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Una visita a la calle del orfebre Nimrod

Cualquier sospecha es un gusano en el alma, y la peor es la que el hombre lleva en su interior. Si las almas desprendidas prescinden de la estima de sus semejantes, pocas hay que permitan dudar abiertamente de su propia inteligencia.

Tras haber descubierto que ningún poder romano, principesco o religioso pretendía apoderarse de Jesús por miedo a producir, precisamente, la catástrofe que temían, Saulo tuvo que concluir que Jesús era el hombre más poderoso de Palestina. Es decir, que persiguiendo a aquel hombre con su anhelo de venganza había calculado mal y que, en otras palabras, era menos inteligente de lo que él mismo esperaba.

Semejantes evidencias sitúan el espíritu en el filo de una espada, comparable al puente que cualquier alma debe cruzar después de la muerte, según los mesopotámicos. Las almas de los justos lo recorren sin temor y las de los malvados caen. Si cambiaba de opinión sobre Jesús, si accedía a considerarle el reformador de la religión judía, Saulo temía arrepentirse de ello en el caso de que el jefe de la sedición, como él le llamaba, acabase siendo detenido y enviado a una muerte que esta vez sería cierta. Pero si se obstinaba, corría el riesgo de caer en un error que agravara sus dudas sobre sí mismo.

Además, nunca se sabía: teniendo en cuenta que era medio judío, Saulo no dejaba de alimentar cierta aprensión con respecto a lo sobrenatural. ¿Y si Jesús hubiera resucitado realmente de entre los muertos por voluntad divina? ¿Y si los informes de los espías, que aseguraban que había sido arrancado in extremis de la segura muerte de los crucificados, fueran solo una trampa tendida a sus enemigos? ¿Una estratagema para desvelar su maldad? Entonces él, Saulo, sería señalado por el dedo vengador de las potencias sobrenaturales. Un rayo caería del cielo azul para aniquilarle. O el suelo se abriría bajo sus pies. O tal vez los fantasmas de sus víctimas salieran también de la tumba para perseguirle por Jerusalén.

Entonces se tranquilizaba repitiendo el razonamiento al que había recurrido cien veces: si Jesús era sobrenatural, no se habría afeitado la barba para escapar de sus perseguidores, sino que habría vuelto para vengarse de quienes le habían crucificado…

Se debatió así, durante varios días, entre una decisión y otra, y sediento de información, acarició de nuevo el proyecto de hacer que detuvieran a María de Magdala para interrogarla y aclarar de una vez las cosas. ¡Aclarar las cosas, cielos! ¡Saber, saber por fin! Según sus espías, ella había salido de Betania para dirigirse a Magdala. Con un poco de buena voluntad, Caifás podría conseguir de Herodes Antipas que arrestara a aquella mujer, a su hermana y a su hermano, otro resucitado, y así poder discernir qué era verdad y qué mentira.

Pero su esperanza se vio muy pronto frustrada.

—¿Vamos a meternos ahora con las mujeres? —repuso Caifás—. ¿No nos hemos expuesto ya bastante al ridículo sin ello?

Después, los informes de los espías se multiplicaron: los principales discípulos de Jesús, aquellos a quienes ahora llamaban los Doce, habían salido de Judea para replegarse a Galilea, en las orillas del lago de Genesaret. Pero no se disponía de ninguna información que asegurase que Jesús estaba en compañía de ellos, allí o en cualquier otra parte y, además, habían acabado identificándole: dejando al margen a los romanos y los griegos, no había tantos hombres lampiños en Palestina.

Circulaba otra información según la cual uno de los discípulos, un tal Tomás Dídimo, reconocible por su rostro demacrado y su barbita, había sido visto en los muelles de Joppe acompañado por un desconocido lampiño, probablemente Jesús, y luego había desaparecido. Por lo tanto, ambos hombres habían embarcado, pero nadie sabía con qué destino.

Una última información, sin duda la más valiosa, afirmaba que un criado de la casa de José de Ramathaim en Jerusalén, Ishyo ben Amnon, se había presentado ante Saulo de Antípater cuando supo que pagaría bien cualquier información sobre Jesús el Nazareno. ¡Según él, Jesús estaría en Damasco, bajo la protección del eparca Omar! Incluso facilitó la dirección: calle del Orfebre Nimrod. ¿Cómo lo sabía? Aguzaba el oído tras de las puertas. Había pensado que obtendría treinta denarios; logró tres.

El instinto de cazador de Saulo se vio aguzado. Aunque tuviera que enfrentarse a todas las potencias del cielo y del infierno, iría a Damasco. Pero ¿y luego? Puesto que nadie quería arriesgarse a ello, él detendría al instigador de aquel infernal desorden.

Sin embargo, un demonio, un ángel tal vez, despertó la duda en su espíritu.

No podía negar la evidencia: tras la fachada del orden romano, aquel país estaba carcomido. Dentro de poco haría tres siglos que estaban en contacto con las religiones extranjeras, los judíos se habían dejado apartar de aquella Ley rigurosa que los aislaba del resto del mundo, les prohibía cualquier relación que no fuera mercantil con las comunidades paganas, incluyendo los matrimonios mixtos y muchos de los ordinarios placeres de la vida, que los demás gozaban con una insolente inconsciencia. Aspiraban a una Ley más suave. Y en vez de un Dios terrible, exclusivo y vengador, defendían a un Dios indulgente y sonriente.

Las palabras del rabino Simón volvieron a su memoria: Jesús había blasfemado, ciertamente, al decir que no había venido a abolir la Ley, sino a completarla. Pero ¿acaso no debía ser completada por la indulgencia y el perdón? ¿No era esa la causa profunda del éxito de la enseñanza de Jesús, que Simón no había percibido? No podía hablar de ello con nadie. Su sueño, que ya era agitado, se hizo ligero. Los alimentos perdieron su sabor. Saulo temió que, en medio de toda aquella inquietud, sufriera otra de aquellas crisis, sobre todo si estaba solo, si no había nadie a su lado para dominarlo, meterle un trozo de madera entre los dientes, impedir que se cortara la lengua…

Sustituyó el opio, que le dejaba aniquilado, por el cáñamo, que le produjo angustiosos sueños.

Tenía que ir a Damasco. ¡A Damasco!

Cierta mañana, se armó de valor y fue a casa de Caifás. Le encontró en compañía de Anás, su suegro y predecesor en las funciones de sumo sacerdote. Los miró un breve instante: dos efigies espectrales en los hipogeos.

—¡Los discípulos de Jesús, y puede que él mismo, están en Damasco! —anunció triunfalmente.

Ambos saduceos le dirigieron unas miradas parpadeantes, intrigadas. Parecían dos lechuzas, pensó esta vez.

—¿Y bien? —acabó preguntando Caifás.

—Desde allí difunden su sedición.

—¿Qué quieres hacer?

—Detenerlos.

—¿En Coele-Siria? Un pagano, Omar, reina allí bajo el control de los romanos, una vez más —objetó Caifás malhumorado—. Y al cónsul Vitelio no le gustan los judíos.

—El eparca Omar es un hombre respetuoso con el poder. No se opondrá a una orden del sumo sacerdote de Jerusalén. Y Jesús no tiene partidarios en Damasco. Así que no se producirán incidentes cuando sea arrestado.

Caifás consultó a Anás con la mirada. Éste permanecía impasible y mudo.

—¿Qué propones que hagamos? —preguntó Caifás.

—Que detengamos a esa gente y la traigamos a Jerusalén.

—¿Quieres detener a Jesús en Damasco y hacerle recorrer no sé cuántos estadios hasta Jerusalén? ¡Te harían pedazos cuando regresara! Aunque sólo fueran los zelotes.

Lo sabía perfectamente: semejante plan podía producir un pandemónium. Pero la situación actual no podía prolongarse y dejar que el miedo le paralizara. El número de discípulos de Jesús crecía regularmente. Y Saulo estaba decidido a ir a Damasco en misión oficial.

—Lo traeré de forma anónima —replicó Saulo—. Tengo medios para ello. Nadie sabrá quién es hasta que sea llevado, atado de pies y manos, a Jerusalén.

Saulo sabía que la perspectiva de tener a Jesús a su merced y acabar de una vez por todas con los tormentos que soportaban desde hacía más de un año ejercía sobre ambos hombres una irresistible fascinación.

—¿Crees que puede funcionar? —preguntó Anás.

—Si se hace con la suficiente decisión, estoy seguro de ello.

El antiguo sumo sacerdote levantó un brazo y lo dejó caer en el apoyadero de su sillón.

—Podemos probar —acabó diciendo.

Caifás reflexionó un instante.

—¿Qué necesitas? —preguntó a Saulo.

—Unas cartas credenciales. El gasto será desdeñable: me bastará con una docena de hombres. Caifás se volvió hacia Gedaliah.

—Bueno. Que llamen al escriba.

Saulo salió del palacio de Caifás con el corazón palpitante, las cartas credenciales rubricadas y selladas y una bolsa.

Días después de que Jesús se instalase provisionalmente en la calle del Orfebre Nimrod, corrió por el barrio el rumor de que el nuevo habitante protegido por el favor del eparca era el gran profeta y mago de los judíos, Jesús, al que habían crucificado en su ingratitud, pero que fortalecido por su poder celestial, había salido vivo de la tumba. Llevaba a cabo prodigios y curaba a los enfermos, según decían. La gente acudió y Jesús curó, como antaño. ¿Acaso podía negarse? Era consciente de que pedían prodigios y de que él había venido a la tierra para predicar la Nueva Palabra. Pero prevalecía la compasión.

La primera persona que arrebató de la tumba, cuando ya casi exhalaba el último aliento, fue una niñita; su madre le presentó un bulto verdoso, apretándolo sobre su seno. Él apartó la ropa que le envolvía la cabeza y su corazón se estremeció ante los ojos entornados y la piel casi traslúcida, muy estirada en el cráneo, que muy pronto iba a terminar en una jarra funeraria. Hundió la mano en los húmedos pañales con la esperanza de descubrir un mínimo soplo de vida, y encontró por fin el corazón; un retazo de vida.

—Se llama Balkis —dijo la madre con voz miserable.

Una niña. Al entrar en contacto con Jesús, se sobresaltó y estiró un bracito terminado en una mano rosada.

—Que el Señor te dé fuerzas —murmuró.

La madre creyó que eran unas palabras de consuelo que le dirigía porque su hija estaba muerta y lanzó un grito. Estaba tan cerca de Jesús que su respiración le agitaba el pelo. Pero el irrisorio torso de la criatura se hinchó, la boca se entreabrió, y una vida más intensa brilló en sus ojos. Del bulto de ropa brotó un pequeño vagido. Luego otro. La niña se agitó.

—¡Vive! —gritó la madre.

—En efecto, el Señor ha querido que viva —confirmó Jesús.

Las lágrimas brotaron de los ojos de la mujer. Tomó con su mano libre la de Jesús y la besó apasionadamente.

—¡El poder celestial está contigo! —gritó, y se inclinó para contemplar el rostro de Balkis, que había recuperado levemente el color. Soltó la mano de Jesús, buscó en sus bolsillos y sacó unas monedas sin fijarse en el gesto negativo de Jesús. Pero estaba tan conmovida y era tan torpe que las monedas rociaron por el suelo.

Entonces llegó Tomás. Ella huyó gritando aún: «¡El poder celestial!».

La puerta volvió a abrirse momentos más tarde y apareció un centurión. No parecía enfermo, ni mucho menos. Jesús y Tomás le interrogaron con la mirada.

—Me manda el eparca Omar —dijo—. Me ha encargado tu seguridad. Saulo de Antípater está en Damasco. Ha llegado con una docena de hombres y nuestros espías sospechan que tienen malas intenciones respecto a ti. Lo primero que han hecho ha sido informarse de la casa donde vives. Luego, Saulo ha ido a casa del rabino que es el jefe de la comunidad judía.

Tomás soltó un gemido.

—No hay nada que temer —prosiguió el centurión—. Los tenemos bajo vigilancia, y el eparca piensa hacer que les detengan. Sólo esperamos un pretexto…

No había acabado su frase cuando se escuchó un estruendo en la puerta. Un hombrecillo con un manto oscuro apareció en la estancia. Tras él, en el rellano, se distinguían unos hombres. Saulo, pues era él y no otro, miró a los tres ocupantes y sus ojos se detuvieron en Jesús.

—¡Aquí está! —gritó a sus hombres, que no habían entrado aún—. ¡Atrapad al impostor!

Dio un paso hacia Jesús, estupefacto. Los esbirros de Saulo cruzaron el umbral.

—Un paso más, Saulo de Antípater —dijo el centurión desenvainando su espada—, y cortaré el hilo de tus días.

Levantó la espada.

—¡Soy ciudadano romano! —exclamó Saulo.

—Eres Saulo de Antípater, te has introducido por la fuerza en casa de estos hombres, que están bajo la protección del rey y del eparca. Tu escolta forma parte de la policía del Templo de Jerusalén y no tiene aquí ningún poder, ni tú tampoco. Un destacamento aguarda abajo para deteneros a todos como bandidos.

—¡Tengo órdenes de Jerusalén! —gritó Saulo, sacando de su manto las cartas credenciales de Caifás.

El centurión las rechazó desdeñosamente con la punta de la espada.

—No tienen el menor interés. ¡Despide a tus hombres!

Fue a la ventana y gritó unas palabras. Instantes más tarde, la casa tembló bajo los pasos de una escuadra que rodeó a los hombres de Saulo.

—Declaro que este hombre, Saulo de Antípater —dijo el centurión—, ha sido detenido por orden del eparca. Encadenadlo y llevadlo a prisión.

—¿Te atreves a detener a un ciudadano romano? —gruñó Saulo.

—Un bandido romano es un bandido. Responderás de ello ante el cónsul Vitelio. Entretanto, ¡fuera!

—¡No siempre estarás tan bien protegido! —soltó Saulo a Jesús.

—¿Cuál es la razón de tu odio? —le dijo Jesús—. ¿Por qué me persigues?

Ambos hombres se quedaron quietos. Sus miradas se clavaron la una en la otra. El silencio reinó en el alojamiento de la calle del Orfebre Nimrod.

—Tú pasarás, pero la palabra del Señor de la Luz nunca pasará —concluyó Jesús.

Saulo pareció desconcertado. Tendió hacia Jesús una mano vacilante, pero el centurión le empujó hacia fuera. La puerta se cerró. La escalera resonó con los pasos de las dos escuadras, los gritos y los golpes.

Jesús y Tomás quedaron cara a cara.

—¡Siempre huyendo! —murmuró Tomás.

—Mañana —dijo Jesús— serán ellos quienes huyan de Jerusalén. —Y algo más tarde añadió—: Me ha dado la impresión de que Saulo quería hablarme.