Las páginas que acaba de leer son la prolongación de la serie El hombre que se convirtió en Dios, emprendida hace más de treinta años tras una relectura de los Evangelios. Ya expliqué en los precedentes volúmenes las libertades que me había tomado, no tanto con respecto a los textos fundadores como a una tradición que me parecía, y sigue pareciéndome, que se tomaba demasiado en serio.
Están inspiradas por dos lagunas esenciales en los últimos versículos de los Evangelios canónicos: los acontecimientos que siguieron a la supervivencia de Jesús y el papel de María de Magdala, llamada más tarde María Magdalena, en la vida de Jesús.
Por lo que se refiere a la primera de estas lagunas, no es necesaria una gran erudición para que nos desconcierte el carácter vago y formalmente contradictorio de los textos evangélicos canónicos. Con el permiso del lector, citaré extensamente esos textos para que pueda juzgarse lo comentado.
Mateo escribe lo siguiente (28, 16-20):
Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y viéndole, se postraron; algunos vacilaron, y al acercarse Jesús, les dijo: «Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo».[3]
Marcos escribe (16, 9-20):
Resucitado Jesús la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de quien había echado siete demonios. Ella fue quien lo anunció a los que habían vivido con él, que estaban sumidos en la tristeza y el llanto; pero cuando oyeron que vivía y que había sido visto por ella, no lo creyeron.
Después de esto, se mostró de otra forma a dos de ellos que iban de camino y se dirigían al campo. Éstos, al volver, dieron la noticia a los demás; ni aun a estos creyeron.
Al fin se manifestó a los once, estando sentados a la mesa, y les reprendió su incredulidad y dureza de corazón, por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Y les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará, mas el que no crea se condenará. A los que crean les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos la serpiente, y si bebieran ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y estos recobrarán la salud».
El Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios. Ellos se fueron, predicando por todas partes, y el Señor cooperó con ellos y confirmó su palabra con las señales consiguientes.
Con algo más de detalle, Lucas escribe (24, 13-53) que el mismo domingo por la mañana, las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea habían visto a dos ángeles en la puerta del sepulcro y habían informado a los apóstoles, que no las habían creído.
[…] El mismo día, dos de ellos iban a una aldea, que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús, y hablaban entre sí de todos estos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle. Y les dijo: «¿Qué discursos son estos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis?». Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de ellos, por nombre Cleofás, le dijo: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días?». Él les dijo: «¿Cuáles?». Y ellos contestaron: «Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido. Nos asustaron algunas de nuestras mujeres, que al ir de madrugada al sepulcro, no encontraron su cuerpo y vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les habían dicho que vivía. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron las cosas como las mujeres decían, pero a él no le vieron».
Y él les dijo: «¡Oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?». Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras. Se acercaron a la aldea adonde iban, y Él fingió seguir adelante. Le obligaron diciendo: «Quédate con nosotros, pues el día ya declina». Y entró para quedarse con ellos.
Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia. Se dijeron uno a otro: «¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?». En el mismo instante se levantaron y volvieron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a sus compañeros, que les dijeron: «El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Y contaron lo que les había pasado en el camino y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.
Mientras hablaban de estas cosas, se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz sea con vosotros». Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Él les dijo: «¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que soy yo. Palpadme y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo». Diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Mas como ellos no lo acababan de creer, en fuerza del gozo y de la admiración, les dijo: «¿Tenéis aquí algo que comer?». Le dieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos.
Les dijo: «Esto es lo que yo os decía cuando aún estaba con vosotros: que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos de mí». Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras, y les dijo: «Así estaba escrito, y así era necesario que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la penitencia para la revisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Vosotros daréis testimonio de esto. Pues yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto».
Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios.
Juan es más detallado aún (20, 14-21, 25): después de que los dos ángeles hubieran preguntado a María de Magdala por qué lloraba y ella les hubiese respondido que no sabía dónde se encontraba la tumba del Señor…
[…] Dicho esto, se volvió para atrás y vio a Jesús, que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: «Señor, si le has llevado tú, dime dónde le has puesto, y yo le tomaré». Jesús le respondió: «¡María!». Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: Rabboni!, que quiere decir «maestro», Jesús le dijo: «Deja ya de tocarme, porque aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: «He visto al Señor» y las cosas que le había dicho.
La tarde del primer día de la semana, mientras las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor de los judíos estaban cerradas, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: «La paz sea con vosotros». Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Y les dijo otra vez: «La paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío yo». Dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos». Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron después: «Hemos visto al Señor». Él les dijo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré».
Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cuando las puertas estaban cerradas, y puesto en medio de ellos, dijo: «La paz sea con vosotros». Luego dijo a Tomás: «Alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel». Respondió Tomás y dijo: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «Porque me has visto, has creído; dichosos los que sin ver creyeron».
Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y estas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.
Después de esto, se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades, y se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Caná de Galilea, y los de Zebedeo, y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Los otros le dijeron: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada. Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús.
Jesús les dijo: «Muchachos, ¿no tenéis en la mano nada que comer?». Ellos le respondieron: «No». Él les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la multitud de peces que había. Dijo entonces a Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: «¡Es el Señor!». Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la zamarra —pues estaba desnudo— y se arrojó al mar. Los otros discípulos fueron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos, tirando de la red con los peces. Así que bajaron a tierra, vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas y pan. Jesús les dijo: «Traed los peces que habéis cogido ahora». Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; y con ser tantos, no se rompió la red; Jesús les dijo: «Venid y comed». Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: «¿Tú quién eres?», sabiendo que era el Señor. Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pez. Esa fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitado de entre los muertos.
Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». Él le dijo: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Y Jesús le contestó: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Pedro le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Por tercera vez le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: «¿Me amas?». Y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». Jesús contestó: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven, te ceñías el vestido e ibas a donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te lo ceñirá y te llevará a donde no quieras». Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: «Sígueme».
Se volvió Pedro y vio que seguía detrás el discípulo a quien amaba Jesús, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te ha de entregar?». Viéndole, pues, Pedro, dijo a Jesús: «Señor, ¿qué será de éste?». Jesús le dijo: «Si yo quisiera que éste permaneciese hasta que yo venga, ¿a ti qué te importa? Tú sígueme». Se divulgó entre los hermanos la voz de que aquel discípulo no moriría; más no dijo Jesús que no moriría, sino: «Si yo quisiera que éste permaneciese hasta que yo venga, ¿a ti qué te importa?».
Este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero.
Muchas otras cosas hizo Jesús, tantas que si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros.
Parece evidente que Mateo y Juan, que fueron discípulos, no vivieron la misma experiencia, y Marcos y Lucas recogieron testimonios divergentes de aquellos dos y también entre sí. Así, con respecto a los ángeles, Mateo (27, 2) solo menciona a uno, Marcos (16, 5) menciona a un joven luminoso, Lucas (24, 4) habla de dos hombres, y solo Juan (20, 11-12) habla de dos ángeles. No se sabe tampoco si la tumba estaba abierta o cerrada cuando llegó María de Magdala: Lucas (24, 2) dice que estaba abierta, pero Mateo (27, 1-2) dice que estaba cerrada.
Según Mateo, los once sólo volvieron a ver a Jesús en Galilea, en la montaña, sin más peripecias. No se menciona el día.
Según Marcos, Jesús se aparece primero a María de Magdala en el monte de los Olivos, y luego a los once en la campiña cercana a Jerusalén. Todo ocurre un domingo por la tarde y al anochecer. No se menciona Galilea.
Según Lucas, se aparece primero a dos discípulos en el camino de Emaús, no lejos de Jerusalén —por lo tanto, en Judea—, y no le reconocen. Luego se manifiesta a ellos dos, y sólo a ellos dos, durante la cena en Emaús. Después se aparece también a los once en Jerusalén y los lleva, sin ninguna razón aparente ni secuencia lógica, hasta Betania, donde les abandona. Tampoco se menciona Galilea. De forma incidental, vemos aparecer a un discípulo desconocido, Cleofás —sin que el otro sea nombrado—, sobre el que abundan las conjeturas.
Y según Juan, Jesús reaparece en dos lugares y en tres momentos separados: la primera vez, el domingo, en Jerusalén, a María de Magdala; luego a los discípulos sin Tomás y más tarde a los discípulos con Tomás; después, por tercera vez, sólo a siete discípulos: Pedro, Tomás, Natanael, Juan y Santiago de Zebedeo y «dos discípulos más».
A estas contradicciones sobre el lugar, el momento y las circunstancias se añaden otras, no menos desconcertantes. Así, según Mateo y Marcos, Jesús ordena a los discípulos que vayan a predicar a todas las partes del mundo cuando, según Lucas, les ordena específicamente que se queden en Jerusalén hasta que hayan sido investidos con los poderes celestiales, cuya llegada está ausente en este evangelio.
Dejemos las demás contradicciones, que rebosan el marco de estas páginas; así, según Lucas, la llegada está anunciada en la Ley de Moisés, y no es así; según Juan, Jesús, tras aparecerse a María de Magdala, le pide que vaya a informar a sus hermanos de su resurrección, pero en vez de hacerlo, ella va a informar a los discípulos, lo que no es lo mismo. Y vemos a Pedro jalando a solas una red cargada de peces que siete hombres no han podido izar a bordo.
El análisis de los textos de Lucas y de Juan, los más detallados, muestra que estos dependen de los procedimientos literarios de su tiempo, aun desafiando la lógica que debiera atribuirse a Jesús. En Lucas, por ejemplo, Jesús parte el pan, lo distribuye y desaparece, algo que no tiene demasiado sentido; el episodio espectacular y fantástico está ausente, por lo demás, en el texto de Juan. En éste, la utilización simbólica de la cifra tres es evidente, pero más evidente aún es el desdoblamiento narrativo en el siguiente pasaje: «Este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero». El narrador es, a la vez, «yo» y «nosotros», siendo el «nosotros» ficticio el garante del «yo».
Es evidente que, por su propia esencia, los textos evangélicos no pueden ser contemplados del mismo modo que unos textos históricos. Sin embargo, tenemos derecho a esperar cierta convergencia y, por lo menos, cierta lógica. No es así, puesto que no concuerdan ni en el lugar, ni en las circunstancias, ni en la fecha de la reaparición de Jesús. Y ello incita a suponer que, de hecho, los apóstoles solo fueron informados de la resurrección de un modo tardío, como indica Mateo que, con Juan, es el único autor susceptible de haber recogido los testimonios directos de los apóstoles epónimos, y que reconstruyeron esta última parte de la vida pública de Jesús según testimonios dispersos.