María de Magdala, la mujer más citada por los evangelios[4]
María de Magdala, a la que yo atribuyo por necesidades de la novela un apellido imaginario, Ben Ezra, es la mujer más citada por los Evangelios: diecisiete veces, mucho más que María, la madre de Jesús. Además, los evangelistas consideran de forma unánime que es la primera persona a la que se manifiesta Jesús tras haber salido de la tumba; prodigiosa distinción que plantea preguntas en relatos profundamente simbólicos. Ese doble homenaje resulta extraordinario. Sin embargo, María de Magdala sólo ha suscitado en la literatura exegética un molesto interés e, incluso, algunos desmentidos.
Cierta tradición cristiana se obstina, desde el siglo VI, es decir hasta Gregorio Magno, en distinguir entre María de Magdala, llamada corrientemente María Magdalena, la «pecadora», y otra María, María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro, el «resucitado». Hasta entonces, no había sido así: para la Iglesia latina, ambas Marías eran una sola.
Así, en su Diccionario de la Biblia, André-Marie Gérard escribe que esta identificación carecía de base, «si nos atenemos a los textos del Evangelio». Sin embargo, basta con oponer el mismo argumento para demostrar el error de su afirmación, según la cual «en ninguna parte se dice» que María de Magdala, llamada la «pecadora», y María de Betania fueran la misma persona y que María de Magdala no era la hermana de Marta y de Lázaro.
No obstante, se equivoca; lo dice nada menos que el evangelista Juan:
Había un enfermo, Lázaro, de Betania, la aldea de María y Marta, su hermana. Era esta María la que ungió al Señor con ungüento y le enjugó los pies con sus cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo. (Juan 11, 1-2).
La mujer que derramó perfumes sobre Jesús fue María de Magdala, a menos que se sostenga que cada vez que Jesús salía a cenar a casa de un tal Simón, fariseo o leproso, aparecía una mujer llamada María para arrojarle perfume. Como personaje distinto, María de Betania es una cómoda ficción: la mujer llamada con ese nombre por los exégetas cristianos, porque la encontramos en Betania, nunca es llamada en los Evangelios «María de Betania», sino siempre «María de Magdala». La diferencia de localidades no puede suponer objeción alguna, pues la gente se desplazaba por la región, sobre todo para seguir a Jesús, y María de Magdala podía tener también o disponer de una casa en Betania, localidad a la que Jesús acudía, por lo demás, con frecuencia. Gregorio Magno estaba en lo cierto.
A pesar de que podría parecer sólo un detalle, no lo es. La intimidad de Jesús con la familia de María Magdalena, su hermano y su hermana se oponía, y sin duda sigue oponiéndose aún, a cierto consenso teórico según el cual Jesús era, por una parte, un hombre de pleno derecho, pero, por la otra, no podía mantener vínculos terrenales tan firmes como los que parecían perfilarse si se fundía en una misma persona a María de Magdala y a la presunta María de Betania, y menos aún sentir deseos sexuales. De modo que María de Magdala comenzaba a resultar, en lenguaje familiar, «molesta». Algunos fieles no habrían dejado de hacerse preguntas sobre sus vínculos con Jesús.
De ahí el interés en diluir las relaciones de Jesús con tantas Marías como fuera posible.
Era el mismo consenso que había prescindido cómodamente de un pasaje del Evangelio original de Marcos, decididamente sospechoso, y que se refería a los acontecimientos que siguieron a la resurrección de Lázaro:
Jesús le tendió la mano y lo levantó. Pero el joven, mirándole, le amó y comenzó a suplicarle que se quedara con él. Y salieron de la tumba y entraron en la casa del joven, que era rico. Después de seis días, Jesús le dijo lo que debía hacer por la noche; el joven se acercó a él, vistiendo ropa de lino sobre su cuerpo desnudo. Y Jesús permaneció con él aquella noche, pues le enseñó el misterio del reino de Dios.
El propio Juan parece consciente de la naturaleza privilegiada de las relaciones entre Jesús y María de Magdala, pues atribuye a Jesús estas singulares palabras en su primera reaparición: «Jesús le dijo: “Deja ya de tocarme, porque aún no he subido al Padre”» (20, 17). Estas palabras son, en efecto, singulares por tres razones: primero, el propio Jesús invita a Tomás a tocarle el mismo día, cuando evidentemente tampoco ha subido aún al Padre (Juan 20, 27); luego, ese detalle podría dar a entender que sería lícito tocarle cuando hubiera subido al Padre, lo que evidentemente sería imposible; finalmente, ¿no dijo Jesús al Buen Ladrón, mientras estaba en la cruz: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»? (Lucas 23, 43), lo que significaría, evidentemente, que él habría subido ya al Padre; por lo tanto, su admonición a María hace que se contradiga a sí mismo.
Queda el hecho de que Lázaro sea rico, un rasgo que conocemos por Marcos. Así pues, sus hermanas lo son también. Magdala, conocida también con los nombres de Dalmanuta y Gabara, era una ciudad ribereña del lago de Tiberíades o mar de Galilea, donde había ochenta hilaturas de lana fina, y era una de las tres ciudades de Galilea cuyas contribuciones al Templo eran tan importantes que había que transportarlas en tres carros. Magdala tenía también fama de ciudad fácil y corrompida, y se ignora si María tuvo para Lucas fama de «inmoral» (7, 37-50) porque era originaria de Magdala o porque era de costumbres ligeras. Lo cierto es que disponía de medios para derramar una pequeña fortuna en perfumes sobre los pies de Jesús.
Puesto que los trastornos del humor y del comportamiento eran calificados, por aquel entonces, de «posesión», María tenía fama de «posesa». Jesús le curó y desde entonces ella sintió por él una pasión evidente. Teniendo en cuenta que Jesús fue un hombre en el pleno sentido de la palabra, le atribuyo sentimientos recíprocos hacia aquella mujer y una relación carnal con ella. Ciertamente, no he sido el primero, y ya hemos visto antes que los propios textos evangélicos confirman el lugar primordial que ella ocupaba en su vida: no visitó primero a su madre, sino a María de Magdala.
Sabemos también por los textos evangélicos que María siguió a Jesús por todas partes, en sus desplazamientos a través de Judea y de Galilea; ella fue la que cubrió las necesidades de Jesús y, sin duda, de parte de los suyos a lo largo de su ministerio público. Los Evangelios son del todo discretos sobre este punto, pero fuera cual fuese la modestia de su modo de vida, Jesús y sus discípulos no eran espíritus puros; a Jesús, en especial, le gustaba la buena carne, se dirigía al rico Zaqueo para que le invitara a cenar en su casa y no rechazaba las invitaciones de Simón el Fariseo o el Leproso, algo que, por otra parte, le valió ser tratado de glotón por los fariseos. De todos modos, aquellos hombres tenían que alimentarse, alojarse en albergues, comprar eventualmente un manto y sandalias. Estaban casados, otro punto sobre el que los autores evangélicos pasan prudentemente de puntillas, sufriendo la censura tácita del cristianismo primitivo sobre la sexualidad, y también necesitaban mandar dinero a sus casas, en Galilea, mientras recorrían los caminos con Jesús. Era necesario que alguien se ocupase del abastecimiento. La tarde del juicio, María de Magdala no fue ciertamente una de las que renegaran de su maestro.
Más bien al contrario: mostró la decisión necesaria para el proyecto, muy sencillo, de sobornar a los guardias para que Jesús fuera crucificado lo más tarde posible y descendido de la cruz con la mayor rapidez, y para que no le rompieran las tibias. Ya había dado una muestra de esa decisión cuando, con lo que en nuestros días llamaríamos cara dura, entró en casa de Simón el Leproso, en Betania, para derramar los perfumes en la cabeza y los pies de Jesús; en una sociedad que en nuestros días podría calificarse de machista, donde la mujer sólo era, a fin de cuentas, una esclava de alto rango, se necesitaba arrojo para hacer algo semejante.
Tenía partidarios poderosos y muy convenientes: José de Ramathaim y Nicodemo, doctor de la Ley, ambos miembros del Sanedrín que disponían de apoyos oficiales y oficiosos en la sociedad judía, pero también Juana, mujer de Cusa. Además de Prócula, la propia esposa de Poncio Pilatos, María sabía sin duda que Jesús contaba con partidarios en la administración de Herodes Antipas: el gobernador de Cana en Galilea, a cuyo hijo había curado, y el centurión de la propia casa de Herodes Antipas, a cuyo criado había sanado. Sabemos, además, por Lucas (23, 8) que el tetrarca deseaba mucho conocer a Jesús.
Por esta última razón he incluido a Maltace, madre de Herodes Antipas, entre los personajes con cuyo apoyo pudo contar María de Magdala. Pero para ir a sobornar a los centuriones, a menudo reclutados entre los pueblos locales y menos rígidos de lo que hubieran sido unos romanos de pura cepa, se necesitaban hombres, y probablemente fueron José de Ramathaim y Nicodemo quienes actuaron como goznes de la conspiración, mientras que María era su alma.
Por lo tanto, me parece seguro que hubiese una conspiración. Que María de Magdala fuese su alma me parece indicado por su importancia en los textos y los desarrollos lógicos que de ellos se desprenden.
Que Jesús no estuviera informado de ello me parece más que probable, precisamente por el amor que por él sentía María de Magdala. Estaba detenido cuando ella supo la sentencia de muerte, y hubiera sido imposible avisarle; además, la empresa podía fracasar y hubiera sido inhumano dejar que Jesús esperara una liberación cuando realmente podía terminar sus días en la cruz. La última razón para no informarle era que podían esperar una negativa por parte de Jesús, pues se consideraba el cordero del sacrificio.
Finalmente, que María y su familia, así como José y Nicodemo, decidieran no informar a los discípulos de la conspiración me parece una decisión de la más elemental prudencia: eran numerosos, tenían familia, se les hubiera podido escapar una palabra imprudente o tener un comportamiento revelador.
Esta es, en mi opinión, la razón por la que los apóstoles quedaron convencidos de que Jesús había resucitado realmente, a pesar de que él mismo les dijera que un espectro no deja huellas de pasos.
El detalle más extraordinario de la historia de María de Magdala reside en que, al arrancar a Jesús de la tumba, le convirtió ante los apóstoles en un personaje sobrenatural. Por consiguiente, dio cuerpo a la imagen de un Jesús de esencia divina. Resulta, pues, la verdadera fundadora del cristianismo tal como hoy lo conocemos.
Si hubiera dejado a Jesús en la tumba, sólo sería una víctima más del imperialismo romano y de la intolerancia del decadente clero de Jerusalén.