El contexto histórico y psicológico
Hay otro rasgo desconcertante en los cuatro relatos evangélicos: se sitúan en un escenario abstracto, sin relación con el contexto histórico real al que, sin embargo, la historia de Jesús está estrechamente ligada.
La Palestina de la época está dividida entre cuatro poderes, dos de los cuales, por lo menos, se encuentran en un conflicto larvado: Judea, provincia senatorial, está controlada por el procurador Poncio Pilatos; Galilea y Perea están controladas por el tetrarca Herodes Antipas, uno de los hijos de Herodes el Grande; y Jerusalén está sometida a la autoridad espiritual del Templo, que procura imponer también su autoridad espiritual, al menos en la Ciudad Santa, contrariamente a la voluntad de Roma, como demuestra claramente el episodio del arresto y la condena de Jesús, entre otros. El cuarto poder está en conflicto con todos los demás: es el de los zelotes que, desde el año 6, mantienen una resistencia armada contra los romanos, pero no son menos resueltamente hostiles a los otros tres poderes. Los dos «bandidos» entre los que es crucificado Jesús son, de hecho, zelotes, a quienes Jesús se asimila de ese modo.
Mediante el vigor de su indiscutible poder militar, Roma ha creado una situación explosiva que no parece sospechar en absoluto, segura como está de poder reprimir por la fuerza cualquier intento de insurrección. La situación estallará, en efecto, menos de cuarenta años más tarde, durante el sitio de Jerusalén y la destrucción de la ciudad por las guerras intestinas de las tres bandas rivales de zelotes. Flavio Josefo aporta detalles sobre ello, de una atrocidad implacable, en La guerra de los judíos.
Palestina está, pues, repleta de espías de esos cuatro poderes que se vigilan mutuamente. El más célebre de ellos, puesto que es el único citado, es Judas el Iscariote, es decir el Sicario, un zelote gracias a quien la policía del Templo consigue echar mano a Jesús. Pero es también el único de los apóstoles que no es natural de Galilea, lo que resulta revelador: en efecto, Simón el Zelote no comete traición, y eso es también significativo; podría indicar que los zelotes de Galilea no son hostiles a Jesús, y que sólo los de Judea parecen serlo.
Hasta su crucifixión, Jesús estuvo sometido a la vigilancia de los espías del Templo, sin duda también a los de la Procura y de Herodes Antipas, y sus discípulos no lo estaban menos. Tras la desaparición del cuerpo de Jesús, que el Templo y los fariseos habrían presentido, la vigilancia de los espías sobre los discípulos y los íntimos de Jesús aumentó sin duda. Nada era para ellos más peligroso que una reaparición del hombre que amenazaba directamente su poder. Mateo lo menciona claramente (27, 62-66):
Al otro día, que era el siguiente a la Parascebe, fueron los príncipes de los sacerdotes y los fariseos a Pilatos y le dijeron: «Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún, dijo: “Después de tres días resucitaré”. Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos”. Y será la última impostura peor que la primera». Pilatos les dijo: «Ahí tenéis la guardia; id y guardadlo como vosotros sabéis». Ellos fueron y pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra.
Eso supone olvidar, de paso, que también los guardias podían ser comprados.
En aquella época, igualmente, la persecución hacía estragos entre los discípulos y los íntimos de Jesús, y uno de quienes la llevaba a cabo no era otro que Saulo, futuro propagador del cristianismo en Occidente con el nombre de Pablo; actuaba furiosamente con una pandilla de esbirros y el evidente apoyo del Templo y del Sanedrín: «Entraba en cada casa, detenía a los hombres y las mujeres y los mandaba a prisión». (Hechos 7, 3). El poder que le atribuyo en la reconstrucción de su vida, Saulo, el incendiario, escandalizó a algunos, que no parecen advertir las evidencias: para disponer de semejante poder en Jerusalén, ciudad sometida al doble control del Templo y del poder romano, era necesario, en efecto, disponer del apoyo oficial del Templo y, sin duda, del oficioso de la Procura romana. Además, sabemos, siempre por los Hechos, que no sólo los mandaba a la cárcel, sino que también les causaba la muerte por lapidación.
Los Hechos mencionan la cifra de cinco mil discípulos, apreciable en una ciudad de unos setenta mil habitantes, y sin duda equivalente, si no superior, en Judea al igual que en Galilea. La relativa amplitud del movimiento creado por Jesús permite, por otra parte, comprender la vehemencia de las persecuciones mencionadas por los Hechos, pero no por los Evangelios, salvo una mención incidental de Juan en 20, 19: el peligro del cisma de Jesús comenzaba a dar dolores de cabeza a la autoridad eclesiástica. El ministerio público de Jesús, en efecto, había durado unos tres años antes de la crucifixión, había tenido tiempo suficiente para dar sus frutos, y la hostilidad de las autoridades religiosas judías no databa ciertamente de la fecha de su castigo. Ahora bien, los Evangelios canónicos no hacen mención alguna de este contexto, crucial sin embargo para la comprensión de la historia.
Podemos preguntarnos de forma circunstancial por el éxito de las enseñanzas de Jesús. ¿Cómo y por qué miles de judíos (pues los primeros conversos fueron judíos) se apartaron de la enseñanza ortodoxa que perpetuaban cuidadosa y piadosamente desde hacía siglos, para adherirse a la de un hombre que contravenía todas sus tradiciones? Los propios Evangelios canónicos lo cuentan: desdeñaba lavarse las manos antes de tocar la comida, no respetaba el Sabbat, insultaba a los sacerdotes, iba acompañado por mujeres libres —inconveniencia insensata para aquellos tiempos— y le gustaba la buena carne hasta el punto de que le trataban de glotón. Tantas provocaciones sólo podían incitar a la desconfianza; sin embargo, se ganó a las multitudes puesto que, como se ha dicho, estas se disponían incluso a coronarlo rey. Hay aquí una paradoja pocas veces mencionada, y esencial, sin embargo, en el nacimiento del cristianismo.
Para comprenderlo, hay que imaginar el inmenso cambio acontecido en Palestina durante los tres siglos que precedieron el advenimiento de Jesús; de hecho, desde la conquista de Alejandro Magno. Había sido un país esencialmente agrícola, que albergaba algunas plazas fuertes y, a excepción de Jerusalén, las mayores ciudades, como Jericó, contaban como máximo con tres o cuatro mil habitantes. Todas las demás eran burgos campesinos fundados alrededor de aguadas, esenciales para el ganado y el cultivo. Las poblaciones de Judea, de Galilea, de Samaria y de las demás provincias mantenían sólo contactos ocasionales con los demás pueblos, sobre todo con los cananeos, los fenicios, los sirios y, al sur, los nabateos, y con sus religiones. Los judíos habían preservado, pues, casi intacto, el modo de vida existente desde la conquista de Palestina por Josué, y todo ello a pesar de las dos deportaciones.
De pronto, a partir del siglo IV, se produjeron dos hechos importantes que causaron conmoción: Israel perdió su independencia y, al mismo tiempo, se urbanizó. Los griegos, y luego los romanos, se instalaron allí y modificaron el país cultural y económicamente. Levantaron ciudades o reconstruyeron las que ya existían y —sobre todo los romanos— trazaron rutas que permitieran el paso de sus tropas e incrementaran los intercambios comerciales. Multiplicaron los templos paganos, los hipódromos, los edificios administrativos y las representaciones de sus religiones: los dioses y las diosas. Además, los romanos, que se mostraron esencialmente tolerantes al principio, pues no eran más hostiles al judaísmo que a las demás religiones, autorizaron a las demás poblaciones a construir también sus lugares de culto.
Esta urbanización impuso una mezcla de poblaciones. Los judíos se vieron así enfrentados diariamente, y de modo mucho más directo que nunca dentro de su propio país, con las religiones, costumbres y culturas de las poblaciones vecinas. No podían rechazarlas: primero por razones políticas, puesto que no eran ya dueños de sus territorios, y en segundo lugar por razones económicas. La riqueza de Israel, en efecto, dependía ahora del comercio mantenido con los paganos, basado en el intercambio de cereales, aceite, vino, productos del ganado, lana, lino, alfarería y demás productos manufacturados. Si pudieron oponerse a que las águilas romanas coronaran el Templo —lo cual produjo un memorable conflicto con Poncio Pilatos y la erección de una estatua dorada de Calígula en el atrio de los gentiles, lo que les valió ser execrados por el emperador—, tuvieron que soportar la existencia de gimnasios donde los jóvenes se mostraban desnudos, de lupanares, de estatuas indecentes a su modo de ver, y de albergues donde se servían productos de charcutería. De modo que en Israel se criaban cerdos —abominación de abominaciones—, como atestigua el pasaje de los Evangelios que se sitúa en Gerasa.
Ahora bien, el modo de vida de los paganos y sus religiones eran mucho menos coercitivos que la religión judía, comenzando por la observancia del Sabbat. Las demás poblaciones podían trabajar y comerciar libremente mientras que los judíos, en cambio, estaban obligados a la inactividad ritual, con la prohibición de apartarse más de cien pasos de su casa; problema que se planteará, por otra parte, con especial agudeza en Alejandría, en la misma época de Jesús. Desde la ropa y los alimentos hasta las relaciones con la sexualidad, los paganos tenían una vida mucho más fácil, y sin embargo, no parecían en conflicto con sus dioses. Si se consulta el Levítico y los Números, se puede comprobar el rigor de las prescripciones que el clero de Jerusalén imponía al pueblo.
Jesús se enfrentó, pues, a una radical selección entre aquellos judíos que habían decidido helenizarse y adaptar sutilmente la observancia de la ley a las condiciones políticas, y los que se habían negado violentamente a esa adulteración de la herencia bíblica, como los esenios. La causa del conflicto era el rigor de la Ley. Jesús introdujo la noción del perdón divino y predicó con el ejemplo. Sustituyó al Dios vengador y celoso por el Dios bondadoso de la Luz. De ahí el éxito fulminante de su enseñanza y el temor devastador que despertó en el clero.
Y la feroz vigilancia que el clero ejerció sobre Jesús y su entorno y que sólo Juan evoca en tres palabras (20, 19). La persecución y vigilancia no sólo se extendieron a los discípulos, sino también a los íntimos, como María de Magdala, su hermana Marta y su hermano Lázaro. La hazaña de José de Ramathaim y Nicodemo —que fueron a pedir el cuerpo de Jesús a Pilatos, una insensata gestión, para enterrarlo en un sepulcro privado, cuando de otro modo sin duda hubiera sido arrojado a la fosa común, como los condenados por la ley común— también debió de llamar la atención de la policía oficial y los espías del Templo.
La deducción se impone: es inconcebible que la noticia de la reaparición de Jesús no suscitara una conmoción considerable, no sólo entre los apóstoles sino también en la comunidad de los discípulos y, luego, en los círculos del poder directamente concernidos —el Templo, la Procura y la tetrarquía de Herodes Antipas—, algo que los Evangelios tampoco mencionan. Pero hay que recordar que, una vez redactados, en la versión que ha llegado hasta nosotros, a comienzos del siglo II, los Evangelios canónicos —al igual que la mayoría de los apócrifos, a excepción del de Tomás, que data del año 70— no estaban informados de la realidad histórica y, por lo tanto, psicológica de la época. Esa es la que yo he intentado restituir.