preciso momento en el que decidió no interrumpir sus rezos el hombre de los hábitos arremetió contra él, alcanzando a Sharpe por detrás de la rodilla izquierda; otros dos hombres salieron de detrás de la ermita, uno de los cuales llevaba un garrote con el que golpeó a Sharpe en el vientre. Sharpe cayó pesadamente y su vaina metálica resonó contra el suelo. Se dio la vuelta, intentando desenvainar la espada, pero los dos hombres que habían salido de detrás de la ermita lo agarraron por los brazos y lo arrastraron hasta el interior del edificio, donde había un pequeño espacio frente a las estatuas. Apartaron unas cuantas velas a puntapiés para hacer más espacio. Uno de ellos le quitó la espada a Sharpe y la arrojó fuera al camino, en tanto que el monje vestido con el hábito se echó atrás la capucha.

Era Ferragus, alto y enorme, llenando la ermita con su cuerpo amenazador.

—Usted me cuesta un montón de dinero —dijo en su inglés con marcado acento. Sharpe seguía en el suelo. Trató de levantarse, pero uno de los dos compañeros de Ferragus le dio una patada en el hombro y lo obligó a echarse de nuevo—. Mucho dinero —dijo Ferragus con un resoplido—. ¿Quiere pagarme ahora? —Sharpe no dijo nada. Necesitaba un arma. Llevaba una navaja en un bolsillo, pero sabía que no tendría tiempo de sacarla, y mucho menos de desplegar la hoja—. ¿Cuánto dinero tiene? —preguntó Ferragus. Sharpe siguió sin contestar—. ¿O acaso preferiría pelear conmigo? —prosiguió él—. A puño limpio, capitán, en igualdad de condiciones.

Sharpe hizo una cortante sugerencia de lo que Ferragus podía hacer y el gigantón sonrió y les habló a sus hombres en portugués. Éstos atacaron con sus botas: patearon a Sharpe, que alzó las rodillas para protegerse el vientre. Imaginó que les habría ordenado que lo incapacitaran y así dejarlo a merced de Ferragus, pero la ermita era pequeña, las estatuas dejaban muy poco espacio y los dos hombres se entorpecían mutuamente. Sus patadas seguían doliendo. Sharpe intentó lanzarse contra ellos, pero una bota le dio en un lado de la cara, volvió a caer pesadamente y tiró la estatua de María Magdalena, lo cual le proporcionó el arma que necesitaba. Golpeó la estatua con el codo derecho y dio un rodillazo tan fuerte que la arcilla se rompió y Sharpe agarró un fragmento puntiagudo de casi treinta centímetros de largo. Arremetió con su improvisada daga contra el hombre más cercano, apuntando a la entrepierna, pero éste dio la vuelta para apartarse y la arcilla le hizo un corte en la parte interior del muslo. El hombre soltó un gruñido. Sharpe ya se había levantado del suelo y, utilizando su cabeza como si fuera un ariete, la estrelló contra el vientre del hombre herido. Un puño le alcanzó a un lado de la nariz y una bota le golpeó las costillas, pero él arremetió con la daga de arcilla contra Ferragus, hundiéndola en la mandíbula del grandullón, y entonces un poderoso golpe en la cabeza lo lanzó hacia atrás y cayó contra el regazo de arcilla de Cristo. Ferragus ordenó a sus hombres que salieran de la ermita para dejarle espacio y propinó otro puñetazo a Sharpe, un sonoro golpe en la sien; Sharpe soltó su improvisado cuchillo, rodeó con el brazo el cuello del Hijo de Dios y dio un fuerte tirón, con lo que le arrancó la cabeza entera. Ferragus largó un directo con la izquierda y Sharpe lo esquivó, se levantó del suelo y estampó la cabeza rota con su corona de espinas en la cara de Ferragus. La cabeza de arcilla hueca se rompió con el golpe y sus bordes recortados hicieron unos cortes profundos en las mejillas al gigantón; Sharpe dio la vuelta hacia la izquierda cuando Ferragus retrocedió y salió apresuradamente por la puerta para intentar alcanzar su espada, pero los dos hombres que había fuera cayeron sobre él. Sharpe hizo fuerza hacia arriba, logró darse la vuelta a medias y entonces recibió una patada en el vientre que lo dejó sin resuello.

Era Ferragus el que le había propinado el puntapié, y ordenó a sus hombres que levantaran a Sharpe.

—Usted no puede pelear —dijo a Sharpe—, es débil —y empezó a darle puñetazos utilizando unos golpes cortos y fuertes que parecían tener poca fuerza, pero que Sharpe sentía como si lo estuviera coceando un caballo.

Los golpes empezaron en el vientre, subieron hasta su pecho, luego uno le cayó en la mejilla y le empezó a sangrar la boca por dentro. Trató de zafarse de los dos hombres, pero éstos lo sujetaban con demasiada fuerza y él estaba aturdido, confuso, medio inconsciente. Un puño lo alcanzó en la garganta y a duras penas podía respirar, se atragantaba al intentarlo, y Ferragus se rió:

—Mi hermano dijo que no debía matarle, pero, ¿por qué no? ¿Quién lo echaría de menos? —Escupió en la cara a Sharpe—. Soltadle —dijo a los dos hombres en portugués, y cambió al inglés—: Veamos si este inglés sabe pelear.

Los dos hombres se apartaron de Sharpe, que escupió sangre, parpadeó y retrocedió dos pasos, tambaleándose. Tenía la espada fuera de su alcance y, aunque pudiera haberla cogido, dudaba que le quedaran fuerzas para utilizarla. Ferragus sonrió ante su debilidad, caminó hacia él y Sharpe volvió a tambalearse, casi cayó de lado y al poner la mano en el suelo para recuperar el equilibrio notó que había una piedra, una piedra grande, del tamaño de una ración de galleta, y la cogió en el preciso momento en el que Ferragus lanzaba su puño derecho con la intención de tumbar a Sharpe para siempre. Sharpe, todavía medio consciente, reaccionó de forma instintiva y paró el puñetazo con la piedra; los nudillos de Ferragus se estrellaron en la roca y el gigantón se estremeció y retrocedió, asombrado por el repentino dolor. Sharpe intentó caminar hacia él y utilizar nuevamente la piedra, pero un golpe con la izquierda cayó sobre su pecho y volvió a arrojarlo al camino.

—Ahora es hombre muerto —dijo Ferragus.

Se estaba friccionando los nudillos rotos y le dolían tanto que tenía ganas de patear a Sharpe hasta matarlo. Empezó apuntando con su enorme bota a la entrepierna de Sharpe pero el golpe cayó a poca distancia, en el muslo, porque Sharpe había logrado volverse levemente hacia un lado; Ferragus apartó bruscamente la pierna, volvió a acercar su bota y de pronto apareció una luz en el camino tras él y una voz que llamaba:

—¿Qué está pasando? —gritó la voz—. ¡Quietos! Quienesquiera que sean, ¡no se muevan!

Las botas de dos o tres hombres resonaban por el sendero. Los hombres que se acercaban debían de haber oído la pelea, pero sin duda no podían ver nada con la niebla espesa y Ferragus no los esperó. Lanzó un grito a sus dos esbirros y echaron a correr, pasaron junto a Sharpe y se adentraron en los árboles ladera abajo. Sharpe se quedó hecho un ovillo en el suelo, intentando calmar el dolor de las costillas y el estómago.

Tenía unos espesos grumos de sangre en la boca y le sangraba la nariz. La luz se acercó, un farol que llevaba un casaca roja.

—¿Señor? —preguntó uno de los tres hombres. Era un sargento y llevaba las vueltas color azul marino de los prebostes, la policía militar.

—Estoy bien —gruñó Sharpe.

—¿Qué ha pasado?

—Ladrones —dijo Sharpe—. Sabe Dios quiénes eran. Sólo ladrones. ¡Dios! Ayúdeme a levantarme.

Dos de ellos lo alzaron en tanto que el sargento recogía su espada y su chacó.

—¿Cuántos eran? —preguntó el sargento.

—Tres. Los hijos de puta salieron corriendo.

—¿Quiere ver a un cirujano, señor? —El sargento se estremeció al ver el rostro de Sharpe a la luz del farol—. Creo que debería.

—¡No, por Dios! —envainó la espada, se puso el chacó en la cabeza magullada y se apoyó en la pared de la ermita—. Estaré bien —dijo.

—Podemos llevarle al monasterio, señor.

—No. Me dirigiré a la cima —dio las gracias a los tres soldados, les deseó una noche tranquila, esperó a recobrar un poco las fuerzas y entonces regresó cojeando colina arriba, atravesó el muro y fue a reunirse con su compañía.

El coronel Lawford había montado una tienda cerca del nuevo camino que se había abierto a lo largo de la cima. Los faldones de la tienda estaban abiertos y dejaban ver una mesa iluminada por la luz de las velas en la que relucían la plata y el cristal; el coronel oyó que un centinela daba el alto a Sharpe, oyó la respuesta amortiguada de Sharpe y le gritó a través de los faldones:

—¡Sharpe! ¿Es usted?

Por un momento Sharpe pensó en fingir que no lo había oído, pero estaba claro que se hallaba suficientemente cerca y se dio la vuelta hacia la tienda.

—Sí, señor.

—Venga a tomar un poco de brandy —Lawford tenía como invitados a los comandantes Forrest y Leroy, y con ellos estaba el teniente Slingsby. Todos llevaban puestos los capotes porque, tras los últimos días de un calor brutal, de pronto la noche era de un frío invernal.

Forrest hizo espacio en un banco hecho de cajones de munición de madera y levantó la mirada hacia Sharpe.

—¿Qué le ha pasado?

—Me caí, señor —respondió Sharpe. Tenía la voz pastosa, se inclinó a un lado y escupió un pegajoso grumo de sangre—. Me caí.

—¿Se cayó? —Lawford contemplaba a Sharpe con expresión de horror—. Le sangra la nariz.

—Ya casi se ha detenido la hemorragia, señor —dijo Sharpe, que se sorbió la sangre. Se acordó del pañuelo que se había utilizado como bandera blanca en la estación telegráfica y lo sacó. Parecía una lástima manchar de sangre el magnífico lino, pero se lo puso en la nariz y se encogió de dolor. Entonces se dio cuenta de que en la mano derecha tenía unos cortes que supuso se habría hecho con la improvisada daga de arcilla.

—¿Se cayó? —el comandante Leroy repitió la pregunta del coronel.

—Ahí abajo el camino es muy traicionero, señor.

—También tiene un ojo morado —comentó Lawford.

—Si no está en condiciones —dijo Slingsby— tendré mucho gusto de comandar la compañía mañana, Sharpe. —Slingsby tenía el color subido y estaba sudando, como si hubiera bebido demasiado. Miró al coronel Lawford y, como estaba nervioso, soltó una risotada—. Será un honor estar al mando, señor —se apresuró a añadir.

Sharpe lanzó una mirada al teniente que lo hubiera matado.

—Recibí peores heridas que éstas —dijo en tono gélido— cuando el sargento Harper y yo tomamos esa maldita águila que lleva en su insignia.

Slingsby se puso tenso, consternado por el tono de Sharpe, y los otros oficiales parecieron incómodos.

—Tome un poco de brandy, Sharpe —dijo Lawford en actitud conciliatoria, le sirvió una copa de una licorera y la empujó hacia él por la mesa de caballetes—. ¿Cómo estaba el comandante Hogan?

Sharpe estaba todo dolorido. Las costillas eran como tiras de fuego y tardó un momento en comprender la pregunta y encontrar una respuesta.

—Tiene mucha confianza, señor.

—Eso espero —dijo Lawford—. ¿Acaso no la tenemos todos? ¿Vio usted al par?

—¿Al par? —preguntó Slingsby. Se atrancó un poco con la palabra, luego se tomó el brandy que le quedaba y se sirvió más.

—Lord Wellington —explicó Lawford—. Así pues, ¿lo vio, Sharpe?

—Sí, señor.

—Espero que lo saludara de mi parte.

—Por supuesto, señor —Sharpe dijo la mentira requerida y se obligó a añadir otra—. Y él me pidió que le diera recuerdos.

—Muy gentil de su parte —dijo Lawford, claramente complacido—. ¿Y él cree que los franceses vendrán a bailar mañana?

—No lo dijo, señor.

—Quizás esta niebla los disuadirá —terció el comandante Leroy al tiempo que miraba al exterior de la tienda, donde la bruma espesaba de manera perceptible.

—O los animará —dijo Forrest—. Si hay niebla nuestros artilleros no pueden apuntar.

Leroy estaba observando a Sharpe.

—¿Necesita un médico?

—No, señor —mintió Sharpe. Le dolían las costillas, la cabeza estaba a punto de estallarle y había perdido uno de los dientes superiores. Su vientre era un cúmulo de dolor, le dolía el muslo y estaba enfadado—. El comandante Hogan —se obligó a cambiar de tema— cree que los franceses atacarán.

—Entonces será mejor que tengamos los ojos bien abiertos por la mañana —dijo Lawford, con lo que insinuó que la velada había terminado. Los oficiales captaron la indirecta, se pusieron de pie y le dieron las gracias al coronel, quien extendió una mano hacia Sharpe—. Quédese un momento, si es tan amable, Sharpe.

Slingsby, que tenía mal aspecto a causa de la bebida, apuró la copa, la dejó en la mesa de golpe y dio un taconazo.

—Gracias, William —dijo a Lawford abusando de su relación para utilizar el nombre de pila del coronel.

—Buenas noches, Cornelius —repuso Lawford, y esperó a que los tres oficiales se hubieran marchado de la tienda y se perdieran en la niebla—. Ha bebido mucho. De todos modos, supongo que en la víspera de la primera batalla un reconstituyente no está fuera de lugar. Siéntese, Sharpe, siéntese. Beba un poco de brandy —él también tomó una copa—. ¿De verdad se ha caído? Parece que venga de la guerra.

—No se ve nada entre los árboles, señor —dijo Sharpe con expresión acartonada—, y perdí el equilibrio en unos escalones.

—Debería tener más cuidado, Sharpe —comentó Lawford, que se inclinó hacia delante para encender un puro en una de las velas—. Ha refrescado mucho, ¿verdad? —Aguardó una respuesta, pero Sharpe no dijo nada y el coronel suspiró—. Quería hablar con usted —siguió diciendo entre una chupada y otra— sobre sus nuevos compañeros. Al joven Iliffe le va bien, ¿no?

—Es un alférez. Si sobrevive un año podría tener la oportunidad de crecer.

—Todos fuimos alféreces una vez —dijo Lawford—, y de las bellotas diminutas crecen unos fuertes robles, ¿no?

—Él todavía sigue siendo una bellota diminuta —repuso Sharpe.

—Pero su padre es amigo mío, Sharpe. Cultiva unas cuantas hectáreas cerca de Benflet y quería que cuidara de su hijo.

—Yo cuidaré de él —dijo Sharpe.

—Estoy seguro de que sí —asintió Lawford—, ¿y qué me dice de Cornelius?

—¿Cornelius? —preguntó Sharpe, ganando tiempo para pensar. Se enjuagó la boca ensangrentada con el brandy, escupió en el suelo, luego tomó un trago y tuvo la impresión de que le atenuaba un poco el dolor.

—¿Qué tal va Cornelius? —preguntó Lawford en tono agradable—. Está resultando útil, ¿verdad?

—Tiene que aprender nuestra manera de hacer las cosas —contestó Sharpe con recelo.

—Pues claro que sí, por supuesto. Pero yo quería que estuviera con usted en particular.

—¿Por qué, señor?

—¿Por qué? —El coronel pareció desconcertado por aquella pregunta directa, pero agitó el cigarro como si quisiera decir que la respuesta era evidente—. Creo que Cornelius es un tipo estupendo, y para serle sincero, Sharpe, no estoy seguro de que el joven Knowles posea el brío necesario para ser tirador.

—Es un buen oficial —afirmó Sharpe con indignación, y entonces lamentó haber hablado con tanto ímpetu, pues el dolor de las costillas pareció atravesarle el corazón.

—¡Sí, no lo hay mejor! —coincidió Lawford—, y es un tipo admirable, pero ustedes los tiradores no son personas apocadas, ¿verdad? ¡Ustedes son los monteros de traílla! ¡Necesito que mi compañía sea audaz! ¡Agresiva! ¡Sagaz!

Cada una de dichas cualidades fue acompañada de un golpe que hizo vibrar las copas y los cubiertos de la mesa, pero el coronel se detuvo después del tercero, al darse cuenta sin duda de que la sagacidad carecía de la fuerza de la audacia y la agresividad. Se quedó pensando unos segundos, intentando encontrar una palabra más impresionante, y luego siguió hablando sin pensar más en ello.

—Creo que Cornelius posee estas cualidades y espero que usted, Sharpe, potencie su talento —Lawford hizo una nueva pausa, como si esperara que Sharpe le respondiera, pero al ver que el fusilero no decía nada, el coronel pareció sumamente incómodo—. La cuestión es, Sharpe, que, al parecer, Cornelius cree que le resulta antipático.

—Es lo que piensa la mayoría de la gente, señor —repuso Sharpe, inexpresivo.

—¿Ah sí? —Lawford pareció sorprendido—. Supongo que puede ser. No todo el mundo le conoce tan bien como yo —hizo una pausa para dar una chupada al cigarro—. ¿Alguna vez echa de menos la India, Sharpe?

—La India —respondió Sharpe con cautela. Lawford y él habían servido allí juntos cuando Lawford era teniente y Sharpe un soldado raso—. Me gustaba mucho.

—Hay algunos regimientos en la India a los que les iría bien un oficial con experiencia —comentó Lawford en tono indiferente, y a Sharpe lo acometió el sentimiento de haber sido traicionado, pues aquellas palabras sugerían que el coronel quería deshacerse de él. Sharpe no dijo nada y Lawford no parecía consciente de haberlo ofendido—. Así pues, ¿puedo tranquilizar a Cornelius y decirle que no pasa nada?

—Sí, señor —dijo Sharpe, y se levantó—. Debo ir a inspeccionar los piquetes, señor.

—Claro, claro —repuso Lawford, que no ocultó que se sentía frustrado por la conversación—. Deberíamos hablar más a menudo, Sharpe.

Sharpe cogió su maltrecho chacó y salió a la noche envuelta de niebla. Se abrió camino por la densa oscuridad, cruzó la amplia cima de la sierra y bajó un trecho por la falda este hasta que distinguió la sucesión de fogatas enemigas, emborronadas por la niebla, en la profunda oscuridad del valle. «Que vengan —pensó—, que vengan.» Si no podía matar a Ferragus, descargaría su ira contra los franceses. Oyó unos pasos a su espalda pero no se dio la vuelta.

—Buenas noches, Pat —dijo.

—¿Qué le ha ocurrido? —Harper debía de haber visto a Sharpe dentro de la tienda del coronel y luego lo había seguido por la pendiente.

—Ese maldito Ferragus y dos de sus esbirros.

—¿Intentaron matarle?

Sharpe meneó la cabeza.

—Casi lo consiguen, maldita sea. Lo hubieran hecho de no haber llegado tres prebostes.

—¡Prebostes! Nunca pensé que sirvieran para algo. ¿Y cómo está el señor Ferragus?

—Le hice daño, pero no el suficiente. Me sacudió, Pat. Me dio una buena paliza.

Harper pensó en ello.

—¿Y qué le ha dicho al coronel?

—Que me caí.

—Pues eso les diré a los muchachos cuando se den cuenta de que tiene mejor aspecto de lo habitual. Y mañana tendré los ojos abiertos por si veo al señor Ferragus. ¿Cree que volverá a por más?

—No, se ha largado.

—Lo encontraremos, señor, lo encontraremos.

—Pero no mañana, Pat. Mañana vamos a estar ocupados. El comandante Hogan cree que los franchutes van a subir esta montaña.

Lo cual era una idea reconfortante para terminar el día, y se sentaron los dos y escucharon los cantos de los campamentos oscuros situados detrás. En algún lugar de las líneas británicas empezaron a ladrar unos perros que inmediatamente fueron imitados por docenas de otros canes, lo cual provocó unos gritos de enojo que ordenaron callarse a las bestias y poco a poco volvió a reinar la tranquilidad, salvo por un perro que no se callaba. Siguió ladrando sin parar, frenéticamente, hasta que de repente se oyó el estallido áspero de un mosquete o una pistola.

—Así se hace —dijo Harper.

Sharpe no dijo nada. Siguió mirando cuesta abajo hacia las hogueras francesas, que eran un brumoso y apagado resplandor en la niebla.

—Pero, ¿qué haremos con el señor Ferragus? —preguntó Harper—. No podemos permitir que agreda a un fusilero y se quede tan fresco.

—Si mañana perdemos —dijo Sharpe— tendremos que retirarnos por Coimbra. Él vive allí.

—Pues allí lo buscaremos —afirmó Harper en tono grave— y le daremos su merecido. Pero, ¿y si mañana ganamos?

—¡Sabe Dios! —repuso Sharpe, que hizo un gesto con la cabeza hacia la luz del fuego empañada de neblina que había al pie de la ladera. Había miles de hogueras—. Supongo que seguir a esos cabrones hacia España —siguió diciendo— y combatirlos allí. —Y seguir combatiéndolos, pensó, mes tras mes, año tras año, hasta el despuntar del día del Juicio Final. Pero eso empezaría mañana, con sesenta mil franceses que querían tomar una montaña. Mañana.

* * * *

El mariscal Ney, segundo al mando del Ejército de Portugal, creía que en la cadena montañosa se hallaba el ejército enemigo al completo. En la oscuridad de las alturas no había fogatas que revelaran su presencia, pero Ney los olía. Era el instinto del soldado. Esos cabrones les estaban tendiendo una trampa con la esperanza de que los franceses subieran por la montaña para masacrarlos, y Ney consideraba que debían complacerlos. Mandar a las Águilas cuesta arriba y hacer picadillo a esos desgraciados, pero Ney no era la persona que tenía que tomar esa decisión y, por consiguiente, llamó a un ayudante de campo, el capitán D’Esmenard, y le dijo que fuera a buscar al mariscal Masséna.

—Dígale a su alteza —dijo Ney— que el enemigo está esperando a que lo matemos. Dígale que vuelva aquí enseguida. Dígale que hay que librar una batalla.

El capitán D’Esmenard debía hacer un viaje de más de treinta kilómetros y tuvo que ser escoltado por doscientos dragones que entraron en la pequeña ciudad de Tondela bien pasada la medianoche con un repiqueteo de cascos. Sobre el porche de la casa en la que se alojaba Masséna ondeaba una bandera tricolor. Fuera había seis centinelas armados con mosquetes cuyas bayonetas reflejaban la luz del fuego del brasero que les proporcionaba un poco de calor en aquel frío repentino.

D’Esmenard subió las escaleras y llamó a la puerta del mariscal. Se hizo el silencio.

D’Esmenard volvió a llamar. En aquella ocasión se oyó la risita de una mujer seguida por el inconfundible sonido de una palmada contra la carne, y la mujer se rió.

—¿Quién es? —gritó el mariscal.

—Traigo un mensaje del mariscal Ney, su alteza —el mariscal André Masséna era duque de Rívoli y príncipe de Essling.

—¿De Ney?

—El enemigo se ha detenido definitivamente, señor. Están en la sierra.

La chica soltó un chillido.

—¿Qué el enemigo ha hecho qué?

—Se ha detenido, señor —gritó D’Esmenard a través de la puerta. El mariscal cree que debería regresar.

Aquella misma tarde Masséna había permanecido unos momentos en el valle al pie de la cadena montañosa, había dado su opinión de que el enemigo no se detendría a entablar combate y había vuelto a caballo a Tondela. La chica dijo algo y volvió a oírse otro cachete seguido de más risas.

—El mariscal Ney cree que van a presentar batalla, señor —dijo D’Esmenard.

—¿Quién es usted? —preguntó el mariscal.

—El capitán D’Esmenard, señor.

—Uno de los chicos de Ney, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Ha comido, D’Esmenard?

—No, señor.

—Vaya abajo, capitán, dígale a mi cocinero que le dé de cenar. Me reuniré con usted.

—Sí, señor —D’Esmenard se quedó allí. Oyó un resoplido, un suspiro y luego el sonido de los muelles de la cama chirriando rítmicamente.

—¿Sigue ahí, capitán? —gritó el príncipe de Essling.

D’Esmenard bajó sigilosamente, haciendo coincidir sus pasos sobre los peldaños que crujían con el regular rebote de los muelles. Comió pollo frío. Y esperó.

* * * *

Pedro y Luis Ferreira siempre habían estado muy unidos. Luis, el mayor, el rebelde, el niño grandote e incontrolable, era el más inteligente de los dos, y si su familia no lo hubiese desterrado, si no lo hubieran mandado con las monjas que le pegaban y se burlaban de él, si no se hubiese escapado de Coimbra para ver mundo, podría haber recibido educación y haberse convertido en un erudito aunque, a decir verdad, era un destino poco probable para Luis. Él era demasiado grande, demasiado agresivo, demasiado indiferente a sus propios sentimientos y a los de los demás, por lo que se había convertido en Ferragus. Había navegado por todo el mundo, había matado a hombres en África, Europa y América, había visto cómo los tiburones se comían a los esclavos moribundos arrojados por la borda frente a las costas de Brasil, luego había regresado a casa con su hermano menor y los dos, tan distintos y sin embargo tan unidos, se habían abrazado. Eran hermanos. Ferragus se había enriquecido lo suficiente como para montar un negocio, lo suficiente como para poseer una veintena de propiedades en la ciudad, pero Pedro insistía en que tuviera una habitación en su casa para utilizarla cuando quisiera.

—Mi casa es tu casa —había prometido a Ferragus, y aunque la esposa del comandante Ferreira hubiera deseado que no fuera así, no se atrevió a protestar.

Ferragus rara vez utilizaba la habitación de casa de su hermano, pero el día en que los dos ejércitos se hallaban frente a frente en Bussaco, después de que su hermano le prometiera atraer al capitán Sharpe para darle una paliza entre los árboles, Ferragus había asegurado a Pedro que regresaría a Coimbra y que allí vigilaría la casa de los Ferreira hasta que estuvieran claras las pautas que iba a seguir la campaña francesa. Se suponía que la gente tenía que abandonar la ciudad y dirigirse a Lisboa, pero si se detenía a los franceses no sería necesario huir, y tanto si los detenían como si no, en las calles reinaba el malestar porque a la gente no le hacía ninguna gracia la orden de abandonar sus hogares. La casa de Ferreira, rica y magnífica, adquirida con el legado del patrimonio de su padre, era un objetivo probable para que lo saquearan los ladrones, aunque nadie se atrevería a tocarla si Ferragus y sus hombres estaban allí; así pues, tras su fallido intento de matar a ese fusilero insolente, el grandullón cabalgó para cumplir su promesa.

La distancia desde la sierra de Bussaco hasta la ciudad de Coimbra no llegaba a treinta kilómetros, pero la niebla y la oscuridad retrasaron a Ferragus y a sus hombres y no fue hasta antes de amanecer cuando pasaron a caballo junto a los imponentes edificios de la universidad y bajaron por la ladera en dirección a la casa de su hermano. Las bisagras de la verja del patio de los establos chirriaron y Ferragus desmontó allí, dejó a su caballo y entró en la cocina para meter la mano herida en una cuba de agua fría. ¡Por Dios que aquel maldito fusilero tenía que morir!, pensó. Tenía que morir. Ferragus rumiaba lo injusta que era la vida mientras se limpiaba las heridas de la mandíbula y las mejillas con un trapo. Hizo un gesto de dolor, aunque peor eran las persistentes punzadas que sentía en la ingle desde el enfrentamiento en la ermita. Ferragus se prometió a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez se enfrentaría a Sharpe únicamente con los puños y mataría al inglés al igual que había matado a muchos otros hombres, pulverizándolo y dejándolo convertido en una masa ensangrentada y quejumbrosa. Sharpe tenía que morir, Ferragus lo había jurado, y si rompía su juramento sus hombres pensarían que se estaba ablandando.

De todos modos, lo estaban debilitando. La guerra se había encargado de ello. Muchas de sus víctimas habían huido de Coimbra y de las tierras de labranza circundantes, habían ido a refugiarse a Lisboa. Aquel contratiempo temporal pasaría y, en cualquier caso, a Ferragus no le hacía ninguna falta seguir extorsionando. Era rico, pero le gustaba que el dinero siguiera circulando porque no confiaba en los bancos. Le gustaba la tierra y había invertido las enormes ganancias obtenidas durante su época de negrero en viñedos, granjas, casas y tiendas. Todos los burdeles de Coimbra eran de su propiedad y apenas había un estudiante en la universidad que no viviera en una casa de Ferragus. Era rico, más rico de lo que había soñado cuando era pequeño, pero nunca tendría dinero suficiente. Le encantaba el dinero. Ansiaba tenerlo, lo amaba, lo acariciaba, soñaba con él.

Volvió a limpiarse la mandíbula y vio que el agua que goteaba del trapo era rosada. Capitâo Sharpe. Dijo en nombre en voz alta, sintiendo el dolor de la boca. Se miró la mano que le dolía. Tenía la impresión de que se había roto algunos huesos de los nudillos, pero podía mover los dedos, por lo que no debía de ser muy grave. Sumergió los nudillos en el agua y entonces se dio la vuelta lentamente cuando la puerta de la cocina se abrió y entró la institutriz de su hermano, la señorita Fry, vestida con el camisón y una pesada bata de lana. Llevaba una vela y dio un respingo de sorpresa al ver al hermano de su patrón.

—Lo lamento, senhor —dijo ella, e hizo ademán de marcharse.

—Entre —gruñó Ferragus.

Sarah hubiera preferido volver a su dormitorio, pero había oído el ruido de los caballos en el patio del establo y había bajado a la cocina con la esperanza de que pudiera tratarse del comandante Ferreira que trajera noticias sobre el avance francés.

—Está herido —dijo.

—Me caí del caballo —le dijo Ferragus—. ¿Por qué está levantada?

—Para hacer té —dijo Sarah—. Lo hago cada mañana. Y me preguntaba, senhor —añadió mientras cogía una tetera del estante—, si tendría noticias de los franceses.

—Los franceses son unos cerdos —declaró Ferragus—, y eso es lo único que le hace falta saber, de modo que prepare su té y haga un poco para mí también.

Sarah dejó la vela, abrió el fogón y puso astillas sobre los rescoldos. Cuando las astillas ardieron puso más leña al fuego. Cuando el fuego ardió debidamente ya había más sirvientes atareados por la casa, pero ninguno entró en la cocina, donde Sarah vaciló antes de llenar la tetera. El agua de la cuba estaba manchada de sangre.

—Sacaré un poco de agua del pozo —dijo.

Ferragus la observó cuando ella salió por la puerta abierta. La señorita Sarah Fry era un símbolo de las aspiraciones de su hermano. Para el comandante Ferreira y su esposa, una institutriz inglesa era una valiosa posesión, al igual que la porcelana fina, las arañas de cristal o los muebles dorados. Sarah revelaba el buen gusto de ambos, pero Ferragus la consideraba un mojigato desperdicio del dinero de su hermano. A él le parecía una típica inglesa esnob y, ¿en qué iba a convertir a Tomás y María? ¿En pequeñas copias estiradas de sí misma? Tomás no necesitaba aprender modales ni saber inglés; lo único que tenía que saber era cómo defenderse. En cuanto a María, su madre podía enseñarle modales y, siempre y cuando fuera guapa, lo demás no importaba. En cualquier caso, ésa era la opinión de Ferragus, que desde que la señorita Fry había llegado a casa de su hermano también se había fijado en que era una mujer bonita; era más que bonita, era hermosa. Tenía la piel blanca, el cabello rubio, los ojos azules, y era alta y elegante.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó cuando ella volvió a la cocina.

—¿Acaso es asunto suyo, senhor? —replicó Sarah en tono enérgico.

Ferragus sonrió.

—Mi hermano me mandó aquí para protegerlos a todos. Me gusta saber qué estoy protegiendo.

—Tengo veintidós años, senhor. —Sarah puso el agua a hervir en el fogón y a su lado colocó la gran tetera inglesa de color castaño para que la porcelana se calentara. Cogió la caja de hojalata donde se guardaba el té y ya no tuvo nada más que hacer puesto que el recipiente todavía estaba frío y el agua tardaría unos largos minutos en hervir sobre el fuego recién avivado de modo que, como detestaba estar sin hacer nada, se puso a limpiar unas cucharas.

Ferragus se dirigió a ella de nuevo:

—¿Tomás y María están aprendiendo como es debido?

—Cuando se aplican —respondió Sarah en tono de eficiencia.

—Tomás me ha dicho que le pega.

—Por supuesto que le pego —repuso Sarah—. Soy su institutriz.

—Pero no pega a María, ¿verdad?

—María no dice palabrotas —dijo Sarah—, y yo detesto el lenguaje soez.

—Tomás será un hombre —comentó Ferragus—, le harán falta las palabrotas.

—En tal caso puede aprenderlas de usted, senhor —replicó Sarah mirando a Ferragus a los ojos—, pero yo no voy a enseñarle a utilizar ese lenguaje delante de las damas. Sólo con que aprenda eso ya habré resultado útil.

Ferragus lanzó un gruñido que podría haber sido de regocijo. La mirada de la muchacha, que no denotaba ningún temor, lo desafiaba. Él estaba acostumbrado a que los demás sirvientes de su hermano se encogieran al pasar por su lado; bajaban la mirada e intentaban volverse invisibles, pero aquella muchacha inglesa era descarada. No obstante, también era hermosa, y Ferragus se maravilló ante la línea de su cuello, ensombrecido por unos rebeldes cabellos rubios. Qué piel tan blanca, pensó, y tan delicada.

—Les enseña francés. ¿Por qué? —le preguntó.

—Porque es lo que quiere la esposa del comandante —contestó Sarah—, porque es el idioma de la diplomacia. Porque el dominio del francés es un requisito del refinamiento.

Ferragus dejó escapar una especie de gruñido gutural que sin duda era un veredicto sobre el refinamiento y a continuación se encogió de hombros.

—Al menos el idioma les resultará útil si vienen los franceses —dijo.

—Si vienen los franceses —comentó Sarah— ya tendríamos que habernos ido hace mucho tiempo. ¿No es lo que ha ordenado el gobierno?

Ferragus hizo un gesto de dolor al mover la mano derecha.

—Quizás ahora ya no vengan. No si pierden la batalla.

—¿La batalla?

—Su lord Wellington está en Bussaco. Espera que los franceses lo ataquen.

—Rezo para que lo hagan —dijo Sarah con seguridad—, porque entonces les dará una paliza.

—Tal vez —repuso Ferragus—, o tal vez su lord Wellington hará lo mismo que hizo sir John Moore en La Coruña. Combatir, ganar y huir.

Sarah soltó un resoplido para expresar lo que opinaba sobre dicha afirmación.

Os ingleses —dijo Ferragus ferozmente— por mar.

Había dicho que los ingleses se marcharían por mar. Era una opinión generalizada en Portugal. Los británicos eran unos oportunistas, buscaban la victoria pero huían de cualquier posible derrota. Habían venido y habían luchado, pero no se quedarían hasta el final. Os ingleses por mar.

Sarah albergaba cierto temor de que Ferragus tuviera razón, pero no iba a admitirlo.

—¿Dice que su hermano lo mandó para protegernos? —le preguntó en cambio.

—Sí. El no puede estar aquí. Tiene que permanecer con el ejército.

—Entonces confiaré en que usted, senhor, se encargará de buscarme un lugar seguro si, como dice, los ingleses huyen por el mar. No puedo quedarme aquí si vienen los franceses.

—¿No puede quedarse aquí?

—Por supuesto que no. Soy inglesa.

—Yo la protegeré, señorita Fry —dijo Ferragus.

—Me alegra oírlo —repuso ella con brusquedad, y se volvió hacia la tetera.

Zorra, pensó Ferragus, zorra inglesa estirada.

—Olvídese de mi té —dijo él, y salió de la cocina sin decir palabra.

Entonces, desde la distancia, se percibió a medias, un sonido parecido al de los truenos. Subía y bajaba de volumen, se iba perdiendo, se volvía a oír, y en su punto de máxima intensidad las ventanas se sacudieron suavemente en los marcos. Sarah miró hacia el patio, vio la fría niebla gris y supo que no eran truenos lo que oía desde tan lejos.

Eran los franceses.

Porque amanecía y, en Bussaco, los cañones se habían puesto a trabajar.