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La corona y la bondad

El viaje a pie de Tiro a Koshba duró cuatro días, con un alto para pasar la noche en Cesárea de Filipo. Jesús y Tomás se detuvieron en Koshba un solo día.

—He venido a darte las gracias —dijo Jesús a Dositeo.

—Yo doy las gracias al Señor por haber sido elegido para acoger a su mensajero.

Sin embargo, un fulgor de asombro brillaba en la mirada del anciano esenio. Lanzó una ojeada al único compañero de Jesús. ¿Era esa, entonces, la única escolta del hombre que, según le habían informado los viajeros de Judea, turbaba el sueño del sumo sacerdote Caifás, del tetrarca Herodes Antipas y, tal vez, del mismo procurador Pilatos?

—¿Adónde vas? —preguntó finalmente.

—Mi misión ha terminado.

Tras esas palabras se hizo el silencio. Dositeo pareció turbado.

—Pero cuentas con miles y miles de partidarios, lo sé. Y habrías conseguido otros. Los zelotes…

—Lo que el Señor quiso una vez no puede repetirse —interrumpió Jesús—. Habría que derramar sangre. Si triunfáramos, querrían darme una corona. ¿Reinaría acaso sobre ruinas? Tendríamos que defendernos, a nuestra vez, contra los enemigos. ¿Les perseguiríamos en nombre del Señor bondadoso? Ya lo dije en su día: no quiero reinar en este mundo. Y si perdiéramos, me crucificarían de nuevo. ¿De qué serviría? ¿No está lo esencial en el espíritu? Los discípulos propagarán la palabra que les he confiado. Los esfuerzos de los ciegos no pueden impedir que el trigo crezca. Ningún hombre en el mundo puede hacer que el árbol no reverdezca cuando llega la estación. La estación del Señor es irresistible.

—Te vas, pues, para no derramar sangre. Te vas por bondad.

Jesús inclinó la cabeza. Tomás, arrobado, permaneció inmóvil. ¿Qué hombre había renunciado a una corona por bondad? Pero aquel no era un hombre como los demás…

—Amas a los judíos —dijo Dositeo con voz soñadora.

—¿Acaso no lo soy? ¿Cómo no amar a mi pueblo?

—¿Y adónde irás? —preguntó de nuevo Dositeo.

—Allí donde el Hijo del Hombre no sea odiado. Lejos. Junto a mi pueblo. Pero me detendré en Damasco.

—¿Lejos, junto a tu pueblo? —repitió Dositeo—. No lo comprendo.

—Allí, en Asia, hay judíos que no regresaron del exilio.

En efecto, algunos viajeros que habían regresado de Asia por la ruta de la seda para teñir con púrpura sus valiosas telas en Tiro y en Sidón contaban con frecuencia que algunos judíos vivían en las montañas, y que ignoraban los tormentos de Israel.

—¿Y María?

—Se reunirá conmigo cuando yo me detenga.

Al fondo del jardín, donde se encontraba el huerto del falansterio, Tomás distinguió tres figuras femeninas, jóvenes las tres. Pensó en la conversación de Jesús con el joven José. La carne le había turbado pocas veces; su voluptuosidad era escasa y sus raras experiencias carnales le habían parecido niñerías. Cultivar la carne llevaba a fundar una familia, y su familia era el mundo. Una de aquellas muchachas se volvió y miró a los visitantes. Tomás tuvo la súbita intuición, sólo con ver el movimiento de las caderas, de que aquella mujer no ignoraba el comercio carnal. ¿Con quién lo mantenía? ¿Con Dositeo? Sin duda había sustituido a su compañera Helena y no veía motivo para la abstinencia. ¿Con los muchachos del falansterio? Evocó retazos de los relatos recogidos durante sus peregrinaciones. Dositeo enseñaba la sexualidad mística. Pero ¿acaso no era mística toda sexualidad? Pensó en el Dios bondadoso. Ya no comprendía nada. Aquella gente se estaba descarriando. Suspiró. Tuvo ganas de estar en otra parte.

Pero la noche avanzaba y Jesús había aceptado la hospitalidad de Dositeo. De modo que Tomás y Jesús compartieron la comida vespertina con la treintena de discípulos del antiguo esenio. Las muchachas cenaban en una sala contigua que daba a la primera. Las charlas de ambas salas, caldeadas por el vino, llenaban el aire. Tomás sintió una especie de vértigo.

—Hasta hoy vivíamos en un mundo familiar y hostil, y aquí nos tienes, en un mundo ajeno que me parece extraño —confesó más tarde a Jesús—. No siento atracción alguna por este lugar.

—Hablas así porque no es tu luz la que ilumina este lugar, y nadie siente aquí necesidad de nuestras claridades. Mañana llevaremos la luz que nos fue confiada a países más extraños aún, pero aprenderemos a amarlos porque tenderán las manos hacia nuestras lámparas.

En el camino de Damasco, Tomás preguntó:

—¿Nunca has predicado ante Dositeo?

—La higuera no crece como el granado —respondió Jesús sonriendo—, y ya lo he dicho bastantes veces: no se cosen pieles jóvenes sobre viejos odres. Su enseñanza será olvidada algún día, pero la del Señor no lo será nunca.

En Damasco, la reputación de Jesús había llegado a la corte del eparca nabateo Omar[2]. El potentado ofreció su palacio y sus favores al gran mago y profeta judío, cuyos prodigios eran concedidos por la bondad del Dios único y omnipotente de los judíos, pero que había sido crucificado por la ingratitud de los hombres. Los paganos eran en el fondo gente sencilla. Tomás encontró habitaciones de alquiler en el segundo piso de una casa privada, situada en una pendiente que concluía su recorrido a lo largo de las murallas y que se llamaba calle del Orfebre Nimrod.

Jesús había pedido al eparca que le informaran de la próxima partida de una de las caravanas que se dirigían hacia Asia para adquirir sedas, especias, perfumes, objetos raros para la gente rica y los ociosos que preferían la compañía de un mono, de una pantera o de un loro a la de sus semejantes. Omar le aseguró que se encargaría de ello y le mandaría a su chambelán para avisarle en cuestión de dos o tres semanas.

Jesús se dejó crecer de nuevo la barba.

Días más tarde, recibió una inesperada visita.