NOTA HISTÓRICA

La invasión francesa de Portugal a finales de verano de 1810 fracasó a causa del hambre y fue la última vez que los franceses intentaron tomar el país. Wellington, que para entonces era comandante de los dos ejércitos, el británico y el portugués, adoptó la política de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo, una estrategia que acarreó enormes penurias al pueblo portugués. Intentaron privar a los invasores de hasta el último pedazo de comida, en tanto que a los habitantes del centro de Portugal se les exigió que abandonaran sus casas, bien para huir al monte, o bien para dirigirse al norte, hacia Oporto, o al sur, hacia Lisboa, que iba a estar defendida por las extraordinarias Líneas de Torres Vedras.

La estrategia funcionó, pero a un precio muy alto. Según un cálculo aproximado, entre cuarenta y cincuenta mil portugueses perdieron la vida en el invierno de 1811 a 1812, la mayoría de ellos por causa del hambre y algunos a manos de los franceses, pero en cualquier caso es una cifra terrible, que equivalía un dos por ciento de la población de Portugal. Se mire como se mire, arrojar la carga de la guerra sobre la población civil fue una estrategia despiadada. ¿Era necesaria? Wellington derrotó a Masséna de manera decisiva en las montañas de Bussaco y, de haber vigilado el camino que rodeaba el norte de la gran cadena montañosa, probablemente hubiera podido rechazar a los franceses en aquel mismo momento y lugar, obligándolos a retroceder a Ciudad Rodrigo, al otro lado de la frontera con España, aunque de ese modo, claro está, el ejército de Masséna hubiera quedado relativamente ileso. El hambre y las enfermedades eran unos enemigos mucho peores que los casacas rojas y los fusileros, y al obligar a Masséna a pasar el invierno en las tierras yermas al norte de las líneas, Wellington destruyó el ejército de su enemigo. Al principio de la campaña, en septiembre de 1810, Masséna estaba al mando de 65.000 soldados. Cuando regresó a España tenía menos de 40.000, había perdido la mitad de los caballos y prácticamente todo su transporte rodado. De los 25.000 hombres que perdió, sólo a 4.000 los mataron, los hirieron o los hicieron prisioneros en Bussaco (las bajas británicas fueron de unos 1.000 soldados); el resto murió porque las Líneas de Torres Vedras condenaron a Masséna a un invierno de hambre, enfermedad y deserción.

Entonces, ¿por qué luchar en Bussaco si las Líneas de Torres Vedras podían hacer mejor el trabajo? Wellington combatió allí por una cuestión de moral. El ejército portugués no poseía un historial extraordinario contra los franceses, pero en aquellos momentos se había reorganizado y estaba a las órdenes de Wellington, quien, brindándole una victoria en las montañas, dio a dicho ejército una confianza que nunca perdió. Bussaco fue el lugar en el que los portugueses se dieron cuenta de que podían derrotar a los franceses, un lugar que continúa siendo célebre en la historia de Portugal, y con toda la razón.

En la actualidad, la sierra se halla densamente arbolada, de manera que cuesta imaginarse cómo pudo haberse librado una batalla en su vertiente este, pero unas fotografías tomadas en 1910 muestran la montaña casi pelada por completo y los anales de la época sugieren que así es como era cien años antes. Dichas fotografías pueden verse en el espléndido libro Bussaco, 1810, de René Chartrand, publicado por Osprey. En la mayoría de los libros que versan sobre la batalla se hace referencia al monasterio de la ladera contraria como a un convento, una palabra que puede aplicarse correctamente tanto a comunidades de monjes como de monjas pero que en el lenguaje común queda limitada a las monjas; yo he visto el edificio de Bussaco llamado el convento de los Carmelitas Descalzos y el monasterio de los Carmelitas, de manera que me refiero a él como a un monasterio para evitar dar la impresión de que hubiera monjas en él. Estuvo ocupado por los Carmelitas Descalzos hasta 1843, cuando los monasterios portugueses se disolvieron. Todavía existe, al igual que las Estaciones de la Cruz hechas de arcilla en sus refugios de ladrillo, y todo ello puede visitarse. Actualmente, junto al monasterio, se levanta un hotel inmenso construido a principios del siglo XX como palacio real.

En la víspera de la batalla, Masséna se hallaba, efectivamente, a unos treinta y cinco kilómetros por detrás de Bussaco. Había visitado brevemente la población y luego regresó con su amante de dieciocho años, Henriette Leberton, y el ayudante de campo de Ney, D’Esmenard, se vio obligado a mantener una conversación con él a través de la puerta cerrada del dormitorio. Masséna consiguió arrancarse de los brazos de Henriette y cabalgó de vuelta a Bussaco, donde decidió no efectuar ningún tipo de reconocimiento y se limitó a lanzar a sus tropas al ataque. Fue una decisión imprudente, pues la sierra de Bussaco es una posición formidable. Algunos de sus generales le aconsejaron que no atacara, pero Masséna confiaba en que sus tropas podrían romper la línea británica y portuguesa. El error fue producto de un exceso de confianza y, aunque las columnas francesas alcanzaron la cima tal como se describe en la novela, fueron rechazadas y derrotadas.

El saqueo de Coimbra por parte de los franceses fue tan desagradable como se describe en La fuga de Sharpe. Las primeras tropas que entraron en la ciudad eran reclutas nuevos, mal adiestrados e indisciplinados, que arrasaron con todo. Al comienzo de la campaña la ciudad tenía 40.000 habitantes, de los cuales al menos la mitad decidieron no retirarse hacia Lisboa, y de los que se quedaron, al menos un millar fueron asesinados por los invasores. La universidad fue saqueada, las tumbas reales de Santa Cruz abiertas y profanadas y, aunque los hambrientos franceses encontraron comida en abundancia en la ciudad, se las arreglaron para destruir la mayor parte. Se prendió fuego a los almacenes de suministros de manera que, cuando el ejército de Masséna marchó hacia el sur, las tropas estaban igual de hambrientas que cuando llegaron.

Masséna dejó a sus heridos en Coimbra con una guardia totalmente inadecuada. Su control de la ciudad duró sólo cuatro días, tras los cuales el coronel Trant, un oficial británico que comandaba una milicia portuguesa, capturó Coimbra desde el norte y, después de sufrir ciertas dificultades para proteger a sus nuevos prisioneros de la venganza de los habitantes de la ciudad, logró conducirlos o trasladarlos al norte, a Oporto.

Mientras tanto, Masséna se había encontrado con las Líneas de Torres Vedras, que lo dejaron estupefacto. Wellington y su jefe de ingenieros, el coronel Fletcher, se las habían ingeniado de algún modo para mantener en secreto (incluso a los gobiernos británico y portugués) el proyecto de aquella gran construcción, y aunque Masséna había oído rumores sobre una línea de fuertes, no estaba en absoluto preparado para la realidad. Las líneas comprendían 152 construcciones defensivas (bastiones o fuertes), contaban con 534 cañones y cubrían 83 kilómetros de terreno. Las primeras dos líneas impedían que los franceses se aproximaran a Lisboa; la tercera, más al sur, rodeaba un enclave de emergencia en el que Wellington podía replegar a sus tropas si se hacía necesario embarcar a su ejército. Un oficial francés dijo de las primeras dos líneas que «eran de una naturaleza tan extraordinaria que me atrevería a decir que no podían compararse con ninguna otra posición del mundo». Otro francés, un oficial de los húsares, lo expresó de un modo más gráfico: «Tenían ante ellos un muro de bronce y detrás de ellos una región famélica». Masséna observaba las líneas con un catalejo cuando una bala de cañón quiso ahuyentarlo, y él respondió descubriéndose la cabeza, lo cual fue muy educado por su parte, pero en realidad estaba furioso por no haber sido advertido de las nuevas fortificaciones. Parece increíble que no se hubiera enterado de su existencia, pero permanecieron en secreto. Miles de hombres habían trabajado para construir dichas defensas, y otros miles habían pasado por ellas al utilizar los caminos que las atravesaban; sin embargo, para los franceses fueron una verdadera sorpresa. Masséna no llevó a cabo ningún intento serio de abrir una brecha; en realidad, el único enfrentamiento que aconteció en las líneas propiamente dichas fue una batalla irregular entre dos grupos de tiradores que tuvo lugar el 12 de octubre en Sobral, el día después de que las primeras tropas francesas alcanzaran las líneas. El combate que tiene lugar al final de La fuga de Sharpe está basado libremente en dicha batalla, pero confieso que la palabra clave es «libremente», puesto que la trasladé unos treinta kilómetros para situarla cerca del Tajo y brindársela a sir Thomas Picton, que se encontraba muy lejos de Sobral.

La mayor parte de los 152 fuertes de las líneas todavía existen, pero muchos de ellos se hallan en un estado tan ruinoso y abandonado que no es fácil encontrarlos. Si la única oportunidad de verlos es en una visita muy rápida, ésta debería hacerse probablemente a la propia ciudad de Torres Vedras, al norte de la cual se ha restaurado el fuerte de San Vicente. Una visita más prolongada tendría que basarse (como cualquier visita a un campo de batalla peninsular) en la magnífica guía de Julian Paget Wellington’s Peninsular War (Leo Cooper, Londres, 1990).

Masséna permaneció en Portugal mucho más tiempo del que Wellington se había esperado. El intento de despojar de comida el centro de Portugal nunca funcionó realmente, y los franceses encontraron suministros suficientes para alimentarse bien durante todo el mes de octubre. Repararon los molinos de viento y reconstruyeron los hornos, pero en noviembre estaban con medias raciones y luego se vieron acosados por un invierno más frío y húmedo que de costumbre. Abandonaron Torres Vedras a mediados de noviembre y se retiraron allí donde esperaban conseguir más comida. De un modo u otro aguantaron en Portugal hasta marzo, cuando, desanimados y fracasados, regresaron a sus depósitos en España. Había sido una derrota amarga para Masséna.

El libro de John Grehan The Lines of Torres Vedras, publicado por Spellmount en el año 2000, me resultó inestimable al escribir La fuga de Sharpe. No tan sólo contiene la que es con mucho la mejor descripción de las líneas propiamente dichas, sino muchas otras cosas, incluyendo un apasionante relato de la batalla de Bussaco, por lo que estoy en deuda con él, si bien cualquier error es, por supuesto, mío. Sharpe y Harper marcharán de nuevo.