El adiós
—Les has causado un terror espantoso —dijo José de Ramathaim—. Y aún dura. Me han contado que Caifás y Anás ya no duermen y que el insomnio les ha dado la apariencia de espectros. Temo una reacción desesperada por su parte. El lobo nunca es tan peligroso como cuando se encuentra acorralado.
El prudente José, el sabio José, el abnegado José. Era la segunda vez en los últimos meses que iba a Betania para invitar a Jesús a marcharse. Encorvado en su asiento, su hijo, aquel que montado en el asno detrás de Jesús le había aguantado con su brazo durante el trayecto nocturno de la tumba a Bethbassi, enlazaba y desenlazaba sus manos. Miraba con ojos implorantes y temblaba. Nicodemo, un hombrecillo calvo al que Jesús veía por primera vez, se encontraba junto a su colega con aire preocupado.
Jesús lanzó un suspiro de cansancio.
Marta y María se habían pegado a la pared, en la gran sala de su casa de Betsaida, como cariátides, con la mirada teñida repentinamente del color de la noche.
—Nicodemo y yo tenemos aún algunos amigos en el Sanedrín —prosiguió José—. Nos hacen confidencias. Caifás pretende llevar a cabo grandes investigaciones para echarte el guante otra vez.
—La jugarreta de Judas —dijo Lázaro.
—La jugarreta de Judas, en efecto —asintió Nicodemo.
—Conoce la casa de Betania. Será el primer lugar adonde mande sus perros —dijo José—. Dices que tu misión ha terminado. ¿No crees que la comprometerías si volvieran a detenerte?
Jesús agachó la cabeza. Evocó los horribles recuerdos: los clavos hundiéndose en sus muñecas a cada mazazo, y luego en sus dos pies superpuestos, el sopor producido por el vino de mirra, que parecía un preludio de la muerte, el frío de abril que mordía el cuerpo desnudo al viento, los sudores fríos, la dificultad de respirar, la necesidad de orinar, el velo negro… Luego, el dolor lacerante de las heridas, el ahogo, el desconcierto, la angustia del sepulcro y el olor inhumano de la piedra húmeda, el rasposo chirrido del dopheq al rodar, las náuseas, el sufrimiento presente en cada momento…
—Tendrías que ponerte a resguardo lo antes posible —intervino María.
—¡Galilea! —gritó Lázaro.
Ni a José ni a Nicodemo pareció convencerles la solución.
—Temo que Caifás y Anás estén decididos a todo para librarse del peso insoportable que supones para ellos —explicó José—. Galilea está sometida a la autoridad del muy zorro de Herodes Antipas, y no me costaría mucho creer que Caifás esté dispuesto a tratar con cualquiera, a toda costa, para organizar una operación audaz. No, Galilea no puede ofrecerte seguridad.
—Pero ¿y los zelotes? —preguntó Lázaro.
—¿No era Judas un zelote? —repuso Nicodemo.
Se hizo el silencio en la sala. Unas abejas zumbaban en el umbral.
—¿Adónde, entonces? —preguntó María.
Jesús escuchaba a aquella gente que hablaba de él. Después de todo, en cierta manera estaba muerto. Ahora era otro. Sobrevoló mentalmente Palestina, sus costumbres y sus colinas, sus ciudades y sus desiertos. Había querido ofrecerle los frutos del Señor, pero los guardianes de los Libros le habían rechazado. Sintió una mezcla paradójica de amargura e hilaridad: traicionado pero libre. Muy bien, de acuerdo, aquel mundo había muerto. Él moriría muy pronto con otro tipo de muerte, mucho más violenta; lo presentía en su carne y en sus huesos. Israel sufría una enfermedad incurable. Quería ser Israel antes de ser la nación del Señor. Puso la mano ante sus ojos, cegado por el sol que inundaba el porche; o tal vez por el incendio que adivinaba, que casi veía…
—Siria —dijo José—. El poder de Caifás no llega hasta allí.
—¿De nuevo Koshba? —preguntó Jesús.
—No importa dónde, pero en Siria. Allí estarás seguro.
Todos habían advertido el tono de la pregunta de Jesús: «¿De nuevo Koshba?».
—No importa dónde —repitió José.
Jesús reflexionó largo rato.
—Sin duda iré a visitar a Dositeo. Pero tal vez luego vaya más lejos. En cualquier caso, partiremos la próxima semana.
Levantó los ojos; no parecían satisfechos de la respuesta.
—¿Queréis que parta mañana?
—Creo —dijo María con voz triste— que sería preferible que partieras solo. Y pronto. Estamos asustados.
Y añadió en público, lo cual era casi una provocación:
—Yo me reuniré contigo.
José, su hijo y Nicodemo inclinaron la cabeza.
—Te propongo que partas mañana con mi hijo —dijo José—. No es conocido en la región. Pero te recomiendo que te dirijas a Siria por vía marítima, es decir, que vayas de Joppe a Tiro. Sería demasiado arriesgado atravesar Judea, Samaria y gran parte de Galilea con todos los espías que infestan este país. En cambio, una vez que hayáis desembarcado en Tiro, os resultará mucho menos peligroso atravesar la Calcidica hasta Damasco.
Inclinó la cabeza; el razonamiento era juicioso. Les debía la vida. Y además de querer escapar definitivamente de sus perseguidores, también comprendía que ellos decidieran sobre su seguridad.
Entretanto, apareció Tomás, que se mostró apenado, desamparado, descontento, gruñón.
Jesús le había encargado que difundiera la esperanza con los demás, y por lo visto no se había sentido satisfecho con su misión. Todas las expresiones que le recibieron expresaban asombro. Jesús no pudo evitar una sonrisa ante la turbación del discípulo. Tomás se dirigió a él con brusquedad.
—No me esperabas, ya lo sé. No puedo alejarme de ti. Tal vez sea débil, pero yo solo no tengo suficiente luz. Viviríamos con el temor constante a apagarme.
—Quédate entonces. Pero yo me voy lejos.
—Contigo, nada está lejos. Sin ti, todo está lejos.
—Bien —dijo Jesús invitándolo a sentarse con un gesto.
Marta rogó a los visitantes que cenaran.
Jesús habló poco. Tras degustar las habas con ajo y aceite que precedían una fritada de pescaditos con menta picada, dijo:
—Ay del país del que los profetas deben huir como ladrones. —Y a continuación añadió—: Los oídos sordos incitan a la compasión, los corazones sordos, a la cólera del Señor. —Finalmente manifestó—: Nadie ha visto nunca que una casa corroída por la lepra no acabe derrumbándose, nadie ha visto nunca que los corderos del mal pastor no sean devorados por las fieras.
En medio de los murmullos nocturnos, declaró a María:
—Si sólo te hubiera salvado a ti, me habría ganado el pan. —Y también le dijo—: Ni el tiempo ni el espacio pueden separarnos. Son ilusiones humanas y sé que las has dominado. Siempre estaré contigo.
—Me reuniré contigo —repitió ella—, estés donde estés. Soy tu sierva.
Él no dijo entonces lo que pensaba, porque el sueño le ganó en rapidez: la carne transfigura la carne y los contrarios se intercambian y se funden; el Paraíso iba antes que la Serpiente.
El hijo de José también se llamaba José. Era un joven que dejaba que sus ojos hablaran y contenía sus lágrimas.
Para no llamar la atención de eventuales espías en los tres días de trayecto que separaban Betania de Joppe, solo llevaron un asno; Jesús y José lo montaban por turnos, cuando uno de ellos estaba fatigado, pues Tomás se negaba aquella comodidad. Hicieron un alto en Emaús y otro en Lidda. María había dado a Jesús una generosa bolsa y el joven José había recibido otra igual de su padre, pero viajaban frugalmente, cenando poco por la noche —huevos, queso, aceitunas, de vez en cuando pescado frito—, y limitándose al vino más barato. Puesto que el otoño se acercaba, a veces llovía; se refugiaban entonces bajo los árboles y compartían pan, higos o queso con Tomás, que no tenía nada.
En Joppe, José recuperó por fin el temple. Reconoció haber temblado de miedo durante todo el trayecto.
—La noche que te sostuve sobre el asno, hasta Bethbassi, me pareció que llevaba en un solo brazo el destino del mundo. Sufría por cada una de tus heridas y rogaba al Señor que me diera fuerzas para llegar a nuestro destino.
La noche de su llegada José ofreció un festín a sus compañeros: huevas de pescado en salmuera y aceite de oliva, codornices rellenas, cuartos de pato asado con vinagre de chalote y tortas con miel y pasas. Y vino de Grecia. Se rió y se embriagó. Jesús se rió al verle feliz.
—¿Cómo se aprende a ser bueno? —preguntó el joven.
—Pensando que el Señor es el único juez. La justicia de los jueces es la de los hombres, y cada hombre quiere dominar al otro. ¿Quién se atrevería a condenar si pensara que el Señor es capaz de perdonar?
—Pero ¿no eres juez tú mismo? Ordenas a todos los que se acercan a ti y cada cual teme que tú le desapruebes.
—Ordeno a los hombres porque les enseño la bondad. Pero no he dado órdenes a Caifás. El Señor se encargará de ello.
—Pero ¿no eres un privilegiado del Señor?
—Aguza tu oído, escucha al Señor en tu corazón y lo serás tú también.
—Pero ¿tú también te pones furioso?
—¿Acaso no soy humano? Monto en cólera contra quienes quieren mantener su sordera, porque con su orgullo ofenden al Señor.
—Pero tú has desafiado la Ley.
—¿Por quién está hecha, si no por el hombre? Quienes niegan el perdón en nombre de la Ley cometen el imperdonable crimen de atribuirse el mismo rango del Señor.
—¿Comerías cerdo?
—David comió los panes de proposición porque él y sus compañeros tenían hambre. Si sólo tuviera cerdo para comer, lo comería.
—¿Y el adulterio?
—Si es un robo, es un crimen. Pero ninguna ley prohíbe llevar al aprisco a una oveja sin dueño.
Tomás examinaba al muchacho con ojos de ardilla, y Jesús clavó la mirada en la expresión del joven José.
—¿Qué harías si no tuvieras noción de la falta? Te comportarías como un animal salvaje y tal vez ella te daría lecciones por su templanza.
—¿Dices que la Ley está hecha para el hombre…?
—Está hecha para refrenar su naturaleza bestial.
—¿Y la carne? —insistió José.
Unos músicos habían ido a tocar al albergue. Jesús sirvió vino. ¿Cómo no iba a causar sorpresa el hecho de que los vivos se asustaran tanto de la vida?
—No es justo que los viejos se la consientan parsimoniosamente a los jóvenes porque ellos puedan prescindir con facilidad de ella —observó—. Hay que comer la carne cuando se tienen dientes.
José se contuvo primero, pero luego se rió abiertamente.
—Pero tampoco es justo que los jóvenes la conviertan en ley porque sientan mayor deseo que los viejos. ¿Es razonable atribuirle tanto valor? ¿No es eso convertirla en un pecado antes de que lo sea? ¿No revela la ausencia del Señor en el corazón? Los hombres temen su simiente y las mujeres su sangre porque olvidan que responden a la voluntad del Señor. Pero si se piensa más en la carne que en lo carnal, es que el amor está ausente.
Hicieron honor a la comida y luego, sin que José lo advirtiera, la relación entre Jesús y el muchacho se transformó. Cada edad tiene su Libro. A los cuarenta años, el doble de edad de su compañero, Jesús había leído tantas veces más, pues para los elegidos, cada día equivale a un año. El joven que aún había en él hubiera deseado un hermano; el hombre maduro encontró un hijo. Pensó que sus discípulos solo habían sido hijos para él. Qumran había sido una escuela donde había aprendido cómo envejecer: allí cristalizaba el espíritu; era como una de esas cristalerías de Siria donde el sílice opaco se convierte en cristal transparente como el aire, y cuanto más ardiente es el fuego, más transparente se hace el vidrio.
Hacia el final de la comida, Jesús sintió que el espíritu de su compañero no estaba saciado y le dijo:
—Los sacerdotes del Templo no han comprendido que el Hijo del Hombre debe ser restaurado en todo su esplendor. El tiempo en que éramos esclavos ha pasado ya. La Ley no puede ser la ley del faraón. La falta no puede ser eterna. La expiación no debe llevarse a cabo sólo con el fuego de los sacrificios, sino también mediante el arrepentimiento. He venido para la Redención, pues el Omnipotente no sólo es justicia; también es bondad. Esperanza.
Estiró el cuello hacia José.
—¿Comprendes?
José inclinó la cabeza. De pronto se acaloró:
—Presentándose como los eternos custodios de la Ley, no hacen más que defender sus privilegios. No hacen más que engordar con los tributos que les entregan. Son como esos criados que imaginan que la casa de su dueño es la suya. La palabra del Señor se ha secado en sus manos.
El sueño tiró de los tres hombres hasta su habitación común. La noche era clara y fría. José soñó que salía del barro, desnudo y espléndido, y confiado, y que la lluvia le lavaba. Una profunda felicidad se apoderó de él.
Al día siguiente, José acompañó a Jesús y Tomás hasta el puerto. Allí se despidieron efusivamente.
—Me hubiera gustado seguirte —dijo José.
—Puedes seguirme ahora con tu espíritu. Por lo demás, no debes seguirme a mí, sino el camino que te he indicado. Ve, pues, con los que me han escuchado. Saluda a tu padre de mi parte.
José se alejó con pasos lentos y tristes.
Jesús y Tomás buscaron a lo largo de los muelles un navío que les llevara a Joppe. Había muchos que hacían cabotaje mercadeando a lo largo de la costa hasta Antioquía, deteniéndose en Apolonia, Cesárea, Dor y Ptolemais, luego en Sidón, Biblos, Chipre y, a veces, más allá, según la estación y las comisiones. Encontraron uno que zarpaba dos horas más tarde; era una galera mercante de vela con remeros, una histikiopos triskalmos llamada Soteria Antiochos, «Seguridad de Antioquía», cuya popa estaba adornada por una gran cabeza de oca pintada. A instancias de Tomás, embarcaron en cuanto acordaron el precio del pasaje con el capitán y se apostaron tras los altos bordes de la popa.
—¿Qué significa esa prisa? —preguntó Jesús.
—He visto en el muelle que nos miraba con insistencia. No había peligro de que te reconocieran a ti, sino a mí.
Por fin, la amarra fue soltada, la Soteria Antiochos se alejó del muelle a fuerza de remos, bamboleándose como una mujer borracha, y a continuación se hinchó la gran vela cuadrada y crujió al viento; tras ella, la vela de artimón crepitó hasta quedar tensa. Los marinos y los cabos gritaron, las tablas gimieron, los hombres se apoyaron los remos en los costados. El tiempo refrescó de pronto y las salpicaduras cambiaron el olor del mundo. Jesús se acodó en la batayola y contempló cómo se alejaba la costa de Judea. Y todo un país.
Se acordó de cuando era niño y hacía volar con Santiago una cometa al viento. Se vio de nuevo sudando en los campos cercanos a Qumran, para dragar los canales de los cultivos de lechuga. Recordó el rostro intenso y flaco del Bautista. Recordó también la costa del mar de Galilea a aquella misma hora y la calidez generosa del mar que distribuía hasta el infinito sus monedas de plata. «¿Eres el que esperamos, o vendrá otro?» ¿Vendría otro?
En Roma, el joven Isaac despertó con dolor en el hombro derecho y una sonrisa en los labios.
La víspera, había sido apaleado por una gente que le había acusado de ser un perro al servicio del «hereje Jesús». Por primera vez, había devuelto los golpes. Pero había recibido uno en el hombro, propinado con una tabla, que aún le hacía sufrir mucho.
La víspera, también, había sido admitido en la comunidad secreta de los hermanos que se había constituido en conmemoración del Mesías de la Esperanza, Jesús. Le habían bautizado solemnemente con el nombre del señor Jesús, para lavarle las manchas de su vida anterior. Luego había participado por primera vez en el rito de los ágapes: los discípulos de Cristo, como se llamaban ellos mismos, se reunían cada domingo al anochecer para realizar una comida, en recuerdo de la última cena de su dueño antes de que fuera detenido por los malvados. El rito había sido introducido en Roma por un comerciante de púrpura, discípulo del propio hermano de Jesús, Santiago, que se lo había enseñado y le había encargado que lo propagara. Al principio de los ágapes de la víspera, Isaac había escuchado al decano de la cofradía declarar: «Jesús, mensajero e hijo de Dios, es la Esperanza. Nos redimió del pecado. Ahora sed felices en unión con el Señor. Comed y bebed para celebrarlo».
Isaac estaba contento. Se sentía impregnado de una fuerza profunda. Pero seguía siendo difícil encontrar trabajo con los judíos; paradójicamente, eran los paganos quienes lo ofrecían. Se maravillaban ante la alegría de aquel muchacho y le preguntaban su razón. Y cuando se lo explicaba, ellos escuchaban, sin cólera, incluso con interés.
«Cuanto más numerosos seamos, más fuertes seremos y mejor podremos hacer triunfar la verdad nueva —había declarado el decano—. Propagad la buena nueva y traednos discípulos».