«Más allá de las palabras»
Arminio Flavio Alva, teniente de la IV Legión acantonada en Sirmio, Panonia, regresaba a Roma en su permiso bianual. Esperaba encontrar su hogar envuelto en un ambiente festivo, como cada año: guirnaldas, lámparas suplementarias y una comida especial, con su plato favorito, ave rellena con setas. Pero la casa estaba casi a oscuras. Sólo una lámpara ardía en el atrio. Reinaba el silencio. Llamó a la puerta y su mujer apareció en el umbral de la estancia que prolongaba el atrio, seguida por su vieja sirvienta. Iba de luto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Arminio dejando sus pertrechos.
Ella se acercó y se abrazaron en silencio.
—Tu hijo… —comenzó.
No estaba muerto, de lo contrario hubiera dicho: «Nuestro hijo».
Arminio apartó a su mujer para examinar su rostro.
—Se ha marchado de casa —dijo ella.
Valerio apenas tenía catorce años. Era su hijo menor. Marco, el mayor, había formado una familia; era ujier en el Senado.
—¿Dónde está?
—Con los judíos.
—¿Los judíos?
—Una secta de judíos.
—Pero ¿dónde?
—No lo sé. Vive con ellos, en alguna parte de su barrio.
Fueron a sentarse. La sierva le sirvió agua coloreada con vino y bebió con avidez.
—¿Qué me estás contando? —preguntó.
—Conoció a una muchacha. Nunca la he visto. Una judía. Comenzó a repetirme sus palabras. Hablaban del reino del dios único de los judíos, anunciado por un mensajero, un profeta, no lo sé. Ese mensajero fue sacrificado por los judíos malvados, y los buenos judíos van a instaurar en el mundo la justicia y la bondad.
Arminio sacudió la cabeza.
—Hablaba de todo eso con un ardor que nunca le había visto. Al principio no le presté mucha atención. Los jóvenes se entusiasman con muchas cosas y luego las olvidan. Pero sólo hablaba de eso. Quería entrar en la secta de esos judíos. Me alarmé. Temí que estuviera enamorado de la muchacha y que pensara casarse con ella. Pedí ayuda a Marco y vino. Habló largo rato con Valerio. Oí unos gritos. Marco salió consternado de la entrevista. Me dijo que esa mujer había debido de embrujar a su hermano con sus fábulas. Esa gente utiliza a menudo hechizos, como sabes. Durante los siguientes días, Valerio enmudeció. Se negaba a responderme cuando yo le hacía preguntas, alegando que yo no podía comprenderle porque la gracia divina no me había tocado. Cierto día no regresó del liceo. Al hacer su cama, Alexia encontró un mensaje muy breve: «Voy a unirme a Jesús». Avisé de nuevo a Marco. Hizo algunas averiguaciones y ordenó otras. Ninguno de sus compañeros tenía ya noticias suyas. Nadie sabía dónde estaba. Todo era en vano. Fue hace tres meses. Desde entonces, no ha dado señales de vida. Eso es todo.
—¡Esos judíos! —gritó Arminio.
—Espera. Los judíos ayudaron a Marco en su búsqueda. Decían que esa secta les causaba algunos problemas y que había separado a varios de ellos de la comunidad. Desean acabar con ella. No hay que condenar a los judíos, sino a esa secta.
La mujer calló, abrumada.
—Tal vez hice mal —murmuró—. Debería haberlo escuchado más cuando me hablaba. Una palabra acudía a menudo a sus labios: «bondad». No es como si se hubiera marchado con unos bandidos. Pero lo he perdido. Tal vez sea más feliz…
Tras esas palabras, se deshizo en lágrimas. Arminio le puso la mano en el hombro, pero no sabía qué decir. Realmente no lo sabía. Era una situación insensata.
A una legua de allí, Valerio se había convertido en aguador. El oficio era penoso, pero de todos modos se ganaba la vida llevando jarras de agua a los pisos de las casas del vecindario. Compartía su habitación con un joven llamado Isaac. Se había dejado crecer el pelo y lo llevaba anudado en la nuca con una cinta de cuero. Ese detalle cambiaba considerablemente su fisonomía. Ahora se hacía llamar Jacob. A veces pensaba en su familia y, sobre todo, en su madre, pero rechazaba cualquier idea de regreso.
—Un mundo de piedra —le dijo a Sara, la muchacha que le había atraído a su comunidad—. El ejército, el Estado. Yo soy sólo un soldado del emperador.
Había regresado a Magdala con Marta. Lázaro se había unido al grupo de Juan, Santiago y Bartolomé. José de Ramathaim fue a verla a la gran casa de piedra negra a orillas del lago para darle noticias del viaje y de otras cuestiones. Los emisarios realizaban viajes entre Damasco y Jerusalén y le tenían informado de los movimientos de Jesús.
El viento del norte soplaba con fuerza; hablaron en la gran estancia que daba a la terraza. Unos braseros humeaban ante la ventana y las corrientes de aire, que se arremolinaban, dispersaban el humo oloroso, como un alma traviesa y vagabunda.
—Saulo no ha renunciado —dijo José suspirando—. Intentó detener a Jesús en Damasco, con unas cartas credenciales de Caifás. Pero él está allí bajo la protección del eparca Omar, esperando poder unirse a una caravana que se dirija a donde están los suyos, lejos, a Oriente. Saulo ha sido encarcelado. ¿Piensas quedarte aquí?
Ella advirtió el significado de la pregunta: estaba en peligro.
—Sus espías han reconstruido nuestra conspiración —prosiguió—. Piensan que fuiste tú la que hizo que resurgiese la sedición y que eres una mujer tan peligrosa como él. Creo que estarás más segura en Damasco o en otra ciudad de la Decápolis.
María reflexionó unos momentos y repuso:
—Solo buscaría seguridad por él, a la espera de que nos reunamos. No quiero darle el disgusto de que esa gente me maltrate.
Maltratar era una palabra demasiado suave: la lapidarían; ambos lo sabían.
—La muerte no me asusta —concluyó—. Ahora estoy más allá de este mundo. Estoy más allá de las palabras. Es el amor divino. Lo deseo a cualquier mujer que haya recibido la Luz.