La hipótesis de la conspiración

Es contraria, evidentemente, a la tradición cristológica, como las reacciones a los cuatro tomos precedentes de esta obra han demostrado de forma más que abundante. Creo, sin embargo, y tras treinta años de reflexión, que se impone dicha hipótesis. Resumiré sus principales elementos:

El proceso, sin embargo, es lento. Los testimonios sobre el suplicio cuentan que un crucificado podía sobrevivir varios días. Por lo general, se ponía fin a su agonía rompiéndole las tibias y el cráneo.

Ahora bien, en el caso de Jesús, el suplicio fue sorprendentemente corto. Según Marcos (15, 25), fue crucificado a las nueve de la mañana y habría muerto a mediodía. Lucas (23, 46) y Mateo (27, 45-50) no mencionan la hora de la crucifixión, pero dicen que habría muerto a las tres de la tarde. Así pues, habría permanecido en la cruz entre tres y seis horas. Juan no comenta la hora ni de la crucifixión ni del descendimiento de la cruz. No obstante, los cuatro evangelistas están de acuerdo en el hecho de que las tibias de Jesús no fueron rotas, a diferencia de las de los «bandidos» que había a su derecha e izquierda. Su muerte, por ello, es segura.

Un detalle revelador mencionado por Marcos (15, 44-45) guarda relación con el momento en que José de Ramathaim acude a pedir a Pilatos que le permita disponer del cuerpo de Jesús: «Pilatos se maravilló de que ya hubiera muerto, y haciendo llamar al centurión, le preguntó si en verdad había muerto ya. Informado por el centurión, dio el cadáver a José». Sin duda, fue entonces cuando el centurión hirió al crucificado con la punta de su lancea, lanza de punta fina y plana que llevaban normalmente los soldados cuando no estaban en campaña, para asegurarse de que la persona en cuestión no reaccionaba. No era el tiro de gracia, la herida en el corazón que asegura la tradición sin fundamento textual alguno, pues en ninguna parte se dice que el lanzazo —que sólo Juan menciona— se diera en el corazón. La Liturgia de Crisóstomo y los Hechos de Pilatos precisan, por otra parte, que se dio en el costado derecho.

Sin embargo según Juan (19, 38-42), Nicodemo estaba presente en la inhumación; había llevado una mezcla de mirra y áloe en grandes cantidades que fue puesta en el sudario. Pero un detalle singular es que Juan no menciona nunca el sudario que citan los demás evangelistas, sino que cuenta que los dos notables «tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas», othonia en griego, «según es costumbre sepultar entre los judíos» (19, 40). Ahora bien, hay aquí un elemento muy inverosímil: los judíos nunca han fajado a sus muertos, al igual que los egipcios, pues eso hubiera requerido un embalsamamiento, procedimiento que además exige varias semanas y que hubiera sido imposible iniciar la víspera del Sabbat (sin mencionar el hecho de que requiere la evisceración, algo que hubiera resultado odioso para los judíos).

De modo que Juan, por una parte, y Mateo y Lucas, por la otra, están en formal contradicción por lo que se refiere al sudario y al modo de entierro, al igual que en lo que atañe a los responsables del sepultamiento. En efecto, si Jesús había sido ya cubierto de aromas, no había necesidad de que las mujeres citadas por Lucas regresaran el domingo para añadir más. O puede que Mateo y Lucas, por una parte, o Juan, por la otra, creasen una versión ficticia. En un primer análisis, puede parecer que es Juan quien está en el error, pues los judíos nunca practicaron el embalsamamiento al modo egipcio, el único que justifica el fajado con vendas. Pero se trata de una cuestión más compleja, como veremos más adelante. El texto de Juan aparecería entonces como una reconstrucción realizada ab abstracto por alguien que ignorase las costumbres judías. La continuación de los textos invita, sin embargo, a otras deducciones.

Según Mateo (28, 1-7), María de Magdala y «la otra María» —enigmático personaje del que se hablará más adelante— fueron a la tumba el domingo por la mañana y encontraron allí al ángel que hizo rodar la puerta del sepulcro, el dopheq, y les dijo que Jesús había resucitado y les ordenó que fueran a informar a los discípulos.

Marcos (16, 9-11) no menciona ninguno de estos episodios, tan extraordinarios como memorables. Escribe que Jesús se apareció de inmediato a María de Magdala y que esta fue a informar a los discípulos, que al principio no la creyeron.

Según Lucas (24, 2-11), cuando María de Magdala, Juana —que no es citada por Mateo ni por Marcos— y María, madre de Santiago, fueron al sepulcro, el dopheq ya había sido apartado; y en vez de un ángel vieron dos, que les dijeron que Jesús había resucitado.

Finalmente, según Juan (20, 1-9), fue María de Magdala la que se dirigió sola a la tumba el domingo por la tarde, lo que está en contradicción con Marcos (16, 2), que afirma que fue el domingo al amanecer (el detalle es de gran importancia, como se verá más adelante); entonces vio que el dopheq ya había sido apartado, sin que se haga mención del ángel.

Ninguno de los evangelistas concuerda, pues, con otro en el acontecimiento crucial de los Evangelios. En el caso de Lucas y Marcos, resulta comprensible, pues no formaban parte de los primeros apóstoles ni asistieron al descubrimiento del sepulcro vacío, y redactaron sus textos casi un siglo más tarde recurriendo a la imaginación. Quedan Mateo y Juan, que están en flagrante contradicción en casi todos los puntos. ¿También ellos reconstruyeron el episodio de un modo literario?

Evidentemente, porque no se había utilizado, lo cual resulta turbador. No es imaginable, en efecto, que Jesús al resucitar lo plegara para ponerlo en un rincón. De modo que fueron José y Nicodemo los que no lo colocaron sobre el rostro de Jesús.

Pero no hay mención alguna de la mortaja.

Mi teoría es que José y Nicodemo no colocaron el sudarion sobre el rostro de Jesús para no dificultar la respiración, evidentemente débil, pues vivía aún.

Queda todavía el punto de las vendas. Dividido entre el deseo de veracidad y su tesis de resurrección sobrenatural, Juan orienta su texto afirmando que José y Nicodemo habían llevado consigo vendas para ceñir el cuerpo de Jesús antes de la inhumación; por ello omite completamente mencionar el sudario comprado por José. Pero, en este punto, está en contradicción consigo mismo; sabe muy bien que las únicas vendas utilizadas en los ritos judíos servían para atar las manos, los pies y el mentón. Lo revela en su pasaje sobre la «resurrección» de Lázaro, pues «salió el muerto, ligados con vendas pies y manos y el rostro envuelto en un sudario» (11, 44).

Se deduce a partir de ello que Juan vio efectivamente desde la puerta de Efraim, en el abandonado Gólgota, a José y Nicodemo vendando a Jesús con algunas othonia; no quiso precisar por qué, pues vendaban sus heridas en las muñecas, en los pies y en el flanco, porque estas sangraban aún.

Es decir, Jesús estaba vivo. Las vendas que Pedro vio en el suelo eran apósitos que habían resbalado cuando se llevaron el cuerpo.

La hipótesis de la supervivencia de Jesús queda reforzada por otro punto de los relatos evangélicos, tal vez el más enigmático en una primera lectura, y es que ninguno de los primeros discípulos ni de las mujeres que habían seguido a Jesús durante los tres años de su ministerio público le reconoció tras su resurrección. ¿Por qué? No existe ningún argumento teológico que implique que Jesús hubiera debido cambiar de apariencia. Sin embargo, María de Magdala le reconoce en el acto por su voz cuando la llama por su nombre; así pues, su voz sigue siendo la misma. Hasta entonces le había tomado por el hortelano (Juan 20, 15).

La mención es aparentemente anodina, pero bastante rica en información: los hortelanos pertenecían a las profesiones que eran consideradas impuras en Jerusalén, y se les prohibía llevar barba para distinguirlos de los demás. Los hortelanos, en efecto, manejaban estiércol, lo que volvía al hombre impuro según el Levítico. Si María de Magdala creyó que Jesús era el hortelano, eso significa que fuese lampiño.

De modo que nos encontramos ante un crucificado que permanece pocas horas en la cruz, a quien no se le han roto las tibias, que tiene el privilegio de ser inhumado en un sepulcro nuevo y que sobrevive; otros tantos elementos que contribuyen a reforzar la hipótesis de una conspiración para salvar al reformador de la religión judía.

¿Quiénes fueron los instigadores? Sin duda gente lo bastante rica para desviar el curso de la justicia romana. José de Ramathaim y Nicodemo, que formaban parte del Sanedrín, una especie de Senado de Jerusalén, han sido reconocidos como tales. Pero también lo han sido María de Magdala, su hermana Marta y su hermano Lázaro.