La partida de Jesús
Además de su carácter extrañamente abstracto y de sus contradicciones, los textos evangélicos canónicos sobre la reaparición o «resurrección» de Jesús y los acontecimientos que tuvieron lugar después de la misma desprenden una desconcertante impresión de clandestinidad.
Podía esperarse que al regresar de entre los muertos e investido de una divinidad invulnerable, Jesús se hubiera manifestado en su gloria, aunque sólo fuera una vez, al pueblo de Jerusalén, de Judea o de Galilea. Pero no fue así; sólo se apareció a sus íntimos, con una sostenida discreción, y los rumores que llegaron hasta Roma no eran más que eso: rumores. Sin embargo, de ese modo hubiera coronado su misión terrenal de un modo brillante.
Se abstuvo de hacerlo por razones personales, como ya hemos visto antes. Si se hubiera expuesto una vez más a la venganza de sus enemigos, los fariseos y los sacerdotes del Templo, hubiera podido albergar pocas esperanzas de volver a escapar. Hubiera producido la matanza de sus partidarios y puesto en peligro los frutos de sus tres años de ministerio público.
Sin embargo, por encima de todo, en medio de la situación política de Palestina, sobre la cual sus palabras en los Evangelios reflejan una notable presciencia, sabía que su reaparición iba a provocar en breve, en muy breve plazo, considerables disturbios. A este respecto, se pueden hacer todo tipo de especulaciones: un levantamiento popular en Jerusalén, en Judea, en Galilea, cuyo objeto inmediato hubiera sido derribar al clero que había ejecutado al profeta y cuyo objetivo lejano hubiera sido expulsar a los romanos. Ahora bien, Jesús sabía que los romanos reaccionarían con mano de hierro y que sería inevitable un baño de sangre. Sabía también que los zelotes infestaban el país, de norte a sur, que habrían desviado el levantamiento hacia sus propios fines y le habrían conferido una ferocidad sin igual. Aquella carnicería no sólo podía destruir el judaísmo oficial, cuyo fin deseaba Jesús de todo corazón, sino también el judaísmo reformado que él predicaba. Era preciso darle tiempo a ese judaísmo reformado para que se desarrollase gracias a sus discípulos.
Jesús fue un político sagaz cuando declaró (Lucas 21, 20-24):
Cuando veáis Jerusalén cercada por los ejércitos, entended que se aproxima su desolación. Entonces los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en medio de la ciudad, que se retiren; quienes se encuentren en los campos, que no entren en ella, porque días de venganza serán esos para que se cumpla todo lo que está escrito. ¡Ay entonces de las encintas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre la tierra y gran cólera contra este pueblo. Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos entre todas las naciones, y Jerusalén será hollada por los gentiles hasta que se cumplan los tiempos de las naciones.
Es una descripción resumida de lo que fue la caída de Jerusalén en el año 70: un horror sin nombre en el que el judaísmo estuvo a punto de zozobrar entre los escombros de la ciudad destruida por sus propios defensores, los zelotes; sólo sobrevivió porque un rabino obtuvo del general romano Tito autorización para llevarse los pergaminos e ir a abrir una escuela rabínica en la costa.
Por lo tanto, a finales del año 33, la misión de Jesús había terminado; había difundido su enseñanza, y sus discípulos debían propagarla por el mundo, incluido un inesperado discípulo en la persona de Saulo, que se rebautizó Pablo, al modo romano, y que transformó el judaísmo reformado de Jesús en una religión nueva, contra la opinión del Consejo Apostólico de Jerusalén, como atestiguan ampliamente los Hechos de los Apóstoles[5].
La propia vida de Jesús estaba entonces en peligro. No podía escapar indefinidamente de los esbirros de Saulo y de los demás espías del Templo, sin contar con los de Herodes Antipas. Una segunda crucifixión hubiera sido peor que la primera. Ya no tenía nada que hacer en Palestina y debía abandonar el país, de modo que lo abandonó.
Expuse en Jesús de Srinagar, el cuarto tomo de la serie El hombre que se convirtió en Dios, las razones históricas y documentales para creer que Jesús se dirigió a Cachemira. En aquel país abundaban los descendientes de los judíos que no habían regresado del exilio en Babilonia, algo de lo que presumen aún en nuestros días muchos cachemires, y Jesús sabía que allí no sería un extranjero; como máximo, se sentiría desorientado. Se marchó con Tomás, y María de Magdala se reunió con él. Además de la tumba de Jesús, todavía se conserva allí el Rauzabal, en Srinagar, una tumba de María que es objeto de veneración popular.
El papel de María de Magdala en la epopeya de Jesús parece destinado a permanecer oculto. Unos dos mil años de cultura cristiana han hecho que arraigue una leyenda que no le deja lugar, porque habría sido una mujer en la vida de un hombre inspirado. Se trata de la última revancha de una historia que sólo considera a las mujeres siervas de los hombres, pues fue ella quien forjó la imagen de un resucitado y acabó perdiendo la suya.
Espero que estas páginas hayan logrado devolverle, a los ojos de algunos lectores, el lugar que en realidad le corresponde. Deberían haberse situado entre los tomos III y IV de El hombre que se convirtió en Dios; el retraso tiene un solo motivo: las convicciones íntimas a veces tardan en formarse. Y por ello son entonces más fuertes.
París, 2001